IV. Las Fuerzas Se Alinean

Durante los primeros años de la década de 1930, las contradicciones en la sociedad española se agudizaron al máximo, al punto de explotar.

Ciertos eventos, tal como el alzamiento de campesinos y braceros dirigido por los anarquistas en 1933 en Casas Viejas, y su brutal represión, simbolizan este hecho. Las masas se habían rebelado allí como parte de una rebelión mayor, y se habían apoderado de las ricas tierras ubicadas en las proximidades del pueblo —tierras que se usaban para la crianza de toros de casta. En la furibunda retribución organizada por el gobierno republicano contra los campesinos y braceros, unidades de la Guardia Civil avanzaron de casa en casa, quemándolas y asesinando a familias enteras. Todo esto se convirtió en el foco de un imponente movimiento político que abarcó a los partidos obreros y reveló la explosión de ira y disgusto que se venía acumulando contra el gobierno de la Segunda República.

Los sucesos de Casas Viejas reflejaron que España, a pesar de estar dominada por el capital financiero, era todavía fundamentalmente una sociedad rural, en donde la tierra seguía constituyendo una cuestión crucial. Incluso al estallar la Guerra Civil, el 66% del pueblo vivía en el campo. Esto incluía un gigantesco e inflamable proletariado agrícola —el millón y medio de braceros que labraban los enormes latifundios del sur, tierras que se extendían de Andalucía a Extremadura. Estos trabajadores apenas ganaban lo mínimo para sobrevivir con su empleo de verano, y ese sueldo tenía que alcanzarles para los cinco o seis meses en que no encontraban empleo. Los anarquistas los atrajeron a sus filas en grandes cantidades.

En el campo español también abundaban pequeños propietarios campesinos; sus miserables tierras se reducían y dividían más cada vez que finalizaba su contrato de arriendo y tenían que renegociar nuevamente la tenencia de la tierra por otro breve período. Sólo en Navarra y algunas otras regiones dispersas del país existía una clase de campesinos medios que se las arreglaban para conservar sus tierras. Estos formaban la base social de la Iglesia y de los movimientos sociales monarquistas.

Pero el proletariado era lo que constituía el factor decisivo en los movimientos sociales que habían sacudido y dividido a la sociedad española durante el Siglo XX: en las huelgas generales que barrieron al país después de la Revolución Rusa de febrero 1917, en las enconadas luchas contra la guerra imperialista en Marruecos, y en los levantamientos y revueltas que caracterizaron los primeros tres años de la década del 20 (llamado el “Trienio Bolchevique” por los historiadores españoles). La clase crecía rápidamente en número: hacia 1930, más del 26% de los trabajadores del país eran obreros industriales, el doble que en 1910.

La Revolución Rusa había sido un elemento revolucionario especialmente catalizador entre el proletariado español, al igual que en otras partes del mundo. Según la propia admisión de un historiador reaccionario, Cattell:

“Los símbolos, la terminología y los métodos fueron copiados de la Revolución Rusa, sin considerar para nada al Partido Comunista [de España]. No era nada de extraordinario que en un pueblo donde no existía ni un solo militante comunista, se produjera una revuelta y se estableciera un Soviet al estilo ruso. A menudo ellos alzaban la hoz y el martillo y se autodenominaban comunistas sin hacer la menor referencia al Partido Comunista de España. De igual forma, las películas y anécdotas rusas de heroísmo revolucionario provocaban gran interés entre las masas, y como resultado las novelas y las exhibiciones de películas rusas se habían extendido por doquier”.[12]

Tal como Cattell lo da a entender en su relato, este enorme respeto y este gran entusiasmo por la Revolución Rusa no era lo mismo que un movimiento consciente por la revolución proletaria. Pero incluso este movimiento y sentimiento revolucionario espontáneo constituía una amenaza formidable para la burguesía española.

Los Republicanos

En una fría mañana soleada del otoño de 1935, Manuel Azaña contempló la multitud que fluía incesantemente sobre las colinas del pueblo de Comillas, en las afueras de Madrid. Más de 400.000 personas se habían reunido para escuchar su discurso, en lo que constituía la reunión política más grande en la historia de España. Las banderas rojas se confundían con la bandera tricolor de la República. Muchos de estos cientos de miles eran obreros. El discurso de Azaña constituiría un llamado a las masas para que se opusieran al fascismo que todos veían venir —y para agruparse en torno a la bandera de la democracia burguesa.

La República “debe destruir absolutamente los privilegios de las clases adineradas que ahora subyugan al pueblo ... Toda Europa es hoy día un campo de batalla entre la democracia y sus enemigos, y España no constituye la excepción. Se trata de escoger entre la democracia, con todas sus limitaciones, con todas sus fallas, con todos sus errores, y la tiranía, con todos sus horrores. No hay alternativa. Nuestra decisión está tomada. En España se oyen conversaciones frívolas y banales sobre la dictadura. A nosotros eso nos parece repugnante, no sólo por doctrina, sino por experiencia y a través del sentido común ...".[13]

El muy soberbio Azaña había sido encarcelado luego de la Rebelión de Asturias, a pesar de haber puesto conspicuamente distancia entre él y la acción. (Sin embargo, el gobierno no había actuado de modo totalmente irracional al encarcelarlo —Azaña también había dado señales de que él estaría dispuesto a asumir la presidencia en caso de que triunfara el alzamiento.) Azaña, presidente de la Segunda República durante sus primeros dos años y líder de la reciente coalición de tres partidos “de Izquierda Republicana”, había llegado a ser el símbolo principal de la democracia burguesa con tendencias pro-británicas en España.

Los republicanos eran en realidad un conjunto de agrupaciones. Su núcleo económico podía encontrarse entre los pequeños industriales del país, y como parte de esto, ellos consideraban a los burgueses de las naciones oprimidas, especialmente a los catalanes, como aliados naturales. Hacia 1934, Azaña caracterizaba al partido nacionalista catalán, Esquerra (“Izquierda”), como el “único partido realmente republicano que queda en España”. La burguesía vasca tenía una relación ambivalente con los republicanos: vinculados estrechamente a los británicos, los burgueses vascos tenían contradicciones con Madrid y sentían simpatías naturales por los republicanos. Sin embargo, cinco de los seis bancos más importantes de España estaban ubicados en Bilbao, reflejando así que los vascos también estaban vinculados a la gran burguesía española, ciertamente mucho más que los catalanes. Esto constituía la base del rol políticamente centrista de la burguesía vasca.

Alineada con los pequeños industriales estaba la pequeña burguesía urbana, no explotadora —profesionales, oficinistas, burócratas civiles, profesores, estudiantes y otros, cuyo número había crecido enormemente durante la relativa bonanza de los años 20, pero quienes se encontraban reprimidos y aplastados por la gran burguesía. La intelligentsia en especial llegó a articular los intereses de todos los grupos que se denominaban a sí mismos republicanos. Reuniéndose en salones literarios, tal como el Ateneo en Madrid, los intelectuales desarrollaron un programa que expresaba una admiración abierta por el “parlamentarismo al estilo británico”: abogaba por las necesidades de la industria, y atacaba a muerte a la Iglesia, cuyo carácter retardatario en general y su control de la educación y otras partes de la superestructura se oponía en forma directa a sus intereses.

El Ateneo fue el centro del movimiento republicano. A comienzos de la Segunda República en 1931, se rumoreó que los bibliotecarios habían apilado armas entre los libros. Aquí, Azaña (secretario del Ateneo) agrupó en torno suyo a ciertas figuras que habrían de jugar un rol crucial durante la Guerra Civil.

Los republicanos también tendían a oponerse a los manejos internacionales de la clase dominante. En el discurso de Comillas, por ejemplo, Azaña sostuvo que “España es una potencia demasiado débil para arriesgarse a más aventuras de expansión a la bartola...”. Esto constituía una advertencia a la gran burguesía para que no rompiera con su status subordinado a la burguesía inglesa, posición que Azaña sostenía desde hacía tiempo. (De hecho, Azaña cobró relevancia durante la I Guerra Mundial, cuando encabezó manifestaciones de masas en apoyo al bloque imperialista anglo-francés, en oposición a las abiertas simpatías de los sectores dominantes españoles por Alemania).

Sin embargo, a pesar de estas agudas contradicciones con la gran burguesía española, los republicanos también tenían mucho en común con ella. Los primeros años de la Segunda República habían presenciado una crasa colaboración entre los republicanos y la clase dominante española, a pesar de la fanfarria revolucionaria con que se rodeó la fundación de la República en 1931. Estos años se merecen la misma concisa descripción que Lenin le aplicó al gobierno de Kerensky: “se han aplazado las reformas, se han repartido los puestos burocráticos”. Lenin también dice algo que le calza perfectamente a la Segunda República: “Esta máquina burocrática y militar se desarrolla, perfecciona y afianza a través de las numerosísimas revoluciones burguesas que ha conocido Europa desde la caída del feudalismo. En particular, precisamente la pequeña burguesía es atraída por la gran burguesía y sometida a ella en grado considerable gracias a esta máquina que proporciona a los sectores superiores de los campesinos, de los pequeños artesanos, de los comerciantes, etc., puestos relativamente cómodos, tranquilos y honorables, los cuales colocan a sus poseedores por encima del pueblo”.[14]

Los primeros años de la Segunda República constituyeron precisamente tal intento de “someter” a los republicanos y de usarlos como amortiguador contra las masas. Pero para 1935, la crisis había exacerbado y destapado todas las contradicciones en la sociedad, y el arreglo abortó. La luna de miel había llegado a su fin; el discurso de Azaña en Comillas era una declaración de guerra.

Como puede apreciarse en su historia, los republicanos se oponían al advenimiento del fascismo (que todo el mundo sabía estaba en ciernes), pero también se oponían a un rompimiento revolucionario con el orden establecido. Esto quedó simbolizado en forma patente al final del discurso de Azaña en Comillas, cuando decenas de miles de puños en alto brotaron de la multitud alborozada a manera de saludo revolucionario. Azaña contempló a la multitud y rehusó devolver el saludo, volvió la espalda y abandonó la plataforma.

Socialistas y Anarquistas

El Partido Socialista estuvo estrechamente vinculado al surgimiento de la República. El Partido Socialista se había originado entre los impresores y otros obreros calificados de Madrid, por los albores del siglo. Estos socialdemócratas tenían una larga y oportunista historia, similar a la de los republicanos: lucha de masas en contra del régimen con el objeto de asegurar un nicho en la sociedad para aquéllos a quienes representaban... y una colaboración abierta cada vez que tal nicho parecía estar tomando forma. Por ejemplo Largo Caballero, quien más tarde llegaría a ser la figura central en los planes para la rebelión de octubre de 1934 en Asturias, había sido nombrado Consejero de Estado bajo la dictadura militar del 20, y Ministro del Trabajo a comienzos de la Segunda República.

Los vínculos políticos de los socialistas con los republicanos eran todavía más claros y directos en el caso del rival tradicional de Caballero en la burocracia del partido, Indalecio Prieto, quien había ascendido políticamente bajo el padrinazgo del banquero vasco Horacio Echeverría. Pero además, existían grandes diferencias en la base social de cada uno de estos dos politiqueros. En contraposición a Prieto, con su estilacho de hombre de negocios, Caballero representaba a la base sindical del Partido, que era más fuerte en Madrid y en las regiones centrales del país. Caballero había hecho su carrera como demagogo; contaba con menos vínculos directos con los republicanos, y competía constantemente con la CNT (el sindicato dirigido por los anarquistas) que mostraba una posición más militante. Por ello, Largo Caballero se vio obligado a mantener —y mantuvo— su propia base social.

La rebelión de 1934 de Asturias señaló cambios significativos para el Partido Socialista. La militancia del partido se había cuadriplicado durante los dieciocho meses precedentes, y cerca de la mitad de los nuevos miembros pertenecían a la Federación Nacional de los Trabajadores de la Tierra constituida por campesinos pobres y medios. A pesar de esto, los socialistas todavía representaban fundamentalmente al estrato de trabajadores relativamente acomodados, e incluso más que antes a la pequeña burguesía; pero la terrible crisis de 1933 había aplastado a estos sectores y las brutales políticas represivas de la Segunda República los habían desilusionado. En suma, los socialistas y su base social habían sido radicalizados, estaban dispuestos a adoptar las medidas más extremas —pero, como hemos visto, todavía con la meta de fortificar a la República, aferrados a la democracia burguesa.

Los socialistas comenzaron a atraer a un buen número de jóvenes de inclinaciones revolucionarias que admiraban abiertamente a la Comintern y se declaraban partidarios de la “bolchevización” del Partido Socialista y su fusión con el PCE. (Los socialistas y el PCE se fusionaron en Cataluña durante este período, y los grupos juveniles de ambos partidos se conjugaron finalmente a comienzos de 1936). La forma en que el PCE “entrenó” a estas fuerzas después de la fusión es un tema que tocaremos más adelante. Lo que se pretende destacar por ahora es que los cambios en el Partido Socialista reflejaban un cambio radical en el estado de ánimo de las masas. Algo mucho más profundo de lo que usualmente afirman los historiadores burgueses (“Largo Caballero leyó a Marx cuando se encontraba en la cárcel”), estaba en marcha.

Los anarco-sindicalistas, incluyendo a la más o menos puramente anarquista Federación Anarquista Ibérica (FAI), y su CNT (Confederación Nacional de Trabajadores), entidad de carácter más sindicalista, no participaron en gran parte en los eventos de octubre de 1934, tanto porque habían agotado a sus seguidores durante las insurrecciones lanzadas a comienzos de los años 30 (se dieron tres insurrecciones de gran envergadura) como porque, sin duda, ellos tenían sus propias razones oportunistas para no participar en la rebelión de 1934 de Asturias. Aun así, la difusión del movimiento anarco-sindicalista constituyó un barómetro importante del carácter cambiante del movimiento de masas, conjuntamente con la radicalización de los socialistas y con el enorme prestigio de la Unión Soviética.

El anarco-sindicalismo había surgido entre el semiproletariado rural del sur, que lo acarreó consigo al ser reclutado en las fábricas textiles de Cataluña. Floreció en éstas y en otras fábricas pequeñas (por lo común de menos de cien trabajadores y muy a menudo de alrededor de veinte), entre los pescadores y leñadores, así como también entre los jornaleros rurales. Estas eran condiciones que favorecían especialmente la idea de tomarse las fábricas y los fundos y hacerlos funcionar como unidades autónomas tanto en lo político como en lo económico, bajo la dirección de los trabajadores que laboraban en ellas. Como escribiera el líder anarquista Isaac Puente: “No existe necesidad de inventar nada ni de crear ningún nuevo organismo. El núcleo de la organización en torno a la cual se organizará la vida económica de la sociedad futura ya existe en la sociedad presente; se trata del sindicato y de la municipalidad libre...”.[15]

Esta doctrina es en el fondo una doctrina conservadora, más afín a los intereses y a la concepción del mundo de la pequeña burguesía que a los del proletariado; no percibe la necesidad de que el proletariado conquiste el Poder y establezca la dictadura del proletariado, porque realmente no ve ninguna necesidad de transformar la sociedad. En vez de abolir las clases y las bases ideológicas y materiales que dan pie a las diferencias de clase, para así liberar a toda la humanidad, los anarco-sindicalistas abogaban por una “liberación” fábrica por fábrica y fundo por fundo, donde los trabajadores y los campesinos se liberarían a sí mismos ingresando ellos mismos al mercado (en forma cooperativa).

Hay mucho que criticar en la línea anarquista, pero resulta irrefutable que algo en el espíritu y estilo de su trabajo estimulaba mucho más a las masas, era mucho más rebelde que el tradeunionismo rígido de cuello y corbata de los socialistas, mucho más rebelde que el “antifascismo respetable” que pronto plantearía el Partido Comunista. ¿Por qué no habría de sentirse atraída la gente de inclinaciones revolucionarias a ideales tales como los que expresó el anarquista Durruti (en una afirmación más revolucionaria que cualquier cosa formulada por el Partido Comunista durante la Guerra Civil) en una entrevista con el periodista canadiense Van Paasen?

“Van Paasen: Si Uds. resultan victoriosos (el programa anarquista), acabarán sentados sobre un montón de ruinas.
“Durruti: Nosotros siempre hemos vivido en barrios pobres y en cuchitriles; sabremos cómo amoldarnos por un tiempo. Pero no se le olvide que también sabemos construir. Somos nosotros quienes construimos los grandes palacios y ciudades aquí en España, en EU y en todas partes; nosotros, los trabajadores, podemos construir otros para reemplazarlos. No nos asustan para nada las ruinas. Vamos a heredar la tierra. De eso no cabe la menor duda. La burguesía puede hacer estallar y arruinar su mundo antes de abandonar el escenario de la historia. Nosotros llevamos un mundo nuevo aquí, en nuestro corazón. En este instante el mundo está creciendo”.[16]

Aquí se acuerda uno vívidamente de la admonición de Lenin de que “el anarquismo ha sido a menudo una especie de expiación de los pecados oportunistas del movimiento obrero”.[17]

El problema consistía, de cualquier modo, en que sin el marxismo-leninismo, y en gran medida oponiéndose a él, el movimiento anarco-sindicalista siguió a la cola de varios perros reformistas, incluyendo los socialistas. Sus militantes criticaban al PCE “desde la izquierda”, en una forma que se concentraba en la táctica, olvidando el problema del Poder político.

La Falange y el Reparto del Mundo

Durante la década de 1930 ya se disputaba toda la existente división del mundo entre los imperialistas, cada uno de ellos desesperado por repartir de nuevo el mundo en función de su propio beneficio. España, al mismo tiempo que buscaba este nuevo reparto, era parte de las ambiciones de predadores más poderosos.

Para las grandes potencias, la influencia sobre España era un factor importante en su intento de dominar a Europa. Situarse en España le permitiría a cada uno de los bloques opositores flanquear al otro. Alemania sería capaz de envolver a Francia, mientras que Inglaterra retendría en España un enlace importante con el Mediterráneo.

Además de este importante rol estratégico, España y las colonias españolas le proporcionaban otras ventajas a las grandes potencias. La Península Ibérica junto con sus colonias bordeaba las rutas comerciales del Atlántico en cuatro lugares, entre ellos de forma sumamente significativa, el estrecho de Gibraltar entre el Atlántico y el Mediterráneo. Además, Alemania le tenía el ojo puesto a España como un posible escalón para volver a entrar en África (de hecho, antes de la guerra, la penetración económica alemana en España se había concentrado en el Protectorado Español de Marruecos, y no en la Península propiamente). Y para rematar, en Asturias se producía mineral de hierro de alta calidad, con un acceso conveniente y barato a la industria europea.

Desde el punto de vista de la clase dominante española, esta situación internacional, que se agudizaba cada vez más, abrió ciertas nuevas posibilidades. Los militares españoles, después de un frustrado conato de golpe de Estado en 1932 dirigido por el General Sanjurjo, ya habían establecido contactos con el gobierno fascista italiano y de ahí para adelante dichos vínculos se estrecharon en forma progresiva. Monarquistas pertenecientes tanto al partido alfonsino como al partido carlista visitaron a Italia; incluso tropas paramilitares de estos partidos recibieron entrenamiento en Italia. Para la burguesía española, la conexión con Italia se empezó a plantear cada vez más como la salida. Italia podría proporcionar el poderío militar y el apoyo de fuerzas confiables que los gobernantes españoles no poseían y necesitaban desesperadamente para suprimir el creciente movimiento de masas. Al mismo tiempo, los italianos podían convertirse en la palanca para aflojar los grilletes[iii] del imperialismo británico e incluso para liberarse de ellos. Más aún, existían razones para esperar que una nueva división imperialista del mundo —especialmente la derrota de Inglaterra (y en menor grado la derrota de los EU)— podría significar que España consiguiera las esferas de influencia y las oportunidades para acumulación de capital que ahora se le negaban.

De los diferentes grupos que establecieron contacto con Italia antes de la Guerra Civil y que propusieron abiertamente la idea de una forma de dictadura fascista, la Falange habría de convertirse en el partido político dirigente bajo Franco. Este grupo se formó en 1933 financiado por Juan March, Presidente del Instituto Nacional de Industria, y contaba ciertamente con otros vínculos importantes con la burguesía, como lo indica el hecho de que su líder era ni más ni menos José Antonio Primo de Rivera, hijo del dictador militar a quien la burguesía había recurrido durante los años 20. Después de las elecciones a Cortes de febrero de 1936, cuando el grupo patrocinado por la Iglesia, CEDA, fracasó rotundamente, la mayor parte de su militancia se pasó en masa a la Falange.

En aquel entonces, el programa de la Falange sobrepasaba a todos los grupos de la clase dominante española, pero concentraba a la perfección los propósitos de ésta: “restaurar el orden”, “erradicar el marxismo” y satisfacer el dizque “anhelo imperial español”. La Falange se lanzó de lleno a hacer lo que otros grupos más arraigados no estaban dispuestos a hacer, al menos no tan abiertamente: atacó a los imperialistas ingleses, condenando la división del mundo de ese entonces y el lugar asignado a España en ella. Su programa llamaba a establecer la “Hispanidad”, una “unión española” imperialista, desde América Latina hasta las Filipinas. No se trataba de una idea novedosa, ni mucho menos. La clase dominante española había retenido por largo tiempo importantes intereses en sus antiguas colonias y había conservado vivos cuidadosamente sus lazos culturales con América Latina. Pero ahora la Falange proponía aprovechar la coyuntura mundial y jugarse el todo por el todo.

El PCE

La rebelión de Asturias también preparó el terreno para el crecimiento del Partido Comunista y la influencia de la Comintern en España. Antes de esto, el PCE, con su muy desigual línea, contaba con un reducido número de miembros y ejercía poca influencia. Pero a partir del importante rol que desempeñó en la rebelión y en el torbellino y lucha que le siguieron, el PCE se ensanchó hasta que en el curso de la guerra llegó a ser la influencia más importante en el curso de la República.

El Partido comenzó alrededor de 1921 esencialmente como una agrupación de jóvenes revolucionarios (unos 10.000) que se separó de los anarquistas y los socialistas. Atravesó un período de ilegalidad durante la década de 1920, cuando el número de sus militantes se redujo quizás a la magra cifra de 800. En 1931, una carta del Comité Ejecutivo de la Comintern estableció el curso que habría de seguir el Partido, por lo menos hasta el final de 1933: “conquistaría a la mayoría de la clase trabajadora” mediante la dirección organizacional de las luchas reivindicativas en curso del proletariado; estas luchas, en especial la lucha económica, conducirían directamente al derrocamiento del “gobierno de burgueses y terratenientes”, y al establecimiento de una “dictadura democrática revolucionaria de obreros y campesinos”.[18]

En general, en esa época existía un cierto potencial revolucionario en el Partido, que brotó en momentos como el motín de marinos de Cartagena en 1927 en oposición a la guerra en Marruecos, dirigido por cuadros del PCE. Sin embargo (y sin intentar analizar los numerosos vuelcos y contradicciones en la línea del PCE en sus comienzos) puede decirse que el PCE estaba atascado desde sus comienzos en un economicismo de “izquierda”, a la zaga de las furiosas batallas de las masas contra la represión y en busca de reformas, con la esperanza de que éstas conducirían a la revolución. El PCE, como la mayoría de los partidos pertenecientes a la Comintern en aquel entonces, veía el camino a la revolución como un verdadero sueño: automáticamente, con el desenvolvimiento de la crisis, “millones se despertarán y ya están dejando a un lado sus ilusiones”, y a medida que las masas se acercaran más al PCE, considerándolo el líder de sus luchas inmediatas, todas las demás fuerzas comenzarían prontamente a oponerse a las masas, desenmascarándose por completo. Respecto a la burguesía, las cartas estaban echadas —la crisis la empujaría en picada hacia el cadalso.

Obvio, esta manera mecánica y estrecha de pensar tenía que sufrir un grave impacto cuando para 1935 Azaña logró movilizar cerca de medio millón de personas en Comillas, cuando la CEDA conquistó una base social entre los campesinos y el estrato superior de la pequeña burguesía, cuando las filas de los socialistas aumentaron vertiginosamente y cuando los anarquistas comenzaron a desafiar la quintaesencia del “sindicalismo responsable” en Madrid y en otras partes (a pesar de que habían perdido una buena cantidad de apoyo en su base tradicional, Cataluña). El PCE tampoco parecía estar completamente consciente de las “reservas” internacionales de la burguesía española, de su capacidad —y necesidad— de obtener ayuda de otras potencias para apuntalar su dominio.

La moraleja no es que el reducido tamaño y el relativo aislamiento del Partido sellaron su suerte. El rápido desarrollo de los eventos mundiales que reverberaban en España pronto iba a proporcionar condiciones óptimas para que un partido guiado por una línea revolucionaria jugara un rol decisivo en el futuro de España y afectara profundamente al mundo. El grave debilitamiento del Partido por el economicismo tampoco implica que ellos no podían transformarse en un partido capaz de desempeñar tal papel, aunque implicaba la acumulación de una inercia considerable, que lo empujaba por el camino equivocado. Pero, tanto el PCE como otros partidos de la Comintern durante este mismo período, cuando se dieron cuenta de que esta línea economicista de “izquierda” no conduciría a la revolución, lo que descartaron fue la meta de la revolución, que aunque no se borró del programa del Partido, se relegó por lo menos a un futuro indefinido y carente de significado.

Si el PCE ya estaba preparado para una retirada, el toque de corneta para dar un paso atrás fue la línea del VII Congreso de la Comintern, que tuvo lugar en julio y agosto de 1935, pero consolidó y anunció una línea formulada ya con cierta anterioridad por la dirección de la Comintern.

Los efectos de esta línea fueron extensos, profundos y absolutamente nefastos. Como se afirma en el documento del PCR que aparece en este mismo número: “Especialmente después de la estruendosa derrota de los comunistas en Alemania y con el surgimiento de la forma fascista de dictadura burguesa (1933), surgieron fuertes tendencias derrotistas y tendencias defensivas en la dirección de la Unión Soviética y de la Comintern. Junto con el creciente peligro de una guerra mundial, y especialmente con el creciente peligro de un ataque en contra de la Unión Soviética, las desviaciones abiertamente derechistas, de una naturaleza fundamental, llegaron a ser predominantes —la promoción del nacionalismo, del reformismo y de la democracia burguesa, la subordinación de todo a la Unión Soviética, etc., de manera cualitativamente más pronunciada que antes. Aunque la línea representada por los escritos de Dutt durante este período en general forma parte de este desarrollo global, todo esto se encuentra concentrado en el informe de Dimitrov al VII Congreso Mundial de la Comintern (1935) y en la implementación y en el desarrollo ulterior de esta línea —lo que, como sabemos, involucró entre otras cosas, y como uno de sus ingredientes básicos, el rechazo básico a la posición leninista sobre la ‘defensa de la patria’. Toda esta línea era intrínsecamente errónea ...”.

Para implementar esta línea de la Comintern, el PCE convocó en junio de 1935 a la formación de una Coalición de Frente Popular sobre la base de un programa de cinco puntos de reformas flojas (que excluían incluso las demandas más revolucionarias y democráticas planteadas previamente por el PCE, tal como la independencia de Marruecos y la revolución agraria) elaborado con el propósito expreso de serle aceptable a los republicanos y los imperialistas británicos y franceses. Precisamente en el momento en que la lucha de clases en España llegaba a su punto culminante, el PCE decidió transformarse en un partido electoral —todo bajo el pretexto de repeler el peligro del fascismo.