¡Abajo el chovinismo español de gran nación!

“Un pueblo que oprime a otro pueblo no puede ser libre.”

Engels

“No es marxista, ni siquiera demócrata, quien no acepta ni defiende la igualdad de derechos de las naciones y los idiomas, quien no lucha contra toda opresión o desigualdad nacionales. Esto es indudable.” 

I. Lenin

 

“El proletariado de las naciones opresoras no puede limitarse a frases generales y estereotipadas, repetidas por cualquier burgués pacifista, contra las anexiones y a favor de la igualdad de derechos de las naciones en abstracto. El proletariado no puede guardar silencio en la cuestión, particularmente 'desagradable' para la burguesía imperialista, de las fronteras del Estado basado en la opresión nacional. El proletariado no puede menos de luchar contra la retención violenta de las naciones oprimidas dentro de las fronteras de un Estado concreto, y eso significa luchar por el derecho a la autodeterminación. El proletariado debe reivindicar la libertad de separación política para las colonias y naciones oprimidas por 'su' nación. En caso contrario, el internacionalismo del proletariado quedará en un concepto huero y verbal; resultarán imposibles la confianza y la solidaridad de clase entre los obreros de la nación oprimida y los de la nación opresora; quedará sin desenmascarar la hipocresía de los defensores reformistas y kautskianos de la autodeterminación, que no hablan de las naciones oprimidas por 'su propia' nación y son retenidas por la violencia en 'su propio' Estado.” 

I. Lenin



1. Introducción

Quien conozca algo de la riquísima trayectoria y literatura del movimiento obrero, del desarrollo histórico del marxismo y de la ulterior fusión de los dos elementos antedichos en forma de Movimiento Comunista Internacional (MCI) entenderá, sin especial dificultad, que nunca se insistirá lo suficiente en esclarecer –ante los ojos de la vanguardia y del conjunto de nuestra clase– la concepción comunista de la cuestión nacional y el tratamiento que los proletarios conscientes proponemos para su resolución política (igualdad nacional) y posterior superación histórica (fusión de las naciones). Desde la Línea de Reconstitución (LR) –hoy ya Movimiento por la Reconstitución– nunca hemos cejado en concretar nuestro compromiso internacionalista –única mediación posible entre una clase nacionalmente compartimentada y el horizonte universalista del Comunismo–, además de en materia de principios[1], toda vez que las necesidades del desarrollo ideológico de la vanguardia han puesto esta problemática sobre la mesa[2] o cuando el desenvolvimiento de la lucha de clases a gran escala nos impelía a tomar una posición política firme, clara y audaz[3].

En efecto, desde que los geniales padres de nuestra concepción del mundo alumbraron esta nueva cosmovisión clasista y revolucionaria –el marxismo– sintetizando críticamente las mayores conquistas del saber universal de la humanidad –la filosofía clásica alemana, el socialismo francés y la economía política inglesa–, es decir, situándose a la vanguardia del conjunto del proceso histórico, hicieron notables esfuerzos por adoptar siempre respecto al problema nacional –como en todos los demás– la posición que más y mejor pudiera contribuir al sano y vigoroso desarrollo de la lucha de clase del proletariado. No obstante, la necesaria inmadurez material de la revolución en sus días imponía una manera de encarar la cuestión nacional que, como veremos, y a pesar de ser perfectamente justa para aquel contexto históricamente determinado, difiere en su forma –que no en su contenido esencial– del modo en que hoy lo hacemos los desposeídos conocedores de nuestra misión histórica. Y es que, ciertamente, en el siglo XIX no existía el escenario adecuado para el despliegue nítido de la moderna lucha de clases (todavía restaba un mundo feudal que liquidar); tampoco un suelo social –la clase proletaria– lo suficientemente afianzado que diera cuerpo a esa ideología de vanguardia para constituir después el verdadero sujeto revolucionario –el Partido Comunista– (pues la clase obrera estaba aún acumulando fuerzas para echar después sobre sus hombros, en tanto que clase ascendente y humanidad históricamente determinada, el futuro mismo de la especie); ni, por lo tanto, la suficiente práctica social acumulada –en términos cuantitativos, sí, pero sobre todo cualitativos– por la clase como para articular de manera sistemática y coherente una respuesta ante la opresión de las naciones que fuera parte integrante de su estrategia revolucionaria, es decir, de la revolución social como punto de referencia inmediato en torno al –y para el– cual organizarse.

No es casualidad, por lo tanto, que la tradición del marxismo no encontrase elaboraciones teóricas sistemáticas sobre la cuestión nacional hasta que cristalizó como clase políticamente independiente en el marco de los Estados-nación. El glorioso precedente de la Asociación Internacional de Trabajadores (AIT) –o I Internacional– sólo podía, por un lado, aspirar a condensar las luchas económico-políticas de los obreros hacia su compactación como clase nacional[4] con fisionomía propia; por el otro lado, lo que es si cabe más importante, instituyó entre los sectores de vanguardia del proletariado mundial los pilares de su programa máximo, necesariamente internacional. Pero sólo con la Internacional Socialista –o II Internacional– se afianza esa adultez[5] económico-material del proletariado (correlativa a cierta vuelta a la infancia en términos ideológicos y culturales), que ya dispone de sus partidos políticos propios a través de los cuales vehicular a nivel estatal su actividad e influir, cada vez más poderosamente, en la vida social de los países más avanzados en el sentido capitalista. Sin embargo, como es bien conocido, esta creciente unidad internacional se vio lastrada por una deficitaria asimilación de la nueva concepción del mundo: la creciente extensión de la actividad de la clase obrera conllevó una reducción en la intensión con la que los principios que la AIT había proclamado determinaban su política. Sin entrar en detalles que no corresponden al objeto de este escrito –y que pueden ser estudiados con la profundidad que merecen en otros lugares[6]–, sólo señalaremos que el joven marxismo vino a diluirse o, mejor dicho, a ser diluido –si se nos permite parafrasear a Lenin– en líquidos procedentes de otras clases que, naturalmente, desdibujaban –y, eventualmente, llegaron a borrar por completo– el enfoque marxista de los problemas cruciales de la revolución. Y la cuestión nacional, naturalmente, no iba a ser una excepción. Es de reseñar, en este sentido, que la referencia teórica respecto al problema nacional para toda la II Internacional fueron las elaboraciones, a cargo de Otto Bauer y Karl Renner, del austromarxismo. Luego tendremos ocasión de incidir algo más en esta circunstancia; lo que nos interesa señalar ahora es sólo que, efectivamente, las posiciones del marxismo consecuente sólo pudieron desarrollarse en abierta lucha contra aquellas concepciones del marxismo austríaco, no exentas de cierto mérito si las ponderamos en su historicidad. Pero lo problemático del asunto, cuyos ecos nos llegan hasta hoy en forma de posiciones culturalistas (¡y multiculturalismo!), es que la referencia primera para la socialdemocracia internacional, la línea de salida, fueran estas teorías en el fondo reformistas y no el enfoque genuinamente proletario que, aunque existente ya por esas fechas en sus lineamientos fundamentales –a través de Kautsky principalmente, cuando todavía era no sólo marxista, sino el marxista de referencia–, no parecía ejercer un peso decisivo entre la vanguardia del proletariado. Esto nos informa sobre cuál constituía el punto de partida teórico al abordar la cuestión nacional y, por lo tanto, de la correlación de fuerzas y la hegemonía en el movimiento socialdemócrata, cuyos síntomas crónicos tuvieron a bien devenir en colapso multiorgánico en las fatídicas jornadas del verano de 1914.

Sólo el bolchevismo tuvo la capacidad ideológica y política de oponer al socialchovinismo reinante –el oportunismo maduro, según Lenin– el verdadero internacionalismo proletario. Y no sólo por ser el único Partido proletario constituido y reconstituido durante décadas de lucha ideológica, sino también por haber sido, con toda seguridad, el que más empeño puso –también por necesidad– en entender la cuestión nacional, su resolución y superación, como parte integrante de la revolución. Si el marxismo en la Rusia de los zares se forjó durante casi 35 años –los que separan el paso de Plejánov del populismo al marxismo de la Gran Revolución Socialista de Octubre–, al menos durante casi 15 de ellos el problema nacional fue constantemente discutido –desde el II Congreso del Partido Obrero Socialdemócrata de Rusia (POSDR) en 1903 hasta 1917, discusión que, por descontado, prosiguió una vez triunfó la revolución. Y en esos cerca de tres lustros se demostró, en la vida interna del POSDR y después del Partido Bolchevique, que la cuestión nacional era un vector esencial que atravesaba inmisericordemente todos los problemas fundamentales de la revolución y los desfiguraba de no tener un enfoque verdaderamente marxista y revolucionario. La vinculación del nacionalismo con el economismo, con el menchevismo y con el liquidacionismo son pruebas fehacientes.

Pero a pesar de los inconmensurables méritos históricos del bolchevismo, resulta hoy patente cómo muchas de sus lecciones han caído en el más trágico de los olvidos. El cierre definitivo del Ciclo de Octubre y la deriva revisionista de la práctica totalidad de sus hijos –la mayoría, hay que decirlo, bastardos pero en buena medida legítimos, si se nos permite el juego de palabras– dan buena cuenta de ello. El socialchovinismo campa a sus anchas por doquier, y aunque el proletariado revolucionario no transija con ningún nacionalismo –ni grande ni pequeño–, nos toca hoy poner el foco en esos rojos –transformados lamentablemente en rojigualdos– que sí transigen con –es decir, apoyan– el hediondo y reaccionario nacionalismo de gran nación, convirtiéndose objetivamente en aliados tanto de la burguesía de la nación opresora como de la gran burguesía de la nación oprimida, perfectamente integrada y cómoda en el Estado que somete nacionalmente a “su” pueblo.

Sea como fuere, además de esta circunstancia general (el fin del Ciclo de Octubre y sus terribles consecuencias universales para los explotados y oprimidos del mundo), hay un elemento particular que vino a dificultar la difusión cabal del internacionalismo proletario: en éste como en otros problemas –aunque seguramente aquí en un cierto mayor grado–, Lenin centró sus esfuerzos en la lucha eminentemente política contra las tendencias no proletarias en el problema nacional. Por mucha teoría revolucionaria que haya en sus escritos –y tenga claro el lector que efectivamente la hay allí donde mire entre las líneas del ruso–, no encontramos en su obra ninguna elaboración sistemática[7] que permitiera una aprehensión más directa, clara o frontal de las innumerables enseñanzas que de sus afilados párrafos de combate emanan. Esa ausencia (similar, quizá, a la que encontramos respecto al problema del Partido proletario de Nuevo Tipo, aunque aquí también hay numerosos textos que, leídos con espíritu marxista, nos dan las claves necesarias para emular y desarrollar su concepción) contrasta, por ejemplo, con las obras en la que sistematiza –o al menos da pasos en esa dirección– la teoría leninista del Estado, del imperialismo, etc. Podríamos decir, si nos situamos por un momento en el plano filosófico, que es como si Lenin, ante la negación del marxismo que representaban las tendencias nacionalistas, volviese a negar éstas; pero, y he aquí el quid de la cuestión, esa segunda negación parece quedarse (al menos formalmente, insistimos) en el momento de lucha, sin volver a sí mismo como una unidad superior formulada positivamente[8], esto es, como síntesis.

Pero que no se alarme el lector todavía. Los mejores hijos de nuestra clase, entre los cuales ocupa un lugar destacado Lenin –y más como máximo y mejor representante del bolchevismo que como individuo aislado, consideración que sería antimarxista–, tejieron con la suficiente consistencia la bandera que recogemos del suelo, tras haber sido pisoteada por el revisionismo, para remendarla, enarbolarla y aplicar los principios que en ella vienen inscritos. Así, mientras otros siguen empeñados en dar puntadas sin hilo, la vanguardia marxista-leninista asume el compromiso de seguir el hilo rojo de la historia y dar continuidad y satisfacción a los anhelos y luchas emancipatorias de los absolutamente desposeídos.

Ésta y no otra es la meta a la que quiere contribuir el presente trabajo de combate ideológico-político contra las nefastas posiciones socialchovinistas que hoy hegemonizan el Movimiento Comunista Español (MCE). Si contribuye en alguna medida a desenmascarar ante la vanguardia ciertos postulados abiertamente reaccionarios, amén de coadyuvar a clarificar cuál es la verdadera concepción marxista de la cuestión nacional, habrá cumplido sin duda alguna su principal objetivo.

 


  1. ¿Cómo enfoca el marxismo la cuestión nacional?

2.1. La cuestión nacional en la tradición marxista

Antes de pasar a consideraciones de ámbito doméstico, no estará de más realizar un sumarísimo recorrido por la actitud que ha adoptado históricamente el marxismo ante el problema nacional. Como se ha dicho ya con anterioridad, aunque la forma de abordarlo (el modo aparente en que se relaciona el proletariado con la nación) varía notablemente de una época a otra, el contenido (poner la lucha de clase del proletariado ante todo y favorecer incondicionalmente a su desenvolvimiento) permanece esencialmente intacto. Veamos de qué forma se produce esta evolución.

A principios de la segunda mitad del siglo XIX el proletariado revolucionario –su vanguardia– ya había formulado su programa político. La nueva concepción del mundo, elaborada por Marx y Engels, engendró El Manifiesto Comunista (1848). Pero este programa no estaba aún en condiciones de ser aplicado llevando la política por otros medios; es decir, todavía era históricamente imposible hacer prevalecer las posiciones maximalistas de la clase obrera e imponer por la fuerza de las armas su dictadura revolucionaria de clase. Muy al contrario, el proletariado era aún, de facto, un apéndice (la extrema izquierda) de la burguesía. Ésta seguía luchando por batir a la reacción feudal, aún bastante poderosa, y asentar la democracia como forma política típica y más conveniente para el capitalismo. A pesar de que a partir de 1848 se puede dar por concluida en lo esencial la etapa de las revoluciones democrático-nacionales en Europa y, por tanto, su carácter históricamente progresista (precisamente porque en 1848 emerge el proletariado como clase independiente), sus ecos conservan un carácter políticamente progresista. Es por esta circunstancia que, al ser todavía la clase de los asalariados poco más que una extensión de la burguesía, los intereses de ésta y aquélla podían seguir siendo esencialmente idénticos en al menos una cosa fundamental: el mutuo interés en acabar con los vestigios feudales que coartaban el desarrollo del nuevo modo de producción. Naturalmente, las razones y motivaciones de ambas clases discurrían por cauces muy distintos, pero venían a desembocar en un mismo lugar. Mientras la burguesía sólo pretendía asegurar y fortalecer su dominio de clase frente a viejos y nuevos enemigos, el proletariado estaba objetivamente interesado en los movimientos revolucionarios democrático-burgueses en la medida en que venían a clarificar el escenario de la lucha de clases, eliminando numerosos obstáculos que impedían o retrasaban su desarrollo económico, político e ideológico.

Es por esto que Marx y Engels planteaban con total claridad su posición sobre la cuestión nacional en el período señalado: la cuestión de la autodeterminación estaba subordinada o, mejor dicho, se identificaba completamente con el derecho de la burguesía revolucionaria (bajo la forma de movimiento nacional-democrático) a acabar con toda supervivencia reaccionaria del medievo. Engels lo plantea claramente ya en un artículo de 1849 contra el paneslavismo democrático, enarbolado por personajes de la talla de Bakunin:

“A través de amargas experiencias se aprende que la 'fraternidad europea entre los pueblos' no se construye con simples frases y deseos piadosos, sino únicamente a través de revoluciones radicales y luchas sangrientas; no se trata de una fraternidad de todos los pueblos europeos unidos bajo una bandera republicana, sino de una alianza de todos los pueblos revolucionarios contra los pueblos contrarrevolucionarios, alianza que solamente se consigue en el campo de batalla y no sobre el papel.”[9]

Las durísimas palabras que Engels dedica en varios artículos de esta época a las “naciones sin historia” podrían sorprender e incluso contrariar a más de un comunista educado en la corrección política de nuestros días; no obstante, analizados estos escritos desde la perspectiva de clase del proletariado y atendiendo al contexto histórico del momento, la justeza de tales palabras cae por su propio peso: frente a los pueblos que servían objetivamente de apoyo a las potencias reaccionarias que en el s.XIX luchaban por conjurar la revolución (como el Imperio Ruso), Engels opone la única arma probada por la historia: la revolución y su terror para con los contrarrevolucionarios.

A pesar de todo, esta posición no deja de representar un momento de juventud para la clase obrera; el marco del análisis sigue siendo esencialmente nacional –o, a lo sumo, europeo– y, dado que la Revolución Proletaria Mundial (RPM) no es aún un horizonte real para las masas, la democracia sólo se puede erigir frente al despotismo como factor que coadyuve a la preparación de las condiciones históricas del comunismo, y aún no como elemento y parte integrante de la propia revolución social venidera. En definitiva, ni el mundo ni nuestra clase estaban aún suficientemente maduros como para que se tejiera la ulterior alianza estratégica entre el proletariado revolucionario y las naciones oprimidas. Sea como fuere, en la cita de Engels podemos identificar con absoluta claridad un rasgo característico del Ciclo de Octubre, que a su vez es una supervivencia paradigmática del segundo ciclo de la revolución burguesa: la dialéctica masas-Estado como eje fundamental para la revolución de la época. El movimiento objetivamente subversivo de las masas alineadas con una burguesía aún progresista debe devenir en una nueva fisionomía del Estado en tanto que órgano de dominación de clase: esos pueblos revolucionarios tienen como misión inmediata liquidar la forma medieval de esa institución clasista para reformarla en la dirección política que reclama el contenido histórico de la nueva clase económicamente dominante. La subjetividad de la revolución democrática va por detrás de la revolución objetiva que es ya la existencia misma de burguesía, y el proletariado sólo puede aspirar a ser un apoyo en esa empresa, la retaguardia de la burguesía.

Pero a medida que las transformaciones democrático-burguesas perdían fuelle e impulso, podemos comprobar también cómo los clásicos van formulando y definiendo de manera más actualizada el contenido que para los marxistas tiene el derecho de autodeterminación (aunque todavía no se use este concepto explícitamente de manera sistemática), así como su relación con la lucha de clase proletaria. Es nuevamente Engels, hablando en 1866 alrededor de la cuestión polaca, quien nos da algunas claves para entender en qué dirección se encaminaba el problema nacional en un capitalismo crecientemente internacional y maduro:

“Realmente, no podía haber otra opinión en lo que se refiere al derecho de cada una de las grandes naciones a disponer de sí misma, independientemente de sus vecinas, en todos los asuntos interiores, mientras no se interfiriera con la libertad de las demás. Este derecho era, en realidad, una de las condiciones fundamentales de la libertad interior de cada una de ellas. ¿Cómo podía Alemania, por ejemplo, aspirar a la libertad y a la unidad, si al mismo tiempo ayudaba a Austria a mantener esclavizada a Italia, ya fuera directamente o a través de sus vasallos? (…)

El reconocimiento de este derecho de las grandes entidades nacionales de Europa a la independencia política, efectuado por la democracia europea, debía ser hecho también por la clase trabajadora.”[10]

Como vemos, aquí ya no sólo se trata de la legitimidad histórica que poseen las naciones revolucionarias contra las contrarrevolucionarias (que también), sino de las relaciones de mutuo respeto de la soberanía que los más o menos maduros Estados-nación se debían los unos a los otros en interés de la democracia. Es decir, la autodeterminación como suma de la independencia política y el derecho a la no-injerencia. Además, Engels afirma con rotundidad que “el reconocimiento de este derecho (…) debía ser hecho también por la clase trabajadora”. En otras palabras: no hay mecanicismo alguno entre el contenido de clase del problema dado (en este caso, el nacional, que es burgués) y el sujeto que está en mejores condiciones de darle una solución radical (el proletariado revolucionario, al menos allí donde la burguesía no ha sido capaz de solucionar sus propios problemas). Las profundas implicaciones de esta dialéctica no son pequeñas. La subjetividad de la revolución proletaria no sólo va por delante del desarrollo histórico dado (a diferencia de la burguesía, cuya conciencia sanciona a posteriori unos cambios ya operados) en la medida en que proyecta consciente y libremente su objetivo final (el Comunismo) desde la aprehensión de las tendencias y posibilidades de la sociedad capitalista; también es capaz de reciclar lo que queda por detrás de ella –lo que la burguesía ha sido incapaz de desarrollar hasta sus últimas consecuencias (como la democracia entre naciones) por sus estrechos intereses particulares– para trastocar enteramente sus potencialidades, y hacer que pase de pivote mismo de la revolución burguesa a reserva estratégica de la Revolución Socialista.

Sin embargo, a pesar de que aquí empezamos ya a vislumbrar elementos que vendrán a definir el contenido de la autodeterminación cuando el mundo haya quedado repartido entre las grandes potencias, todavía tiene, en los padres del marxismo, ese carácter táctico que mencionábamos más arriba. Tanto es así que, por ejemplo, la reivindicación de la reconstitución de Polonia sobre bases democráticas era una proclama de la propia AIT. Es decir: la organización superior (por internacional) del proletariado de la época, al carecer del contexto necesario para implementar un programa revolucionario inmediato, no se podía limitar a enunciar un derecho abstracto en clave estratégica para su posterior aplicación táctica (como sí harán la II y III Internacionales, aunque la primera de ellas nunca aplicara con rigor las concepciones que decía defender), sino que inscribe entre sus reivindicaciones inmediatas un objetivo táctico (la independencia de Polonia, es decir, de una nación en particular) de efectos estratégicos (el debilitamiento de la reacción en Europa).

Y es precisamente a través del ejemplo polaco como, seguramente, mejor podamos apreciar la distinción entre estos dos momentos del desarrollo del proletariado, cristalizados respectivamente en la AIT (cuyas secciones, recordemos, no eran nacional-estatales sino preeminentemente locales, lo que nos informa del grado de madurez económico-material[11] de la clase) y en la II Internacional. Justamente cuando la cuestión polaca se planteó en el Congreso de Londres (1896), la Internacional Socialista adoptó firmemente el punto de vista internacionalista de Kautsky, que se enfrentaba tanto al nacionalismo del Partido Socialista Polaco (que pretendía hacer constar en el programa de la II Internacional la reivindicación de la independencia de Polonia, reproduciendo mecánicamente lo que la AIT había hecho) como a la posición “izquierdista” de Rosa Luxemburgo (que consideraba erróneo, en general y en particular, que la socialdemocracia reconociera el derecho democrático-burgués a la autodeterminación). La resolución final, que citamos por su claridad e interés, decía lo siguiente:

“El congreso declara que está a favor del derecho completo a la autodeterminación de todas las naciones y expresa sus simpatías a los obreros de todo país que sufra actualmente bajo el yugo del absolutismo militar, nacional o de otro género; el congreso exhorta a los obreros de todos estos países a ingresar en las filas de los obreros conscientes de todo el mundo, a fin de luchar al lado de ellos para vencer al capitalismo internacional y alcanzar los objetivos de la socialdemocracia internacional.”[12]

Este acuerdo resulta de tremenda relevancia por dos factores esenciales. Primero, por su doble carácter (declarativo/exhortativo), en el que el derecho democrático-burgués aparece enunciado de manera “abstracta”, es decir, de tal manera que el proletariado internacional –que dispone ya de sus partidos políticos independientes (no como en tiempos de la AIT)– no asume ningún compromiso a priori con ninguna nación en particular, salvaguardando formalmente sus intereses de clase; y apelando, de manera imperativa, a la unidad efectiva de los proletarios de todos los países, dado que esta unidad concreta sí expresa, en principio[13], sus verdaderos intereses como clase explotada. Segundo, el acuerdo de Londres es una de las más claras muestras de cómo, bajo una formalidad de ortodoxia revolucionaria, de palabra pero no de hecho, la II Internacional era capaz de enunciar justamente algunos principios proletarios... sin aplicarlos luego de manera consecuente cuando la lucha de clases así lo requería. Ésa era, en el fondo, la miseria de la Internacional Socialista: habiendo retomado sobre el papel (o sobre el buró) –y obligado por la vocación internacionalista del marxismo– algunos vínculos morales más allá de las fronteras erigidas por la burguesía; habiendo dejado atrás, al menos en apariencia, las viejas ideologías socialistas de corte pequeñoburgués; habiendo organizado detrás de sus partidos nacionales a unas cada vez más amplias masas... los medios que hubo de usar para semejante empresa se impusieron a sus fines declarados; la lucha por las mejoras en las condiciones de vida de los obreros, que debían venir a despejar el terreno para su instrucción ideológica y política, terminaron convirtiéndose en la lucha por un pedacito del pastel imperialista; el noble objetivo de la unidad internacional de la clase se transformó en la unidad nacional entre clases; etc. Deshizo con los hechos lo que había reconocido de palabra, y desunió con las armas lo que los ideales querían hermanar.

A pesar de todo, constituyó y construyó la base necesaria para que el bolchevismo recogiera lo mejor que dejó tras de sí el legado de aquella Internacional en bancarrota. Por eso el bolchevismo fue realmente la punta de lanza del marxismo revolucionario internacional frente a las desviaciones nacionalistas de derecha y de “izquierda”. Como ya se ha señalado, y a pesar de que fuera Kautsky quien supo sentar las bases teóricas del internacionalismo del proletariado en la era del imperialismo, son realmente los bolcheviques (principalmente a través de las figuras de Lenin y Stalin) quienes presentan batalla de manera sistemática para preservar los principios proletarios en lo que a la cuestión nacional se refiere. Enfrentando, por un lado, el nacionalismo mal disimulado de la dupla austríaca Bauer-Renner, que renunciaba a la autodeterminación en favor de la autonomía nacional-cultural y quería hacer del socialismo un mosaico bien compartimentado de naciones obreras; y, por el otro, la intransigencia rígidamente doctrinaria de Rosa Luxemburgo y el economismo imperialista, incapaces de utilizar contra la opresión y en beneficio del proletariado los mecanismos legados por la burguesía (como la democracia y la igualdad entre naciones) y de ampliar su marco de visión para incorporar en el proceso revolucionario el problema de la autodeterminación como palanca con la que abrir brechas que debilitaran al imperialismo. Es precisamente desde la consolidación del imperialismo como nueva y última fase del capitalismo que la cuestión nacional deja de poder ser contemplada desde el estrecho prisma –funcional hasta entonces– de la democracia y la lucha contra el feudalismo. La vieja división entre naciones revolucionarias y contrarrevolucionarias, vigente mientras la tarea histórica pendiente era la liquidación del feudalismo, pierde toda actualidad y –en un mundo ya completamente dominado por la acumulación de capitales y repartido entre un puñado de potencias– emerge una nueva línea divisoria: las naciones, a partir de entonces, quedarán divididas en función de su relación con otras naciones (o, lo que es lo mismo, por su situación en el complejo que es la cadena imperialista), y no tanto por el contenido de clase (ya universalmente burgués, por regla general) que encierran. Por lo tanto, la nueva contradicción se estableció entre las naciones opresoras y las naciones oprimidas. Este cambio fundamental no podía dejar inalterada la actitud precedente del proletariado ante el problema nacional. Si hasta ahora se oponía a cualquier yugo nacional en interés de la democracia frente al feudalismo, y con el objetivo de allanar el terreno para el desarrollo material y espiritual de la propia clase, ahora se requería mucho más de ella; si hasta ahora el derecho a la autodeterminación estaba al servicio de las transformaciones democrático-burguesas, con el fin de esta época y el advenimiento del imperialismo la autodeterminación sólo podía alinearse con la revolución del proletariado. Stalin lo expresa muy claramente en un artículo polémico de 1925 que después recogerá Mao al formular su tesis de la Nueva Democracia:

“Sería ridículo perder de vista que desde entonces [principios del s.XX –N. de la R.] ha cambiado radicalmente la situación internacional, que la guerra, por un lado, y la Revolución de Octubre en Rusia, por otro, han convertido el problema nacional, de parte integrante de la revolución democrático-burguesa, en parte integrante de la revolución socialista proletaria. Ya en octubre de 1916, en su artículo Balance de la discusión sobre la autodeterminación, Lenin decía que el derecho de autodeterminación, punto básico del problema nacional, había dejado de ser una parte del movimiento democrático general y se había convertido ya en una parte integrante de la revolución proletaria general, de la revolución socialista.”[14]

Y el propio Lenin, en el artículo referenciado por Stalin en la cita inmediatamente superior, ya había expresado esta alianza estratégica entre el proletariado revolucionario y las naciones oprimidas:

“La dialéctica de la historia es tal que las pequeñas naciones, impotentes como factor independiente en la lucha contra el imperialismo, desempeñan su papel como uno de los fermentos o bacilos que ayudan a que entre en escena la verdadera fuerza contra el imperialismo: el proletariado socialista.”[15]

Podríamos detenernos aquí a desmenuzar cuál era el contenido concreto de la consigna de la autodeterminación para los bolcheviques. Este contenido, la definición exacta de semejante derecho, fue el verdadero campo de batalla en el que los bolcheviques tuvieron que desempeñarse a fondo para demostrar no sólo la terrenalidad de su pensamiento (vilipendiado constantemente como “abstracto”, “poco práctico”, “difuso”, etc.), sino también su adecuación a los intereses del proletariado revolucionario. No obstante, dado que el Movimiento por la Reconstitución ha hecho suya tal posición revolucionaria e internacionalista, indagaremos en las implicaciones políticas del reconocimiento del derecho a la autodeterminación a través del ejemplo concreto que nuestra propia experiencia nos brinda.


2.2. La actualidad de la cuestión nacional

Para cerrar este segundo apartado será menester hacer un muy breve comentario sobre la actualidad de la cuestión nacional. Bien es sabido que, por lo general, las fuerzas socialchovinistas suelen intentar esquivar el problema de la opresión nacional reduciendo la posición leninista a este respecto al problema de las colonias y los países feudales o semi-feudales, donde la revolución democrática está pendiente. Así, según su opinión, nada tendría que hacer el derecho democrático a la autodeterminación en países imperialistas como el nuestro, completamente desarrollados en el sentido capitalista. Esta posición se suele apoyar en una doble omisión: primero, escudándose en los textos en los que Lenin da por concluidas en lo esencial las transformaciones democrático-burguesas en Europa occidental y, por tanto, también da por cerrado el problema nacional, olvidan que ese justo juicio de Lenin[16] ha sido revertido por el propio desarrollo de las sociedades capitalistas; en segundo lugar, parecen haber borrado de sus mentes todo lo que el propio ruso (y, antes que él, Marx) había dicho sobre el problema irlandés, muestra genuina de opresión nacional en un Estado económicamente avanzado (el más desarrollado en el sentido capitalista en aquella época) y cuyo yugo nacional pervive en la época del imperialismo.

Respecto al primero de los elementos omitidos, debemos señalar que, en efecto, el imperialismo presenta determinadas tendencias, aún no plenamente desarrolladas en los tiempos de Lenin, que han posibilitado que la cuestión nacional vuelva de manera inapelable a la actualidad de los Estados imperialistas. Y es que, ciertamente, el imperialismo trae consigo el nacimiento, desarrollo y asentamiento de relativamente amplias franjas de capital medio nacional que, situados entre la espada de la pequeña burguesía (siempre dispuesta a enarbolar la bandera nacional) y la pared del capital financiero (cuyo proyecto cosmopolita ha sido impuesto sin especial dificultad hasta ahora), han conformado la argamasa necesaria para dar a los movimientos nacionales un carácter general, de masas, y en condiciones de poner sobre la mesa, de nuevo, el problema de la autodeterminación. La ofensiva del capital financiero impulsada desde los años 70 del siglo pasado –que se ha traducido en una redistribución de las cuotas de mercado y las superganancias imperialistas, es decir, toda una reestructuración económica de la clase dominante– e intensificada desde la crisis mundial de 2007, ha creado las condiciones (en lo económico, político e ideológico-cultural) para un progresivo distanciamiento entre esa mencionada burguesía media y los grandes monopolistas. Lo cual revela, además, que a pesar de ese carácter apátrida de los grandes capitales, el Estado-nación continúa plenamente vigente como marco primero de acumulación y principal esfera desde la que la burguesía puede imponer y gestionar sus intereses de clase.

En segundo lugar, una mínima investigación sobre la posición de nuestros clásicos respecto al problema de Irlanda nos revelaría, más allá de la letra (que, necesariamente, siempre termina envejeciendo), el verdadero espíritu de la posición marxista respecto a la opresión nacional también en un contexto de capitalismo avanzado. Lenin, por ejemplo, planteaba la cuestión así en 1916:

“En este terreno [el de la autodeterminación –N. de la R.] hay que distinguir tres tipos principales de países:

Primero, los países capitalistas avanzados de Europa Occidental y Estados Unidos. En ellos han terminado hace mucho los movimientos nacionales burgueses de tendencia progresista. Cada una de estas 'grandes' naciones oprime a otras naciones en las colonias y dentro del país. Las tareas del proletariado de las naciones dominantes son allí exactamente las mismas que tenía en Inglaterra en el siglo XIX en relación a Irlanda.”[17]

Y precisamente Marx, “en el siglo XIX”, había sido así de taxativo al comunicar sus nuevos puntos de vista sobre la cuestión irlandesa[18] a su amigo Kugelmann:

“He llegado progresivamente a la convicción –que se trata de inculcar a la clase obrera inglesa– de que no podrá hacer nada decisivo, aquí en Inglaterra, mientras no rompa claramente, en su política irlandesa, con la política de las clases dominantes; no sólo mientras no haga causa común con los irlandeses, sino mientras no tome la iniciativa de disolver la unión forzada de 1801 (…).”[19]

Como podemos observar, Marx apunta aquí a algunos de los elementos esenciales que después pasarán a ser patrimonio universal del enfoque comunista de la cuestión nacional. El prusiano prefigura con especial lucidez un rasgo que, como ya hemos desarrollado, luego será necesariamente generalizado para dar forma a la Revolución Proletaria Mundial: la “causa común” de la clase obrera inglesa y los irlandeses, esto es, la alianza estratégica antes remarcada entre el proletariado revolucionario y las naciones oprimidas. Además, por si fuera poco, esto nos informa de cuáles son los dos factores con los que los comunistas deben contar para resolver políticamente, en términos de igualdad de derechos (incluido el de la autodeterminación), la cuestión nacional: tanto el movimiento democrático de liberación en la nación oprimida como el movimiento revolucionario del proletariado de la nación opresora. En esta dialéctica se encuentra buena parte de la esencia de la cuestión nacional.

Pero Marx apunta a otro importante elemento que no debemos pasar por alto si no queremos que nuestro análisis quede mutilado: nos dice que, “mientras no rompa claramente (…) con la política de las clases dominantes”, el proletariado “no podrá hacer nada decisivo”. Así las cosas, y siguiendo también el ejemplo de Lenin cuando nos exhorta a “estudiar la actitud de las diferentes clases de la sociedad ante el problema”[20] (pues “para un marxista, semejante comprobación es obligatoria”[21]), nos vemos obligados a preguntarnos, ya de manera concreta y en relación al Estado español, cuál es la política de “nuestras” clases dominantes en materia nacional.


  1. ¿Cómo enfoca la burguesía española la cuestión nacional?

Como es ampliamente conocido, la presente configuración del Estado español en todos los órdenes –económico, político, jurídico, territorial, etc.– tiene su origen inmediato en la carta magna de 1978, que venía a cristalizar constitucionalmente las reformas que las clases dominantes tuvieron a bien implementar respecto al sistema político del franquismo para homologarse, en la medida de sus posibilidades, a sus hermanas de clase europeas. Y es que a pesar de dotarse, desde ese momento, de un marco constitucional que hacía del Estado español un Estado democrático de derecho, en lo que respecta a la cuestión nacional –aquí obviaremos otras problemáticas que no atañen al objeto del presente trabajo– su articulación efectiva dista mucho de haber seguido una senda realmente democrática. Como señala Lenin, la única relación de igualdad entre naciones es la que se establece a partir del derecho a la autodeterminación; toda otra relación que no surja desde este principio será desigual y opresiva por definición, en la medida en que no se puede considerar ni libre ni voluntaria. Es decir, la autonomía o la federación otorgadas por la nación opresora –la que dispone de una entidad estatal propia bajo cuyo yugo somete a otros pueblos– a la nación oprimida constituyen, en realidad, una imposición política, pues representan nada más que diferentes anchos de manga para la misma camisa de fuerza. Éste y no otro debe ser el punto de partida para analizar la cuestión nacional en el Estado español de las autonomías[22]: comprender que, desde el origen, la nación opresora española nunca permitió a Catalunya, Euskal Herria o Galiza disponer políticamente de sí mismas, sino que se limitó a reformar la sujeción a España que ya venían sufriendo desde tiempo atrás. No en vano, el problema nacional lleva coleteando en el Estado español desde tempos antediluvianos, y por algo fue uno de los vectores fundamentales de la Crisis de la Restauración habida en el primer tercio del siglo XX. No es casual, por tanto, ni baladí, que casi exactamente un siglo después, en esta Crisis de la Restauración 2.0 por la que atraviesa el Estado, la cuestión nacional vuelva a jugar un papel decisivo en el resquebrajamiento y progresivo desmoronamiento de todos los pactos y componendas que regían la vida política patria. Un hilo reaccionario enlaza y da continuidad a los vericuetos históricos del último siglo y medio de atavismo español, en el que no se conoce ninguna ruptura de desarrollo verdaderamente radical y profunda. Y, asimismo, las dos únicas intentonas de relativa subversión del inercial desarrollo del país ibérico (la I y II Repúblicas) nos informan gráficamente sobre su dependiente recorrido histórico: la primera, como intentona timorata y de escaso alcance (por el escaso grado de implicación de las masas), colofón del sexenio democrático, fue barrida en un suspiro y el orden restaurado casi al instante. La segunda, en medio del Ciclo de Octubre y espoleada por unas masas explotadas que todavía sienten cercano el recuerdo del Octubre rojo, necesitó de tres años de exterminio bélico y otros cerca de 40 de adiestramiento y terror fascista para posibilitar la vuelta del Borbón de turno. Si el simple pero grave eco de 1917 obligó a la gran burguesía a implementar su dominación fascista como única garantía para restablecer el orden y abrir la puerta a esa segunda restauración hoy en crisis, ¿qué no podrá conquistar un ulterior y verdadero asalto a los cielos, que en nuestros días y condiciones sólo puede adoptar la forma de Revolución Socialista?

Pero habiéndonos puesto ya en contexto, y volviendo al tema que nos ocupa, nos costará menos comprender en toda su dimensión la presente situación y la actitud que la burguesía adopta ante ella. Nos tendremos que remontar de nuevo hasta 2005, año en el que el Parlament de Catalunya termina de elaborar y aprueba su propuesta de Estatut d'Autonomia. Éste, que es ratificado por el Parlamento español (con Gobierno del Partido Socialista Obrero Español –PSOE–) el mes siguiente –no sin antes recortarlo en numerosos aspectos, cosa que resulta intolerable para algunos sectores más exigentes, como Esquerra Republicana de Catalunya (ERC)–, vuelve a ser sancionado en Catalunya, ya en 2006, esta vez mediante plebiscito. Poco tarda el Partido Popular (PP) en recurrir el Estatut ante el Tribunal Constitucional (TC) –adelantando ya cuál será su pueril modus operandi a la hora de afrontar el desafío independentista–, y bastante más (cuatro años) se demora el TC en anular total o parcialmente 14 artículos y someter a interpretación del mismo Tribunal otros más de 20 artículos y disposiciones, además de declarar jurídica y políticamente nulo el preámbulo, en el que se designaba a Catalunya como una nación. Todos estos antecedentes nos sirven para realizar un primer esbozo del talante con el que las diferentes fracciones de la burguesía encaran la –cada vez más violenta– contradicción entre el Estado español y Catalunya. Aquí nos interesa, fundamentalmente, abordar las posiciones de los dos partidos clásicos del turnismo –PP y PSOE– y, después, las de los dos nuevos partidos con una representación parlamentaria relevante –Podemos y Ciudadanos.

A la vista de la somera contextualización que hemos realizado podemos trazar una primera delimitación que, según nuestro criterio, operaría al menos hasta 2010: el PSOE, como verdadero Partido de Estado, se comprometió a buscar un nuevo acuerdo –actualizando el de la transición, que derivó en el Estatut de 1979– con sectores de la gran burguesía catalana y la mediana. El clima parecía propicio, pues mientras Zapatero ocupaba la Moncloa y la hegemonía socialista disfrutaba los buenos tiempos del reformismo político, el tripartit –Partit Socialista de Catalunya (PSC), ERC e ICV-EUiA– gobernaba en la Generalitat con su catalanismo de izquierdas. No es baladí señalar, naturalmente, que todo este ánimo pactista es inseparable de una doble circunstancia: por un lado, nos situamos ante los últimos momentos de la bonanza capitalista previos a la debacle financiera mundial de 2007; por otro, como consecuencia de lo anterior, las clases medias españolas y catalanas todavía se veían agraciadas por la generosidad imperialista, lo que se traducía también, como es visible, en un relativamente amplio margen de maniobra política y hegemonía electoral. Ese primer gobierno de Zapatero se caracteriza precisamente por eso: la búsqueda de la satisfacción, por vía reformista, de determinadas reivindicaciones inmediatas de ciertas minorías, sectores o partes de la sociedad[23]. Sea como fuere, el manifiesto fracaso que supone para el PSOE la sentencia del Tribunal Constitucional –que además se produce poco más de un año antes de que los socialistas pierdan el gobierno– constituye, al menos simbólicamente, un fotograma más de la secuencia que marca el fin de una época de relativo consenso y estabilidad política[24]. El PP, por su parte, ve en susodicha sentencia una victoria amarga, parcial, pues su recurso había sido presentado contra más de 100 artículos del Estatut, y sólo alrededor de 40 fueron finalmente objeto de anulación, reforma o interpretación. Así, el nacionalismo español más centralista, reaccionario y belicoso se quedaba sólo a medio camino de satisfacer sus aspiraciones chovinistas. No obstante, es el nuevo contexto que despierta la crisis –con la ofensiva que el capital financiero desata contra la aristocracia obrera y las naciones periféricas– y la propia sentencia del TC –que despierta la masificación del movimiento nacional catalán–, el que permite al PP resarcirse de esa victoria a medias, ya desde el Gobierno y arremetiendo contra las cada vez más ambiciosas reivindicaciones del pueblo catalán. Como antes decíamos, su actitud se limita a estar indefinidamente a la defensiva, enrocado, desoyendo todo deseo democrático del pueblo catalán y escondiéndose detrás del escudo que, para dicho partido, representa el Tribunal Constitucional. Ante la contradicción entre el Estado de derecho –es decir, la legalidad vigente a través del ordenamiento jurídico presente– y la democracia –recepción de las peticiones de las masas y participación política de las mismas– que se supone encarna el primero, esta versión nuestra de la democracia cristiana, más bien heredera del nacional-catolicismo, decide simplemente meter la cabeza bajo tierra para no oír nada y empuñar la legalidad como quien blande una espada en actitud amenazante pero inmóvil. Tanto es así que, en una de esas ironías que no puede sino provocar en nosotros una mueca sarcástica, el propio TC impele a las fuerzas políticas, en varias de sus sentencias relacionadas con la cuestión catalana, a ejercer sus deberes como representantes y buscar una solución pactada, política, en vez de tener fe, con ánimo leguleyo, en que los juriconsultos del Estado resuelvan por medio de una avalancha de sentencias un problema que trasciende por mucho sus estrechas competencias. ¡Maravillas de la separación de poderes! Y todo esto, naturalmente, no se debe a la mera estupidez de determinados representantes políticos –aunque bien es cierto que cada burguesía tiene los mayordomos que le corresponden, y los de “nuestra” burguesía no figuran, en general, entre los más lúcidos del continente–, sino a una verdad marxista conocida tiempo atrás: la opresión nacional es uno de los baluartes clave del sector más reaccionario del capital financiero, apoyado fundamentalmente en la pequeña y mediana burguesía española así como en aquellos que no vivían tan mal bajo el franquismo. En este sentido, los populares cumplen disciplinadamente con una de sus funciones principales: asegurar de manera intransigente el dominio español sobre las naciones sin Estado. Y cumplen tan vehementemente[25] su papel... ¡que quién sabe si conseguirán quedarse sólo para ellos el Estado español!

El grave problema que se le presenta ahora a la gran burguesía española es que el verdadero Partido de Estado, el PSOE, parece empeñado en perder tal condición y sucumbir de la mano del ordenamiento político –eso que se ha venido a llamar régimen– emergido en 1978. Quizá no tenga otra opción. Pero la catástrofe electoral del PSC, correlativa a la de su partido hermano español –el PSOE–, parece haber terminado con toda esperanza de un sencillo arreglo pactado por arriba que satisfaga a los capitalistas de ambas naciones a la vez que neutralice –no olvidemos este aspecto– a las movilizadas masas catalanas. Este arreglo, naturalmente, sigue siendo más que posible. Lo que ponemos en duda es que se pueda evitar que la prolongada hemorragia continúe vertiendo litros y litros de sangre y que la herida se pueda cerrar fácilmente con un par de puntos de aproximación. Hay, por el contrario, mucho que suturar. Porque si todo esto fuera poco, el socioliberalismo surgido tras el magnicidio –rogamos se nos permita la mofa– sufrido por el Ken socialista a manos de la Barbie andaluza y comandado por el Señor X, vino a profundizar un viraje chovinista[26] que bien podría haber reducido rápidamente al PSOE a equipillo de tercera –por su posible posición electoral en las próximas elecciones– regional[27]por el repliegue hacia las trincheras españolas que venía protagonizando desde que la socialdemocracia rediviva le ha comido el terreno en las naciones periféricas. Todo esto es, como decíamos, una consecuencia lógica y relativamente previsible: el Partido de Estado querrá sufrir, como el capitán que se hunde con su barco, la misma suerte que el marco político que ayudó a construir y del que fue durante casi cuatro décadas –más de dos de ellas en el gobierno– máximo exponente. La metáfora nos obliga a identificar a Sánchez como la rata que, demasiado temerosa para escapar y saltar al agua, fue lanzada por la borda por sus propias compañeras de especie. Y ahora, con el orgullo zaherido, salta de nuevo a la palestra transformado en hámster pendenciero que da vueltas sobre una rueda –artificial y artificiosamente radical– a la que, más que haber llegado por méritos propios, ha sido arrojado contra su voluntad. No hay peor idea que regalar mártires a tu enemigo, piensa hoy la sultana andaluza. Lo que parece meridianamente claro, dejando a un lado las metáforas, es que el proyecto federal del socialismo español, refrendado en 2013 en la irrisoria Declaración de Granada y enarbolado por el nuevo PSOE, goza cada día de menos crédito en España y, sobre todo, en Catalunya. Una muestra más de que el centrismo, la conciliación y la moderación pacata –pues la federación es la vía intermedia entre la independencia y el centralismo– pierden toda vigencia cuando las contradicciones alcanzan un cierto grado de desarrollo y, por tanto, el campo de batalla se polariza a ritmos vertiginosos[28]. ¿Nos suena de algo esta historia?

Pero hay más actores españolistas en juego. Completando este tridente constitucionalista emerge Ciudadanos (C's). Aunque esta formación política merece menos atención por nuestra parte, debido entre otras cosas a su menor peso relativo en el proscenio de la política española –y por defender esencialmente las mismas posiciones abiertamente nacionalistas que el PP, si acaso diferenciadas por el laicismo light de los naranjitos–, creemos que sí reclama un breve comentario dada su particular naturaleza. Aunque su espacio electoral parece difícilmente ampliable –la resistencia demostrada por el PP ya sólo puede ser comparable a la del diamante y, de quebrarse, seguramente lo haga por la derecha (lo que abriría la puerta a la consolidación de una opción política fascista) y no por el centro–, desde luego no resulta un hecho inocente que los de Rivera, representantes del nacional-liberalismo patrio, nacieran hace ya alrededor de una década en la misma Catalunya. Evocando ese espíritu de un centro-derecha joven y contemporáneo, determinados sectores del capital financiero vieron en esta formación, más que una alternativa de gobierno (variable que pronto quedó demostrada como imposible: ¡España no es joven, contemporánea ni laica al estilo francés!), la bisagra perfecta para articular alguna suerte de Gran Coalición que, naturalmente, no fuera percibida inmediatamente como tal por la sociedad dado el creciente descrédito de los dos grandes partidos. Parece que hasta el color que identifica a este partido fue elegido de tal manera que coincidiera con su carácter de salvavidas del acuerdo constitucional de 1978: en el conjunto del Estado, como decíamos, para embellecer cualquiera de los arreglos posibles que excluyeran de la fórmula de gobierno o investidura a Podemos (C's-PSOE; C's-PSOE-PP; o, eventualmente, casi por descarte, la opción finalmente triunfante: C's-PP, con la muy destacable ayuda del PSOE con su abstención vergonzante); en Catalunya, para que el gran capital españolista no perdiera fuerza en su retaguardia y dispusiera aún de guarniciones operativas en territorio enemigo, pues tanto el PP como el PSC tienden a quedar reducidos en aquella nación a magnitudes marginales, aplastadas por el empuje de las organizaciones soberanistas. Tanto lo han conseguido, que Arrimadas dirige actualmente la principal fuerza de oposición en el Parlament de Catalunya. Seguramente el hito más importante de C's, por encima o al nivel de su contribución a la gobernabilidad del Estado en su conjunto.

Finalmente nos ocuparemos del caso de Podemos. Esta novísima formación de la socialdemocracia rediviva, ese oportunismo serio y capaz[29], ha encontrado en el problema nacional una excusa perfecta para articularse como nuevo potencial interlocutor entre Madrid y las naciones de la periferia (especialmente Catalunya y Hegoalde –la Comunidad Autónoma Vasca y Navarra–). Y es que los datos son elocuentes: la formación morada supera en apoyos al PSOE en las dos naciones antedichas –en las generales, aunque en el caso vasco también en las autonómicas–, y en Galiza disputa muy seriamente a los socialistas la hegemonía de la izquierda. No obstante, su democratismo pequeñoburgués se demuestra completamente inconsecuente allí donde una posición genuinamente democrática podría ser verdaderamente subversiva. A pesar de la insistencia con la que han anunciado y anuncian su apuesta por el derecho a decidir, hay numerosas muestras de su alineamiento de fondo con la integridad de las fronteras coercitivas del Estado español y el chovinismo de gran nación. Para empezar, el partido de Pablo Iglesias –nombre que el proletariado recordará primero como tragedia y después como farsa– guardó un silencio cómplice con la reacción española al no apoyar explícitamente la celebración del referéndum del 9-N tras su suspensión por parte del Tribunal Constitucional. De nuevo, como el mismísimo PP, han antepuesto el principio de legalidad sobre el principio democrático[30], con el agravante de que en su decisión han pesado más los cálculos electorales y su necesidad de legitimación ante el sistema político vigente –puro oportunismo, sobra decir– que la convicción ideológica y política que mueve a los nacionalistas españoles declarados. Además, la propuesta de referéndum que llevan en su programa es deliberadamente ambigua e imprecisa, pero no lo suficiente como para ocultar lo esencial: que, a fin de cuentas, nunca reconocerían la independencia de Catalunya. Hablan, en las dos ocasiones en que aluden a la cuestión catalana, de permitir a los gobiernos autonómicos “celebrar consultas a la ciudadanía sobre el encaje territorial del país”[31]. Inmediatamente después, concretando esta cuestión para el caso de Catalunya, se comprometen a “promover la convocatoria de un referéndum con garantías en Cataluña para que sus ciudadanos y ciudadanas puedan decidir el tipo de relación territorial que desean establecer con el resto de España”[32]. Esta segunda formulación, aparentemente más clara y radical, nos revela ese mismo contenido chovinista si la leemos con detenimiento. Porque, para empezar, sitúa implícitamente a Catalunya como una parte más de la nación española –al decir “el resto de España” se desvela el truco–, lo que, naturalmente, sólo puede derivar en más reformismo político, es decir, en una reformulación de esa “relación territorial” pero siempre sobre la base de la integridad del Estado español, que se identifica espuriamente con la nación española. El lector ingenuo podría creer que hacemos una lectura capciosa de las propuestas y declaraciones de este partido oportunista. No negaremos que, efectivamente, Podemos ha manifestado considerar a Catalunya como una nación. Pero, ¿cuál es el alcance real de este reconocimiento formal? Hasta donde hemos podido investigar, los documentos y los dirigentes de esta formación política, siempre que aluden a la plurinacionalidad, lo hacen en referencia a España como nación y no sólo como Estado. ¿Y qué diferencia, entonces, esta tesis de aquella otra que reza que España es una “nación de naciones”, utilizada ahora por Sánchez el ex-paria e Iceta el danzarín, y enarbolada durante la transición por el propio PSOE? Lo que subyace de fondo a estas formulaciones ambivalentes es la identificación metafísica –y por tanto antidialéctica– de Estado y nación, como si remitieran exactamente a las mismas realidades o una –la nación– se subsumiera completamente en el otro –el Estado– y, además, de forma eterna y absoluta, invariable en el tiempo (no se contempla el movimiento... nacional) e inmodificable en el espacio (las fronteras resultan incuestionables). En otras palabras: la posición política que revelan no es otra que la apuesta por el mantenimiento del statu quo y la integridad territorial del Estado español –una verdadera cárcel de naciones– a cualquier precio, unidad que es tan cara, como hemos visto, a todas las fracciones de la burguesía española. Finalmente, para acabar con este asunto, recogeremos aquí unas declaraciones del líder podemita. Éste, preguntado explícitamente por su actitud ante el hipotético triunfo de la opción independentista en el referéndum que, según él, celebraría de ser jefe del ejecutivo, respondió que “si hay una amplia mayoría de catalanes que no quieren tener ningún tipo de relación con España, no se pueden poner puertas al campo”[33]. La sola formulación de esta respuesta ya nos informa sobre el condicionante que pone para reconocer, siempre hipotéticamente, el derecho de autodeterminación hasta la separación política: que sea “una amplia mayoría de catalanes”[34] la que apoye esa determinación. Ahora bien, lo indeterminado de la respuesta, sumado a todos los elementos que hemos ido desgranando anteriormente, parece revelar una única cosa: que Podemos no reconocería la voluntad del pueblo catalán, ni siquiera en una consulta legalmente pactada[35], en caso de que diera un resultado favorable a la independencia. Porque en ningún lugar concretan cuál sería el criterio para determinar qué mayoría consideran “amplia” (¿tres quintos?; ¿dos tercios?; ¿tres cuartos?), lo que nos lleva a pensar que sería la pura arbitrariedad chovinista lo que, bajo el yugo de un gobierno podemita, eternizaría la sujeción forzosa del pueblo catalán al Estado español. Ninguna mayoría sería suficientemente “amplia”, y el referéndum quedaría convertido en nada más que una pieza adicional del mercadeo y la negociación por arriba, entre los representantes burgueses de ambas naciones menos interesados en traducir políticamente y de manera imperativa la voluntad popular catalana.

Debemos concluir, sin lugar a dudas, que el chovinismo español de Podemos, aunque mucho más inteligentemente disimulado que el de ese burdo tridente constitucionalista (conformado por los hijos del nacional-catolicismo, sus hermanos pequeños nacional-liberales y los fratricidas socioliberales), es igual de sólido en sus raíces. Porque, además de todos los factores ya estudiados, no podemos perder de vista una característica general que envuelve la actitud de esta nueva socialdemocracia ante el problema catalán: y es que, de facto y de iure, subordinan el derecho a decidir de la nación catalana (para terminar negando, como hemos visto, la posibilidad misma de su independencia) al fantástico derecho a decidir del conjunto de la población del Estado; o, dicho más claramente, hacen depender la celebración de un referéndum de autodeterminación del proceso constituyente que ellos quieren encabezar en España. Una postura que, en cierto sentido y salvando todas las amplísimas distancias –de clase, por supuesto–, nos recuerda a algunos argumentos dados por Rosa Luxemburgo, que frente al radical e incondicional reconocimiento bolchevique del derecho a la autodeterminación oponía el “derecho a la autodeterminación” de los ciudadanos de toda Rusia, para ella expresado en el conjunto de derechos democráticos... ¡excepto la autodeterminación propiamente dicha!

“Mientras [los bolcheviques –N. de la R.] demostraban un frío desprecio frente a la asamblea constituyente, el sufragio universal, la libertad de prensa y de reunión, en síntesis, frente a todo el aparato de las libertades democráticas fundamentales de las masas populares, que en su conjunto constituían el 'derecho de autodeterminación' para toda Rusia, consideraban al derecho de autodeterminación de las naciones como la niña de sus ojos de la política democrática, por amor a la cual todos los puntos de vista prácticos de la crítica realista debían ser silenciados.”[36]

Hay que indicar que este símil es sólo formal. Pues, si la revolucionaria polaca lanzaba sus erróneas ideas sobre la autodeterminación desde su pertenencia a una nación oprimida (lo cual atenuaba el error, que era compensado por los “méritos internacionalistas” que Lenin le reconocía a ella y a sus compañeros), Podemos lo hace desde la nación opresora y sin ningún otro mérito sobre sus espaldas que el de representar el papel de los nuevos y preparadísimos vendeobreros. Aun con todo, la argumentación aquí referida de Luxemburgo no está exenta de gravedad, pues enarbola la defensa de esos derechos democráticos del pueblo ruso... ¡frente a la dictadura del proletariado encarnada en el poder soviético! De todos modos, la valoración histórica de la figura de Rosa Luxemburgo fue perfectamente definida por Lenin en 1922[37], valoración que demuestra que nada tiene que ver con los pollitos podemitas.

No obstante, los que verdaderamente reproducen los peores errores de la revolucionaria polaca son nuestros estimados revisionistas. De su vergonzosa posición ante el problema nacional nos ocuparemos en el siguiente apartado.


  1. ¿Cómo enfoca el revisionismo la cuestión nacional?

Para ir desgranando las posiciones que sostienen las organizaciones comunistas alineadas objetivamente con el nacionalismo español, nos centraremos en la Unión de Comunistas para la Construcción del Partido (UCCP) por ser una de las organizaciones más razonables en sus planteamientos políticos estratégicos si los comparamos con los del conjunto del espectro comunista que habita el MCE. Esta organización –sobradamente conocida por el Movimiento por la Reconstitución–, que ha manifestado recientemente considerar “correcta” la LR[38], ostenta, no obstante, una posición notablemente atrasada en lo que a la cuestión nacional respecta. Cosa especialmente preocupante si consideramos que, a la sazón, bastante antes de decir suscribir nuestros postulados fundamentales[39], adoptaban respecto a otros problemas posturas bastante más avanzadas que el resto de destacamentos de la vanguardia teórica.

El primer aspecto que tendremos que estudiar de la posición de la UCCP, y del cual emanan obviamente el resto de sus errores, es su particular opinión según la cual Catalunya no puede considerarse, de ninguna manera, una nación oprimida. Veamos cómo intentan argumentar este grave desacierto[40]:

“No compartimos por tanto la opinión de que Cataluña es una nación oprimida por el Estado español, dado que 'Cataluña' forma parte del Estado central, tanto desde el aspecto económico como el político, es decir, es una parte del todo donde imperan las relaciones capitalistas de producción. La Comunidad Autónoma de Cataluña está lo suficientemente desarrollada como para que se la pueda considerar una nación oprimida (…).”[41]

“La burguesía catalana sabe perfectamente que Cataluña no es una nación oprimida por el Estado español, puesto que desde el punto de vista económico está situada a la cabeza del desarrollo capitalista en España (…).”[42]

Este primer argumento es, tal y como comprobaremos después, de marcado carácter luxemburguista. Catalunya no estaría oprimida por la sencilla razón de que, en nuestros días –e históricamente–, ha sido parte y ha ocupado una posición de avanzada en el desarrollo capitalista del Estado español. Parece un argumento razonable para quien observe el problema superficialmente, desde luego. ¿Cómo iba a oprimir la endeble España a la poderosa Catalunya, si la burguesía de esta última nación es más rica, por término medio, que la de la primera? No cabe duda de que todos los economicistas y materialistas vulgares del globo comprarían semejante argumentación. Cuadra con el sentido común del marxismo caricaturizado que es hegemónico en nuestros días. Lástima que, para el marxismo-leninismo, el problema de la autodeterminación sea exclusivamente político y no económico. La UCCP –que, por cierto, invocaba a “la política, siempre la política[43] frente a quienes pudieran sentir la tentación de reducir la cuestión catalana a un problema jurídico, pero ha terminado invocando a “la economía, siempre a la economía”– sólo tendría que haber repasado el seguramente más conocido texto de Lenin sobre el problema nacional (El derecho de las naciones a la autodeterminación) para constatar su equivocación. Y es que precisamente Rosa Luxemburgo había intentado empuñar contra las posiciones bolcheviques un argumento muy similar, con escaso éxito, para demostrar lo “utópico” o “reaccionario” de la independencia de Polonia respecto de Rusia:

“He aquí una de las instructivas confrontaciones. Alzándose contra la consigna de independencia de Polonia, Rosa Luxemburgo se refiere a un trabajo suyo de 1898 que demostraba el 'rápido desarrollo industrial de Polonia' con la salida de los productos manufacturados a Rusia. Ni que decir tiene que de esto no se deduce absolutamente nada sobre el problema del derecho a la autodeterminación (…).”[44]

Lenin plantea aquí claramente que los argumentos para la discusión sobre el problema de la autodeterminación no pueden ser encontrados entre las cuestiones de carácter económico en general, y tampoco, en particular, sobre el desarrollo o la potencia de la burguesía de tal o cual nación respecto a su opresora. Pasemos, por lo tanto, a las siguientes razones esgrimidas por ellos, y veamos si han tenido mejor fortuna que con la primera de ellas:

“Tampoco puede [la burguesía catalana –N. de la R.] hacerlo [explicar su opresión] recurriendo al idioma y la cultura, ya que tiene su propia lengua que utiliza con gran profusión y en todos los ámbitos sin ningún tipo de cortapisa. Por eso la burguesía independentista se cuida mucho de no situar en estos terrenos la opresión. Si no hay opresión desde el punto de vista político, ¿Dónde reside la opresión histórica de la que se habla?, ¿Por qué recurrir al derecho de autodeterminación que significa separación y formación de un Estado propio?”[45]

Como podemos ver, la UCCP busca desesperada una pista, un indicio o un rastro que seguir para registrar la opresión de la nación catalana. Seríamos más justos diciendo que va tras la búsqueda de un dato positivo, empíricamente sensible y, en consecuencia, cuantificable, desde el que, quizá, tener la oportunidad de elaborar una “tabla estadística” de la opresión de Catalunya. Nada sería más grato y sencillo para los compañeros de la UCCP que semejante procedimiento matemático al que, sin duda, dedican notables y –no siempre– vanos esfuerzos. El problema de esta perspectiva positivista es que es incapaz de percibir las ausencias, aquello que no está dado (a menos, claro está, que sí estuviera dado anteriormente y puedan detectar su ausencia a través de una simple resta aritmética) y, en definitiva, cualquier negatividad, base y motor de la dialéctica. Ésta es la razón de fondo por la que tantean a ciegas todas las posibilidades que se les ocurren (economía, lengua, cultura...) sin poder alcanzar a comprender la esencia del problema. Ven al Estado (español) dado –algo material, corpóreo y sensible– y no pueden sino reconocer su existencia; localizan dentro de él a Catalunya y la clasifican puerilmente como una “comunidad autónoma”. Aparentemente, son todos entes estáticos cuya posición y composición es invariable, lo que ayuda a su categorización. No hay movimiento (nacional), ni negatividad posible; sólo un aparente duelo entre dos fracciones de la burguesía, a cada cual más egoísta, peleando por su cuota de plusvalía. Y esto, sin ser falso, está lejos de abarcar la totalidad del problema. Es, de hecho, su parte más insustancial por ser la más obvia, una simple perogrullada. Pero como la UCCP ha sido incapaz de pensar en aquello que no está inmediatamente dado, le ha faltado buscar en esas tinieblas de la negatividad y la dialéctica la opresión de Catalunya. En efecto, como dicen en varios sitios, la opresión nacional es fundamentalmente política. Y, precisamente, ¿cuál es la institución política por antonomasia del mundo capitalista? ¿Dónde se condensan todas las relaciones políticas entre las clases y sus fracciones? En el Estado, naturalmente. Catalunya es una nación dentro de un Estado que, en términos nacionales, le es extraño y ajeno. Es decir, Catalunya es una nación sin Estado. ¿No se les ha ocurrido buscar la opresión en esta ausencia, en esta sujeción forzosa que sufre Catalunya por parte de España[46]? Esto es el abecé del marxismo sobre la cuestión nacional. Pero ayudaremos a la UCCP a entenderlo a través de unas muy claras palabras de Lenin:

“Formar un Estado nacional autónomo e independiente sigue siendo por ahora, en Rusia, tan sólo privilegio de la nación rusa. Nosotros, los proletarios rusos, no defendemos privilegios de ningún género y tampoco defendemos este privilegio.”[47]

Sustitúyase Rusia por España y ahí tendremos la definición más clara y concisa de dónde reside el núcleo de la opresión nacional española sobre Catalunya. Sin duda la UCCP chocó en esas tinieblas que tanteaba a ciegas con la respuesta coherente a este problema en el momento en que se preguntaba, retóricamente, “por qué recurrir al derecho de autodeterminación que significa separación y formación de un Estado propio. Pero chocarse con la verdad es, seguramente, lo antitético de su comprehensión. Para la UCCP era imposible llegar a una interpretación marxista de esta cuestión, pues ya habían emitido su veredicto por anticipado: el procés es una creación de Mas y Convergència en la que la nación catalana no juega ningún papel más que el de títere inerte. Nos lo confirman, al final del epígrafe titulado ¿Es Convergencia un instrumento para la liberación de “la opresión” de Cataluña? (perteneciente al texto Independencia de Catalunya: entre burguesías anda el juego), al realizar las siguientes preguntas, de nuevo, retóricas:

“¿Quién puede pensar en su sano juicio que con CDC dirigiendo el proceso de autodeterminación en Catalunya puede desembocar en algo positivo para la clase obrera, con el carácter de clase burgués de este partido? ¿Cómo se puede pensar que en el momento actual el proceso de independencia de Cataluña puede avanzar sin el concurso de CDC? ¿Cómo se puede llegar a pensar que CDC está dispuesto a llevar hasta sus últimas consecuencias el proceso de independencia sin traicionarlo, cuando de lo que se trata es de aprovechar la movilización social para llegar a acuerdos con el Estado con el objetivo de modificar la actual financiación de la Generalitat?”

De nuevo constatamos que las opiniones de la UCCP son una mezcla explosiva de verdades de perogrullo, mixtificaciones y simplismos varios. Para empezar, diremos que sólo tienen que buscar cualquiera de nuestros documentos sobre la cuestión nacional catalana para encontrar en ellos la denuncia explícita del chalaneo nacional[48], como diría Lenin, al que la vieja Convergència quiere someter el movimiento nacional. No obstante, el fatal error que ha cometido la UCCP es no ser capaz de ver más allá de Mas y los suyos e identificar absolutamente al movimiento democrático de masas con su dirección política contingente, la cual, de hecho, se ha visto numerosas veces en apuros para evitar que las masas catalanas escaparan al control de los convergentes. Tal es el músculo de este movimiento nacional democrático que ha pasado por encima, precisamente, del primer instrumento de orden de que disponía la burguesía catalana: la coalición de Convergència i Unió. Su fractura, la imposibilidad de arreglo y la posterior disolución de Unió es un síntoma incuestionable. Además, que ese capital medio (los principales representados por los restos de CDC, ahora Partit Demòcrata Europeu Català o PDECAT) haya virado políticamente hacia el independentismo en masa, cuando nunca ha sido su proyecto histórico, y que ERC –a pesar de su poca sangre– esté disputando al PDECAT la hegemonía en el procés, sólo revela la radicalización general de las fracciones burguesas catalanas por mor, precisamente, del músculo del movimiento democrático –y la cerrazón de Madrid, naturalmente–, de composición social principalmente pequeñoburguesa. Pero el problema real de confundir autodeterminación con nacionalismo es que pasa por alto todas las lecciones del leninismo. Un par de citas del bolchevique ruso nos bastarán para refutar esto:

“(...) esta resolución, al reconocer en su punto cuarto el derecho a la autodeterminación, parece 'conceder' el máximo al nacionalismo (en realidad, en el reconocimiento del derecho a la autodeterminación de todas las naciones hay un máximo de democracia y un mínimo de nacionalismo)...”[49]

“En su temor de 'ayudar' a la burguesía nacionalista de Polonia, Rosa Luxemburgo [¡o la UCCP!, añadiría nuestra Redacción] niega el derecho a la separación (…) y a quien ayuda, en realidad, es a los rusos ultrarreaccionarios. Ayuda, en realidad, al conformismo oportunista con los privilegios (y con cosas peores que los privilegios) de los rusos.”[50]

Por otro lado, en otro documento anterior, la UCCP planteaba que:

“Dado el grado de desarrollo del capitalismo en España, de su condición de estado integrado en el sistema imperialista mundial de dominación, del que participan las burguesías: catalana, vasca o gallega. Plantear la consigna de autodeterminación, especialmente si proviene de colectivos y organizaciones que se proclaman comunistas, presupone no solo un freno y una traba a las luchas obreras, sino una sinrazón (…).”[51]

Los elementos criticables en este párrafo son varios. La falacia del “grado de desarrollo del capitalismo en España” ya la hemos refutado, en el segundo apartado, al dedicar unas pocas palabras al problema irlandés y lo que Marx y Lenin planteaban al respecto. Aquí nos centraremos en el final del fragmento. Nos vemos obligados a preguntar a la UCCP cuáles son esas luchas que se ven “frenadas” y “trabadas” por el reconocimiento de la autodeterminación. Pregunta que carece de respuesta por dos motivos: primero, porque no existe ninguna lucha revolucionaria de masas en nuestro Estado, y no se puede frenar aquello que todavía no está en movimiento; además, si se refirieran a las luchas espontáneas, de resistencia, deberíamos recordarles que entre éstas y la revolución no existe continuidad alguna, por lo que su argumento es lógicamente insostenible. Segundo, porque lo que sí “frena” y “traba” el potencial revolucionario de nuestra clase son las querellas nacionales irresueltas, el odio y los prejuicios nacionales, etc. De hecho el propio Stalin da tres grandes argumentos en esta dirección por los que el proletariado debe atenuar (por la vía democrática), en la medida de sus posibilidades, el problema nacional: para que la opresión no embote la conciencia de los obreros de las naciones oprimidas; para que las tensiones nacionales no puedan desviar la atención de los proletarios de los problemas sociales a los problemas nacionales; y para que esas tensiones nacionales no deriven en el enfrentamiento y azuzamiento de unas naciones contra otras. El argumento de la UCCP se ha vuelto en su contra.

Pero todos estos elementos forman en la conciencia de la UCCP un laberinto inexpugnable, un misterio inextricable e inescrutable. Al intentar indagar un poco más en la significación de la autodeterminación y su papel para el marxismo-leninismo, elaboran todo un galimatías. Veámoslo:

“El marxismo-leninismo es muy claro respecto a la cuestión nacional, se diferencia cualitativamente de la doctrina burguesa en que todas las naciones tienen el derecho a la autodeterminación como medio de sacudirse la opresión que sufren de cualquier otra nación (aspecto democrático burgués de la reivindicación como medio para resolver la contradicción interburguesa entre el aspecto nacional e internacional del capital), pero cada clase representa unos intereses muy distintos, determinado por su naturaleza social y la finalidad que persigue: El aspecto reaccionario, nacionalista-burgués de la burguesía al desarrollarse como clase nacional independiente, disputando con otras burguesías nacionales su derecho a apropiarse de la plusvalía arrancada a su proletariado. El aspecto revolucionario, internacionalista del proletariado al desarrollarse como clase internacional, que se lo impide el interés de la nación opresora limitando desarrollo cuantitativo y cualitativo al condicionar el desarrollo económico de la nación oprimida.”[52]

De todo este embrollo podemos extraer al menos tres ideas: que a) la autodeterminación sólo es progresista, democrática, si se le concede a naciones de escaso desarrollo capitalista y precisamente con objeto de subsanar esta posición; que, b) por tanto, la autodeterminación será reaccionaria si la reclaman naciones desarrolladas en el sentido capitalista; y c) que lo revolucionario de la cuestión nacional reside en el desarrollo internacionalista del proletariado. Estas ideas, además, son perfectamente localizables en otros puntos de sus escritos, y ya nos hemos encargado de demostrar su naturaleza. No obstante, podemos profundizar un poco más. Primero, una lectura atenta del párrafo citado nos demostraría que, ciertamente, los puntos a) y b) resultan lógicamente contradictorios entre sí. Si el derecho a la separación resulta reaccionario en las naciones desarrolladas porque la burguesía que lo invocara querría “apropiarse de la plusvalía arrancada a su proletariado”, pero en cambio sería progresista si una nación atrasada anhela oponerse al “interés de la nación opresora” de “condicionar el desarrollo económico de la nación oprimida”, ¿no resulta obvio que, en el segundo caso, la burguesía de una nación oprimida y poco avanzada en el sentido capitalista estaría también luchando por “apropiarse de la plusvalía arrancada a su proletariado” para potenciar su propio proceso de acumulación? Es obvio que sí. Nos resulta terriblemente curioso que, dada su obcecación con los problemas económico-estadísticos, la UCCP no haya caído en esta pequeñez. Pero, como hemos dicho, en lo referente a la autodeterminación poco importan estas obviedades. La burguesía es la encarnación de la extracción de plusvalía, y remitirse a esta circunstancia para negar la democracia no es más que burdo economismo imperialista. La UCCP nos confirma que esta caracterización le viene con un guante –bordeando igualmente la posición trotskista sobre la cuestión nacional– al decir, también, que:

 “(...) si vemos esta cuestión desde la atalaya del imperialismo, es decir, desde el punto de vista del desarrollo alcanzado por el capital, desarrollo internacionalizado de las relaciones capitalistas de producción, la intención de una nación a querer ser independiente sin poner en entredicho el carácter de ese Estado es profundamente reaccionario porque es pretender volver atrás en el desarrollo objetivo de la sociedad.”[53]

Con esta dureza combatía Lenin semejantes ideas simplonas:

“Únicamente gente incapaz en absoluto de pensar, o que desconoce en absoluto el marxismo, deduce de esto [de la primacía de la burguesía bajo la democracia burguesa –N. de la R.]: ¡Entonces la república no sirve para nada; la libertad de divorcio no sirve para nada; la democracia no sirve para nada; la autodeterminación de las naciones no sirve para nada! Los marxistas, en cambio, saben que la democracia no suprime la opresión de clase, sino que hace la lucha de clases más pura, más amplia, más abierta, más nítida, que es, precisamente lo que necesitamos. Cuanto más amplia sea la libertad de divorcio, tanto más claro será para la mujer que la fuente de su 'esclavitud doméstica' es el capitalismo, y no la falta de derechos. Cuanto más democrático sea el régimen político, tanto más claro será para los obreros que la raíz del mal es el capitalismo, y no la falta de derechos. Cuanto más amplia sea la igualdad nacional (que no es completa sin la libertad de separación), tanto más claro será para los obreros de la nación oprimida que el quid de la cuestión está en el capitalismo, y no en la falta de derechos. Y así sucesivamente.”[54]

Naturalmente, según todos los indicios, también el punto c) está interpretado a la manera economicista. Pues, para ellos, la deseable posibilidad para el proletariado de “desarrollarse como clase internacional” parece remitirse exclusivamente a una cuestión económica (lo confirma el hecho de que relacionen este desarrollo con el desenvolvimiento económico de la nación oprimida), es decir, a la consolidación del proletariado como clase en sí alrededor del globo. Pero esto, cosa que el imperialismo ya ha procurado en lo esencial a lo largo y ancho del mundo, no es todavía internacionalismo. Constituye, en todo caso, su condición de posibilidad. El internacionalismo es, en esencia, “la unidad y la indivisibilidad de la lucha de clases”[55], es decir, la conciencia del proletariado del carácter universal de su revolución social.

Podríamos seguir enumerando concepciones erróneas de la UCCP, pues una vez que parten de la negación cerril del carácter de nación oprimida de Catalunya, los equívocos se suceden y acumulan, lógicamente, por doquier. Sus argumentos caen uno tras otro, como fichas de dominó o cartas en un castillo de naipes, al haber refutado esa premisa errónea, esa piedra maestra. No obstante, para acabar ya con este apartado, señalaremos sólo un par de aspectos más de las posiciones de la UCCP que, de nuevo, entran en contradicción con otros fragmentos de sus documentos y, sin duda, revela lo incoherente de sus posiciones ante este problema para con el comunismo revolucionario. Aquí nos aleccionan una vez más sobre el contenido de la autodeterminación según el marxismo-leninismo o, mejor dicho, según sus propios prejuicios:

“El proletariado no niega a la burguesía o a cualquiera de sus fracciones el 'derecho' democrático a independizarse, pero sí a que cuente con él para construir un nuevo Estado burgués frente al ya existente, también burgués. A ello ha de oponerse con todas sus fuerzas enfrentándose a cualquiera de las fracciones burguesas (…).”[56]

Argumento que toma cuerpo y se concreta en la siguiente conclusión:

“Votar SÍ-SÍ [en el referéndum del 9-N –N. de la R.] es una posición de lucha contra el capital monopolista, mientras que el boicot como consigna general es una posición de lucha contra el conjunto de la burguesía, la grande, mediana y pequeña, se vista como se vista, que consideramos más acertado que la timorata del voto SÍ-SÍ.”[57]

Como nos parece que con ese “boicot como consigna general” podría quedar relativamente diluido su alineamiento con el chovinismo español (el lector cándido pensará que quizá se refieran a los procesos de participación burgueses “en general” y no a este plebiscito en concreto, ¿no?), adjuntaremos otra cita aún más clara para que tampoco se nos pueda acusar de realizar una lectura capciosa de los textos de nuestros compañeros:

“En este sentido queda claro para nosotros que la postura correcta ante la convocatoria del referéndum para la formación de un estado 'genuinamente catalán' debe ser el boicot, dada su naturaleza y carácter de clase burgués.”[58]

La pirueta teórica es digna de admiración. En las tres citas aquí traídas a colación la UCCP ha empezado reconociendo que no puede negar el derecho de autodeterminación a ninguna nación (¡incluso a las que considera que no están oprimidas, según parece!); ha continuado diciendo que el proletariado no puede contribuir a la construcción de un nuevo Estado capitalista (razonamiento engañoso, como ahora veremos); para terminar apelando al boicot... ¡del propio referéndum de autodeterminación! ¡Qué manera tan excéntrica de “no negar” el derecho a la autodeterminación!

Intentemos, no obstante, deshacer este lío paso por paso. En primer lugar, afirman acertadamente que el proletariado reconoce el derecho general, de todas las naciones, a su autodeterminación. Lo que desde nuestro punto de vista carece de todo sentido es que apelen a este derecho al analizar la cuestión catalana en particular si no la consideran una nación oprimida. ¿Qué sentido tiene que, como conclusión de su análisis concreto, invoquen ese derecho para cualquier nación si lo que quieren demostrar es, precisamente, que para toda nación desarrollada ese derecho no debería existir, por no poder estar oprimida? ¿Acaso tendría algún sentido que hablaran de autodeterminación, por ejemplo, para Francia, Alemania o Estados Unidos, naciones que gozan plenamente de sus derechos e igualdad política? ¿Sería concebible que alguien, parloteando acerca de Inglaterra, solicitara para ella el derecho de autodeterminación? Evidentemente no. Aunque el marxismo revolucionario reclama la autodeterminación como una cuestión de principio en el plano teórico (para todas las naciones, efectivamente), resulta cristalino que no puede hablarse en concreto de “reconocer la autodeterminación” si nuestra conclusión es que una nación dada no está oprimida ni sufre la injerencia política de una potencia hostil, es decir, si ya ejerce su autodeterminación de manera cotidiana. Si Catalunya no estuviera oprimida (y ya hemos demostrado que sí lo está), ¿a cuento de qué se iba a autodeterminar? Si España (que efectivamente no sólo no está oprimida, sino que oprime a otros pueblos) no está oprimida, ¿qué locura sería ésa de reclamar la autodeterminación para ella? La UCCP ha caído en este razonamiento paradójico pues, negándose una y otra vez a admitir que Catalunya está oprimida, al final le reconoce su derecho a la autodeterminación. ¡Extraño razonamiento!

Sin embargo, debemos señalar que las cuestiones problemáticas no terminan aquí. Dos cosas más se desprenden de las citas que estamos diseccionando: primero, que el proletariado debe oponerse... no sabemos si a que la burguesía cuente con él para la construcción positiva del Estado burgués catalán y, por tanto, la nacionalización de las masas (lo cual sería una posición, por fin, verdaderamente marxista) o a que se dé esa misma construcción estatal. La formulación literal apuntaría a esa primera posibilidad. La oración subordinada (“A ello ha de oponerse...”) parece referirse a esto. No obstante, lejos de nosotros cualquier empirismo metodológico, nos vemos obligados a dar primacía al contexto general sobre el texto particular, al espíritu chovinista de las posiciones de la UCCP sobre la letra inscrita en frases aisladas. Y en la medida en que comprobamos que terminaron invocando el mismísimo boicot de cara al referéndum del 9-N en Catalunya, nos parece más plausible pensar que a lo que “ha de oponerse” el proletariado, según esta organización, no es sólo a su participación activa en la edificación de un Estado catalán (que, insistimos, sería una posición justa) sino, principalmente, a la existencia misma de ese Estado y a que el proletariado contribuya a facilitar esa posibilidad (lo que es una postura socialchovinista). El matiz parece pequeño pero nos esforzaremos en esclarecerlo. Veamos, antes de continuar, cómo formulaba Lenin este problema. En Balance de la discusión sobre la autodeterminación aclaraba, para empezar, la relación entre la protesta política (contra la opresión nacional, por la autodeterminación) y la propuesta política:

“Admitamos que salgo a la calle en cualquier ciudad europea y expreso públicamente, repitiéndolo después en la prensa, mi 'protesta' contra el hecho de que no se me permita comprar a un hombre como esclavo. No cabe la menor duda de que se me considerará, con razón, un esclavista (…). No cambia nada el hecho de que mis simpatías por la esclavitud adopten la forma negativa de la protesta, y no una forma positiva ('estoy a favor de la esclavitud'). La 'protesta' política equivale por completo a un programa político. Esto es tan evidente, que incluso resulta violento verse obligado a explicarlo. En todo caso, estamos firmemente seguros de que la izquierda de Zimmerwald, al menos –no hablamos de todos zimmerwaldianos porque entre ellos figuran Mártov y otros kautskianos–, no 'protestará' si decimos que en la III Internacional no habrá lugar para quienes sean capaces de separar la protesta política del programa político, de oponer la una al otro, etc.”[59]

La UCCP ha caído de lleno en esta contradicción. Dice reconocer el derecho a la autodeterminación (es decir, protesta contra la opresión nacional), pero cuando toca aplicar ese principio políticamente termina negándolo de la peor de las maneras, oponiéndose al hecho mismo del referéndum en el que la nación catalana expresó su voluntad. Tanto es así que coincidió con dos... llamémoslas entidades con las que, estamos seguros, la UCCP no estará feliz de coincidir: Reconstrucción Comunista, cuyo castellanismo fantástico les llevó también a llamar al boicot al referéndum del 9-N y... ¡el mismísimo Estado español, que amenazó en reiteradas ocasiones con pasear sus democráticos y diplomáticos tanques por la Diagonal barcelonesa!

Pero continuemos con nuestra exposición. ¿Qué hay de esa “oposición” que la UCCP le propone al proletariado contra la existencia de un Estado catalán? ¿Acaso la nación catalana no debe contar, en el singular contexto actual, con la clase obrera para su separación del Estado español, por mucho que luego ésta no se enfangue políticamente en su construcción? Ya hemos demostrado que si el “reconocimiento” a la autodeterminación deriva en el boicot a aquellos medios que pueden ser útiles para la aplicación de tal derecho, uno ha caído en el fango del socialchovinismo. Si uno “protesta” (boicot mediante) contra un referéndum de autodeterminación, equivale a que en su programa inscribiera la reivindicación de la “unidad de España”. Pero veamos los argumentos concretos que vienen a justificar este nacionalismo español. Nos decían que el “Sí-Sí” en el 9-N equivalía a luchar “sólo” contra el capital monopolista, mientras que el boicot representaba la “lucha contra el conjunto de la burguesía, la grande, mediana y pequeña, se vista como se vista”. Pero, ¿es esto siquiera cierto? ¿El boicot luchaba contra toda la burguesía? Para demostrar esto tendrían que haber hecho un análisis de las posiciones de todas las clases y fracciones de clase frente al problema nacional. Nosotros lo hemos hecho y, ¿con qué resultado? Ha resultado obvio que los partidos depositarios de la confianza del capital financiero (PSOE, PP y, en parte, C's) estaban rotundamente en contra tanto de la independencia como de la propia celebración de la consulta, proponiendo palos y/o zanahorias para acallar el anhelo radical del movimiento nacional catalán. (Y, precisamente, si Podemos no goza de esa buena relación con los monopolistas patrios es –además de por querer devolver a la aristocracia obrera sus viejas prebendas–, principalmente, por no defender con demasiada explicitud su total conformidad con el ordenamiento territorial del Estado –aunque ya hayamos visto que, en el fondo, las fronteras coercitivas impuestas por España les son gratas–). ¿A quién pretenden engañar? Sea como fuere, ya hemos dejado claro que nuestra posición no se basaba en el apoyo a unos burgueses pequeños o medianos frente a los grandes, sino en el apoyo (condicional, como luego veremos) a un movimiento de liberación democrático frente al yugo reaccionario español. Aún así, ¿con qué otros argumentos para negar la misma celebración del referéndum nos hemos encontrado más arriba, en las últimas citas de la UCCP? Una pueril oposición al hipotético nuevo Estado catalán... “dada su naturaleza y carácter de clase burgués”[60]. ¡Demoledor! ¡Paren las rotativas! Nos hemos quedado sin argumentos ante semejante verdad, absolutamente desconocida por nosotros. ¡Resulta que una República Catalana sería burguesa! ¿¡Cómo no nos hemos percatado antes de esta terrible, terrible realidad!? Un nuevo Estado burgués... y nosotros somos proletarios. La contradicción absoluta, la incoherencia hecha carne, el deshonor llamando a nuestra puerta... Pero, ¡esperen! Quizá quede algo de esperanza y todo este drama tenga un final feliz. Quizá, y sólo quizá, nuestros clásicos dijeran algo sobre esto. ¡Quizá incluso nos den la razón! Veamos. No nos iremos a buscar muy lejos. Abramos la obra clásica del marxismo-leninismo sobre la cuestión nacional. Aquélla elaborada por un “portentoso georgiano”:

“A veces, la burguesía consigue arrastrar al proletariado al movimiento nacional, y entonces exteriormente parece que en la lucha nacional participa 'todo el pueblo', pero eso sólo exteriormente. En su esencia, esta lucha sigue siendo siempre una lucha burguesa, conveniente y grata principalmente para la burguesía [¡vaya, igual la UCCP está en lo cierto!].

Pero [¡pero!] de aquí no se desprende [¡ahí viene la estocada!], ni mucho menos [!], que el proletariado no deba luchar contra la política de opresión de las nacionalidades.”[61]

Ya hemos visto cómo “lucha” la UCCP “contra la política de opresión” que sufre Catalunya. Si fueran coherentes y tuvieran la capacidad militar para ello (y los catalanes y los obreros conscientes españoles agradecemos que no sea así) deberían haber mandado sus propios batallones a requisar las mismas urnas que el Estado español no se atrevió, aun deseándolo, a secuestrar. Pero, por si esta cita no ha convencido a nuestros extraviados compañeros, traigamos alguna más:

“Los destinos del movimiento nacional, que es en sustancia un movimiento burgués, están naturalmente vinculados a los destinos de la burguesía. La caída definitiva del movimiento nacional sólo es posible con la caída de la burguesía. Sólo cuando reine el socialismo se podrá instaurar la paz completa [en materia nacional, naturalmente]. Lo que sí se puede, incluso dentro del marco del capitalismo, es reducir al mínimo la lucha nacional, minarla en su raíz, hacerla lo más inofensiva posible para el proletariado. (…) Para ello es necesario democratizar el país y dar [¡nada de boicotear!] a las naciones la posibilidad de desarrollarse libremente.”[62]

Stalin es muy claro al respecto: reducir al mínimo la lucha nacional y hacerla inofensiva para el proletariado. Es decír, hacer valer los intereses estratégicos del proletariado a través de una táctica concreta cuando el problema nacional está sobre la mesa. ¿Qué propone, por el contrario, la UCCP? Citaremos un extenso párrafo para ilustrarlo:

“El proletariado ha tenido hasta estos momentos una actuación seguidista en el seno del movimiento, dejándose llevar por las opiniones y decisiones de las distintas fracciones burguesas que tienen intereses materiales en esta pugna, aunque suponemos que habrá una parte importante que se muestre silenciosa sobre el tema, que se expresa a través de la abstención en las distintas consultas electorales que se han querido ligar indirectamente al proceso independentista. La verdad es que no se sabe hacia dónde se decantaría mayoritariamente en un referéndum convocado abiertamente y sin ningún tipo de cortapisa. Eso es una cuestión que no lo sabemos hoy en día y, por ello, no debemos especular sobre ninguna posibilidad de que se decante hacia una u otra posición presente en el tablero político. Lo que está claro es que no hay únicamente dos alternativas en pugna de acuerdo a los intereses de las dos fracciones burguesas que se enfrentan, sino tres, la de no participar, que representa, según nuestro punto de vista, la posición correcta del proletariado ante este dilema.”[63]

¿No es gracioso? La UCCP acusa a otros –entre los que estamos incluidos– de seguidistas por habernos decantado, pero ellos optan por “no participar”... ¡básicamente porque no se sabe que resultaría del referéndum! Este razonamiento es, para empezar, terriblemente falaz, pues ni siquiera se ajusta a la más reciente realidad desde el momento en que la UCCP no se abstuvo de participar políticamente con motivo del plebiscito, sino que adoptó una posición muy clara (recordemos a Lenin: la palabra es también un acto) y que ya hemos visto: promovió su boicot. Sin embargo, desde el punto de vista teórico y metodológico, es un argumento marcadamente espontaneísta: “no sabemos qué va a pasar, así que mejor no especular ni decantarse”. Sustituye la actividad subjetiva a la que apela el marxismo por la previsión positivista. Y, ante su incapacidad de anticipar el resultado de un proceso político, deciden no comparecer. ¡Virtuoso seguidismo a la incertidumbre: el futuro dirá! Podemos llamar a esto el Gato de Schördinger de la política... ¡o el Voto de la UCCP! El referéndum resulta simultáneamente en secesión y unionismo... hasta que abramos la caja (o la urna). Es sólo entonces cuando la realidad decide decantarse. Bromas aparte, esto no puede dejar de recordarnos al método predictivo de Trotsky, al que se le opone el método activo de Lenin:

“En esto consiste la diferencia radical entre el método de Lenin y el método de Trotsky: para éste, la política –el análisis político– es previsión, anticipación del decurso de los acontecimientos; para Lenin, el análisis político es sólo un instrumento para incidir o para contribuir en ese devenir; para Trotsky, lo fundamental es la relación acierto-error de una tesis política, en último caso, su conclusión, el resultado, 'resultado' que debe ser lo más acorde posible con los hechos finales; para Lenin, lo principal es el contenido de esa tesis, el momento fijado por la misma y la actitud que subjetivamente vamos a adoptar hacia ese momento captado por nuestro análisis, precisamente para transformarlo en la dirección del objetivo deseado. Lenin no sustituye el 'resultado' de los acontecimientos reales por el 'resultado' del análisis. Ésta no es la cuestión: se trata de que este último permita influir sobre los acontecimientos como tales.”[64]

 Como podrá observarse, aquí la UCCP adopta el método trotskista pero a la inversa: como no se ven capaces de prever, no se decantan; por el contrario, la Línea de Reconstitución adoptó una posición política precisamente para “influir en los acontecimientos” hacia “la dirección del objetivo deseado”; en este caso, hacia la unidad libre y voluntaria del proletariado. Pero, por si quedaba alguna duda de este método predictivo de la UCCP que antepone los resultados espontáneos a la actividad subjetiva, lo volvemos a comprobar cuando nos dicen que:

“(...) hay que comprender que a la clase obrera [se refieren a su vanguardia –N. de la R.] no se le puede ocurrir esgrimir ese derecho sin poner en primer término el carácter de clase del resultado del proceso, del Estado a construir, pues de ello va a depender su actuación y su entrega (…).”[65]

La UCCP se retuerce para justificar su insostenible postura:

“La aceptación del internacionalismo proletario por parte del proletariado catalán y español como teoría revolucionaria común no depende de la independencia de Cataluña, ello es intranscendente para dicho objetivo, sino que se concreta en la reconstitución del partido de nuevo tipo y su implantación entre sus filas como línea de masas. El proletariado se educa políticamente y comprueba la certeza de su línea de actuación mediante la praxis revolucionaria; de otra manera es imposible pues es más fuerte la ideología burguesa que domina su actividad social.”[66]

¡Qué pesadumbre nos provoca este párrafo! ¡Los compañeros de la UCCP no han entendido nada! En las numerosas ocasiones en las que el Movimiento por la Reconstitución ha explicado los motivos que llevaron a apoyar (condicionalmente) la independencia de Catalunya, siempre se ha dejado claro que el contenido internacionalista de nuestra postura no depende de que dicha independencia se termine consumando –es algo que hoy, obviamente, escapa a nuestra capacidad de transformación y a la de todo el MCE; el contenido internacionalista reside esencialmente en nuestra actitud frente al problema, en esa praxis que, precisamente, puede educar al proletariado en la igualdad nacional y su unidad internacionalista para la reconstitución ideológica y política del comunismo. Y ¿cómo pretende educar la UCCP al proletariado? Boicoteando el intento del pueblo catalán de decidir su futuro. ¡Brillante forma de educación... pero en los privilegios y la opresión nacional!

Los errores de la UCCP se extienden, por lo demás, en una serie de pequeñas ramificaciones originarias todas del mismo tronco común. Esto demuestra, además, lo arraigado de los prejuicios chovinistas en la vanguardia española, incluso entre camaradas adheridos al campo antirrevisionista. De hecho, cuando el presente escrito ya estaba prácticamente listo para la imprenta, la UCCP publicó un artículo (En torno a la Cuestión Nacional, que hemos ido citando a lo largo del apartado) en el que, entre otras cosas, viene a polemizar con la posición del Movimiento por la Reconstitución en el 9-N y los motivos que esgrimimos para justificarla. Este nuevo texto, lejos de hacer caducar los argumentos aquí expuestos por nosotros, vienen a certificar y confirmar la justeza de nuestras valoraciones sobre el chovinismo español de la UCCP. En el documento de los compañeros no se presenta, realmente, ningún argumento distinto o novedoso en su fondo, sino que se ahondan y sistematizan los que ya hemos criticado en las páginas precedentes. Por ese motivo, tras estudiarlo con el detenimiento que merece, hemos considerado improcedente e inútil detenernos específicamente en cada uno de los nuevos desaires que conforman su último artículo y nos hemos limitado a extractar alguno de los pasajes más sangrantes; el lector inteligente encontrará respuesta a todos sus planteamientos, directa o indirectamente, en las líneas de este epígrafe que termina. De cualquier modo, lo que sí nos parece menester reseñar es que la UCCP ha empleado cierta táctica impropia de los comunistas: en aras, según todos los indicios, de hacer nuestra posición más endeble, se han tomado la vergonzosa libertad de manipular abiertamente una cita, haciendo que diga exactamente lo contrario (usando un prefijo que no aparece en el original) que en su verdadera redacción. En su artículo, la UCCP cita el documento de debate del MAI (Sobre la posición de la vanguardia marxista-leninista ante el 9-N) recogido en el Dossier sobre la cuestión nacional de nuestras Ediciones Línea Proletaria. Donde los camaradas explicitan que el apoyo al Sí-Sí que proponen es condicional, la UCCP reproduce parcialmente el párrafo sustituyendo condicional por incondicional. Quisiéramos ser tan ingenuos como para pensar que ha sido un desafortunado desliz, pero nos cuesta creer que el simple despiste añada letras con un sentido tan concreto y conveniente para el presunto manipulador. Y, en cualquier caso, de haber sido involuntario, ello demostraría con qué poca atención han estudiado nuestros documentos y el espíritu que les subyace: han citado en su libelo un argumento, supuestamente nuestro pero antagónico al resto de las posiciones que sostenemos sobre el particular, y no les ha llamado la atención. Entonaremos junto a la canción, a modo de consejo para el futuro, un cordial you better watch out!


  1. El Movimiento por la Reconstitución contra el chovinismo español

Poco nos queda, ciertamente, por añadir sobre la cuestión nacional. El lector habrá podido ir descubriendo nuestras posiciones a medida que confrontábamos las del chovinismo, ya fuera el de las fuerzas parlamentarias, gestoras de la explotación y la opresión (también nacional) de las masas, o el de las revisionistas, gendarmes dentro del MCE de los privilegios de la nación española. Así las cosas, en este apartado sólo trataremos de completar nuestra exposición con aquellos elementos que han quedado sin señalar, procurando cerrar el círculo y que nuestras posiciones queden armoniosamente explicadas ante el conjunto de la vanguardia.

Naturalmente, no podríamos dejar de referirnos aquí a nuestra toma de partido en la señalada fecha del 9-N (2014), pues ¿acaso hay mejor forma de demostrar la coherencia y fortaleza de la ideología marxista que en su aplicación práctica, concreta? Nuestros revisionistas, tan “ortodoxos” (o rígidos) en la teoría que casi ninguno de ellos negaría el derecho a la autodeterminación; tan obsesionados con la práctica que todo lo que pueden ofrecer es practicismo miope y estéril, se vieron por lo general abrumados ante la gran política, ante uno de esos eventos singulares de la lucha de clases a gran escala en los que –aun sin tener una influencia crucial entre las amplias masas– la situación requiere un posicionamiento político claro y concreto, que la práctica totalidad de los mismos formaron disciplinados defendiendo las fronteras impuestas por la burguesía de manera violenta y coactiva, su statu quo y, en definitiva, su orden. Nuestro Movimiento (que, como hemos señalado en otros sitios, se empieza a articular mientras el pueblo catalán expresaba su democrática voluntad), por el contrario, hizo dos cosas: en primer lugar, estudiar la situación concreta a la luz de las enseñanzas de los clásicos y desarrollar internamente la lucha de dos líneas para avanzar colectivamente en la que debía ser una solución proletaria ante el reto que todos los comunistas teníamos ante semejante evento; en segundo lugar, exponer la justeza de nuestro análisis, demostrar el nulo apego que sentimos ante el Estado español y sus fronteras y, naturalmente, reafirmarnos en nuestro compromiso internacionalista.

No obstante, ¿qué impidió e impide al revisionismo adoptar una postura coherente con la cosmovisión del proletariado? Ciertamente, en muchos casos, el simple y estrecho interés de clase de la aristocracia obrera española, temerosa de perder sus prebendas si la región más rica del país deja de contribuir a pagar su modo de vida pequeñoburgués. En otros casos, ese mismo interés de clase pero en su versión melancólica: el aristobrero proletarizado teme no recuperar nunca su vieja posición privilegiada si Catalunya no ayuda a levantar el país... y su salario. Pero en muchos otros casos, autodeclarados comunistas sólo son capaces de pergeñar posicionamientos reaccionarios por el simple peso de la costumbre. La costumbre nada desdeñable que impone décadas de educación del comunista en el sindicalismo, en el politiqueo, en la burocracia y, sobre todo, en el materialismo vulgar y no en la dialéctica. Hemos visto cómo la UCCP identificaba con bastante miopía al movimiento democrático catalán, genuina y duradera movilización de masas, con los estrechísimos intereses de una fracción determinada de la burguesía catalana. Fracción que hasta hoy ha sabido reconducir el devenir de ese mismo movimiento en su interés (en esa capacidad es donde se expresa la hegemonía), sin duda, pero cuyos egoístas objetivos no están en el origen de la movilización del pueblo catalán, ni tampoco pueden explicar su efervescencia y vitalidad. Por eso insistimos en el déficit dialéctico que está en el fondo de la incomprensión que el MCE ha demostrado fatalmente en las últimas fechas.

El revisionismo no ha entendido la viva contradicción entre vanguardia y masas del movimiento nacional (como tampoco la comprende en lo que al Partido Comunista se refiere) pues, quienes nos tienen acostumbrados a explicar la historia desde las traiciones individuales, los infiltrados y los “errores” de tal o cual personaje, difícilmente conseguirán desentrañar las complejas relaciones, siempre abiertas en su devenir, que se establecen entre los anhelos de un pueblo oprimido y las fracciones dominantes de su clase explotadora. Lo mismo le pasó, por cierto, al Partit Comunista del Poble de Catalunya (PCPC), que llamó al voto nulo (una suerte de boicot timorato e incoherente) tras determinar que “todo el 'proceso' está en función de los intereses de la burguesía catalana por hacer participar a Cataluña en el polo europeo y la OTAN”[67]. ¡Soberana estupidez! Como si la “burguesía catalana” (no nos dicen cuál de sus fracciones, cosa que ahora no es precisamente baladí, dada la polarización entre los monopolistas y la pequeña y mediana burguesía) no estuviera ya plenamente integrada en la UE y la OTAN. Es obvio que el pueblo catalán aspira a algo diferente, algo que el Estado español no puede ofrecerle: una idea tan simple como disponer de sí mismo sin ninguna imposición por parte de una nación extranjera.

La contradicción que acabamos de desgranar (entre vanguardia y masas del movimiento nacional catalán) tiene otra expresión, otro plano u otro nivel de lectura. En efecto, existe aquí una oposición entre el contenido democrático de dicho movimiento (asociado y relacionado con la participación de las masas en el mismo) y su aspecto nacionalista (vinculado, al menos hasta el presente, a las élites que lo quieren usar como factor de presión y negociación). “Y cuanto más decrecía el movimiento de liberación, más esplendorosamente florecía el nacionalismo”[68]. ¡Qué bien lo supo ver el georgiano! ¡Y con qué frivolidad se reivindica su figura, frivolidad directamente proporcional a la facilidad con la que se olvida lo mejor de su legado! Efectivamente, es tarea y deber de los comunistas apoyar el contenido liberador y democrático del movimiento nacional, precisamente para minimizar su tendencia nacionalista. Es imprescindible, y la única manera segura de barrer con los prejuicios nacionales que lastran la unidad de nuestra clase, empezando por la vanguardia. ¡Cómo va un revolucionario catalán a confiar en su hermano de clase español, si éste no escucha cuando el compatriota de aquél pide la palabra para denunciar la opresión que sufre! ¡Y cómo no va a odiarle si, cuando la toma, su hermano de clase le quiere reprimir y boicotear... igual que el Estado que los tres odian y que dos de ellos quieren destruir!

“En todo nacionalismo burgués de una nación oprimida hay un contenido democrático general contra la opresión, y a este contenido le damos un apoyo incondicional, apartando rigurosamente la tendencia al exclusivismo nacional (…).”[69]

Una dialéctica más se nos presenta cuando deseamos definir nuestra posición concreta ante un movimiento que nos obliga a tenerlo en cuenta. Como argumentaba Lenin contra Rosa Luxemburgo, el reconocimiento de la autodeterminación, que es en principio, teóricamente, para todas las naciones, en nuestra política proletaria concreta “se refiere tan sólo a los casos en que existe tal movimiento”[70]. Y una vez que éste ha puesto sobre la mesa el problema de la separación de tal o cual nación –en este caso Catalunya– respecto de otra –España–, debemos ponderar y contrastar el peso específico real de susodicho movimiento nacional con el movimiento revolucionario del proletariado en la nación opresora. Es algo que también hemos introducido al comentar someramente el tema irlandés. No obstante, en este problema como en los otros, nuestros revisionistas carecen de la necesaria soltura dialéctica para realizar estas operaciones analíticas. No han sido capaces, siquiera, de comprobar empíricamente la inexistencia de un movimiento revolucionario de masas o algo que se le parezca, único factor que podría relativizar la importancia del movimiento nacional o, mejor dicho, suplirla. Pero, como nos ha pasado antes con la UCCP acompañándoles por los oscuros senderos de la negatividad, nuestros empiristas y positivistas no son muy buenos detectando lo ausente. Y como no hay una revolución en marcha que defender frente al nacionalismo de nación oprimida... ¡han decidido defender la sacrosanta unidad del Estado español –y del proletariado unificado a la fuerza bajo su yugo– frente al contenido democrático del movimiento catalán! ¡Mal negocio, señores revisionistas! ¡Bendita revolución la que estos caballeros quieren desarrollar, que depende de que los catalanes, gallegos y vascos desarrollen –espontáneamente, faltaría más– el Síndrome de Estocolmo para con sus captores españoles! Lejos de toda esta miseria, el Movimiento por la Reconstitución desarrolla su creciente organicidad a través de la lucha en el plano ideológico, y mediante la unión libre y voluntaria en el plano político, que también atañe a lo nacional.

Por ir terminando ya con la explicación que aquí estamos haciendo de los aspectos principales de nuestra concepción alrededor de la cuestión nacional, en perfecta coherencia, por cierto, con las enseñanzas de Lenin y Stalin en nombre del bolchevismo, apuntaremos sólo un par de cosas más. Este apoyo incondicional que hemos expresado hacia el contenido democrático del movimiento nacional (que no hacia la secesión), si no queremos perder nuestra independencia ideológica y política como vanguardia teórica marxista-leninista, debe ser acompañado de algún contrapeso. Hemos acusado a organizaciones como RC, el PCPC y también, por desgracia, a la UCCP de transigir o colaborar con el chovinismo español por compartir su postura política ante el 9-N. ¿No demuestra eso que nosotros transigimos con el menos fiero, pero igualmente antiproletario, nacionalismo catalán? Veamos primero cuál es el marco de análisis marxista para esta cuestión. Lenin, polemizando en 1916 con P. Kievski (que no reconocía el derecho a la autodeterminación por “utópico”), le espetaba:

“Si los obreros suecos no hubieran defendido incondicionalmente la libertad de separación de los noruegos, habrían sido chovinistas, cómplices del chovinismo de los terratenientes suecos, que querían 'retener' a Noruega por la fuerza, por la guerra. Si los obreros noruegos no hubieran planteado la separación condicionalmente, es decir, de modo que los miembros del Partido Socialdemócrata pudiesen votar y hacer propaganda contra la separación, habrían faltado al deber de los internacionalistas y caído en un estrecho nacionalismo burgués noruego. ¿Por qué? ¡Pues porque la separación la realizaba la burguesía y no el proletariado! (…) Porque, para los obreros conscientes, cualquier reivindicación democrática (comprendida también la autodeterminación), está subordinada a los intereses supremos del socialismo.”[71]

Y, como es bien sabido, el Movimiento por la Reconstitución cumplió debidamente con esta máxima y apoyó la independencia de Catalunya sólo de manera condicional, subordinando esta decisión a los “intereses supremos” del comunismo, hoy expresados en las necesidades de la Reconstitución. Como dijimos en su momento, es una posición temporal, para un determinado contexto de la lucha de clases; parcial, pues sólo se dirige al aspecto democrático de la separación y en ningún caso al exclusivismo nacional que pudiera resultar de una burguesía catalana con ansias de venganza; crítico, pues denuncia la instrumentalización que del movimiento nacional pretenden hacer ciertas fracciones burguesas de Catalunya; exterior, en la medida en que nuestra táctica-Plan se mantiene inalterada como guía de nuestro actuar político; independiente, en tanto que articulamos nuestra organización más allá de los valladares nacionales... Y es que la cuestión nacional catalana no sólo sirvió, como hemos dicho, para dar nacimiento –a través del estudio y la lucha de dos líneas– a nuestro Movimiento como algo más que una yuxtaposición espontánea de círculos; también nos familiarizó con el arte de la política, de la maniobra, de la táctica... así como nos ayudó a entender más profundamente la necesidad que tiene el proletariado de dominar, antes de imponer violentamente sus propias instituciones revolucionarias, las instituciones históricamente caducas de la burguesía. La vanguardia debe educarse, y así lo hicimos y seguiremos haciendo, en la utilización para beneficio de la revolución de los resortes que la burguesía legará como piezas de museo tras de sí (la democracia, por ejemplo) cuando la maduración de nuestras propias herramientas barra a esa decrépita clase de la faz de la Tierra. Porque, además de la educación de la vanguardia, también constituyó una buena ocasión para educar a las masas de nuestra clase en la igualdad nacional, en el desprecio estratégico a la legalidad burguesa –puesto que, conviene recordarlo, el referéndum del 9-N fue un acto ilegal contra el Estado (¡2,3 millones de personas desafiaron la legalidad vigente manifestando mayoritariamente su deseo de romper con el statu quo!)– y en la solución radical (y no reformista) de los problemas que la vida social plantea o nos deja en herencia. Y, lo que es más importante, supimos utilizar esta eventualidad como un trampolín para seguir fraguando, como nos exige el leninismo, la unidad libre y voluntaria de la clase obrera (hoy, de su vanguardia marxista-leninista) más allá y por encima de la teoría burguesa del marco de actuación[72] nacional, entretejiendo orgánicamente los lazos de los obreros de avanzada desde la conciencia revolucionaria y bajo el principio estratégico de la fusión internacionalista del proletariado de cara a la Reconstitución ideológica y política del comunismo.


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Hasta aquí nuestra extensa diatriba contra uno de nuestros peores enemigos: el chovinismo español de gran nación. Si, como decíamos en la introducción, el presente escrito ha servido en alguna medida para esclarecer y clarificar diversos problemas relacionados con la política nacional del proletariado, desde Línea Proletaria podremos darnos ampliamente por satisfechos. Esperamos no haber saturado al lector de argumentos, citas, comparaciones o metáforas; hicimos lo que consideramos necesario para que nuestra exposición fuera, a la vez que inteligible, completa y profunda. De lo que sí estamos seguros es de haber contribuido ya, con éste y los numerosos esfuerzos que le preceden, a ir reconstruyendo piedra a piedra la casa común del proletariado revolucionario: su unión libre y voluntaria basada en la mutua confianza internacionalista.


¡Viva la autodeterminación de las naciones oprimidas!

¡Viva el internacionalismo proletario!

¡Abajo el chovinismo de gran nación!

¡Por la reconstitución ideológica y política del comunismo!


Comité por la Reconstitución
Julio de 2017




Notas: