III. La Clase Dominante de España y la Crisis Mundial

Durante un año y medio después de los acontecimientos de Asturias, la “solución” preferida por la gran burguesía era bastante obvia: los sectores más importantes de la clase dominante se preparaban abiertamente para “restaurar el orden” mediante una maniobra represiva contra las masas. La CEDA (cuyo líder Gil Robles había visitado a Hitler y ahora se hacía llamar “el Jefe”, al estilo nazi) tenía entonces cinco ministros en el gobierno. Otros en altas posiciones, generales y monarquistas, se pusieron en contacto con el gobierno fascista de Italia y empezaron a consolidar la ayuda italiana para la jugada que preparaban. Más aún, desde el punto de vista de la clase dominante española, éste parecía el momento oportuno para semejante maniobra, pues el levantamiento de 1934 había sido reprimido brutalmente y decenas de miles de militantes y líderes estaban en la cárcel.

No obstante, no pudieron efectuar su maniobra. Sólo en julio de 1936 la burguesía pudo actuar como ya desde hace tiempo había considerado necesario hacerlo, consolidando fuerzas sólo unos pocos días antes del golpe, que aun entonces, claro, resultó en un fracaso inicial. En realidad, aunque el gobierno del período 1934-36 constató formalmente los peores temores de los socialistas —es decir, la CEDA fue una gran influencia en el gobierno— lo que caracteriza estos meses no es la fuerza de la clase dominante, sino su debilidad y aun algunas concesiones al movimiento de masas. Por ejemplo, sólo dos líderes del levantamiento de Asturias fueron ejecutados, muchos otros fueron puestos en libertad.

La clase dominante, débil y dividida, no podía tomar acción decisiva independientemente. Las “reservas” necesarias para pasar al fascismo tendrían que venir de más allá de las fronteras de España, de imperialistas más poderosos. Pero para la clase dominante española el problema era que no podían aceptar semejante ayuda de Inglaterra, porque la “ayuda” de los imperialistas británicos ya estaba estrangulando mucho a su más débil y algo renuente socio.

Esta debilidad es muy profunda en la historia del capitalismo español. Durante el siglo XIX, surgió una burguesía naciente, que chocó con la aristocracia terrateniente en una serie de guerras. Esta clase consistía de algunos pequeños industriales, terratenientes que habían acumulado capital a raíz de la opresión colonial y junto con ellos, una locuaz intelectualidad. Pero estas fuerzas eran demasiado debiluchas para tomar el Poder y ya para los finales de la abortada Primera República en 1873, las diferentes clases beligerantes habían llegado a un acuerdo. Los terratenientes, la burguesía urbana y la Iglesia empezaron a fusionarse en una sola clase dominante.

La burguesía española jamás había sido lo suficientemente fuerte para llevar a cabo una revolución democrático-burguesa y librar el desarrollo industrial del país de las trabas del feudalismo, como había ocurrido en otras partes de Europa. Y lo que es mucho más importante en términos de su desarrollo, era demasiado débil para competir exitosamente con las grandes potencias imperialistas, no sólo dentro de la propia España, sino también en la exportación de capital y el reparto del mundo. En la Guerra Hispano-Americana de 1898, EU había despojado a España de sus colonias más importantes y lucrativas; y hasta en las colonias que todavía poseía, la mayor parte de las ganancias del imperialismo caían en manos de los “protectores” de España, especialmente en manos de Inglaterra, que en realidad “protegía” a España (en el sentido de mantener a otros imperialistas alejados de lo que quedaba del imperio español) pero a la vez, al verdadero estilo gánster, obligaba a España a pagar con un ojo de la cara por esa protección.

España retenía tres grupos de islas: las Baleares en el Mediterráneo, las Canarias en el Atlántico y Fernando Po frente a la costa de la “Guinea Española” (hoy, Guinea Ecuatorial). En África continental, además de la mencionada Guinea, también conservaba a Río de Oro (el dizque “Sáhara Español”), Ifni y una franja de Marruecos frente al Estrecho de Gibraltar. Mantenía importantes intereses bancarios y otros intereses en América Latina y las Filipinas, a menudo vinculados con intereses de la Iglesia, particularmente en Filipinas. Allí también compartían el festín con los dominantes imperialistas EU.

Muchas de estas posesiones eran enormemente lucrativas, pero la posición estratégica de algunas de ellas era igualmente importante. Marruecos en particular se convirtió en el eslabón clave del “arreglo” español con el imperialismo británico. Esta franja le había sido otorgada a España como parte de la “Entente Cordiale”, un reparto imperialista tipo gánster de territorio colonial entre Inglaterra y Francia concertado en 1904. Entre los términos del acuerdo, Inglaterra permitió que Francia penetrara en Marruecos pero insistió en que España recibiera la zona de Marruecos directamente al frente de la importante base militar y colonia británica de Gibraltar. Esto flanqueaba las claves rutas británicas hacia el Oriente Medio e India, que había que mantener a toda costa fuera de las manos del rival de Inglaterra, Francia. El acuerdo contenía protocolos secretos que seguramente incluían aspectos del comercio mundial y doméstico de España y otros acuerdos entre Inglaterra y España. Pero a España se le prohibía fortificar la zona, es decir, que se aprovechara de ella para ejercer presión sobre Inglaterra. También se esperaba que España pacificara el territorio —lo que habría de convertirse en un problema monumental para la clase dominante española.

El pueblo marroquí se enfureció ante este cínico reparto y atropello de su país. Para 1923, España tenía más de 200.000 tropas comprometidas y estaba recibiendo una paliza a manos de las fuerzas nacionalistas de Abd el-Krim. En una sola batalla, la batalla de Anual, los marroquíes aniquilaron a 10.000 tropas españolas. (El impacto de esta enorme presencia militar sobre la sociedad española, equivaldría en EU al de una fuerza de 2 millones de tropas). España sólo retiró gran cantidad de sus tropas después de que los luchadores marroquíes también atacaron la zona francesa, involucrando así a los franceses en la guerra.

Marruecos revela el camino sin salida en que se hallaba atascada la burguesía española. Primo de Rivera, el dictado militar de España durante esa época, lo resumió bastante bien en una entrevista en 1924 con un reportero de UPI:

“Personalmente, yo estoy a favor de retirarnos completamente de África y entregársela a Abd el-Krim. Hemos gastado incalculables millones de pesetas en esa empresa y no hemos ganado ni un céntimo. Decenas de miles de hombres han muerto por un territorio que no vale la pena. Pero no podemos retirarnos porque Inglaterra no lo quiere”.[10]

Claro que esto es una señora exageración. (Por ejemplo, Primo de Rivera no menciona las cuantiosas acciones españolas en las minas de hierro marroquíes). Indudablemente la clase dominante española recibió más de unos cuantos céntimos a partir de su status de puerco menor en el abrevadero imperialista. La verdad es que se engordó y abotagó, y no sólo los capitalistas financieros y terratenientes vinculados al capital financiero; también una enorme Iglesia y burocracia militar (ambas parte del legado de la época del colonialismo) compartieron el botín.

Dentro de la propia España, la burguesía española concentró la mayor parte de sus bienes en industrias que producían para el mercado mundial, como pesca, cuero, cobre, carbón, mineral de hierro y embarque. Debido a la naturaleza semi-feudal de gran parte del campo español y a su estado generalmente subdesarrollado, existía muy poco mercado nacional; en general, la industria estaba atrofiada y distorsionada y a menudo, el capital extranjero aventajaba al capital español (por ejemplo, el sistema de teléfonos y telégrafos y el sistema ferroviario, eran de propiedad extranjera). Pero al mismo tiempo, la clase dominante española gozaba de una lucrativa relación con este capital extranjero, lo que era otro aspecto de sus vínculos con el capital financiero mundial. Muchas veces esto se manifestaba en que los financistas españoles se convertían textualmente en socios menores de empresas británicas en España. Como lo describe un historiador:

“Un buen número de capitalistas españoles eran accionistas en la compañía minera Basque Asturian (perteneciente a los británicos) y en compañías que extraían mercurio de Almadén o manejaban los depósitos de hierro en Peñarroya[i], o el cobre del Río Tinto. Generales españoles y ministros españoles figuraban en las mesas directivas de estas compañías. La connivencia de las fuerzas oligárquicas españolas y el capital extranjero garantizaba a estos últimos un monopolio de facto sobre las principales actividades de la Península”.[11]

El resultado de todo esto fue una clase dominante a la vez en contradicción con las potencias imperialistas dominantes (especialmente con Inglaterra, cuyo yugo encontraban demasiado aplastante los gobernantes españoles) y dependiente de sus arreglos financieros con el capital extranjero y de su “parte” del imperialismo —fuera del capital que poseían en España y de las vastas extensiones de tierra que controlaban. A esta clase dominante, no le interesaba mucho desarrollar la atrasada economía de España —en realidad, por medio de su control de las finanzas (y a su vez del control que ejercían sobre las finanzas extranjeras) estranguló el desarrollo industrial y de la economía en general.

Por ejemplo, las áridas tierras de cultivo españolas necesitaban una gran inversión de capital en irrigación y otras mejoras a fin de aumentar su productividad; pero ese capital podía obtener utilidades mucho mayores e inmediatas en otro lugar, y en consecuencia, vastas extensiones de tierras de cultivo quedaron en barbecho. Los enormes trechos de tierra sin cultivar de dueños ausentistas parecían burlarse de los pequeños campesinos y los braceros (jornaleros rurales) que se morían de hambre por falta de tierra y trabajo. Este estancamiento de la agricultura fue el principal obstáculo al desarrollo de un mercado interno para la industria.

Otro resultado, particularmente en la industria, fue un desarrollo en extremo desigual. España, como la Rusia zarista, es una “cárcel de naciones”. Las regiones geográficamente, económicamente, culturalmente y lingüísticamente distintas vasca y catalana[ii], naciones oprimidas dentro del Estado español, de hecho eran mucho más avanzadas económicamente que el resto del país, especialmente Euskadi, donde se concentraba una monumental inversión extranjera (principalmente británica) en la industria minera y de construcción naval. En Cataluña también había considerable inversión extranjera (especialmente francesa); de hecho, casi la mitad de toda la industria de España se encontraba en Cataluña, como también más de la mitad de los obreros españoles, concentrados principalmente en la industria textil que empleaba a más de 400.000 obreros en fábricas relativamente pequeñas. Todo esto resultó en el desarrollo de una especie de “esfera de influencia dentro de una esfera de influencia” en las regiones industriales, con las fuerzas burguesas allí vinculadas al capital extranjero y/o más o menos independientes de las clases dominantes centrales, lo que le echó leña al fuego de las contradicciones nacionales de vieja data entre estas regiones de nacionalidades oprimidas y el gobierno central en Madrid. Estas dos regiones tendían a formar un contrapeso, favorable a Inglaterra y Francia, contra Madrid. La burguesía industrial, la pequeña burguesía y la intelectualidad de estas regiones eran el núcleo del republicanismo, el cual, significativamente, incluía la autonomía de estas regiones como uno de sus principios programáticos centrales.

Durante la década del 20, la clase dominante española disfrutó del auge económico de post-guerra que recorrió a todas las potencias que gozaban del botín logrado con el reparto del mundo. En realidad, los años de la guerra habían sido de bonanza especial para la clase dominante española, que aunque abiertamente pro-alemana (debido a su deseo de librarse de la “protección” británica y también porque los alemanes la tentaban con cierto cebo colonial) con todo, efectuó lucrativas ventas a ambos lados. Fue durante este período que la clase dominante española empezó a fortalecer su posición dentro de España, comprándole los ferrocarriles a los británicos y comprando acciones en el monopolio energético de los extranjeros. Pero todo esto, en vez de resolver las contradicciones de España, las agravó. Ya para la década del 30, con el inicio de la intensificación de todas las contradicciones del imperialismo internacional pregonada por la quiebra de la bolsa de valores, los gobernantes españoles se encontraban cada vez más fuertemente empujados fuera del mercado mundial y doméstico. Políticamente, la situación internacional —especialmente la creciente formación de dos bloques para una nueva guerra mundial— y la lucha interna de clases (animada poderosamente por la Revolución Rusa, así como por la desesperada situación del proletariado y el campesinado pobre) resultó en una crisis en crecimiento.

La mayor parte del proletariado y del campesinado pobre estaba en una situación desesperante, y entretanto la clase dominante española sólo había logrado desarrollar un endeble “amortiguador” pequeño-burgués. En el campo internacional, la burguesía estaba exprimida y devastada por su “arreglo” con los británicos, pero sus medidas para obtener una mejor posición fueron frustradas por la poderosa influencia del imperialismo británico en el seno de la economía española —y también por la clase de pequeños industrialistas, la intelectualidad de tendencias pro-británicas y otros sectores de la población bajo su influencia, incluyendo una sección de los obreros. Sin embargo, éstas eran precisamente las capas “más acomodadas” cuyo apoyo la clase dominante de España necesitaba tan desesperadamente como un factor estabilizador entre las masas. Esto resultó en que esta agrupación amorfa, representada más adelante por la Izquierda Republicana bajo Manuel Azaña, llegó a jugar un papel crucial, muy superior a su tamaño o peso económico.

Debido a la posición de España en el orden internacional imperialista, su clase dominante no podía darse el lujo de sobornar a estas capas intermedias en el grado en que ocurrió, por ejemplo, en Inglaterra, Francia y EU. Si se añade a esto el que estas capas y gran parte del proletariado estaban concentrados entre las nacionalidades oprimidas, y la deficiencia de la República como un medio para suprimir a las masas, queda claro por qué desde el punto de vista de la clase dominante española había que acabar con la República —por lo menos por ahora— y por qué esto tendría que hacerse principalmente a través de una maniobra militar abierta, más bien que a través de una maniobra más disimulada. Al mismo tiempo, lo que subyacía a todo esto era, ante todo, un esfuerzo por cambiar la posición internacional de España, lo que sólo se podía lograr uniéndose con las otras potencias imperialistas alineadas contra Inglaterra y sus aliados.

La clase dominante no tenía más remedio que jugarse el todo por el todo en una maniobra radical para destruir gran parte de las instituciones en vigencia y las relaciones sociales aceptadas (que con tanto tiempo y esmero se habían implantado) en una crisis política que atrajo a las masas populares a la vida y lucha política —a la Guerra Civil— en una escala tan vasta que todo el Occidente tembló con sus reverberaciones.

Muchos historiadores han buscado algo específico en España, algo en sus estructuras económicas y políticas o en “su carácter nacional” que explique por qué el fascismo emergió allí en la manera que lo hizo, y por qué España estuvo más cerca de la revolución que cualquier otro país en Europa en el período previo a la II Guerra Mundial. (Aunque hacia finales de la II Guerra Mundial e inmediatamente después de ésta hubo levantamientos revolucionarios y revoluciones en varios países europeos, para no mencionar la guerra revolucionaria que rugía particularmente en China, y acontecimientos en otros lugares de las colonias y neocolonias). Pero hasta los rasgos más particulares a España en ese período —su muy atrasada agricultura, el carácter volátil de su pequeña burguesía, su clase obrera de tendencia relativamente revolucionaria— estaban ligados a lo que ocurría a escala mundial: la telaraña mundial financiera, política y militar de los imperialistas en que estaba atrapada España, y especialmente la crisis que recorría todo el mundo imperialista y lo propulsaba a la guerra mundial, que como Stalin había dicho refiriéndose a la I Guerra Mundial: “juntó en un haz todas estas contradicciones y las arrojó sobre la balanza, acelerando y facilitando con ello las batallas revolucionarias del proletariado”.

España fue uno de los eslabones débiles del imperialismo, uno de los lugares en donde las gigantescas fuerzas de la coyuntura histórica que resultaría en la II Guerra Mundial, se concentraron y estallaron en guerra abierta entre la burguesía y el proletariado y sus aliados. Cegados por el nacionalismo y el reformismo, el PCE y la Comintern no lograron ver las cosas de esta manera, no vieron las oportunidades revolucionarias que esta coyuntura abría para el proletariado a escala internacional. En cambio, sólo vieron las dificultades, sólo las posibilidades de minimizar la derrota y subordinaron todo a la defensa de la Unión Soviética. Esto, en España y dondequiera que dominó esta línea de la Comintern, es lo que subyace al hecho que sencilla y criminalmente se echó por la borda una tremenda oportunidad para el avance de la revolución mundial.