II. La Rebelión de Asturias; Ensayo General para la Guerra Civil

A finales de la década de 1920, cuando la crisis mundial empezaba a golpear en pleno a España, los imperialistas británicos y franceses que dominaban la economía española empezaron a exportar la crisis económica que se gestaba en sus propios países, inundando el mercado español con carbón barato. España respondió imponiendo aranceles y a su vez los británicos y los franceses cancelaron el comercio de mercancías agrícolas claves a España. La economía española y la dictadura de Primo de Rivera se desmoronaron rápidamente. Al poco tiempo de la caída de la junta militar gobernante, también dimitió el rey español, Alfonso XIII, para evitar según sus palabras, “el desastre de la guerra civil”.[6]

El 14 de abril de 1931, por segunda vez en su historia, España se declaró república. La burguesía esperaba atraer a la pequeña burguesía —bajo el liderato de los republicanos y socialistas— a la administración del Estado burgués y para que ofreciera la estabilidad que la clase dominante necesitaba tan desesperadamente. De repente, generales y otros lacayos que habían servido a la vieja monarquía, se volvieron entusiastas partidarios de la República. Como lo dijo un socialista: “Se cambió el régimen para que no hubiera cambios”.[7]

La luna de miel duró apenas dos cortos años. El año 1933 fue el más duro de la Depresión en España, llevando al proletariado y el campesinado pobre a la rebelión abierta, a menudo armada, y arruinando a la pequeña burguesía rural y urbana. El gobierno republicano demostró ser tan represivo como cualquiera de las odiosas monarquías constitucionales del pasado.

La nueva situación culminó en octubre de 1934 en el levantamiento de los obreros de los valles mineros de la región de Asturias, al norte del país. Esta revuelta, la última de varias rebeliones grandes y pequeñas que habían estremecido a España a principios de la década de 1930, desencadenó directamente la cadena de acontecimientos de 20 meses que llevó al estallido de la Guerra Civil.

El 5 de octubre de 1934, mineros armados con cargas de dinamita de fabricación casera ocuparon la estación de policía de Sama; en Mieres, cien obreros rodearon las barracas de la Guardia Civil, descargando sus vetustos fusiles desde muchos puntos diferentes para hacer creer que estaban fuertemente armados; en un lapso de 48 horas, las milicias obreras ocuparon casi 70 puestos de la Guardia Civil. En unos pocos días, se habían movilizado más de 10.000 obreros, habían ocupado ayuntamientos (en muchos casos enarbolando banderas rojas) y establecido “soviets” para manejar los asuntos locales.

Un relato de un militante de la Juventud Socialista revela algo de lo que los obreros consideraban sus metas:

“En la pequeña municipalidad de Figueredo, justo al sur de Mieres en Asturias, Alberto Fernández, de la Juventud Socialista llevaba dos noches esperando la señal. A las dos de la madrugada del 5 de octubre, oyó un viejo carro que se acercaba y saltó en medio de la carretera. Era el carro de Avance (el periódico socialista de Oviedo). Antonio Llaneza, hijo del gran líder de los mineros, era uno de los pasajeros.
Me tomó la mano y me dijo con viva emoción: ‘Esto es lo que esperábamos. A la calle’. ‘¿Hasta el final?’ ‘Sí’. Eso quería decir que era la revolución, la toma del Poder, la inauguración del socialismo; no simplemente para restaurar el régimen republicano a lo que fue en sus primeros dos años, como dijeron algunos más tarde. Nos pusimos en marcha…”.[8]

Pero, a pesar de lo que sentía este militante de base y de los sentimientos muy probablemente similares de los muchos obreros que inscribieron la hoz y el martillo en sus banderas rojas (entre los cuales miles y miles visitaron la Unión Soviética después), el ala izquierda del Partido Socialista (PSOE) que dirigió la rebelión, jamás tuvo la intención de que fuera una revolución o preparación para la revolución. En general estuvo mal preparada, tomada con poca seriedad, en el mejor de los casos. Sólo en Asturias hubo bastante lucha; en los otros sitios, después de la derrota de algunas incursiones iniciales la rebelión claudicó. Los líderes socialistas y republicanos que la iniciaron no tenían el propósito de llevarla a término y en cambio pasaron la mayor parte de la rebelión escondidos en una buhardilla, esperando que se acabara. El PCE, aunque en aquel entonces era mucho más pequeño que el PSOE, desempeñó un papel activo.

Los líderes socialistas y la izquierda republicana jamás tuvieron la intención de tomar el Poder. El dirigente socialista, J. Álvarez del Vayo (más tarde asociado con el PCE) revela esto de manera dolorosamente clara al describir el llamamiento inicial a la insurrección que lanzó el Comité Ejecutivo del Partido Socialista en enero de 1934:

“Ante la amenaza de agresión de los reaccionarios y ante un gobierno incapaz de defender a la República, la Izquierda no tenía más camino que tomar en sus propias manos la defensa de la República, haciéndole saber al gobierno y al país que no toleraría un golpe de Estado monarquista o fascista camuflado bajo el manto de un ficticio procedimiento parlamentario… si se le llegara a entregar el Poder a la Derecha, el Partido Socialista comenzaría una revolución…”.[9]

El “procedimiento parlamentario” al que se refiere del Vayo, fue la entrada al gobierno de la Confederación Española de Derechas Autónomas (CEDA), una organización política de tipo fascista y respaldada por la Iglesia, lo que probablemente sí tuvo el propósito de crear las condiciones para imponer el fascismo. Pero la respuesta de los socialistas y del PCE, aunque incluyó lucha armada, se limitó enteramente a los confines de la política burguesa de “grupo de presión”.

El quid de la cuestión no fue que se hubieran opuesto a un avance hacia el fascismo y de ninguna manera que hubieran actuado sin garantía de victoria, sino más bien que jamás pensaron en ganar, en tomar el Poder. En cambio, limitaron los objetivos del levantamiento a mantener a la CEDA fuera del gobierno, a mantener la forma republicana de dictadura de la clase dominante en vez de llevar la insurrección a término, si aún no como la acción de una clase lista para tomar el Poder, por lo menos como un poderoso medio para preparar la eventual toma del Poder. El resultado desde luego fue que los socialistas y el PCE trabajaron para fortalecer las ilusiones democrático-burguesas entre los obreros, mientras que la burguesía lejos de ceder ante la “presión”, contraatacó ferozmente al movimiento revolucionario.

La rebelión de Asturias rugió durante dos semanas en total. Durante ese tiempo, los obreros controlaron y administraron la región, al mismo tiempo que luchaban contra las fuerzas policiales locales y derrotaron y se ganaron a las tropas de los cuarteles locales. La rebelión sólo fue aplastada después de la llegada de las tropas del General Franco, entrenadas en guerra de contrainsurgencia en la reciente guerra colonial de España contra el pueblo marroquí. Le siguió una marejada de salvaje represión política.

La rebelión de Asturias se convirtió en el foco de todas las fuerzas de peso en España. A menudo se habla del levantamiento como de una especie de “ensayo general para la revolución”, similar a la revolución de 1905 en Rusia. Pero debido a la línea política que la dirigió, fue más bien un ensayo general para la traición. Entre la creciente resistencia de todas las clases oprimidas en España, emergió una nueva fuerza con mayor plenitud que nunca antes: el proletariado. Pero el lastimoso liderazgo de los socialistas y sus aliados del PCE fue un indicio de lo que le aguardaba; en los años siguientes, los que se autoproclamaron líderes revolucionarios del proletariado, seguirían a la zaga de este proletariado emergente y cada vez más radicalizado, llenándolo de falsas ilusiones, aplastándolo y traicionándolo. Pero nunca lo entrenaron de modo consciente de clase, con un entendimiento marxista de la nueva situación, peligrosa pero también fértil, a la que entraba; jamás lo entrenaron como una fuerza capaz de dirigir a todos los oprimidos para avanzar hacia el comunismo.