"El marxismo es la teoría del movimiento emancipador del proletariado."
Lenin
"La revolución fue y sigue siendo un enfrentamiento entre distintos modos de vivir en un determinado contexto histórico."
III Congreso de la Internacional Comunista
"La pervivencia del tipo de organización reformista expresa que el proceso de elevación consciente de las masas hacia la posición de la vanguardia comunista es necesariamente gradual, que no se produce de golpe, a través de un solo acto político para toda la clase ─la constitución del Partido Comunista, por ejemplo─, sino de varios acontecimientos históricos ─constitución del Partido Comunista, más la conquista revolucionaria del poder, más el cumplimiento de las tareas de la Dictadura del Proletariado."
Tesis de Reconstitución del Partido Comunista
El marxismo nace con el reconocimiento de que en el proletariado, por el lugar que ocupa en el modo de producción capitalista, se dan las condiciones para que, por primera vez en la historia, la emancipación de clase pueda coincidir directa e inequívocamente con la emancipación de toda la humanidad. Y esto no por una supuesta solidaridad espontánea que lo acerque al resto de oprimidos ─idea burguesa y sentimental (esto es, acientífica)─, sino porque el capitalismo entreteje orgánicamente todas las funciones sociales con la producción hasta tal punto que ya no es posible separar la subversión del trabajo asalariado de la revolución de todo el conjunto de la sociedad.
Este axioma, a la base del socialismo científico, de que con el surgimiento histórico del proletariado es la práctica de una clase oprimida la que, por vez primera, sostiene directamente un mundo crecientemente integrado y entrelazado, implica que un cambio decisivo y revolucionario en dicha práctica no puede dejar de trastocar íntegramente todo el globo, con consecuencias de calado histórico-universal. Esta doble circunstancia supone tanto que el programa revolucionario proletario apela a todos los oprimidos del mundo (y no únicamente a una clase reducida a simple capital variable) como que su dimensión es por naturaleza internacional e internacionalista. La capacidad del proletariado revolucionario para sumergirse en el mundo históricamente dado y transformarlo, proyectar conscientemente revolución, no es otra cosa que la prueba del nueve de su vocación internacionalista. Precisamente, el Ciclo de Octubre (1917-1989) muestra cómo el proletariado ya ha podido salir de sí y fundirse con el mundo determinado de la época, incluida esa vasta periferia campesina y colonial del mundo “civilizado” de entonces, irradiando comunismo hacia el Occidente y el Oriente.[1]
Esto es así hasta tal punto que la historia del proletariado soviético y de la Internacional Comunista (IC), fundada hace una centuria, es la historia del comienzo universal de este salir de sí, que desbroza el camino para el resto de experiencias proletarias del Ciclo de Octubre y para el futuro comunista que el proletariado consciente aún tiene que construir, retomando la obra cuyo desenlace depende exclusivamente de él mismo ─de nosotros mismos. Y es que no hay automatismo ni esencialismo que pueda sustituir, como en ninguna otra etapa de la revolución, esa rebelión de libertad contra lo que el mundo ha hecho de nosotros y que en nuestra situación actual sólo se concreta como toma de partido, libre y voluntaria ─¡y a contracorriente!─, por la reconstitución del comunismo: el propio Lenin, en el fragor de la lucha por constituir la III Internacional al margen de y contra los dirigentes socialchovinistas y kautskianos de la II Internacional, subraya el papel de la voluntad de la vanguardia al decir que “precisamente porque se trata de una obra difícil hay que realizarla únicamente con quienes quieren hacerla”.[2] Tal es el contenido profundo del hilo rojo y del secreto de la historia, que sólo con el surgimiento del proletariado moderno se desembaraza de sus ropajes de ardid hegeliano para desembocar en el “movimiento que anula y supera el estado actual de cosas”, en el comunismo como obra de libre construcción consciente que empieza aquí y ahora.
Con esto entramos de cabeza en lo que constituye la necesaria estructuración política de esa lógica, la dialéctica vanguardia-masas (conceptos no estancos, sino móviles según se van quemando etapas de la revolución o de su preparación). Y es que ésta no es otra cosa que el medio por el cual la vanguardia puede fundir, progresiva y concéntricamente, su cosmovisión revolucionaria ─el marxismo─ con el mundo históricamente configurado, cuya transformación depende de la revolucionarización de la práctica espontánea de la clase que lo sostiene, precisamente desde la bóveda de la ideología revolucionaria y de su referenciación política como horizonte emancipador. De este modo, igual que en la (re)constitución de los Partidos Comunistas “locales” media toda una serie de etapas y tareas entre el primitivo núcleo de vanguardia que toma la iniciativa y las amplias masas de la clase, también la Internacional Comunista se constituye, efectivamente, desde arriba, desde la vanguardia y desde la proyección internacional(ista) de su proyecto:
“Podemos decir con orgullo que en el I Congreso [de la IC] éramos, en el fondo, tan sólo unos propagandistas, que nos limitábamos a lanzar al proletariado de todo el mundo unas ideas fundamentales, un llamamiento a la lucha, y preguntábamos: ¿dónde están los hombres capaces de seguir ese camino? Ahora tenemos en todas partes un proletariado de vanguardia.”[3]
Si “tan sólo unos propagandistas” pudieron hacer resonar por todo el globo esas “ideas fundamentales” fue, en primer lugar, por tener detrás de sí la gesta inmortal de Octubre, ese emerger del sujeto que demostraba que los que hasta ahora habían sido humillado objeto de la historia querían y podían erigirse en dueños de la misma y, por lo tanto, de su destino. Es esta referencialidad política internacional, garantizada por la ruptura de la cadena imperialista en uno de sus eslabones débiles, lo que ya permitía decisivamente proyectar comunismo hacia el obrero de Occidente y el campesino de Oriente. A su vez, esto ubica a la Internacional como la forma propia de una etapa cualitativamente superior y más compleja de la Revolución Proletaria Mundial (RPM), posterior, tanto lógica como históricamente, a la constitución de la “sección nacional” que consigue derrotar militarmente al Estado burgués e instituir la dictadura del proletariado ─y que, en consecuencia, parte de la existencia de por lo menos un Estado socialista a tener en cuenta en el desarrollo ulterior de la revolución mundial.
Esta proyección desplegada en la IC es, entonces, el horizonte máximo de la madurez del proletariado como clase revolucionaria y una de sus claves estratégicas, insustituible e inembargable cuando desarrollar la RPM pasa a primer plano. Pero, precisamente por estar aupada sobre los hombros de la primera revolución comunista triunfante, tenía que compartir necesariamente el paradigma sobre el cual se articuló el Partido Bolchevique en Rusia, hasta el punto de que la historia de la IC está indefectiblemente unida a la historia del proletariado soviético. Esta doble consideración ─su sustrato político-material y su proyección subjetivo-consciente─ es imprescindible para situar correctamente el Partido Comunista Mundial en su lugar histórico.
Habida cuenta de esta circunstancia, abordaremos, fundamentalmente, la estructura material que dio soporte a la IC y las necesarias limitaciones que condujeron a la estrategia del Frente Popular primero y a su autodisolución en 1943, dejando en un segundo plano la concepción del mundo que se situaba a su cabeza, pues, sin menoscabo de ulteriores análisis que se puedan realizar en el marco del Balance del Ciclo de Octubre que la Línea de Reconstitución (LR) propone a la vanguardia, sus líneas maestras están en lo fundamental esbozadas y aquí las daremos, en buena medida, por supuestas.[4] A su vez, y pese a que la RPM y la IC ─tal y como se articularon en Octubre─ eran la fusión de la lucha de clases proletaria de occidente con la guerra campesina del oriente, nos centraremos, fundamentalmente, en Europa occidental, donde reside la clave del porqué de la crisis de la IC y su degeneración frentepopulista, y cuyos motivos profundos retroceden hasta el período de desarrollo del movimiento obrero anterior a su salto como clase para sí.
Aunque sea necesario todo un estudio específico del período 1871-1914, podemos resumir su significación, de forma abreviada y provisional, como la época de preparación del Ciclo de Octubre, en particular, y de las condiciones materiales de la RPM en general. La Internacional Socialdemócrata, partido revolucionario que no hace la revolución, no sólo aportaba el grueso del corpus ideológico sobre el que se sostuvo el entero Ciclo de Octubre ─con una fuerte impronta evolucionista y economicista─, sino que también sentó las condiciones históricas y materiales para que el comunismo se desplegase como horizonte mundial y pudiese sumergirse, desde ese marxismo históricamente articulado, en la concreción del mundo de su época, salto que necesariamente tenía que realizarse, contradictoriamente, contra esa base, pero también desde ella. Si Octubre señala ese momento político de ruptura y abre la puerta a una fase más compleja y rica de la RPM, los treinta años precedentes de socialdemocracia aportaban el sustrato material sobre el cual el proletariado pudo afirmar su madurez histórica. Este ejercicio de prospección de la experiencia acumulada de la clase y proyección consciente hacia el futuro no es otro que el que realiza Lenin en el momento de ruptura con la II Internacional. El dirigente bolchevique, tras reseñar el período de la I Internacional como la forja de “una táctica común de la lucha proletaria de la clase obrera para los distintos países”, califica la época de la socialdemocracia como
“(...) una época de desarrollo incomparablemente más amplio del movimiento obrero en todos los países del mundo, época en que este movimiento había de desplegarse en extensión, propiciando el surgimiento de partidos obreros socialistas de masas dentro de cada Estado nacional”[5]
El ejercicio de síntesis histórica de la revolución burguesa y elaboración del programa de la revolución proletaria por Marx y Engels se corresponde con la tarea intensiva de demostrar el papel de la clase obrera en lo profundo del mundo creado por el capital, así como su potencialidad. La II Internacional, por su lado, cumplimentó la tarea extensiva de afirmación del proletariado dentro de ese mundo que no era sino subproducto de la revolución burguesa, en línea descendente desde 1848. Y la lógica de la revolución burguesa, la cual tuvo que tomar el marxismo como único punto de partida materialista e histórico posible desde el cual abrir el camino hacia la demostración intelectual de la necesidad de la revolución proletaria, no es otra que la dialéctica masas-Estado. De ahí que, en esta época, la clase obrera tuviese que afirmarse a través de partidos de masas, como forma históricamente desarrollada de interactuar con el conjunto de la correlación de clases, esto es, con el Estado como fuerza organizada, hito que se ha conservado como la forma propia, asimismo, del capitalismo maduro.
En efecto, hay que tener en cuenta que, cuando proliferan los grandes partidos y sindicatos socialdemócratas, el modelo “normal” de partido burgués se asemejaba más a un partido de notables que a los modernos partidos de masas. Significativamente, es con el imperialismo y el paso de la socialdemocracia a las filas de la reacción cuando la burguesía asimila el partido de masas como la forma por excelencia de articular su dominio político, lo que no sólo nos habla de la necesidad que ésta tiene de sostener su dominación con el apoyo de capas cada vez más amplias de la población (síntoma de su descomposición histórica), sino también, y de manera más inmediata, del carácter del Estado burgués para digerir, como síntesis reaccionaria, las formas políticas surgidas inicialmente al margen del mismo. Es esta lógica la que posibilitó la histórica traición de la socialdemocracia y encumbró definitivamente la dialéctica masas-Estado como la forma directa y pilotada de articulación política de la dictadura de la burguesía a través de grandes partidos de masas, como la lógica propia del Estado imperialista.[6]
Así las cosas, la creciente interconexión y dependencia mutua entre el Estado y la socialdemocracia ─la clase obrera organizada en los grandes sindicatos nacionales─ cierra ese período en el que el proletariado tenía pendiente elevarse a “clase nacional”[7], que se salda con su transformación en una pieza política clave que la burguesía necesita tener en cuenta para organizar y mantener su dictadura. Ahora, su relación, al contrario que en la historia precedente, ya no es externa, sino que, sin ser idénticos, la extensión del movimiento espontáneo de masas coincide en lo fundamental con la extensión de la maquinaria de la violencia organizada: el Estado nacional, al cual tiende asintóticamente como su techo y culminación sin poder superarlo como forma de articulación social. De este modo, la emergencia del Estado imperialista va de la mano de su creciente dependencia de las masas para sostenerse políticamente, hasta el punto de que una crisis en esta mediación ─cuyo epicentro no tiene por qué situarse directamente en el proletariado; véase el caso Dreyfus─ puede desencadenar una amplia crisis política. A su vez, la espontaneidad es integrada como mecanismo de ajuste y perfeccionamiento del Estado, tanto de la (re)configuración de las alianzas de clase que lo constituyen como del desarrollo de su vasto aparato técnico, logístico y militar. La escisión del socialismo en dos alas se consumó, en 1914, bajo la forma de disyuntiva entre reforzar esas correas de transmisión y firmar la Unión Sagrada del proletariado con su burguesía nacional o, por el contrario, romperlas, habida cuenta de que, por vez primera, bastaba tirar de un hilo para deshacer toda la madeja. E igual que durante este proceso de asentamiento de la moderna configuración del Estado no dejaron de brotar elocuentes síntomas de hacia dónde se dirigía la socialdemocracia (Bernstein, Millerand, el austromarxismo...), su desenlace necesario fue la transformación del oportunismo en socialchovinismo al estallar la Primera Guerra Mundial imperialista.
Lenin es consciente del cambio de época que supone la guerra imperialista en cuanto a las relaciones entre la clase obrera y el Estado, y que se materializó dramáticamente en la persecución de la izquierda internacionalista y el ensalzamiento y promoción, por los Estados burgueses, de la labor que los líderes socialchovinistas y sus periódicos llevaban a cabo entre la clase obrera, animándola a la guerra fratricida. No es casualidad que sea en esta época cuando el dirigente bolchevique dirija sus párrafos más contundentes contra todo intento de hacer de las masas de la clase, sumidas en la excitación chovinista, el eje de referencia de la política proletaria. Citemos algunos elocuentes ejemplos:
“La sorda indignación de las masas, la aspiración confusa de las capas oprimidas y atrasadas a una buena paz ('democrática'), la protesta que comienza entre 'los de abajo': todos éstos son hechos indiscutibles. Y cuanto más se agrava la guerra, más fomentan y más tienen que fomentar los gobiernos la actividad de las masas, exhortándolas al espíritu de sacrificio y a poner en tensión extraordinaria sus fuerzas.”[8]
“En este mismo sentido actúa el mecanismo de la democracia política. En nuestros días no se puede pasar sin elecciones; ni nada se puede hacer sin las masas, pero en la época de la imprenta y del parlamentarismo no es posible llevar tras de sí a las masas sin un sistema ampliamente ramificado, tremendamente metódico […] Yo llamaría a este sistema lloydgeorgismo, por el nombre de uno de sus representantes más eminentes y hábiles de este sistema en el país clásico del 'partido obrero burgués'.”[9]
“Un sofisma habitual del kautskismo es el remitirse a las 'masas', diciendo que no quiere separarse de ellas ni de sus organizaciones […] Bajo el capitalismo no puede pensarse seriamente en la posibilidad de organizar a la mayoría de los proletarios. En segundo lugar ─y esto es lo principal─, no se trata tanto del número de miembros de una organización, como del sentido real, objetivo, de su política: de si esa política representa a las masas, sirve a las masas, es decir, sirve para libertarlas del capitalismo, o representa los intereses de una minoría, su conciliación con el capitalismo.”[10]
Lo que está en el candelero es la independencia política de la vanguardia respecto de unas masas hegemonizadas por los líderes oportunistas y chovinistas (que gozaban del apoyo de sus respectivos Estados Mayores burgueses). Ésa es la condición mínima que establece el bolchevique para maniobrar políticamente: la independencia de la vanguardia respecto del movimiento espontáneo como condición de la construcción del movimiento revolucionario. El centro del proceso, en definitiva, ya no se sitúa en las masas y en su espontaneidad, sino en el núcleo de vanguardia desde el que se constituye el Partido Obrero de Nuevo Tipo y en su dirección revolucionaria hacia el comunismo. Ése es el “hilo” de la madeja o, si se quiere, el eslabón decisivo de la cadena que puede transformar la crisis más o menos espontánea del Estado existente en punto de arranque de la revolución proletaria. Así sucedió, efectivamente, en Rusia:
“El núcleo fundamental de los internacionalistas en Rusia lo constituyen el 'pravdismo' y la minoría obrera socialdemócrata de Rusia como representante de los obreros avanzados que reconstituyeron el partido en enero de 1912.”[11]
Ese “núcleo fundamental”, esa “minoría”, dispuesta una bóveda de comprensión de las tendencias históricas del mundo que le tocó vivir ─el “pravdismo”, esto es, el marxismo revolucionario, bolchevique en estos momentos─ y el sistema de correas que la vincula a los puntos nodales clave de la sociedad rusa (unos reducidísimos pero importantes núcleos industriales en un mar campesino, y dentro de ellos los líderes que el movimiento obrero destaca de su seno), era lo “mínimo” para, apoyándose creativamente en la coyuntura política, irradiar comunismo hacia esferas más amplias de la sociedad, conquistando, sucesivamente y en círculos concéntricos, a sectores cada vez más alejados de ese primer segmento de vanguardia a medida que se sienten interpelados por la agitación y propaganda revolucionaria. Es un movimiento que engendra revolución como se engendra a sí mismo, aterrizando en la coyuntura sin perder esta esencia ni interrumpirla bajo ninguna circunstancia: mientras la consigna de los kautskianos era “primero acabar la guerra y después hacer la revolución” (¿suena de algo?), la actitud bolchevique es diáfana: “esa crisis y ese estado de ánimo de los obreros debe ser aprovechado por los socialistas para 'agitar al pueblo y acelerar el hundimiento del capitalismo'.”[12]
Como venimos diciendo, la consagración de los grandes partidos obreros de masas fue, al tiempo, la consagración de ese sector de la clase ─base del oportunismo y del socialchovinismo─ que Marx y Engels llamaban “obreros aburguesados” y Lenin “aristocracia obrera”, promotor de la reforma y la paz social como medio de hacer converger a las masas organizadas sindicalmente con la gran burguesía industrial y financiera, reforzando “su” propio Estado nacional y dotándolo de una mayor base social. Por eso mismo, esa autoafirmación de la vanguardia como instancia decisiva del comunismo tenía que pasar, necesariamente, por la escisión de los partidos socialistas que agrupaban y encuadraban al sector organizado de la clase, como premisa para construir un movimiento revolucionario de masas.[13]
Pero únicamente en Rusia se había conquistado esa unidad superior de la vanguardia con las masas, de la “minoría obrera socialdemócrata” (revolucionaria) con los “obreros avanzados”, del Partido Comunista que fue la clave de bóveda que posibilitó Octubre. En Europa Occidental, por su lado, la gesta bolchevique irradió comunismo y catalizó, cuando no inició, la escisión de los elementos revolucionarios de los viejos partidos socialistas, demostrando la dimensión material y universal del sujeto revolucionario, capaz de hacerse resonar y generar comunismo aún donde careciese de asentamiento directo y lazos organizativos. Ésa es, de hecho, y como venimos señalando, la premisa de la constitución de la III Internacional, muy lejana de aquella II Internacional más parecida a una mesa de coordinación de partidos socialistas nacionales que a un partido mundial de la revolución:
“La Internacional consiste en el acercamiento mutuo (primero ideológico y, después, en su tiempo, orgánico) de hombres capaces de defender de verdad en nuestros difíciles días el internacionalismo socialista, es decir, de agrupar sus fuerzas y 'disparar en respuesta' contra los gobiernos y las clases dirigentes de sus 'patrias' respectivas.”[14]
Es de recibo subrayar cómo Lenin no define la Internacional Comunista en términos exclusiva ni principalmente orgánicos, sino como movimiento, como acercamiento mutuo. Más aún, el líder bolchevique se cuida de delimitar muy claramente los momentos lógico-políticos que articulan dicho movimiento. En primer lugar sitúa el acercamiento ideológico de las diversas sensibilidades de la izquierda internacionalista, del sector del socialismo europeo que se opuso a la guerra y que aspiraba a llevar a Europa el Octubre Rojo; es decir, que aspiraba a la revolución violenta contra la burguesía de manera inmediata. Esto nos habla de la relación vanguardia-masas que se estableció entre el Partido Bolchevique y el resto de grupos de la izquierda revolucionaria. Igual que en los Partidos Comunistas locales, estatales, la IC, el Partido Comunista Mundial, se edifica comenzando por la cúspide, por la “sección nacional” que porta la teoría revolucionaria vivificada por las aguas encarnadas de Octubre ─lo que vendría a ser la Línea General de la revolución, cuya depositaria es la propia IC─, pasa por el acercamiento y elevación de sus masas hacia ella, en sus múltiples fases, y concluye, “en su tiempo”, con la estructura orgánica pertinente, sometida a las necesidades políticas de la revolución, incluidas las militares (para “disparar en respuesta” a la burguesía de la propia patria). La construcción de la IC, como la construcción del Partido, consta de una serie de tareas que abarcan toda la época histórica de transición del capitalismo al comunismo.
¡Nada más lejos, entonces, del politiqueo y compadreo de camarilla del revisionismo, aún en su versión “internacional” de la “unidad de los comunistas”, que no ve más que “organización” y reparto de sillones! Muy al contrario, la IC ─y valga como ejemplo del grado de madurez de la revolución que exige su reconstitución─, lejos de ser el simple resultado de un acuerdo intersubjetivo, con todas las implicaciones de voluntarismo que conlleva, parte del surgimiento de un movimiento revolucionario mundial y de su elevación objetiva hacia la posición alcanzada por el “destacamento nacional” situado a la cabeza de la RPM tras haber roto la cadena imperialista por uno de sus eslabones débiles. Esto, por supuesto, y dicho sea de paso, no significa rechazar el cultivo de relaciones entre los grupos de comunistas que, aún en la época de preparación de un nuevo Ciclo de la RPM ─como es el caso de nuestro tiempo─, se sitúan en la izquierda del comunismo internacional, pues una sólida cultura internacional de vanguardia revolucionaria ─en la medida en que pueda ser construida─ no puede sino situarnos en mejores condiciones de dar pasos más allá del acercamiento ideológico llegado el momento. En este vivificante papel de la cultura socialista pensaba Lenin cuando señalaba cómo las dilatadas y sólidas tradiciones del movimiento obrero alemán, cultivadas durante tres largas décadas, y siendo el buque insignia del socialismo internacional, hicieron posible que fuese el primero en reorganizarse tras la guerra imperialista, aun a pesar de la traición de la socialdemocracia.[15] Y esto por no mencionar que en el ejemplo del SPD se educaron políticamente todos los dirigentes de la izquierda internacionalista que rompieron con la socialdemocracia, incluidos los bolcheviques.
Pero fue también en tierras germanas donde hubo de emerger el inicial rechazo al llamamiento bolchevique a constituir la III Internacional, y que halló voz, principalmente, a través de Rosa Luxemburgo y, tras el sangriento asesinato de ésta y de Karl Liebknecht por la reacción, de Hugo Eberlein ─aunque sería éste también quien, poco después, formalizaría el ingreso del grupo Espartaco en la III Internacional, como KPD. El trasfondo de esta oposición ha sido tradicionalmente explicado por las reservas de la polaca hacia el “modelo ruso” (bolchevique) de revolución y su futurible entronización como único paradigma posible de la revolución europea ─cosa insidiosamente explotada por la burguesía. No obstante, desde un punto de vista materialista y marxista (y por tanto histórico, dialéctico), la oposición inicial del espartaquismo responde, más bien, al temor a separarse de la socialdemocracia ─y, por tanto, de las masas organizadas─ y alentar la escisión del movimiento obrero, probablemente por mor de esa misma amplia tradición socialista del proletariado germano ─con sus inercias y particularidades propias, incluidos los largos años de “acumulación de fuerzas” y unidad obrera como premisa de la revolución (o, más exactamente, de la insurrección, de la toma del poder). Piénsese que Rosa Luxemburgo, ya en 1912, se había dirigido a Kautsky instándole a hacer cesar las disputas entre bolcheviques y mencheviques, pues estaban contagiando y desorganizando las filas de todo el movimiento socialista europeo. Bastarían estos dos ejemplos para subrayar toda la profundidad de la constitución de la IC como proceso político de largo recorrido, mediatizado por múltiples hitos y con diversas tareas a cumplir ─la primera, como se ve, de deslinde ideológico, de esclarecimiento de “quién quiere hacer la revolución” y con qué plan está dispuesto a hacerlo. La constitución de la Internacional Comunista no era algo garantizado ni dado por conquistado: basta pensar que su primer Congreso se había reunido, en un primer momento, como Conferencia, y sólo en el transcurso de sus sesiones decide instituirse como III Internacional.
La casuística alemana, así como las relaciones de los espartaquistas con los bolcheviques, no hace sino subrayar el carácter fundamentalmente heterogéneo del movimiento obrero de cada país, con sus tradiciones y dinámicas materiales propias, subproducto y eco de las particularidades locales durante el período de conformación del proletariado como clase en sí (en el cual todavía se movía por debajo del ámbito nacional) y, también en buena medida, del lugar que ocupa cada Estado en el conjunto de la cadena imperialista y que el comunismo ha de tener necesariamente en cuenta para articular su táctica política concreta en cada país. Pero es que, precisamente por eso mismo, por ser subproducto de un orden heredado, creado sin la concurrencia del sujeto, dado (y dado también por el imperialismo y la división mundial del trabajo), las “peculiaridades nacionales” se sitúan por debajo de lo que ha devenido ya la única bóveda desde la que el comunismo puede postularse como fuerza efectiva: el horizonte de la revolución mundial y de la transformación del proletariado explotado en humanidad emancipada; esto es, el sujeto universal. Con el advenimiento del imperialismo y su “reparto del globo”, ya no hay “rasgos nacionales” lo suficientemente fuertes como para restarle universalidad a una estrategia única y mundial del proletariado. Y, como no podía ser de otro modo, los marxistas revolucionarios eran conscientes mucho antes de Octubre de que oportunismo y revolución ya eran campos más o menos definidos internacionalmente: dos clases, dos concepciones del mundo, dos líneas enfrentadas. Véase la famosa primera nota al pie del ¿Qué hacer?, esa obra imprescindible para todo aquél que se plantee la construcción del movimiento revolucionario desde el factor consciente:
“En la historia del socialismo moderno es quizá un hecho único, y extraordinariamente consolador en su género, que una disputa entre distintas tendencias en el seno del socialismo se haya convertido, por primera vez, de nacional en internacional (…) En la actualidad (ahora se ve esto bien claro), los fabianos ingleses, los ministerialistas franceses, los bernsteinianos alemanes y los críticos rusos son una sola familia; se elogian mutuamente, aprenden los unos de los otros y cierran filas contra el marxismo 'dogmático'. ¿Será en esta primera contienda donde la socialdemocracia revolucionaria internacional se fortalezca lo suficiente para acabar con la reacción política que impera en Europa desde hace ya largo tiempo?”[16]
Cuando el bolchevique relaciona directamente la lucha ideológica internacional en el seno del socialismo ─lo que hoy llamaríamos lucha de dos líneas─ con el relanzamiento de la ofensiva proletaria en Europa nos está dando la clave de la significación profunda del imperialismo y de la época de la RPM: por primera vez, la proyección consciente y subjetiva del programa revolucionario proletario ─incluida la planificación de su “lucha de clases teórica” (Engels), en el seno de la vanguardia─ puede desencadenar la revolución del conjunto del mundo objetivo. El comunismo debe tener en cuenta, naturalmente, las circunstancias locales para aterrizar en ellas y dotarse de empaque material. El Estado sigue siendo la forma básica de articulación social, con todas las discontinuidades y “particularidades” territoriales que esto implica, y tanto más en el imperialismo, que no es otra cosa que “sistema de Estados” (Lenin) y desarrollo desigual (con todas las densas consecuencias que ello supone para, por ejemplo, la agudización de los conflictos nacionales). Pero ese aterrizaje en las coyunturas particulares tiene como premisa, precisamente, la perspectiva de su revolucionarización, y, por tanto, la Línea General de la RPM. Por eso la III Internacional se estructura como unos organismos centrales más las “secciones nacionales” ─organigrama en el que el todo es más que la suma de las partes─ y no como “federación de partidos”, pues cada Partido Comunista local efectivamente (re)constituido expresa la mediación, el enlace, la conexión entre la estrategia global de la RPM ─su vanguardia internacional─ y la coyuntura concreta del país del que se trate. Más aún: expresa la elevación del proletariado desde sus tradiciones y peculiaridades locales hacia una práctica de nueva planta, revolucionaria y universal. Sólo así puede el proletariado “neutralizar” las diferencias nacionales y los distintos ritmos políticos estatales, erigiendo su organismo propio, estratégico e internacional que, a medida que se desarrolla y echa raíces en más y más rincones del globo ─con cada Partido Comunista local y con cada revolución proletaria triunfante─, va sentando las condiciones para ser la base desde la que la naciente civilización comunista se “trague” el “sistema de Estados” del imperialismo y, con él, la sociedad de clases y el parcelamiento de la humanidad por valladares nacionales, proceso que abarca toda la etapa de transición, todo el período del socialismo.[17] Ésa es la forma madura, desarrollada, que asume el combate entre el proletariado y la burguesía y entre sus dos armas superiores, el Partido (mundial) y el Estado, respectivamente.
La adherencia de unas “peculiaridades nacionales” al movimiento comunista de cada país está esencialmente vinculada, en la historia de la III Internacional, al momento histórico de salto del proletariado de clase en sí a clase para sí, salto en el que, como hemos repetido hasta la saciedad, se conservan los rasgos propios del período anterior por ser los únicos materiales que el sujeto tenía a mano para desplegarse. Esta circunstancia, en Rusia, fue determinante para aperturar la Revolución de Octubre, pues allí vinieron a confluir la revolución burguesa en marcha, una lucha económica del proletariado objetivamente revolucionaria, dado el contexto del absolutismo, y una vanguardia, bolchevique, que asía decididamente el horizonte de la revolución proletaria y la dictadura del proletariado.[18] Por el contrario, en Europa hacía largo tiempo que la clase obrera se había consolidado como clase económica y, culminada y periclitada su curva ascensional, su lucha de resistencia espontánea se inhabilitaba como plataforma para vincularla estratégicamente al comunismo en tanto ya había devenido parte de la nueva normalidad imperialista, ampliando la distancia entre unas masas que objetivamente se situaban en estos términos de clase en sí, nacional, y una vanguardia comunista que se movía subjetivamente en el plano internacional de la conciencia de clase para sí, aperturado en 1917.
No obstante, esto no significa que las masas obreras en Europa fuesen insensibles al comunismo. Así como Octubre escindió a la vanguardia socialista internacional, también espoleó a las masas extenuadas por la guerra a la confrontación militar directa con la burguesía. A pesar de los mitos burgueses acerca de la “pasividad” y el “desinterés” de los obreros de Europa Occidental por el comunismo, los años que van desde 1917 hasta 1923 están jalonados por electrizantes episodios insurreccionales en los que masas armadas llegan incluso a hacerse con el poder temporalmente, como en el caso de las efímeras Repúblicas Soviéticas de 1919 en Hungría (en una insurrección encabezada por una coalición comunista-socialista) y Baviera, la cual ni siquiera se fundó con participación de los comunistas.[19] Y esto por no hablar de las revoluciones alemanas de 1918 y 1921. Pero estas experiencias no fueron desencadenadas a consecuencia del desarrollo de la lucha económico-resistencialista de las masas, lógica que se demostró, se demostraría y se demuestra inoperante. Al contrario, las masas toman espontáneamente las armas y llegan hasta la dictadura del proletariado por la vía del cuestionamiento integral del orden burgués, reconociendo en la Revolución de Octubre la única alternativa a un mundo cuyas miserias y contradicciones habían sido dramáticamente expuestas por la guerra. El comunismo bolchevique no entra en Europa occidental a través del sindicato, sino por la vía de la contraposición directa de las dos dictaduras de clase, burguesa y proletaria. Ése es su bautismo de fuego.
Aunque probablemente haya parte de verdad en atribuir el fracaso de las intentonas revolucionarias de este período a una ingenua (pero comprensible) fe de los comunistas en la inmediatez de la revolución mundial y a una subestimación de la estabilidad de los Estados capitalistas motivada por un análisis economicista-catastrofista de la coyuntura post-bélica[20] ─que nos habla del extraordinario peso de las premisas ideológicas de la II Internacional en el bolchevismo─, la razón principal de la incapacidad de sostener en el tiempo los diversos fogonazos de dictaduras proletarias en Europa es, fundamentalmente, material: la falta de una ligazón orgánica entre la vanguardia proletaria y las masas obreras, de genuinos Partidos Comunistas capaces de traducir y materializar la “táctica general de la Revolución mundial” ─cuya depositaria es la IC─ en las circunstancias políticas concretas de sus respectivos Estados. El contagio bolchevique, el surgimiento de la subjetividad revolucionaria, no pudo, en primera instancia y por esta circunstancia, generar más que núcleos de vanguardia revolucionaria separados de unas masas encuadradas en los partidos socialdemócratas, ya plenamente integrados en el Estado burgués. Vanguardia comunista y masas se enfrentan, en Europa occidental, como magnitudes independientes y ya configuradas, y, especialmente en el caso de las masas, con tradiciones políticas particulares largamente asentadas, diferentes entre los distintos países. Esta separación no es, por supuesto, algo que surja en este momento, sino que tiene que ver con la naturaleza histórica del Ciclo de Octubre y del período de su preparación, y es la lógica política sobre la que se despliega y articula la III Internacional.
No es casual que Lenin tenga que dirigir, en 1920, La enfermedad infantil del “izquierdismo” en el comunismo a esa vanguardia europea tendente al subjetivismo e incapaz de encontrar las mediaciones políticas adecuadas para aterrizar entre el grueso de la clase, aterrizaje que ella misma abortaba con concepciones retardatarias como la contraposición de “la dictadura de las masas a la dictadura de los jefes”.[21] La propia urgencia del momento, de defensa de la revolución y aprovechamiento de una situación internacional explosiva, impelía a erradicar cuanto antes las ideas que impedían a la vanguardia tomar tierra y encabezar un movimiento de masas a la ofensiva. Pero, por la propia estructura de éste, con su marca de nacimiento espontáneo tal cual despega en Octubre, la vanguardia no podía sino tomar, desarrollar y llevar hasta su culmen los mecanismos políticos históricamente heredados, encabezando un movimiento ya dado, en consonancia con el paradigma sobre el que se articuló el Ciclo. La derrota de las posiciones “izquierdistas” ─enfermedad de crecimiento del movimiento revolucionario─ se salda con el encumbramiento de la vanguardia y de su iniciativa consciente como el elemento decisivo para el desarrollo revolucionario de las masas, pero bajo la única forma posible en ese momento histórico y de acuerdo con la estructura material del sujeto: blindando la organización de la vanguardia, incluida su externalidad respecto del movimiento de masas, para preservar su autonomía y capacidad de maniobra. Ese abismo entre la vanguardia comunista y las masas obreras de los países occidentales iba siendo entendido, cada vez más, como condicionante incuestionable, insuperable e incluso necesario de la revolución proletaria. Es en este momento cuando enraíza la concepción organicista del partido, que lo reduce a la organización de la vanguardia, en oposición al modelo leninista de partido como cadena de eslabones, como la vanguardia más sus correas de transmisión con las masas. El problema de la construcción de un movimiento revolucionario de nueva planta era reemplazado por el problema de dirigir los órganos de resistencia de la clase obrera, y como tal es recogido por la IC:
“Reforzar la unión del Partido con las masas significa, ante todo, vincularlo más estrechamente a los sindicatos.”[22]
Toda la elaboración táctica de la IC para los distintos países a lo largo de los 20 obedece, fundamentalmente, a esta profunda división entre la vanguardia y las masas, empezando por las exhortaciones de Lenin a los comunistas británicos, en el II Congreso de la Internacional, a ingresar como fracción en el Partido Laborista[23] o la táctica del Frente Único. Si bien las famosas veintiuna condiciones de la Comintern podían servir para conservar el momento de la escisión, e incluso estimularla ofreciendo una cierta bóveda de independencia organizativa para la vanguardia[24], para los dirigentes de la IC era obvio que los jóvenes núcleos comunistas europeos ─a excepción parcial de casos como el alemán─ carecían de la experiencia de combate ideológico y construcción partidaria que tenía tras de sí el partido bolchevique y el marxismo revolucionario ruso. Y no podía ser de otro modo dado que el frente abierto de la RPM obligaba a quemar aceleradamente las tareas relativas a la forja y educación de los cuadros comunistas llamados a tomar las armas y desarrollar la revolución europea. Estos son los principales problemas que obstruyeron la racionalización, comprensión y transmisión cabal de la práctica del Partido Obrero de Nuevo Tipo, tal y como ya la había desarrollado el ejemplo bolchevique.
No sucede así, en cambio, y como hemos visto, con la experiencia en el enfrentamiento militar con la burguesía y en los intentos de establecimiento de dictaduras proletarias en Europa, experiencia en la que buena parte de los cuadros que posteriormente formarán los partidos comunistas, cuando no estos partidos mismos, tenían cierto bagaje, habiendo participado directamente en dichas batallas (piénsese en el grupo de Espartaco, Bela Kun y el PC húngaro, etc.). La IC funcionó como un imprescindible transmisor de la cultura y experiencia política revolucionaria bolchevique, ofrendando a los nuevos partidos su propia destreza y habilidad en materia política y organizativa. Pero la Comintern, como decimos, supo transmitir mejor la experiencia más directamente organizativa (derivada de una toma del poder que se suponía inmediata, con todo el bagaje técnico, logístico y militar que requiere y la principalidad de este aspecto desde el punto de vista del paradigma insurreccional) que aquélla relativa a la construcción del partido revolucionario del proletariado, deficiencia que Lenin, en el IV Congreso de la IC, señala amargamente al calificar la coloquialmente llamada “resolución de bolchevización” del III Congreso como “rusa casi hasta la médula”, tanto que “casi ningún extranjero podrá leerla.”[25]
Esta dualidad, padecida por la IC tanto como por sus secciones europeas, no responde sino a la necesidad histórica de que la dictadura del proletariado emergiese y se racionalizase antes que la teoría del Partido Obrero de Nuevo Tipo, necesidad señalada ya en múltiples ocasiones por la LR. La consecuencia directa es que la vanguardia va a estar mucho más familiarizada con los ritmos y lógicas de la lucha por el poder, con la conquista del Estado como fin inmediato ─y, a menudo, último─ y de las masas de la clase como plataforma hacia el mismo, que en el manejo de las lógicas de nuevo tipo que caracterizan al Partido Comunista como conjunto de relaciones sociales y como germen de comunismo, que ya apunta más allá de la sociedad de clases y, por tanto, del Estado como non plus ultra de la articulación de la sociedad. La dictadura del proletariado, por ser todavía Estado y por llevar el sello de la escisión de la sociedad en clases, no puede, por sí misma, trascender esta determinación, de la misma manera que, por sí mismas, las masas en armas no pueden estabilizar su violencia como nuevo poder, como demuestra el dramático colapso de las insurrecciones obreras europeas que siguieron a Octubre. Fue por los carriles democrático-burgueses ─dialéctica masas-Estado─ por los que necesariamente tuvo que arrancar la locomotora de la revolución proletaria durante el Ciclo de Octubre, y si ello ocurrió así fue por la entrada en escena del mecanismo cualitativo clave que es el Partido Comunista, capaz de estirar cuantitativamente aquella dialéctica histórica heredada de la revolución burguesa, pero no de fundirse orgánicamente con ella, precisamente por ser objeto exterior a él, preexistente. Si bien ese espacio de negatividad pudo aperturar la época de la RPM, fue a su vez el principal obstáculo para construir el Partido Comunista como el eje medular de la RPM. Puede ser por ello que, al lado del principio que viene defendiendo el marxismo revolucionario desde la experiencia de la Comuna de París acerca de la dictadura proletaria, se colase ya en el III Congreso de la IC la insinuación de la posibilidad de construir la dictadura del proletariado desde el Parlamento, desde el Estado existente:
“Un gobierno de ese tipo [del tipo de la dictadura del proletariado ─N. de la R.] sólo es posible si surge de la lucha de masas, si se apoya en organismos obreros aptos para el combate y creados por los más vastos sectores de las masas obreras oprimidas. Un gobierno obrero surgido de una combinación parlamentaria también puede proporcionar la ocasión de revitalizar el movimiento obrero revolucionario.”[26]
A mediados de los años 20 el comunismo se ve incapaz de sostener en el tiempo las no poco numerosas, aunque breves, experiencias de dictadura proletaria que se venían dando desde 1917. Si las masas pudieron llegar a hacerse momentáneamente con el poder, la vanguardia proletaria no pudo darle continuidad ni vincular la táctica de la IC con las diversas coyunturas políticas locales. Los años 20 demuestran, en primer lugar, la tendencia general del imperialismo, dada la agudeza y profundidad de sus crisis políticas, a generar espontáneamente vacíos de poder que pueden ser directamente ocupados, desde abajo, por las masas; pero, en segundo lugar, y contra cualquier ilusión espontaneísta-insurreccional, apuntan al imprescindible papel de la vanguardia para dar recorrido revolucionario a las crisis políticas y a los vacíos de poder que éstas puedan generar. En otras palabras, que su transformación en punto de apoyo para el comunismo sólo puede venir desde arriba, desde el Partido Comunista. La incapacidad del proletariado para lograrlo sólo pudo devenir en su paulatino escoramiento hacia el Estado existente como eje del accionar revolucionario, sea en su versión reformista-frentepopulista o en su versión insurreccional ─la cual también presupone el Estado como ente separado de la sociedad y su conquista como momento central del proceso revolucionario.
Y es que es en este momento cuando acusa todas sus limitaciones la vieja ilusión ─ya criticada en su día por un anciano Engels─ de unas masas espontáneamente organizadas en barricadas capaces de tomar el poder y sostenerlo en el tiempo, o de generar “espacios de contrapoder” sólidos desde sí mismas. El fracaso de la revolución en Europa no sólo testimonia el agotamiento histórico del insurreccionalismo; también consagra, en esa medida, y por el momento de forma tan sólo negativa, a la vanguardia como la instancia decisiva para la construcción de la dictadura del proletariado. Ello ya apunta a una lógica histórica cualitativamente superior a la vieja dialéctica que emana de la revolución burguesa, y en la cual la vanguardia se sitúa como el centro y motor de un proceso ininterrumpido de revolución del mundo y de la humanidad cuya premisa es, precisamente, su bagaje revolucionario y la proyección consciente de sus propios fines: la dialéctica, propia del futuro Segundo Ciclo de la RPM, vanguardia-Partido, suelo histórico en el que, ahora sí, enraíza orgánicamente la revolución proletaria. Se trata de esa lógica cuyo alimento subjetivo ya no es la reactiva espontaneidad de masas, intrínseca a la sociedad de clases ─todavía fértil mientras no se agotaba el Ciclo de Octubre─, sino nuestra historia revolucionaria, en la que la Clase, por mediación de su vanguardia y como humanidad emancipándose, encuentra la argamasa con la que construir positivamente el reino de la libertad, la nueva civilización que emerge del desarrollo histórico del Partido Comunista.
Pero volvamos a 1923. La vanguardia, incapaz de encontrarse a sí misma, dependerá cada vez más del Estado como centro y eje de su política. El comunismo se estrella en Europa a mediados de los 20 no sólo por la “estabilización relativa del capitalismo”, sino porque una vanguardia nacida, precisamente, como declaración ideológico-subjetiva de que es la hora de la Revolución Mundial no va a poder generar su propio suelo social-objetivo sobre el cual desarrollarse ─el Partido Comunista─, rodando, simultáneamente, hacia el sindicato, “forma inferior de organización del proletariado”, y el Estado, “forma superior de organización de la burguesía”, como puntos de referencia de la política comunista. Y en este terreno, la burguesía demuestra y ha demostrado ser sobradamente más fuerte que el proletariado.[27] El mismo sujeto que aflora en Octubre como fusión de ser social y conciencia revolucionaria en un torrente arrollador aterriza en Europa, es cierto, pero aterriza disgregado, en forma de una vanguardia que enarbola el horizonte del comunismo pero carente, en general, de unas tradiciones y estructuras políticas propias, y unas masas con una larga ─y, por lo mismo, consolidada─ historia de militancia y dirección socialdemócrata. Estos polos no llegarán a encontrarse jamás.[28]
"Nosotros somos socialtraidores, socialpatriotas, esquiroles, soportes de la burguesía. Zinóviev ha dicho incluso que yo he cometido crímenes, y, sin embargo, pese a esos crímenes, y pese a que somos socialpatriotas, sois de opinión que es útil que nos reunamos en conferencia."
Vandervelde a los delegados de la Comintern
Todo viraje histórico tiene la paradójica virtud de poner al descubierto las continuidades, aquello que, una vez barrido lo coyuntural y lo propio de un momento determinado, sigue oprimiendo las almas de los vivos y de lo cual no se pueden zafar sin rasgársela. El III Congreso de la IC, mejor conocido como el Congreso del Frente Único ─celebrado en 1921, mientras las revoluciones obreras europeas tomaban una línea descendente─, será el Congreso que registre y racionalice el progresivo agotamiento del impulso espontáneo de masas que alumbra 1917, y del cual emanarán los códigos que caracterizarán la ortodoxia cominterniana como ultimación consecuente del paradigma en torno al que se constituye Octubre. El estancamiento de la ofensiva revolucionaria obliga al comunismo al repliegue táctico, a “consolidar posiciones” y a cortar la conexión orgánica de la Rusia Soviética con Europa; pero ello no se lleva a cabo desde un plan cabal y proyectado, sino, como no podía ser de otro modo dada la escasa experiencia histórica del proletariado como clase revolucionaria, desde la propia marcha de los acontecimientos y razonado desde las coordenadas ideológicas del período anterior del movimiento obrero.
Efectivamente, aunque la clase ha dado el salto al para-sí, la experiencia del mismo está mediatizada por su estructura material e interpretada desde el prisma ideológico del marxismo socialdemócrata, pues, como se sabe, el comunismo no ha roto en lo fundamental con sus premisas teóricas de fondo. De esta manera, el Frente Único consagrará definitivamente al sindicato como el ámbito predilecto y natural de actuación comunista. Aunque la historiografía al uso sobre la III Internacional tiende a escribir su historia en función de los virajes de su relación con la socialdemocracia, fijando dos hitos fundamentales (el viraje a la izquierda del V Congreso y el viraje a la derecha del VII y último Congreso), lo cierto es que la desorientación de la IC comienza con el III Congreso, pues es con éste que osifican las coordenadas dicotómicas que les imponían a los bolcheviques la concepción organicista del partido y la consideración de los sindicatos (hegemonizados por unos oportunistas a los que, supuestamente, hay que desbancar) como la principal cantera de masas del comunismo[29] ─que serán los factores que expliquen todos los posteriores virajes en la relación con la socialdemocracia. En los escritos de Lenin, pese a su acerba crítica del oportunismo y de la aristocracia obrera que lo sostiene, no deja de haber párrafos que también apuntan a la idea de que los sindicatos son unos organismos neutrales, cuyo único problema es una cúpula corrupta.[30] Se trata de una resonancia del período de constitución de la clase como clase en sí, económica, en un momento en el que el proletariado enfrenta los problemas nuevos que plantea la época de la RPM. Su tendencia es volver a la práctica conocida, sindical y espontaneísta.
Éste es el lugar de la historia de nuestra clase en el que, para bien y para mal, se ubican el Frente Único y su larga sombra. Naturalmente, que en este momento se empiece a enfatizar la unidad por primera vez en siete años no es más que otra consecuencia de esos viejos fantasmas que, al no haber sido exorcizados, reaparecen ahora. De hecho, se intenta presentar a los comunistas ─pese a su práctica efectiva desde 1914─ como los más fervientes partidarios de la unidad del movimiento obrero:
“(…) actualmente son los partidos y las tendencias socialdemócratas y centristas las que representan la división y el parcelamiento del proletariado, en tanto que los partidos comunistas representan un elemento de unión.”[31]
Por las razones ya examinadas, no se desarrolla ni se podía desarrollar otra práctica política que la que gira en torno al Estado y la gran lucha de clases ni se concibe a la propia vanguardia ─separada de facto de las masas─ como una esfera de actividad sustantiva de por sí y con tareas específicas a realizar en su seno ─tareas de las que los mejores representantes de la III Internacional, con Lenin a la cabeza, eran muy conscientes y sobre cuya dejadez nunca dejaron de mostrar su preocupación. Es la estructura material del sujeto que emerge en 1917 la que determina tanto sus límites como la proyección que su vanguardia es capaz de darle a la crisis desatada por el reflujo revolucionario de inicios de los 20 ─que, no lo olvidemos, ponía en cuestión el viejo esquema, con gran arraigo histórico, de la revolución como fenómeno que se desarrolla en un plano directamente internacional. El acercamiento a la socialdemocracia para recibir el cálido abrazo del movimiento espontáneo, en el marco de la táctica del III Congreso y culminada en lo fundamental la escisión de los viejos partidos socialistas, será el único mecanismo que el comunismo pueda articular para abordar la tarea estratégica de conquistar a los dirigentes del movimiento de masas. En otras palabras, lo que está en el candelero es la conquista de la vanguardia práctica de la clase, que se acomete en consonancia con la urgencia por cabalgar ese boyante movimiento de masas desarrollado al margen del comunismo y con las únicas herramientas que éste conoce y tiene al alcance: aquéllas propias del movimiento obrero de viejo tipo, fundamentalmente nucleadas en torno al sindicato como plataforma de masas y al Estado como su puerto de llegada, con la vanguardia como enlace externo entre ambos y con la unidad del movimiento obrero como premisa. Como decimos, ello es coherente con la articulación del Ciclo y, más aún, es síntoma de la creatividad de la vanguardia para enfrentar de forma original tareas nuevas desde el margen que todavía le dejan los viejos métodos. Pero, justamente por mor de esta bastardía y exterioridad, dicho organigrama no se conforma como una solución unitaria, sino como un compuesto en dos fases que, cual agua y aceite, permanecen separadas. Si es en este momento cuando la Comintern codifica toda una cultura política y revolucionaria de vanguardia, en la que se educarán generaciones enteras de comunistas y aún sigue vigente hoy día entre los restos mayoritarios del revisionismo, también son los años en los que el proletariado revolucionario se impregna, paralelamente, de los prejuicios que el movimiento espontáneo de la clase genera continuamente como su conciencia de sí, hecho que tenía que acentuarse durante el período de reflujo. El propio III Congreso de la IC racionaliza de forma descarnadamente consecuente este aterrizaje:
“Los Partidos Comunistas deben plantear reivindicaciones cuya realización constituya una necesidad inmediata y urgente para la clase obrera y deben defender esas reivindicaciones en la lucha de masas, sin preocuparse por saber si son compatibles o no con la explotación usuraria de la clase capitalista.”[32]
En pasajes como éste está contenida, en germen y como podremos comprobar al analizar las premisas que nuclean la táctica del Frente Popular, la futura crisis de la Comintern. Efectivamente, si establecemos una línea recta entre resistencia y revolución, si entre la conciencia reformista y la conciencia revolucionaria del proletariado no media más que una diferencia de grado, no hay razón para interrogarse sobre el sentido de las distintas reivindicaciones de las masas, y mucho menos para posicionarse sobre ellas. Esto por no hablar de que, con la minusvaloración de la importancia del análisis global y consciente de la lucha de clases, de su historia pasada y su dirección presente, el modelo de cuadro revolucionario como tribuno popular, como revolucionario profesional y estratega de la revolución, deviene completamente superficial e innecesario, con todas las graves implicaciones que esto tiene para articular un movimiento revolucionario sólido y capaz de sostenerse ─¡y proyectarse hacia delante!─ en el tiempo.[33] Su lugar será ocupado por la burocracia, que no es otra cosa que el síntoma de problemas más profundos. La falta de independencia política del comunismo en occidente se tornaría irremediable desde el momento en que se renuncia a su independencia ideológica. Naturalmente, este oscurecimiento del factor consciente y político-subjetivo vino acompañado del resurgimiento de la teoría del derrumbe, de la cual el bolchevismo nunca se había emancipado como esquema general de la revolución, así como la práctica espontaneísta que la acompaña:
“En la actual situación del movimiento obrero, toda acción seria, aun cuando tenga su punto de partida en reivindicaciones parciales, llevará fatalmente a las masas a plantear los problemas fundamentales de la revolución.”[34]
Precisamente, los años rojos de 1917-1923 demuestran que las masas se plantean los “problemas fundamentales de la revolución” sólo con la contraposición directa y armada de ambas dictaduras de clase. ¡Y ahora se dice, en un período de creciente reacción, que sería suficiente la defensa de las “reivindicaciones parciales” de las masas para desencadenar, “fatalmente”, la revolución!
Y esto se dice, además, en los momentos críticos en los que la tarea de escindir la vanguardia obrera estaba, en lo fundamental, concluida, y la Internacional sitúa en primer plano la tarea de su aterrizaje social, de la erección de un movimiento comunista de masas. Como decimos, por mor de la escasa experiencia del proletariado en el manejo de las lógicas de nuevo tipo propias de un nuevo período del desarrollo de la clase obrera ─la época del imperialismo y la RPM, caracterizada por la escisión del socialismo en dos alas─, los dirigentes de la Comintern y los nuevos partidos comunistas intentarán resolver este problema acudiendo a los sindicatos como único terreno de batalla y a la lucha económica de la clase como único campo de actividad política, sin poder generar un movimiento revolucionario, social, de nueva planta, al margen de ─¡y contra!─ las estructuras sindicales y políticas ya existentes, generadas y dominadas por el oportunismo y el reformismo. Insistimos: lo que está detrás de todo ello es la cuestión clave de la vanguardia práctica del proletariado, donde se juega la constitución de genuinos Partidos Comunistas, tal y como se podía plantear en la embestida inicial del Ciclo. La cercanía de la vanguardia comunista al movimiento espontáneo de masas, tanto por su procedencia histórica como por el innegable impulso que las gestas de la primera imprimieron al segundo, favorecía no sólo la consideración ─difícil de cuestionar─ de los sindicatos como cantera de masas para el comunismo; también hacía de estos el explosivo terreno en el que se jugaba el futuro inmediato de los Estados imperialistas, hacia el que todos los partidos tenían una especial sensibilidad, rasgo típico de la cultura política de la época.[35] Forzosamente, la erección de un movimiento comunista de masas tenía que entenderse más como colonización del movimiento reformista del proletariado, copado por sus estratos superiores y acomodados (e impregnados de décadas de respetabilidad burguesa y responsabilidad de Estado), que como el problema de las masas hondas y desorganizadas de la clase.[36]
En este marco hay que situar las relaciones de la IC con el resto de corrientes obreras en general y con la socialdemocracia en particular. Por así decirlo ─y esto es una lección de elocuente actualidad para las actuales tareas de reconstitución del comunismo─, la III Internacional no define una línea de masas para revolucionar a la vanguardia del proletariado y, por lo tanto, esta tarea se va a resolver desde las llamadas voluntaristas a la unidad; esto es, no como un proceso objetivo, sino intersubjetivo, razonado además desde la lógica espontaneísta según la que las masas desean la unidad y condenarán a los reformistas si estos no colaboran con los comunistas.[37]
Esta circunstancia va a dar lugar a la dependencia crónica de los partidos comunistas de Europa occidental respecto de los partidos socialdemócratas, en cuyas estructuras se encuadraban las masas organizadas y políticamente activas y cuyo movimiento era obligado dirigir, sin interrogarse por su contenido de clase y en qué dirección se movía:
“[El KPD] tiene la importante misión de aumentar su influencia sobre las grandes masas, de reforzar las organizaciones de masas proletarias, de conquistar los sindicatos, de neutralizar la influencia del SPD y de la burocracia sindical y de convertirse, en las luchas futuras del proletariado, en los jefes de los movimientos de masas.”[38]
“Los partidos de la Internacional Comunista se convertirán en partidos de masas revolucionarios si saben vencer al oportunismo […] deduciendo sus objetivos de las luchas prácticas del proletariado.”[39]
Lógicamente, los llamamientos de los comunistas a la unidad no conmovieron en lo más mínimo a los líderes oportunistas y reformistas, y sólo desembocaron en fiascos como la Conferencia de Berlín de abril de 1922. En ella se reunieron líderes de las tres internacionales (la Segunda, la Tercera y la Internacional centrista de Amsterdam, jocosamente conocida como Internacional II y media) por primera vez desde 1914, pero más que en el escenario de una idílica deliberación en común se convierte en una acusación contra los delegados de la Comintern, incapaces, por otro lado, de imponer sus condiciones a los líderes oportunistas de las otras dos Internacionales. Obviamente, la aventura quedó en agua de borrajas.[40] La reacción de los comunistas será la denuncia de los socialdemócratas como saboteadores de la unidad. Si bien todo esto ya apunta, en negativo, hacia la indispensable independencia política del movimiento revolucionario previa a cualquier alianza táctica con el resto de partidos obreros ─razón por la cual tanto enemigos abiertos como ingenuos amigos loan y alaban este período como muestra de relativa sensatez frente a la supuesta “deriva sectaria” posterior de la Comintern─, la vanguardia, en lo inmediato, sólo podrá entender la renuencia de la socialdemocracia en su aspecto político directo, como escollo en el camino por el que necesariamente se construye comunismo en el Ciclo, y no tanto como manifestación del atrincheramiento histórico del reformismo en el Estado imperialista, con las densas consecuencias que ello tiene para el desarrollo ulterior de la lucha de clases.
Éste es, efectivamente, el fondo de la noción de socialfascismo, que la Comintern acuña al certificar la infructuosidad de las negociaciones con la socialdemocracia. Más allá de las aplicaciones políticas inmediatas del término, principal plano en el que lo manejaron tradicionalmente los comunistas[41], lo que tiene detrás es el fracaso histórico de la reforma del imperialismo como antesala del surgimiento de un movimiento reaccionario ─fascista─ de masas, y el papel que la socialdemocracia ha jugado y juega en la generación de los mecanismos político-corporativos propios del Estado imperialista y que caracterizan, en su versión extremada y desarrollada, al fascismo. Dada la forma de construir comunismo que encontró el Ciclo, con el sindicato y la unidad del movimiento de masas como ejes de su aterrizaje social, el término “socialfascismo” fue más bien un arma de guerra directa contra la socialdemocracia e instrumento en la pugna por colonizar aquel movimiento o, más exactamente, por conquistar a sus líderes prácticos. El hecho de que las primeras acciones del fascismo en el poder, cuando no antes, pasasen por la represión y descabezamiento de los sindicatos para su mejor integración corporativa ya es indicativo de esa especial importancia que para todas las clases tenía el movimiento económico espontáneo del proletariado. Piénsese, si no, en el Reichsarbeitsdienst nazi, literalmente constituido como amalgama de organizaciones sindicales de la época de Weimar, en la Carta del Lavoro italiana o en su parodia franquista, arcaizante a la española, el Fuero del Trabajo. La explosividad del movimiento sindical, en el contexto del Ciclo abierto y con el comunismo como referente revolucionario internacional, impelía a la burguesía a suprimir esa desestabilizadora tierra de nadie que era su vanguardia práctica ─pese a todo lo que pudiese tener de reaccionaria y gremialmente estrecha─ cuando el proyecto socialdemócrata empieza a hacer aguas. En la medida en que el sindicato era pieza principal del organigrama revolucionario del comunismo que se despliega con Octubre, el término “socialfascismo” no podía ser inmediatamente más que una herramienta en la lucha política por ese territorio, aunque, contradictoriamente con esto y precisamente en su amplio sentido histórico, “socialfascismo” registre también el papel del reformismo y de la aristocracia obrera como pilares estructurales del imperialismo y de la reacción y, en esa medida, la pérdida, por parte del sindicato, de su categoría como lugar especial o principal del que hubieran de surgir los líderes prácticos del movimiento revolucionario-comunista de masas. Es en este contradictorio cruce donde hay que ubicar y comprender la lucha que, a lo largo de los años 20 y 30, puede entablar el comunismo con el fascismo.
Y, de hecho, cuando el fracaso de las últimas revoluciones europeas en 1923 agudice la desconfianza de la Comintern hacia los socialdemócratas[42] y el V Congreso (1924) establezca la lucha contra ellos como tarea principal, calzándoles el epíteto de socialfascistas, los comunistas no estarán dando ningún “volantazo”, sino desarrollando sus propias premisas históricas bajo una nueva situación de la lucha de clases. En efecto, el “Frente Único por la base”, estigmatizado tradicionalmente por los críticos de “izquierda” como ejemplo de la supuesta subversión “sectaria”, “zinovievista” o incluso “stalinista” del Frente Único leniniano, no hace más que llevar hasta el final la contraposición entre las masas encuadradas en los sindicatos socialdemócratas y sus líderes oportunistas[43], contraposición que, como vimos, ya estaba ínsita en toda la actividad de la III Internacional como desarrollo consecuente y revolucionario de la estructura material del sujeto y de las formas que necesariamente asumió en su emerger histórico (ese carácter estratégico del sindicato, la relación externa entre vanguardia y masas, la conquista del poder como fin inmediato y momento central de la revolución, etc.). La hostilidad e intransigencia declarada del comunismo para con el socialreformismo, su abierta actitud a contracorriente, encalló por el agotamiento de las premisas históricas anteriormente enumeradas, insuficientes ya para llegar hasta la vanguardia práctica de la clase, y no por el exceso de celo comunista. Como demuestra la experiencia histórica, de poco valen los lamentos sobre la intransigencia bolchevique cuando la vanguardia consigue construir su movimiento revolucionario de masas, que es la cuestión verdaderamente decisiva y que el proletariado no consiguió resolver en la Europa de entreguerras. No se trata ya de que toda revolución en marcha implique naturalmente excesos; es que toda “intransigencia comunista” será poca cuando el burgués otee la bandera roja ondeando enhiesta en el horizonte: tenga el lector por seguro que, entonces, igual de dogmático, sectario y cerrado será el reformismo ─sea rojillo, morado o ecofriendly─ a la hora de defender con uñas, dientes y Freikorps su Estado y sus respectivos feudos corporativos.
La última clave que vamos a examinar en nuestra rápida panorámica de la III Internacional es la relación de la revolución mundial con el Estado soviético, y la introducimos conscientemente en este punto porque es en el momento del V Congreso cuando se comienza a invertir la jerarquía entre ambas. Con el fracaso de las últimas insurrecciones obreras europeas de 1923-25, se desencadena un grave debate en el seno del Partido bolchevique acerca de las posibilidades de supervivencia de la revolución soviética sin la ayuda de la revolución europea. Como se sabe, en este gran debate se desarrolló la polémica entre la revolución permanente de Trotsky y el socialismo en un solo país de Stalin. Mientras el primero negaba, bajo una radicalización “izquierdista” del economicismo socialdemócrata, la posibilidad de sostener la dictadura proletaria con los medios existentes en Rusia ─principalmente, la alianza con el campesinado─, el segundo todavía mantenía vivo, dentro de los marcos economicistas de la “transición al socialismo”, el aspecto subjetivo-consciente y la dirección socialista de la Unión Soviética al defender la posibilidad de transitar desde la Rusia de la NEP a la futura Rusia industrializada.[44]
Si el ucranio establece una correlación determinista y fatalista entre dictadura del proletariado y formas de propiedad, Stalin todavía entiende la política, la dictadura, como un factor económico capaz de transformar las relaciones productivas existentes, y como el eslabón estratégico entre la Rusia de mediados de los 20 y la industrialización. Esto no quita que, ya desde tiempo atrás, en el subconsciente político bolchevique se identificase el socialismo con el capitalismo de Estado, y muy probablemente haya que considerar que la práctica llevada efectivamente a cabo en la segunda mitad de los 20 se hallase en contradicción con la teorización que, sobre la marcha, iba haciendo el PC(b)R.[45] Pero, precisamente mientras este camino no hubiese sido recorrido, mientras todavía predominase la pequeña propiedad y el capitalismo privado en la URSS, las premisas ideológicas del bolchevismo todavía podían sostener una práctica proletario-revolucionaria, la transformación activa del mundo como sujeto creador, aún a pesar de su creciente desgaste.
Esto nos lleva a la profundidad del arraigo del bolchevismo en Rusia, donde la dictadura del proletariado tomó tierra apoyándose instrumentalmente en los dos ejes que la historia europea iluminaba como las claves de la transformación burguesa ─y, por tanto, progreso desde el punto de vista de una Rusia apenas recién despertada del absolutismo─: la revolución democrática y la industrialización. Sólo así se explica que, mientras Stalin aún es capaz de ver el carácter político de la NEP y de la alianza obrero-campesina, lo haga a costa de dar el paso definitivo hacia la identificación del socialismo con el capitalismo de Estado y la gran industria, rotulado como “economía socialista”:
“Entonces, en 1917, se trataba de pasar del Poder de la burguesía al Poder del proletariado. Ahora, en 1925, se trata de pasar de la actual economía, a la que no se puede llamar socialista en su conjunto, a la economía socialista, a la economía que debe servir de base material de la sociedad socialista.”[46]
La teoría del socialismo en un solo país, como respuesta original a la situación creada hacia mediados de los años 20, va fundamentalmente ligada al hito de la primera estabilización de un Estado proletario en la historia durante un período de reflujo revolucionario. Si esto fue posible se debe a que el Partido bolchevique había conquistado, en lo fundamental, la lógica y manejo de la dictadura del proletariado, que no es otra cosa que el socialismo y que la transición entre el capitalismo que muere y el comunismo que nace. Ahora bien, esta conquista se cobra, asimismo, su retribución: entre uno y otro estadio del desarrollo de la humanidad se interpone esa “transición al socialismo” con la que el bolchevismo había resuelto la contradicción entre su práctica y el fondo kautskiano-evolucionista de su concepción de la sociedad de transición, y se identifica socialismo no con la dictadura del proletariado, sino con un modo de producción sustantivo. Esta fórmula permite, a su vez, tratar la revolución mundial y la construcción del socialismo en la URSS como problemas independientes:
“ … la tarea es, por una parte, unir al proletariado y a los campesinos pobres con los campesinos medios sobre la base de una alianza sólida entre ellos, asegurar la dirección del proletariado dentro de esa alianza, intensificar el desarrollo y el reequipamiento de nuestra industria, incorporar a masas de millones de campesinos a la cooperación y garantizar de este modo la victoria del núcleo socialista de nuestra economía sobre los elementos del capitalismo; y, por otra parte, organizar la alianza, tanto con los proletarios de todos los países como con los pueblos coloniales de los países oprimidos, para ayudar al proletariado revolucionario en su lucha por la victoria sobre el capitalismo.”[47]
Esta dualización responde al agotamiento de aquella perspectiva de desarrollar la RPM en un plano directamente internacional y a la desconexión orgánica entre el socialismo en la URSS y la revolución europea, determinada no sólo por cuestiones geopolíticas sino, fundamentalmente, por mor del entrelazamiento de revoluciones que signa el emerger del Ciclo y de la subsecuente importancia de la diferencia entre estar al este o al oeste de los Urales. En Europa, por su “adelanto” (en términos burgueses) respecto de Rusia, la industrialización no podía ofrecer un margen de transformación revolucionaria de la sociedad, de actividad subjetiva por impulsarla, sino que era ya parte del objeto histórico acumulado y de la normalidad capitalista consolidada y sedimentada. Justamente, uno de los rasgos que caracteriza al Ciclo de Octubre como irrepetible marco histórico es la utilización instrumental de los mecanismos de la revolución burguesa, que sirven como una primera plataforma para la entrada del sujeto universal en la historia. Pero esto sólo tenía sentido allí donde aún no habían despegado, como en Rusia. Ello significa, por así decirlo, que la vanguardia europea no fue capaz de conectar con la historia precedente, y mucho menos de proyectarla conscientemente hacia el futuro, hacia la dictadura del proletariado.
Con esta dualización, y especialmente con la identidad entre socialismo e industrialización consolidada, se sientan las bases para invertir definitivamente la relación entre el Estado soviético y el movimiento comunista mundial, vertebrado por la IC: dado que el socialismo no es esencialmente la dictadura del proletariado, sino un modo de producción propio y sustantivo que hay que construir y defender, la URSS dejaba de ser una base de apoyo para la RPM y se convertía en la base de la RPM, en la medida en que albergaba en su interior ese “núcleo socialista” de la economía desde el cual se extendería por el globo... o se quedaría confinada a los límites de la URSS.
Esta racionalización fue necesaria en la medida en que la estabilización del campo soviético se produjo sobre la perspectiva de la industrialización del país. Y es que, como enseña la historia de toda la revolución burguesa, el surgimiento de la industria nacional va íntimamente ligado al surgimiento del Estado moderno, como espacio en el cual ese nuevo contenido económico puede estabilizarse y conjurar, mejor o peor, los antagonismos de clase que lo acompañan en su emergencia. Es esta misma lógica la que se reproduce aquí, y no es casual que vaya asociada tanto a la progresiva degeneración nacionalista gran-rusa del socialismo en un solo país como a la osificación y territorialización de la Revolución de Octubre, ya encerrada de manera definitiva en las fronteras de la URSS.
Efectivamente, tras los fracasos de las insurrecciones europeas de 1921-25 y el desastre chino de 1927, y dispuesto ya este marco ideológico, el impulso a la RPM dejará de considerarse como una condición indispensable para la supervivencia de la Unión Soviética y de la dictadura del proletariado.[48] El proletariado comunista de los países occidentales ─o, más exactamente, su vanguardia─ se había probado incapaz de incidir decisivamente en la gran lucha de clases, y ya no digamos de ayudar directamente a la URSS[49], por lo que el eje de la estrategia de supervivencia soviética iría gravitando más y más hacia la alianza con los Estados capitalistas como tarea principal, quedando la RPM como un medio de presión con el cual amenazarlos. Aunque Stalin, por lo menos hasta 1927, todavía tiene presente el papel de la revolución en las colonias y en Europa occidental, no es ningún secreto que, por esta época, el Comisariado del Pueblo para las Relaciones Exteriores (Narkomindel) y las relaciones exteriores ocupaban la mayor parte de la atención de los líderes soviéticos; mayor, desde luego, que la malograda IC:
“(…) hay que acercarse a los países vencidos en la guerra imperialista, a los países capitalistas que se han visto más vejados y despojados en el reparto y que, en virtud de ello, forman la oposición a la alianza dominante de las grandes potencias”[50]
Incluso a la “línea dura”, de fuertes tradiciones “izquierdistas” y más amiga de aventuras montaraces que del cálculo político (Bela Kun, Knorin, Lozovski...), le era complicado sustraerse a este esquema, circunstancia sintomática del paradigma de fondo que compartían todas las sensibilidades del movimiento obrero, educadas o no en el seno de la Comintern.[51] Como decimos, debido a la concepción de la sociedad de transición como modo de producción en sí y a la profundidad del impulso de masas aperturado por Octubre, era difícil sustraerse a la tentación de emplear el Estado soviético como organizador de las fuerzas sociales desatadas por la industrialización acelerada y, en esa medida, entenderlo como punto de referencia de la entera revolución proletaria (cosa, por otro lado, lógica hasta cierto punto, por cuanto estamos hablando del ─permítanos la Comuna de París esta licencia─ primer Estado de la dictadura del proletariado). Y tanto más a medida que se iba consolidando esa industria estatal que, en los esquemas soviéticos, se identificaba con el “modo de producción socialista”. Es de hecho en esos años clave de 1925-26 cuando aparecen, en el seno del Estado soviético, sectores encargados de la dirección de la economía que ya reclaman abiertamente reajustes laborales ─intensificación de la jornada de trabajo y reducción de los salarios─ en aras de la mayor eficiencia y celeridad de la industrialización.[52] Se trata, evidentemente, de los cuadros técnicos y directivos que se están constituyendo como nueva burguesía y en cuyo fundamento económico está inscrito el Estado como principal aparato ─violento y coercitivo─ de extracción de plusvalía. Esta íntima conexión entre la industrialización y el Estado sería insuperable para los bolcheviques, pues constituye el núcleo de su propia concepción del socialismo.[53] Aún más, para 1928 el Comité Ejecutivo Central Panruso (VtsIK) intenta, a golpe de decreto, revivificar los soviets urbanos y campesinos como base de apoyo para la inminente industrialización[54]; su fracaso testimonia que el impulso espontáneo de masas ya había sido sublimado en el impulso de las masas por el Estado hacia la colectivización y la industrialización acelerada.
Tal es el secreto de la larga decadencia de la IC y su subordinación a la política exterior soviética. Refutada, por la experiencia práctica de esos años, la idea de una revolución proletaria que se desarrolla en un plano directamente internacional, no había otro elemento, aparte del Estado soviético, capaz de reorganizar urgentemente la actividad de las masas hacia la construcción del socialismo y, eventualmente, contra la ofensiva militar nazifascista. Sólo el Estado soviético se demostró capaz de dar continuidad a la bulliciosa actividad de masas desatada en 1917, pero al precio de agotarla y estabilizarla, y no por otra cosa más que porque el Estado es el único organismo que puede intervenir, directamente y sin mayor mediación, en la dirección y gestión de la vida social. Por eso mismo, porque el contenido de su actividad es la reorganización de las fuerzas ya desatadas[55], su naturaleza no puede ser sino conservadora, aún en el caso del Estado proletario. En tanto el Partido Comunista es el movimiento que supera el orden de cosas existente, el Estado es el pegamento que integra el orden de cosas existente. Entre esos dos polos y su progresiva interacción hay que entender la evolución de las relaciones entre la URSS y la IC; para 1925, la IC se ha visto definitivamente incapaz de construir las correas de transmisión que posibilitasen la intervención mediada en los países de Europa occidental, y el Estado soviético ya se ha consagrado como el mecanismo que, inmediatamente, puede cumplimentar mejor y más rápidamente el programa revolucionario bolchevique, recogiendo el impulso de masas que arranca con Octubre y proyectándolo ─y, a la vez, agotándolo─ en dirección a la industrialización. Tal es, al mismo tiempo, la clave que permitió, en Rusia, la instrumentalización revolucionaria del Estado heredado del zarismo.
En síntesis, en el interior de la revolución soviética todavía se había conseguido mantener vivo ese eslabón político, subjetivo-consciente, aún a pesar de su creciente acartonamiento; en su exterior, en el occidente imperialista, el comunismo se hallaba completamente desorientado e incapaz de asirse a una dirección fija. El “viraje a la izquierda” del V Congreso tampoco había sido una respuesta consciente y planificada a la nueva coyuntura, sino una reacción ─y, por lo tanto, condicionada por el exterior, sujeta a factores externos al propio proletariado revolucionario─ a la infructuosidad de las insurrecciones obreras, a la falta de entusiasmo de la socialdemocracia por el Frente Único y a la ya amenazante sombra del fascismo.[56]
La reelaboración de la táctica del Frente Único, en el V Congreso, como “Frente Único por la base” supone, como ya hemos indicado, la culminación de todas las tendencias anteriores. En primer lugar, los análisis de la Comintern separan abruptamente las masas encuadradas en la socialdemocracia de los líderes socialistas, como si aquéllas estuviesen secuestradas por estos y bastase con “retirar la cúpula” para liberar la conciencia embotada de las masas. Al mismo tiempo, el comunismo sigue cediendo hacia los organismos de resistencia de la clase obrera. En 1929 se constituirá en Alemania, como parte de los objetivos y métodos delineados por el V y el VI Congreso, la Oposición Sindical Revolucionaria (RGO, por sus siglas en alemán, Revolutionäre Gewerkschafts-Opposition), que tiene el objetivo de crear un contra-sindicato alternativo para romper la hegemonía socialdemócrata, y que servirá de modelo para todo este período.[57] El “viraje a la izquierda” termina de consagrar el retroceso de los comunistas hacia los órganos de resistencia espontánea de las masas como el principal campo de batalla en los países occidentales.
Por otro lado, el V Congreso oficializa la “bolchevización” de los partidos comunistas europeos. El razonamiento que la sostiene, ya desde 1923, es que si los partidos comunistas en occidente no han podido tomar el poder, ello se debe a que, supuestamente, no han sabido aplicar consecuentemente las directrices emanadas de la Internacional.[58] Esto se produce en ese contexto de progresiva degradación de la figura del militante de vanguardia y, en consecuencia, lastrará decisivamente la capacidad de la Internacional para recuperar el fuelle: al descargar toda la responsabilidad de los fracasos a las direcciones nacionales, que yerran en la forma de ejecutar las consignas tácticas, lo que está haciendo realmente la IC es cerrar la puerta al examen autocrítico de sus consignas y concepciones a la luz de su propia práctica, dado que entre ésta y aquéllas se interpone el mantra de la “ejecución deficiente”, que bloquea el desarrollo ─dialéctico─ de ambas. Esta lógica ejecutivista tendrá gravísimas consecuencias no sólo en la práctica bolchevique, sino, fundamentalmente, en el cuerpo de ideas que la sostiene y su concepción del socialismo y el comunismo.[59]
Esta cuestión es importante para calibrar adecuadamente las críticas de “izquierda” que autores como Claudín o Estruch vierten sobre la IC, aduciendo que su insensibilidad a las “peculiaridades nacionales”, su carácter centralizado y, finalmente, la “bolchevización” convirtieron a este organismo en poco más que un títere en manos de Stalin, que pudo hacer y deshacer a su antojo hasta tenerlo completamente dominado, porque precisamente bajo estas críticas se ponen en tela de juicio alguno de los elementos de principio que caracterizan a la IC como Partido Mundial de la Revolución. Y es que no fue el centralismo, ni tampoco una supuesta “ceguera ante las peculiaridades nacionales”, lo que acabó transformando a la IC en un apéndice del Estado Soviético, sino las prácticas, tradiciones y concepciones que hacían del Partido Comunista el simple anexo del movimiento espontáneo de masas y del sindicato, con todas sus implicaciones espontaneístas, practicistas y ejecutivistas y que la “bolchevización” vino a reforzar. En otras palabras, no fue un exceso de “vanguardismo” lo que debilitó y esclerotizó la Comintern, sino todo lo contrario: fue el arrumbamiento de la perspectiva de vanguardia y sus herramientas ─los principios revolucionarios, la lucha ideológica, el balance de su propia práctica─ lo que abrió el hueco por el que pudo medrar la incipiente burocracia.
Es más, un estudioso de la revolución bolchevique como E. H. Carr, alejado de las polémicas en las que plantearon sus críticas los díscolos del PCE y con una batería documental sustancialmente más amplia en la mano, desmiente esa dicotómica visión según la que la “burocracia estalinista” habría sometido la dirección de los partidos comunistas a su voluntad y suprimido sus peculiaridades locales.[60] Más bien, y a pesar de que para 1930 se habían ventilado las viejas disensiones particulares de cada partido cerrando filas en torno a la defensa de la URSS y la autoridad moscovita, éstas se manifestaron bajo otras formas, fundamentalmente relacionadas con la posición a adoptar frente al fascismo y la socialdemocracia, con fuertes diferencias locales y no exentas de graves crisis: los comunistas franceses, austríacos y británicos fueron importantes núcleos de apoyo para la posterior táctica del Frente Popular, mientras que, en Alemania, las masas del KPD representaban la tendencia contraria, constituyendo una notable oposición interna. Que los partidos no eran bloques monolíticos cortados según un tal “patrón de Moscú” es un hecho que también recoge, pese a todo, Claudín al mencionar las dificultades de Thälmann para neutralizar los descontentos internos en el KPD aún después de la expulsión de Brandler, Thalheimer y los restos de la vieja guardia espartaquista, acusados de ser partidarios de Bujarin.[61] Ello, por otro lado, no nos habla sino del grave desconcierto que reinaba en el campo del comunismo, incapaz de encontrar una táctica definida y estable capaz de desplegar una ofensiva internacional organizada, y de la inutilidad de los métodos burocráticos para resolver y superar los dilemas particulares de cada sección nacional de la IC, que no hacen más que asumir nuevas formas. Efectivamente, la tendencia a despachar las disensiones internas en base a procedimientos burocráticos ─que ahora devienen tradición─ no reorganizó al comunismo, sino que anuló los recursos de la vanguardia, como la lucha de dos líneas, para cumplir esta tarea.
El ingrediente espontaneísta y catastrofista fue maridado con un análisis político irrealista, y que, más que ser producto de la aptitud o ineptitud de los líderes de la Comintern, constituye una elocuente enseñanza materialista acerca de la estrecha relación que guardan, en la práctica revolucionaria proletaria, la fisonomía material del sujeto, su radio de acción ─mediato e inmediato─ y el análisis formal de la coyuntura, sintetizado en la fórmula marxista de “conocer transformando”. Y es que, sin las herramientas que permitiesen su actuación activa y autónoma a escala social en los países europeos, los comunistas sobreestimarían las perspectivas revolucionarias en los mismos, ilusión que fue reforzada por la teoría del derrumbe y sus prejuicios espontaneístas. En 1926, el general Pilsudski asciende al poder en Polonia, en Italia son prohibidas todas las organizaciones políticas y sindicales salvo el Partido Nacional Fascista y el movimiento obrero británico sufre una estrepitosa derrota en la que fue una de sus mayores y más importantes huelgas generales. Y aun así, ese mismo año, el VI Congreso de la IC proclama que había llegado un “tercer período” de ascenso revolucionario.
El saldo de los años 20 es notoriamente dramático, y pone en tela de juicio esta valoración de la Comintern: entre 1921 y 1928 el número de militantes comunistas de los países capitalistas cae a la mitad mientras se duplica el de los obreros socialdemócratas.[62] En el V Congreso de la Internacional Sindical Roja (Profintern), celebrado en agosto de 1930, Lozovski se vio obligado a reconocer que los “sindicatos rojos”, llamados a ser la base estratégica de la nueva ofensiva proletaria según los esquemas economicistas de la IC, se hallaban en franco retroceso (Francia, Checoslovaquia...), cuando no estaban directamente ilegalizados y habían “perdido su base de masas”.[63] Y es que la línea de la IC para los países occidentales no sólo se mostró incapaz de constituir el partido revolucionario del proletariado, tampoco pudo estabilizar los “sindicatos rojos”, siquiera como meros organismos de resistencia. La inoperancia de esta política viene a demostrar que el plano desde el que la vanguardia incide en la (auto)transformación de la clase hacia el comunismo es el Partido Comunista (“forma superior de organización del proletariado”), y que cualquier línea que defienda o insinúe el tratamiento seccionado y particularizado de cada uno de sus organismos de resistencia, como el sindicato (pero no sólo: también células de empresa, asociaciones de mujeres, colectivos de barrio...), está condenada a constreñir su perspectiva a las formas inferiores de la lucha de clase del proletariado y, también, a verse incapaz incluso de reproducir la mera existencia de éstas. De ahí que el “sindicalismo rojo”, “de clase y combativo”, y hoy más que en 1930, sólo tenga en general la opción de disolverse en el sindicato abiertamente reformista o ser reducido a la marginalidad.
La debilidad del comunismo se hacía más inquietante con la bestia parda en el horizonte. Ya hemos desgranado, al referirnos al concepto de socialfascismo, la lógica de fondo que articulaba la lucha que la IC podía sostener contra el fascismo, en base a las herramientas teóricas y políticas de las que históricamente disponía. No se trata de que la IC no “se tomase en serio” al fascismo, es que la concepción que se podía forjar del mismo estaba mediada por la lección histórica acerca del tremendo y novedoso papel de la socialdemocracia como “puntal social” del capital y, en consecuencia, de su centralidad en los mecanismos políticos de estabilización del imperialismo. Con la formación del gobierno de von Papen en 1932, la IC señala explícitamente esta conexión, señala que el “centro de gravedad” de la situación política alemana estaba pasando
“de la socialdemocracia como principal puntal social de la burguesía a la organización de combate de la propia burguesía, las bandas terroristas del partido de masas de Hitler.”[64]
Y es que si decimos, con la Comintern, que el fascismo es, por el otro lado, la “organización de combate” de la burguesía y nos tomamos esto en su estricto sentido militar, la simple enseñanza materialista de que la guerra es la continuación de la política por otros medios debe conducirnos naturalmente a poner el foco del problema no en el fascismo mismo, sino en el socialreformismo que lo alimenta y cuyo fracaso le proporciona su trampolín político. De ahí, nuevamente, la lógica de la “lucha contra el socialfascismo” como tarea principal, que no es producto ni de la ceguera ni del sectarismo comunista, sino de la consecuencia granítica con sus propias premisas revolucionarias, tal y como se daban concretamente en la época. Es esto lo que le otorga a la vanguardia toda su grandeza y dignidad, el hecho de que, aún a pesar del creciente desgaste de dichas premisas, las haya llevado hasta el final, quemándolas y ofrendando a las generaciones futuras de revolucionarios una perspectiva de partida superior. Esta consecuencia del comunismo consigo mismo es la razón por la que podrá seguir habiendo revolucionarios proletarios mañana y, más importante todavía, pasado mañana, aunque en lo inmediato de la época ─trágica es la historia cuando hace de partera del futuro─ esas mismas premisas no pudiesen dotarse de mayor recorrido y proyección. En ese mismo año de 1932, la IC desestima la posibilidad de triunfo del nazismo en la medida en que Alemania era diferente de la Polonia y la Italia semiagrarias: era “el país con el mayor partido comunista de masas, el país que se halla más cerca de todos los países importantes, de la revolución proletaria.”[65]
Este tipo de diagnósticos, lamentablemente desafortunados y marcados por la impronta catastrofista de la teoría del derrumbe (pero por lo mismo plenamente ínsitos en el paradigma del Ciclo), se remontan, significativamente, al V Congreso de la Comintern, cuando, con el “giro a la izquierda”, devinieron moneda de cambio común. Ya en 1924 encontramos valoraciones como que, en Italia, “el fascismo, después de su victoria, naufraga en la bancarrota política que conduce a su descomposición interior”, en tanto que en Alemania “cae en una crisis semejante sin haber obtenido su victoria formal.”[66]
Con todo, hay que hacerle justicia a la Comintern respecto a las ilusiones que podía sostener sobre Alemania en 1924, pues venía de fracasar, el año anterior, el putsch de Munich, y las buenas relaciones germano-soviéticas ─como parte de esa estrategia de acercamiento a los países humillados en Versalles, cuyo exponente ejemplar es el Tratado de Rapallo de 1922─ daban cierta calma a los dirigentes comunistas, quienes además confiaban en que el fracaso del plan Dawes y del Tratado de Locarno acercaría a Alemania, si no a una revolución proletaria, sí a la Unión Soviética de forma definitiva.[67] Aún más, esta estrategia podía conciliarse, mejor o peor, con el reciente “giro a la izquierda”, pues quienes más se empeñaban en dar a la República de Weimar una orientación pro-occidental en sus relaciones exteriores eran precisamente los socialdemócratas[68]; los partidarios de un acercamiento a Rusia eran, paradójicamente, los partidos de la derecha alemana, que compartían con la Unión Soviética el encono contra Versalles.[69]
Alemania, tanto por esta volátil a la par que estratégica situación en el escenario internacional como por la violenta animosidad entre las dos alas del movimiento obrero[70] ─y sin despreciar factores como su densa interrelación con la economía estadounidense, producto de diez años de dawesización y ayudas, en el momento de la crisis del 29─, será el país que concentre como ningún otro las condiciones para constituir un eslabón débil de la cadena imperialista, con el elocuente precedente del levantamiento espartaquista y de las numerosas explosiones insurreccionales que le sucedieron durante un lustro. No obstante, los largos años de desorientación y de debilidad material del comunismo pasarán factura y las concepciones de la IC serán incapaces de darle recorrido a la crisis revolucionaria cuando ésta se agudice en los años 30.
En enero de 1931, Thälmann ya había propugnado “la 'revolución popular' como 'principal consigna estratégica del partido'”[71], y la asimila a la revolución proletaria. Lógicamente, esto obedece a la supuesta necesidad de presentar la revolución alemana en términos nacionales, y no tanto de clase. La dirección del KPD incluso había llegado a sugerir que la revolución proletaria alemana debía fijarse como punto programático la unificación de todos los territorios de población germana. Como se colige de todo lo dicho, esto no era únicamente para comerles terreno a unos nazis que habían sabido explotar hábilmente el resentimiento contra el Tratado de Versalles, como de un modo un tanto simplista se ha visto tradicionalmente. La formulación de la revolución alemana en términos nacionales obedece a causas más profundas, que tienen que ver, como hemos insistido, con la incapacidad del sujeto para dotarse de una amplia proyección social-material en Europa, y con la subsecuente falta de un suelo político propio, proletario-revolucionario, de actuación, en el momento en que la IC y sus premisas empiezan a agotarse y a manifestar una creciente impotencia práctica (sólo se convocará un nuevo congreso, el último, ante la situación de emergencia de 1935, esto es, siete años después del anterior).
En estos momentos, a inicios de los 30, la política exterior soviética y la táctica de los comunistas en Alemania entran, al contrario que en 1924, en contradicción. El derechista Brüning venía, desde noviembre de 1930, gobernando a golpe de decretos presidenciales de urgencia y liquidando, de facto, la democracia burguesa de Weimar, ya sumamente debilitada.[72] El SPD lo apoyaba: era el momento de señalar cómo los “socialfascistas” se convertían, a marchas forzadas, en “fascistas abiertos”. No obstante, el gabinete Brüning se esforzaba por mejorar las relaciones con la URSS en el momento en que en ésta arrancaba la industrialización acelerada y la colectivización, y el KPD se encontrará a sí mismo paralizado entre la defensa de los intereses soviéticos y el marco “nacional-popular” que otorgaba a la futura revolución alemana ─la única forma en la que ahora era capaz de plantearla. Y es que, no habiendo podido conquistar a la vanguardia práctica de la clase, la única lucha antifascista que las secciones nacionales de la IC podrían sostener pasaría, necesariamente, por la unidad antifascista con la socialdemocracia y la facción liberal de la burguesía, como vía directa de organizar una fortaleza de masas contra el fascismo: aquel hiato entre éstas y los comunistas se rellenaría con la fusión de la vanguardia y el Estado existente ─incluyendo a los partidos que median entre éste y las masas de la nación.
Efectivamente, aquí no hay más “viraje” que el desarrollo consecuente de las premisas del sujeto tal cual se podían concretar en la particular coyuntura de la Europa burguesa: el Ciclo de Octubre gira en torno al Estado como problema central de la revolución. Si en la Unión Soviética el Estado existente era, pese a todo, Estado burgués sin burguesía (Lenin dixit), producto de la revolución proletaria y en manos de la vanguardia bolchevique, ello garantizaba cierta coherencia entre el fin subjetivo-revolucionario y el medio estatal por el que toma tierra entre las masas. En Alemania, por su parte, el Estado existente era el Estado burgués con burguesía, y además en su forma típica, parlamentaria. Apagados los rescoldos del pequeño ciclo insurreccional de 1917-1923 que dieron sentido a la “lucha contra el socialfascismo” durante una década, la vanguardia no podrá sino recurrir a los mecanismos que conoce en la única forma posible en ese momento y lugar; es decir, fundir sus fuerzas con el Estado para dar un empujón al movimiento de masas. Y, como enseña la ley básica del mundo mercantil, todo tiene un precio: el Estado, que en Europa es clásicamente burgués tanto en forma como en contenido, obligará a los comunistas a aceptar que el único movimiento que por su mediación puedan aspirar a dirigir será un movimiento de masas con burguesía o no será. Los comunistas, por este recorrido y como inevitable contraparte espiritual de su práctica, llegarán entonces, como es sabido, a la ideología burguesa en su formulación clásica: el Estado, y más concretamente la democracia burguesa, como entidad sublimada, situada por encima de la sociedad y de las clases.
Esto será progresivamente más explícito que implícito. Tras el XII Pleno del IKKI (1932), Remmele presenta un memorándum en el que figura, por primera vez, el llamamiento a defender la democracia parlamentaria frente al fascismo mediante un frente unido lo más amplio posible. A su vez, y no deja de ser un toque de atención que hay que subrayar, Remmele, también por primera vez dentro de la tradición de la IC, postula la necesidad de un “comunismo occidental”, hecho que en la práctica niega la validez universal del bolchevismo[73] ─esto es, de la corriente bajo cuyo paraguas se abrió el ciclo revolucionario. Esto tiene su parte de verdad, en la medida en que las crecientes limitaciones del bolchevismo le habían cerrado el paso a la dictadura del proletariado en Europa; pero no es menos cierto que la primera y, en estos momentos, única dictadura proletaria del mundo era la obra directa de los bolcheviques, por lo que su papel de referente revolucionario internacional le seguía concediendo, y con él a la IC, la dignidad de depositario del elemento de vanguardia. En estos momentos, la mera adscripción a la tradición cominterniana suponía empalmar directa e inmediatamente con Octubre y con el proyecto comunista de transformación integral e internacional del mundo.[74] La primera defensa explícita de la democracia parlamentaria ─y, por lo tanto, de un Estado que no era el soviético─ fue acompañada de la exigencia no de un comunismo internacional-universal, sino de un “comunismo” local-nacional, en el que la adaptación al orden político-estatal vigente se constituye en su premisa, en detrimento de la fusión internacionalista de la clase en su cuartel general mundial.[75] El triunfo de la línea frentepopulista y la sumisión del proletariado a la burguesía y pequeña burguesía democráticas eran cuestión de tiempo. Entre 1917 y 1935, la Comintern habrá completado su descenso histórico: del florecimiento subjetivo y ascensional de la vanguardia (y del Partido Comunista como su contenido y forma correspondiente de despliegue) al sindicato, y del sindicato a la comparsa de extrema izquierda de la burguesía democrática. La historia es trágica hasta tal punto que los triunfos del proletariado soviético removiendo Rusia hasta sus cimientos removieron también los cimientos sobre los que se tenía que sostener la revolución en Europa.
El 30 de enero de 1933, Hitler asciende a la Cancillería, y el KPD lanza un llamamiento a la huelga general para hacerle frente. El fracaso es absoluto: la socialdemocracia se desentiende del asunto aduciendo ingenuamente que su lucha se desempeña por vías legales y en los términos de la Constitución.[76] Para todos, incluida la IC, resulta evidente que el comunismo no constituye una fuerza políticamente independiente en Alemania. Se desata la represión, y en ella el SPD no correrá mejor suerte que el KPD. La posición de la Comintern ante la carnicería es suficiente para comprender hasta qué punto se habían disociado, en sus esquemas, la RPM y el Estado soviético: “Hitler sabe distinguir entre el comunismo y nuestro Estado.”[77] Tres meses después, aún se ratificaría el protocolo de ampliación del pacto germano-soviético de 1926, heredero directo de Rapallo.[78] No es hasta principios de 1934 cuando se firma el pacto germano-polaco, con un claro sentido antibolchevique, y sólo entonces comienza la Unión Soviética a tejer una red de alianzas con los Estados capitalistas, empezando por Francia y Checoslovaquia ─países que albergaban a los dos mayores partidos comunistas de Europa tras el hundimiento del KPD. El lugar que ocupa la RPM en este sistema de pactos está, para Stalin, claro:
“La burguesía puede estar segura de que los numerosos amigos de la clase obrera de la URSS en Europa y en Asia procurarían asestar golpes en la retaguardia a sus opresores, si estos se atreviesen a desencadenar una criminal guerra contra la patria de la clase obrera de todos los países.”[79]
Ésta es la guinda que culmina y concluye todo el proceso que venimos examinando: la clase obrera y la RPM como factores de presión para forzar el pacto antihitleriano entre la URSS y las potencias capitalistas liberal-parlamentarias. Nuevamente, el VII y último Congreso de la IC no hace más que dar carta de naturaleza a un viraje que ya se ha producido. Cuando éste es reunido, en julio de 1935, se cumplen dos meses de la firma del pacto de no-agresión franco-soviético. En ese lapso, el PCF había pasado de ser un partido ferozmente beligerante con la burguesía y el ejército galo ─votando sistemáticamente contra los créditos de guerra y enarbolando el derrotismo revolucionario─ a apoyar activamente la política militarista de defensa nacional francesa y hasta a ofrecer su apoyo a un gobierno del Partido Radical. Es difícil justificar, desde el punto de vista del comunismo, que la renuncia a la construcción independiente de los instrumentos de la revolución (incluido el ejército) garantizase que Francia no se aliaría con Alemania contra la Unión Soviética ─posibilidad que siempre estuvo abierta hasta 1939. Pero Thorez, secretario general del PCF, no tardó en encontrar la justificación teórica para este giro:
“(…) si una guerra contra la Unión Soviética ─dice─ 'no es llevada a cabo por el conjunto de los Estados imperialistas, si alguno de ellos, en virtud de los intereses contradictorios que les oponen a los otros, actúan de concierto con el país del socialismo, su acción sirve objetivamente a la causa de la paz, se confunde con la causa del poder de los trabajadores'.”[80]
El caso del PCF muestra a las claras cómo, lejos de ser un “acuerdo práctico” o un “ajuste táctico”, la futura línea del Frente Popular consiste en la fusión del proletariado comunista con el Estado imperialista ─mediatizada por los partidos de la izquierda burguesa─ y una revisión completa del leninismo. La táctica de acumulación de fuerzas ante la inmediata ofensiva militar fascista no se articula en torno a las instituciones independientes propias del comunismo; no se articula en torno a los partidos comunistas, la Internacional (ideológicamente huérfana a estas alturas) y el ejército rojo (inexistente, salvando las milicias obreras rápidamente subordinadas al sistema de defensa nacional de la burguesía), sino en torno al “sistema de Estados” del imperialismo y las alianzas que la coyuntura puede facilitar ─esto es, en torno a la geopolítica. En cuanto a la revisión de los principios, supone aceptar el Estado-nación como marco incuestionable desde el que construir comunismo, incluido todo el peso de la tradición y de las parafernalias nacional-patrioteras que lo acompañan en cada país.[81]
Con esto en mente, es cuanto menos difícil creer que lo que se ventiló en el VII Congreso de la IC fuese, como proclamó Dimitrov en el cierre de su discurso, “barrer el fascismo, y con él el capitalismo, de la faz de la tierra.”[82] El propio Dimitrov expresa, en la resolución sobre su informe, que el contenido del Frente Popular es la defensa de los trabajadores en sus intereses económicos inmediatos y contra el fascismo,[83] y en ningún momento del Congreso intentó ninguno de los delegados explicar cómo se vinculaban estas tareas con la misión de “barrer el capitalismo de la faz de la tierra”, o cómo conducían a ella, cuestión que se posterga para un futuro indefinido. Es decir, no se vinculaba la crisis política ─como exigía Lenin en 1914-17─ a la propaganda y preparación de la revolución. Igual que las inextricables vicisitudes de la geopolítica “confunden” al imperialismo con la causa del socialismo, la resistencia económica de los trabajadores se dirige misteriosamente hacia la caída del capitalismo. Y es que el otro tema estrella del VII Congreso, quizá menos conocido (y estudiado), fue la cuestión de la unificación sindical, que se entiende como la premisa de la reunificación del movimiento obrero para su debida transformación en un bastión funcional de defensa contra el fascismo.[84] Éste es el fondo de la línea refrendada por la IC, la clase obrera reducida a su condición económica de clase explotada y emplazada como extrema izquierda de la burguesía liberal. En otras palabras, supone la resurrección de la vieja consigna menchevique del “partido de oposición extrema”, que había sido formulada, además, en un momento en que todavía no se había operado la escisión internacional del socialismo en dos alas y cuyos efectos en el movimiento obrero, a juzgar por el contenido de la táctica que asume ahora la IC, se intentan, infructuosamente, revertir.[85] Era, efectivamente, demasiado tarde.
Y era demasiado tarde también para oponer al fascismo una política coherente porque la particular configuración material con la que el comunismo aterriza en Europa occidental ─esa siempre presente división entre la vanguardia comunista y las masas obreras, aplastantemente socialdemócratas─, sumada al paradigma ideológico que ya desde temprana fecha obstaculizó la subversión de esta estructura, condicionó que el proletariado no pudiese hallar aquí la forma de desarrollar su política revolucionaria independiente, como parte de una política revolucionaria internacional ─y “política independiente” no significa “independiente de la IC”, sino independiente de las lógicas y estructuras de la burguesía, en su versión liberal como corporativa, y para lo cual una adecuada línea general en la IC es indispensable. De ahí que todos los debates y todos los virajes acontecidos durante los años 20 y 30 girasen, fundamentalmente, en torno al problema de la relación con la socialdemocracia y estuviesen netamente condicionados por ella. Y que las recomendaciones que en 1930 hace un furibundo “anti-estalinista” como Trotsky tuviesen el mismo trasfondo y lógica que las decisiones adoptadas por la IC en su VII y último Congreso no refleja sino el fondo común a todas las corrientes surgidas a raíz de Octubre:
“La política de frente único de los obreros contra el fascismo se deduce de toda la situación. Abre al partido comunista inmensas posibilidades […] Deberemos concluir acuerdos contra el fascismo con diversas organizaciones y fracciones socialdemócratas […] En la lucha contra el fascismo debemos estar dispuestos a concluir acuerdos prácticos de lucha con el diablo, con su suegra, e incluso con Noske y Zorgiebel. […] Hitler es ahora el enemigo común. Después de haberlo vencido haremos junto con vosotros el balance y ya veremos cómo continuar el camino.”[86]
Y es que la socialdemocracia, en el contexto del Ciclo todavía abierto, no representaba otra cosa que a esa clase económica, con conciencia en sí, en trayectoria ascensional, y que, ante la disyuntiva de la RPM, escoge la reforma. Tiene, a sus espaldas, todo el peso histórico y material del período precedente de maduración de la clase portadora de progreso, y esto es una baza con la que el joven comunismo no podía contar entonces. Y, si hay algo que en el mundo burgués recoge y sintetiza todo este peso del pasado, el dominio de los muertos sobre los vivos, ése es el Estado. El Estado, aparte de su dimensión más inmediata de violencia organizada, es el estar-ahí del inmenso poder ideológico, político y militar que la burguesía tiene en su mundo, así como de sus inercias y de sus lógicas. Cuando el comunismo consuma, mal que bien, su política de acercamiento y, en última instancia, fusión con la socialdemocracia, consuma asimismo su fusión con el Estado existente, territorialmente separado de otros Estados y cuyos servicios, como un pacto con el diablo, exigen el sometimiento espiritual a todos los espectros que lo cortejan, como la nación o el Parlamento. En el momento en que los avatares internacionales fuerzan la situación de urgencia (la ofensiva nazifascista) y se rompe la última barrera que aún separaba al comunismo de la socialdemocracia histórica, el Frente Popular era el desenlace, quizá no necesario, pero sí lógico. Y si “lo urgente atenta generalmente contra lo necesario”, el Estado ─cuya función tanto histórica como política puede resumirse como organización de lo dado─ ha demostrado, y demuestra, un endemoniado potencial para erigirse en el abogado de lo urgente y facilitar su también urgente integración en el sistema mundial del imperialismo, aunque sea a la propia Comintern. O el “sistema de Estados” imperialista, o la Internacional Comunista: de la misma forma que los inmortales, sólo puede quedar uno. Si el Estado organiza lo urgente, el Partido Comunista se transforma en lo necesario.
La táctica de Frente Popular no llegaría a tiempo a Alemania; en Francia, pese a todo, no terminaría de cuajar. Únicamente en la Guerra Civil española se llegó a poner en práctica, merced a la situación revolucionaria creada a partir de 1931 y, especialmente, 1934. La revolución asturiana y la proclamación del Estado catalán ─con la subsecuente crisis política que desatan─ vienen a coincidir con el cambio de orientación en la Comintern, y el PCE ingresa apresuradamente en las Alianzas Obreras promovidas por el PSOE. La feroz represión que se desata sobre los insurgentes del ochobre, así como la demagogia que en torno a ella hace la derecha, es suficiente como para desatar una amplia indignación popular, y los republicanos de izquierda y el PSOE ven la oportunidad de hacer su agosto: el Frente Popular, en la II República española, nació como una coalición electoral dirigida al encauzamiento del movimiento espontáneo hacia un gobierno que aplicase la amnistía. De todos los partidos firmantes, únicamente el PCE apostaba ─sin éxito─ por transformar la coalición electoral en coalición de gobierno; esto es, por formalizar el gobierno para las masas.
Y es que, si hubo Frente Popular en la República española, ello se debió a la coyuntura abierta por los episodios asturiano y catalán y al consecuente realineamiento de las fuerzas de clase, facilitado por un PSOE con una amplia tradición de coaliciones y alianzas con el republicanismo. El PCE, por otro lado, seguía siendo un partido especialmente dependiente de la política exterior soviética: había nacido a raíz del debate sobre las Internacionales (1919-1921) ─y no en 1917─ y lo había hecho como dos partidos, el Partido Comunista Español (1920) y el PCOE (1921), enfrentados por luchas sectarias que tendrían que ser resueltas por la IC y Graziadei, su delegado, en 1921. Todos los defectos que lastraban al conjunto de los partidos comunistas europeos se agravaban en el caso español, desde la escasa proyección teórica de este partido ─que arrastraría el regusto krausista y humanista del marxismo del PSOE─ a su dependencia especialmente grave de la socialdemocracia. Esto condicionó que el PCE fuese una fuerza relativamente marginal en la formación social española hasta los años finales de la República, e incapaz, hasta entonces, de incidir como fuerza determinante en la lucha de clases.
Y si sólo con la Guerra Civil pudo virar esta situación, ello se debe a que el mismo carácter timorato que el reformismo tricolor había demostrado desde el principio, desde el bienio 1931-33[87], se enfrenta ahora a una situación de crisis omnímoda del sistema republicano, que los partidos del Frente Popular abordan con una ligereza pasmosa. Los políticos burgueses sabían que se preparaba una conspiración militar desde meses antes[88]; pero, asimismo, eran perfectamente conscientes de que, dada la situación, la única forma de hacerle frente era el armamento general del pueblo. Los republicanos demoraron hasta el último momento esta decisión, cuyo tragicómico episodio final es la patética humorada de Casares Quiroga ante la noticia de que el ejército se había levantado en Marruecos: “¡pues que se levanten, que yo me voy a acostar!”[89] Las masas, acostumbradas a la incompetencia de las autoridades y a tomar por su cuenta la defensa contra el ejército ya desde la sanjurjada[90], salen al paso e impiden el éxito inmediato del golpe. Pero se plantea gravemente la tarea de organizar esa espontaneidad para encarar el prolongado conflicto militar que se avecinaba.
Con el derrumbe del Estado republicano y el fracaso de sus pusilánimes partidos para organizar y dirigir la guerra civil, el PCE asumirá el rol de extrema izquierda de la democracia burguesa que se le presuponía en la línea del Frente Popular. Éste es el secreto de su explosivo crecimiento en este período, como el único partido que, en un primer momento, podía encarar de forma radical las tareas de la guerra, no sólo reconstruyendo las estructuras políticas y militares de la burguesía, sino abortando también la ocupación de fincas y fábricas a la que se habían lanzado espontáneamente las masas y erigiéndose en paladín de la propiedad pequeñoburguesa. Así las cosas, la consigna de “primero ganar la guerra y después hacer la revolución” rechaza frontalmente la estabilización de ese poder de masas como principal arma contra la contrarrevolución fascista, militarmente superior, y estancará a la zona republicana en una guerra de posiciones defensiva, en la que el territorio y las “plazas fuertes” juegan el papel principal. El ejército reaccionario tiene vía libre para aplicar su estrategia de ralentización y desgaste y minar, poco a poco pero sostenidamente, los recursos y la moral del bando tricolor. Es decir, la línea del Frente Popular es incapaz de dar recorrido a un poder de masas que ya se estaba desarrollando y que podía haberse configurado como Nuevo Poder; desde el primer día, el PCE apostará por integrar las formas espontáneas de organización de las masas como parte del hundido Estado republicano, remendándolo y quemando las naves que le hubieran permitido construir la dictadura del proletariado mediante la destrucción revolucionaria de lo que quedaba del Estado español: y es que, en este contexto, podía haber sido posible hacerlo según aquel esquema de la IC que preconizaba el encabalgamiento del movimiento espontáneo de masas. Aunque insuficiente desde el punto de vista de lo ya alcanzado entonces por el movimiento revolucionario, la situación de enfrentamiento civil, de guerra abierta en forma de masas contra masas, sumado al hecho de que el proletariado y el campesinado estaban, de facto, aplicando su dictadura violenta contra los señoritos y el Estado republicano yacía en cenizas, hacía que esta estrategia de construcción del Nuevo Poder hubiese tenido más recorrido del que tuvo en Europa. Pero, llegado el momento en el que este esquema podía aplicarse, la Comintern y el PCE, sus tradiciones y contradicciones acumuladas, liquidan esta posibilidad. Por su lado, y como aspecto secundario del asunto, la política exterior soviética ya se había sumido íntegramente en la táctica de alianzas con el imperialismo franco-británico: alentar una revolución proletaria en tierras españolas podía dar al traste con ella y propiciar una Entente antibolchevique de Alemania e Italia con los Estados liberal-parlamentarios. Ello, asimismo, favoreció la ingenua confianza en la “ayuda de las potencias occidentales” y en la farsa del Comité de No-Intervención. En esta línea, la política seguida por el PCE de Ibárruri y Díaz fue la de fundirse con el Estado burgués, crimen que no hace sino agravarse ante la perspectiva de que el proletariado español tuvo más cerca que nunca todos los ingredientes para construir la dictadura del proletariado. El reverso necesario de dejar pasar esta oportunidad histórica fue, en primera instancia, la transformación de un partido como el PCE ─que contaba con su ejército propio, el V Regimiento─ en un partido militar. En otras palabras, el fusil (las necesidades de la guerra) manda sobre el partido (las necesidades de la revolución).
Más aún, la propia estrategia del PCE, que anularía todo organismo de masas independiente del Estado burgués republicano y se entregaría a una guerra estática de posiciones, quemó las tablas desde las que se hubiera podido reemprender la contraofensiva clandestina después del triunfo fascista. El maquis, pese a su indudable y estremecedor heroísmo, no es más que la sombra de lo que no pudo ser, y testimonio de la bancarrota de la línea del PCE aún después de su derrota militar. Precisamente por jugárselo todo a la carta de la guerra, el final de ésta supuso la solución de la continuidad de la revolución en el Estado español, paréntesis que aún dura hoy y razón por la que, ochenta años después, aún nos atormentan los chillidos espectrales de nuestros mártires.[91]
La línea oportunista de “primero ganar la guerra y después hacer la revolución” llevó a que el PCE no sólo no pudiese hacer la revolución, sino que ni siquiera llegase a ganar la guerra. Es la aplicación y refutación práctica del Frente Popular, y en tanto penúltima tabla del comunismo para hacer frente al fascismo, conducirá naturalmente a la autodisolución de la Comintern en 1943, pactada con el imperialismo británico como ofrenda que sellase la coalición aliada. El “sistema de Estados” imperialista y su sistema de alianzas habían devorado a la IC. No obstante, la URSS todavía pudo ganar la Gran Guerra Patria precisamente por eso, por haber estabilizado el empuje revolucionario de 1917 en todo un sistema estatal que conservaba el momentum de ímpetu de las masas y por dirigirlo contra la agresión hitleriana. Pero, al mismo tiempo que realiza esta empresa, se agotan las premisas sobre las que se sostenía: cerrada la época de los grandes capítulos de ofensiva socialista contra enemigos internos y externos (comunismo de guerra, colectivización, agresión nazifascista) y conquistada la paz ─concertada con Inglaterra al precio de la disolución de la IC─, desaparece el continuo tensionamiento que había enardecido las energías de las masas en la URSS, sentando las condiciones políticas para su transformación, ya irreversible, de socialista en socialimperialista.[92]
En Europa Occidental, el comunismo siguió la línea descendente del “viento del Oeste”: desde el Petrogrado de la Revolución de Octubre llega al Berlín espartaquista, pero, por más que lo intenta, no consigue engendrar revolución. Ésta se estancará en Alemania y sólo podrá contemplar, desconcertada, cómo las hordas de la barbarie fascista se ciernen sobre ella, igual que lo habían hecho en Italia. Pasando por Francia, convierte al PCF en avanzadilla de la nueva línea frentepopulista para rápidamente reducirlo a la inoperancia, y llega a la moribunda República española, donde una excepcional situación permite el desarrollo del Frente Popular en todo su esplendor y el agotamiento definitivo, en consecuencia, de las premisas teóricas y políticas del bolchevismo, que destruye el “Estado Mayor” de la RPM y convierte a sus secciones en partidos independientes, “libres de las obligaciones derivadas de los estatutos y resoluciones de los congresos de la IC”.[93] Necesariamente, desembocaba en la reproducción del statu quo imperialista surgido de las cenizas de la Segunda Guerra Mundial y la feliz incorporación de los partidos comunistas europeos al mismo.
Ésta es la conclusión del lado de la historia que hemos examinado en el presente trabajo. No obstante, en el Oriente campesino ─esa “otra mitad” de la RPM─, y sintomáticamente en los mismos momentos en que maduraba, crecía y colapsaba la línea del Frente Popular, se desarrollaba la genuina estrategia militar universal del proletariado, la Guerra Popular Prolongada que dirigía el Partido Comunista de China. Impulsado por el “viento del Este”, el PCC desempeña, desde su política independiente, una amplísima guerra de liberación nacional contra el Japón, cumple simultáneamente las tareas de la revolución democrático-burguesa ─que es, por eso mismo, de Nueva Democracia─ y, con las armas en la mano, obliga a la burguesía nacionalista a combatir contra el enemigo común.[94] Todo ello, resolviéndolo desde la incorporación orgánica de las rugientes masas de la guerra campesina a la revolución y su organización en el VIII Ejército, comandado por el mismo PCC ─y no por el Estado nacionalista, que es progresivamente devorado por el Estado de los revolucionarios. De este modo, la guerra convencional, orientada a la captura de plazas estratégicas, es desechada en favor de una guerra fluida cuyo eje es la conquista de las masas, que son incorporadas a la revolución mediante su participación en la guerra de liberación nacional. Sólo de esta manera se pueden entender hazañas como la Larga Marcha y que los graves sacrificios materiales ─territoriales, políticos y humanos─ que vive el PCC no aborten el proceso revolucionario. Hacer la revolución para ganar la guerra: tal es la consigna que la experiencia del PCC inscribe en sus banderas, y que consigue convertir las grietas por las que el viejo Estado hace agua en peldaños de la revolución proletaria y de la dictadura del proletariado.
Como se sabe, la facción del Partido chino comandada por Mao Tse-tung sólo podrá articular esta línea alternativa “reinterpretando” las directivas de la IC. En otras palabras, el PCC lleva adelante la revolución no en contra, pero sí al margen del cuartel general de la RPM. Y éste, aunque era evidente que lo que estaban haciendo los comunistas chinos tenía poco o nada que ver con el Frente Popular, no podía sino seguir brindando su apoyo moral, logístico y material a un proceso innegablemente revolucionario y que avanza a velas desplegadas a partir de 1935. Como contraparte, este desacompasamiento entre la línea general, frentepopulista, de la IC y la práctica efectiva de la revolución china llevará a cierto escepticismo en el seno del PCC hacia la IC como institución, hecho indicativo de la profundidad que ésta tuvo para todo el Ciclo: así, tras el inicio de la polémica sino-soviética, los comunistas chinos se negarán a encabezar la lucha internacional contra el revisionismo, justificándose en la particularidad de los asuntos privados de cada partido comunista local ─idea inducida, probablemente, por la fusión del PCC con el movimiento nacional-revolucionario chino, con todos los prejuicios exclusivistas y privativos que se desarrollan inmediatamente con su consolidación como Estado. El PCC entrará, pues, al trapo de las normas de juego establecidas por el mundo de la Guerra Fría para la política internacional, asumiendo la parcelación del mundo en Estados como premisa de su proyección exterior y patrocinando los movimientos insurgentes contrarios a aquellos que amamanta el revisionismo soviético. Bajo las circunstancias históricas del momento ─descolonización y revoluciones democráticas en Asia, África y Latinoamérica─, esta limitación del maoísmo degenerará en tercermundismo, y en las condiciones del Ciclo cerrado sólo pudo devenir en negación de la universalidad de la Guerra Popular como estrategia militar del proletariado, que es, a su vez, la negación de la posibilidad de soldar orgánicamente los distintos frentes de la revolución mundial.[95] Tan profunda es la derrota histórica del proletariado que, por primera vez, se ha interrumpido la continuidad y la internacionalidad de la revolución que despierta con el ascenso y conflagración del Tercer Estado.
La historia de la emancipación, de las ideas y programas bajo los cuales debía realizarse, está recorrida, de forma subterránea y en ocasiones difusa, por la idea de la unión integral de toda la humanidad como horizonte último, por la transgresión de las fronteras como condición sine qua non del reino de la libertad. Habitualmente, sería la conciencia religiosa la que daría forma a este anhelo, y ya el mundo antiguo, en los prolegómenos de su descomposición imperial, conoció la proliferación de aquellos cultos mistéricos de oriente que ofrecían a los iniciados la perspectiva de una comunidad real independiente de los poderes temporales y de sus divisiones territoriales. Uno de esos cultos sería el cristianismo. El carácter cosmopolita del Imperio en el que medró favorecía, naturalmente, su asimilación como religión oficial romana, pues la libertad que ofrecía valía tanto “para el que se sienta en el trono imperial como para el que está cargado de cadenas”. Con todo, el ideal religioso aún tendría margen para fundamentar, a lo largo de otro milenio y medio, las aspiraciones emancipatorias más o menos radicales en el occidente medieval: así las beguinas, los hussitas, los fraticelli, las revueltas campesinas que quitaron el sueño a los señores feudales durante la Baja Edad Media, desde Centroeuropa hasta el extremo occidental del mundo conocido, como síntoma de la crisis y estancamiento de un modo de producción que no podía ir más allá de la productividad espontánea de la tierra.
Como es obvio para cualquier marxista, esta forma religiosa obedece a la incapacidad de hallar un nexo común real sobre el cual fundamentar ese viejo hermanamiento universal de los hombres. Sólo con el desarrollo del capital, que entre otras cosas supone la internacionalización de todas las relaciones sociales, empezará a secularizarse el milenario anhelo del reino de la libertad. No es casual que el Renacimiento italiano venga a coincidir con el arranque de lo que se conoce, entre las corrientes historiográficas actuales, como la primera globalización. Al terror revolucionario, que hasta entonces estaba circunscrito al espacio en el que los insurrectos tenían capacidad directa de actuación y al tiempo que duraban los abusos de los señores, se le añadió el temor al contagio. La Reforma alemana ─primera racionalización de la moderna conciencia capitalista─ dio a las Provincias Unidas la excusa para su revolución contra los Habsburgo, y desde allí la chispa saltaría a Inglaterra, donde un insólito proceso revolucionario haría rodar cabezas. Del balance de este primer ciclo de revoluciones burguesas surgirían los Hobbes, los Locke y también la escuela del materialismo francés que daría soporte a la Ilustración y a las teorías del contrato social, que son retomadas por los colonos norteamericanos y puestas en práctica durante la Guerra de la Independencia de los Estados Unidos. El viento de la revolución salta el charco de nuevo, extendiendo por Francia las llamas de un 1789, de un 1792 y, especialmente, de un 1793. A partir de este momento, y durante aproximadamente dos siglos, la revolución se instaurará como telón de fondo permanente en las luchas de clases en todo el mundo, y no habrá cordón sanitario lo suficientemente ceñido como para ponerla en cuarentena por mucho tiempo.
En el marco de esta dimensión directamente internacional de la revolución se desarrolla también, de forma necesaria, el Estado moderno (esto es, burgués) como esfera situada por encima de la vida social y pretendidamente ajena a ella. En efecto, si la contradicción fundamental del nuevo modo de producción, el capitalismo, es la contradicción entre la creciente socialización de la producción y la apropiación privada del producto social, en el plano político esto se plasma en la necesidad de un cierto punto de equilibrio que, conservando las conquistas revolucionarias, suprima la revolución misma, o sea, las condiciones extraordinarias bajo las que es imposible la acumulación normal del capital y su garantía por el derecho. De este modo, sobre la licuación de las aduanas internas y la liberalización de los factores de producción se levanta el Estado burgués y el imperio del orden y la ley dentro de sus fronteras.
De hecho, es la perspectiva de una clase más a la izquierda de la burguesía revolucionaria el motor que, históricamente, ha catalizado la generación de los mecanismos político-estatales que permitiesen digerir y asimilar el movimiento de masas que el capital trae al mundo. Con el recuerdo aún fresco de 1649, las clases dominantes inglesas ─incluida la joven pero poderosa clase capitalista─ construyeron su moderno Parlamento, solución duradera a los seculares enfrentamientos intestinos entre su facción aristocrática y su facción monárquica, cuidándose de que estos no volviesen a exacerbarse hasta el punto de hacer estallar una nueva guerra civil que, como la de mediados de siglo, convocara la amenaza de los Levellers. En Francia fueron necesarios un Termidor y un Imperio para canalizar, mediante el ejército, la recién desatada energía de las masas hacia el exterior, en las sucesivas guerras contra la Europa absolutista, y conjurar los espectros de Hébert y Babeuf. Y, en los Estados Unidos, el movimiento obrero sólo despegará cuando el territorio del país se cierre por el Pacífico, colmatando el margen que hasta entonces permitía redirigir los problemas internos del Estado norteamericano hacia la conquista del oeste (aunque no sin importantes crisis revolucionarias, como la que sirvió de telón de fondo a la Guerra de Secesión).
Valgan estos breves pero representativos ejemplos para ilustrar cómo se fue articulando, a medida que se iba agotando el fuelle de la revolución burguesa, esa contradicción básica que articula el entramado político del que se dota el capital para ejercer su dominio y de los que son, a su vez, los pilares básicos del Estado moderno. A medida que la revolución va barriendo con las estructuras feudales de la vieja Europa, asentando nuevos Estados burgueses como sucesivos eslabones o nodos de las redes internacionales de comercio en los que éstas enraízan políticamente, se va colmatando también el espacio del internacionalismo juvenil de la burguesía. Y es que el derecho, el reconocimiento de la apropiación privada del producto social, se garantiza en la territorialización de las conquistas revolucionarias, como marco geográfico-espacial estático dentro del cual se puede imponer la paz social y estabilizar políticamente el capital, como punto medio virtuoso de la contradicción entre la internacionalización de todas las relaciones sociales y la necesaria estabilidad política que exige su acumulación. De hecho, la soberanía del Estado moderno está directamente asociada a la idea del territorio en el que el derecho rige de manera intensiva y homogénea: esa igualdad formal, jurídica, que es bandera de guerra de la burguesía contra el Ancien Régime, se sostiene en una dimensión espacial que sólo puede ser coincidente con todo el Estado. Una bandera, a su vez, que tan pronto ha dominado a los espectros feudales tiene que dirigirse ya hacia la neutralización de las nuevas fuerzas sociales que la burguesía, sin quererlo pero sin tampoco querer evitarlo, ha liberado. El primitivo Estado burgués se yergue contra los que nada poseen, y enarbola la abstracta igualdad jurídica como el pegamento social que hermana al burgués y al proletario, como la instancia en la que, al margen de sus “intereses privados” como figuras económicas, encuentren un elemento de generalidad.
Si bajo el Estado absolutista convivían en una amalgama diferentes jurisdicciones y derechos territoriales que codificaban el estatus jurídico y los deberes fiscales de cada individuo en función de su lugar de origen o estamento, el Estado burgués, por su propia lógica ─esa abstracta igualación de los hombres─, establece por primera vez la identidad directa entre el régimen político y su territorio. Como se sabe, el territorio es también uno de los rasgos básicos que definen a la nación, que se asienta, precisamente, con la estabilización de la revolución burguesa, y no antes. Es también entonces, con la primera definición de los eslabones de la división mundial del trabajo, cuando al juvenil internacionalismo de la burguesía le sucede su contraparte senil, el nacionalismo.
Cobra todo el sentido, entonces, el dictum de Stalin según el que “el comercio es la escuela en la que la burguesía aprende el nacionalismo”, y el surgimiento histórico de éste es sintomático de dos espacios definitivamente colmatados: el geográfico-territorial ─no hay ya espacios físicos con privilegios especiales situados al margen del Estado burgués, que además empieza a ser la forma normal de articulación política en la vieja Europa─ y el de la capacidad de la burguesía para defender la democracia hasta las últimas consecuencias. Es en la década de 1830 cuando se producen las primeras revoluciones nacionalistas, la belga y la griega, contra el régimen del Congreso de Viena, y es también en este momento cuando Mazzini, en Italia, define por primera vez lo que habrá de conocerse como el principio de las nacionalidades (“una nación, un Estado”).
Pero en la misma década, paralelamente a este despertar de los nacionalismos, los socialistas herederos de Babeuf organizaban la Liga de los Desterrados. Quizá dicho nombre es fruto de una elección tan ingenua como feliz, pero representa fidedignamente la madurez de esa clase más a la izquierda para este momento: en una Europa burguesa en la que por doquier se asientan los modernos Estados territoriales, ¿qué mejor nombre para el partido de los que nada poseen que los sin tierra, los sin patria, como declarada profesión de fe internacionalista? No mucho después, en ese 1848 que marca la emergencia del proletariado como sujeto político independiente y el paso de la burguesía a la reacción, Lamartine, envuelto en la tricolor republicana, rechazaría la bandera roja ante el ayuntamiento de París.
Demos un salto hasta la época del imperialismo. Extensivamente, el mundo ha sido repartido, dividido en Estados ─muchos de ellos, como en Oriente Medio o África, diseñados “con escuadra y cartabón”─ y todo él se rige bajo la bóveda del imperialismo. Intensivamente, el Estado burgués, ahora imperialista, se ha profundizado y enraizado en su suelo social por mediación de la socialdemocracia. El movimiento espontáneo de la ya no tan joven clase obrera es integrado en los mecanismos de autorreproducción y perfeccionamiento del Estado. El globo ha sido colmatado, hacia dentro y hacia fuera, ya no hay espacios al margen ni puede uno ser indiferente: es momento de que los otrora desterrados puedan hacerse bolcheviques y, por fin, reclamar el mundo.
Como primera afirmación histórica del momento de vanguardia, Octubre fue esa explosión de subjetividad que, desde las montañas de ruinas del zarismo, se lanzó sobre el mundo con optimista vocación de ganarlo. Su falta de recorrido acumulado, la orfandad de un pasado como clase para sí en el que pudiera reconocerse, condicionó que a esta primera acometida histórica le faltase todavía experimentar el mundo burgués, mediarse con la objetividad y sus dinámicas desde su acción como clase revolucionaria. Si el proyecto revolucionario proletario se hace históricamente posible con la proliferación de las relaciones capitalistas en todos los países, en una economía más o menos integrada a nivel mundial, de modo que las condiciones económicas para el comunismo están ya dadas en todos los rincones del globo, su realización choca con la necesaria segmentación política del mundo burgués en numerosos Estados, con su desarrollo desigual y sus respectivos ritmos políticos particulares ─hecho que fundamenta los elementos revolucionarios, de principio, de la teoría del socialismo en un solo país, sintetizada precisamente a raíz de esta primera experiencia de choque con la atomización política del mundo imperialista. Es la misma circunstancia que llevó a Lenin a hablar del imperialismo como “sistema de Estados” y que ya había sido brevemente analizado por Marx, no fortuitamente, al hablar de la transición al comunismo:
“La 'sociedad actual' es la sociedad capitalista, que existe en todos los países civilizados, más o menos libre de aditamentos medievales, más o menos modificada por las particularidades del desarrollo histórico de cada país, más o menos desarrollada. Por el contrario, el 'Estado actual' cambia con las fronteras de cada país. En el imperio prusiano-alemán es otro que en Suiza, en Inglaterra, otro que en los Estados Unidos.”[96]
Esta radical exclusión de los distintos Estados entre sí es puesta en cuestión, de forma práctico-revolucionaria, por la RPM y la Internacional Comunista, al reunir en un mismo movimiento revolucionario las densas corrientes espontáneas e internacionales que agitaban el subsuelo del mundo burgués (la lucha de clases proletaria de occidente, el despertar político del campesino de oriente... pero también la incorporación masiva de las mujeres a la industria, por ejemplo). De este modo, la Comintern, el Partido Comunista Mundial, quebraba esa maldición que el Estado imponía al movimiento de masas al hacerlo tender hacia él: como demostró Octubre, era posible ir más allá del curso natural de las cosas, arrancar a las masas del marco político del movimiento espontáneo y del Estado burgués y dinamizar subjetivamente las corrientes que articulan el mundo imperialista por debajo de su superficie, que sólo entonces entran por primera vez en la historia como fuerzas subjetivas o, más exactamente, como partes orgánicas del sujeto universal proletario. Efectivamente, bien había hozado el viejo topo.
Y es que el Estado imperialista se construye ─como el Estado en general─ sobre aquello que el sujeto va dejando, en su pesado y trabajado avance, atrás: en este caso, sobre la clase obrera con conciencia de clase en sí, circunscrita a sus organismos de resistencia en el momento en el que el marxismo revolucionario pregunta “quién quiere” hacer la revolución. De ahí la permanente lucha de los bolcheviques contra la estrecha cerrazón obrerista menchevique, que aborta la dimensión emancipatoria universal del comunismo, y contra el economicismo y, más aún, contra el “economicismo imperialista”, que sustituye la política real, el entronque con la coyuntura, con razonamientos fatalistas y abstractos perfectamente asumibles, a decir de Lenin, por profesorzuelos que olvidan los elementos de “agitación y utopía” del marxismo.[97] Ése es justamente el meollo de la crítica leniniana a la teoría “ultraimperialista” de Kautsky en tiempos de la guerra: que desarma al proletariado por cuanto se olvida de la política viva, real, contradictoria y de la voluntad de la vanguardia de querer hacer la revolución, a cambio de la “fluida”, impersonal y dogmáticamente abstracta tendencia a la creciente interrelación económica global.[98] Con el paso al imperialismo, la objetividad espontánea de la sociedad de clases agota su capacidad de contribuir al progreso histórico y el peso transita decisivamente hacia el sujeto. Es con el imperialismo que cobra toda su dimensión la calificación marxiana del Estado como “excrecencia parasitaria”, pues ha devenido definitivamente un cascarón vacío incapaz de crear nueva sustancia histórica y que sólo puede aspirar a reorganizar, de forma reaccionaria, aquellas ruinas que el sujeto, única fuerza creadora y creativa posible en nuestra época, va dejando tras de sí.
No es por ello casual que, con el cierre del Ciclo de Octubre, la burguesía haya decretado el fin de la historia, pues efectivamente no le queda más remedio que reconocer su completa bancarrota para aportar nada novedoso a la humanidad. Con toda justeza, podemos decir que el mundo actual, posmoderno, no es más que el hueco que el Ciclo de Octubre ha dejado tras colapsar. El Estado imperialista que emerge en paralelo al Ciclo no era sino la reacción al movimiento de aquella vieja clase económica, otrora portadora de progreso, que se sabía como pilar del capitalismo ─capaz de pararlo si quisiese─ y que pasa a sostener el Estado de bienestar como dique de contención contra el comunismo.[99] El Estado imperialista post-Ciclo es aquel que se enfrenta ─¡y dialoga!─ con todas esas subjetividades que, arrumbado el comunismo que las posibilitó históricamente, vagan espontáneamente por el mundo y florecen al margen del sujeto revolucionario universal, siguiendo precisamente el ejemplo del sindicato moderno, y que son, por tanto, sustantivadas como figuras parciales, como decolonización, tercermundismo, feminismo, etc., todas ellas subproducto, residuo y reacción al fogonazo internacionalista que arranca con Octubre.[100] Precisamente, en tanto sus causas últimas atañen a lo profundo del mundo burgués y violan constantemente las fronteras estatales, son integrados no sólo desde el Estado, sino también desde las superestructuras políticas interestatales de las que se dota la burguesía ─organismos como la ONU, la OTAN y similares, los foros internacionales o las ONG─ y que ahora se le muestran a ésta como una necesidad de supervivencia.[101]
De hecho, la sustitución, indudablemente reaccionaria e injustificable desde el punto de vista del proletariado revolucionario, de la Comintern por la Cominform y el Pacto de Varsovia no hace más que reeditar como farsa reaccionaria aquello que ya había sucedido en los años 20: dos campos mundiales, el del (auténtico y revolucionario) comunismo y el del capitalismo, el “frente mundial de la revolución” y el “frente mundial de la reacción”, la Comintern y la Sociedad de las Naciones. Y es que tan profundo es el torrente de fuerzas que desató Octubre que, desde entonces, la burguesía ─sea social-imperialista o imperialista a secas─ ya no puede dominar su mundo sin organismos internacionales permanentes[102], síntoma de que esta clase enfrenta problemas estructurales que son más directamente globales que nunca y que, a su vez, ha sabido cómo domeñar e integrar todos esos movimientos espontáneos post-Ciclo, por muy desde abajo que se construyan y por muy internacionales que se presenten. ¡Estamos tan lejos de la revolución y a la vez tan cerca...!
La clave reside en, efectivamente, ser como los bolcheviques pero sin ser los bolcheviques. Hoy como entonces, que lo extensivo-cuantitativo del mundo existente ─marcado ya por el paso del sujeto durante el primer Ciclo de la RPM─ se funda con lo intensivo-cualitativo del comunismo revolucionario ─fertilizado por la síntesis de la experiencia de ese paso─ es la premisa para que el proletariado, como Partido Comunista, pueda entrar de nuevo en el proscenio histórico dinamizando lo profundo de nuestra época, y que habrá de plasmarse, eventualmente, en la reconstitución de la Internacional Comunista que, retomando el sendero de la III Internacional, se erija en “Estado mayor” de la RPM, y que encontrará frente a sí al “sistema de Estados” del imperialismo y a los movimientos espontáneos de masas en los que se apoya. Entonces, cada Partido Comunista reconstituido, cada dictadura proletaria nacida de la crisis provocada conscientemente en cada Estado, devendrá un nodo, una base de apoyo de una red ─carente de centro geográfico, dinámica, flexible, “rizomática” si se quiere─ que no operará en base a criterios territorial-estatales, sino bajo la perspectiva del fomento consciente, continuado e ininterrumpido de la RPM, de arriba abajo y cuya premisa es justamente la Internacional Comunista como única plataforma mundial capaz de sostenerla y darle recorrido hasta devenir comunismo completo. Las tareas inmediatas hacia este objetivo son la reconstitución ideológica del comunismo y la reconstitución del Partido Comunista, como primer paso hacia la derrota militar de la burguesía y la apertura del Segundo Ciclo de la RPM, con la Internacional Comunista que funcione como su cuartel general. Si el proletariado radicado en el Estado español es capaz de cumplir esta tarea, los pecados frentepopulistas de su pasado habrán quedado sobradamente expiados.