Editorial:

Reconstituir el futuro en medio de la crisis del presente

La crisis del bloque imperialista occidental

La pausa estratégica hace tiempo que terminó. Si el declinar y fin del Ciclo de Octubre había diluido al proletariado como actor político independiente, relegando la contradicción capital-trabajo a un segundo plano, también el escenario que propició el estertor de la Guerra Fría y la descomposición del bloque social-imperialista ha tocado a su fin. Durante décadas, el llamado Tercer Mundo, el vasto hogar de las desdichas de los países oprimidos, ha sido el lugar principal de la acción política internacional, ya como campo de juego de las superpotencias, ya como competición, más o menos coludida y civilizada (y es que toda civilización de clase se sostiene sobre una sangre de segunda: precisamente, la de los bárbaros), para ocupar el espacio dejado por la caída del antagonista soviético. Pero la gran depresión inaugurada en 2007-08 indica que el vacío se ha colmado. Nuevas expansiones significativas de las potencias implican un nuevo reparto del mundo, implican desplazamiento forzado, implican, de una forma u otra, la guerra interimperialista. Tal es hoy día la principal contradicción y la principal tendencia de la política global: la que enfrenta a las diferentes potencias imperialistas y sus maniobras de posicionamiento para afrontar en las mejores condiciones la eventualidad de otro pulso definitivo… al menos, si la especie humana no se extingue por el camino, hasta el próximo reparto…

               Ello, por supuesto, no significa que las otras contradicciones del imperialismo hayan dejado de estar presentes, sino que la cuestión es cuál determina en mayor medida en cada momento el devenir del complejo imperialista. Tampoco significa eso que los países oprimidos hayan dejado de ser el principal tributario de la sangre que exigen tales maniobras; lo que ha cambiado es la dinámica principal en la que se enmarca esa efusión. Nada más gráfico que comparar la invasión de Irak de 2003 con la actual guerra que desangra lo que un día fue Siria. En el primer caso fue una apabullante coalición imperialista la que pulverizó un Estado subsidiario, teniendo el largo conflicto subsiguiente más que ver con los flujos endógenos de resistencia de una sociedad traumatizada y desgarrada que con la oposición, simbólica, o la intervención, existente pero secundaria, de otros rivales regionales o globales del imperialismo que perpetró la agresión. Fue, pues, un cristalino ejemplo de la entonces contradicción principal imperialismo-países oprimidos. En el segundo caso, sin embargo, todo lo que originariamente pudo tener el conflicto de rebelión, guerra civil o incluso de resistencia anti-imperialista ha pasado en la actualidad, en la medida en que sigue reteniendo alguno de esos aspectos, a un segundo plano. Nada de lo que sucede hoy en Siria es autónomo a la dinámica de rivalidad imperialista: ni la resistencia al desgaste de los diversos bandos enfrentados, ni su alternativo protagonismo, ni, por supuesto, tampoco los objetivos finales a los que ellos pueden razonablemente aspirar. El epicentro donde todo ello se decide en última instancia está muy lejos de la arena siria.

               El sufrido Oriente Medio, de cuya maraña de conflictivos intereses cruzados, tanto regionales como mundiales, es la guerra en Siria el ejemplo paradigmático, no es el único punto de fricción de la rivalidad imperialista. Allí, el enfrentamiento entre el imperialismo occidental y el ruso, con la alargada sombra de China al fondo, se entremezcla, no sólo con la dinámica local de la lucha de clases, sino también con el duelo por la hegemonía regional protagonizado a día de hoy por Arabia Saudí e Irán, con, en este caso, la siniestra silueta del Estado sionista siempre presente. Pero otros lugares también son acusado foco de la tensión imperialista. Fundamentalmente, cabe mencionar dos escenarios destacados más: Europa oriental, ejemplificado con la guerra latente en Ucrania, donde de nuevo chocan el imperialismo occidental y el ruso, y la inmensa área de Asia-Pacífico y el Índico, donde, junto a enquistadas rivalidades regionales, se pulsan ahora, en medio de una enconada y creciente carrera armamentística y naval, el imperialismo occidental con el emergente imperialismo chino. Tales son a día de hoy los focos autónomos de poder imperialista: Occidente, China y Rusia, por los resquicios de cuyo sangriento juego, en segundo plano, una miríada de potencias, buscando el emplazamiento idóneo, se contonean en contradictoria danza alrededor del aquelarre principal. No obstante, por mor de ese desarrollo desigual y a saltos del imperialismo, dos parecen ser los rivales llamados a cruzarse en el enfrentamiento decisivo que decidirá el curso futuro del sistema imperialista: Estados Unidos y China.

               Hemos dicho Occidente sin, por supuesto, ningún ánimo culturalista, pues si de tal bloque imperialista forman destacada parte Estados no occidentales, como Japón, tampoco todos los países de cultura occidental están necesariamente integrados en el mismo (y menos aún en su polo dominante; véase el grueso de América Latina), sino para de alguna manera destacar que la hegemonía de Estados Unidos está imbricada en una estructura mundial, conformada por numerosas potencias, y que ha sido históricamente forjada a través de una cadena de dependencias, presiones, coerciones y agresiones; pero también de relevos, aquiescencias y objetivos genuinamente compartidos. Y ello no es sino la otra cara necesaria de toda hegemonía imperial, basada, no sólo en la fuerza y la imposición, sino también en la capacidad de estabilizar y aunar, de ordenar, un conjunto decisivo de intereses contradictorios y, más aun, en la capacidad de presentar los propios intereses como, de algún modo, aceptables y necesarios y el propio horizonte de desarrollo, el propio modo de vida, como, si no deseable, al menos inevitable. Esto, que ha sido así por lo menos desde la caída del bloque soviético y la pérdida de referencia de cualquier alternativa de desarrollo histórico, también está hoy en crisis.

               De hecho, ése es tal vez el rasgo más destacado de los últimos tiempos: la crisis del imperialismo occidental, esto es, la crisis de los mecanismos y de las formas establecidas a través de los cuales Estados Unidos vehiculaban su hegemonía. Con ello, no nos referimos tanto a que tal dominio esté amenazado en lo inmediato —no así en el medio-largo plazo—, sino al desgaste terminal de sus formas de ensamblaje y articulación política tradicionales, históricamente conformadas, con lo que ello supone de ampliación del campo de maniobra para sus rivales y la consiguiente intensificación de las fricciones geopolíticas: tal como lo fue el cuarto de siglo que precedió a 1914 o la década de 1930, estamos en época de reposicionamiento imperialista. El factor detonante de esta crisis del imperialismo occidental es fundamentalmente interno: la crisis económica, social y política auspiciada por la debacle financiera de 2007-08. Ella ha sido precisamente la que ha puesto en la picota ese modo de vida y su manifiesta inviabilidad. Por supuesto, falto el mundo de todo horizonte de progreso, las alternativas a esta crisis, entretejidas con el medio ambiente reaccionario que hemos respirado en las últimas décadas, se presentan con un marcado tono oscurantista… aunque ello no es sino el resultado cabal de dejar a su curso natural la reproducción espontánea del proceso capitalista y sus contradicciones…

El último año ha sido punteado por tres espectaculares manifestaciones de esta crisis del imperialismo occidental, que, siguiendo su orden cronológico, son: la salida del Reino Unido de la Unión Europea (UE), el conocido como Brexit, el fallido golpe de Estado en Turquía y la elección de Donald Trump para la presidencia de Estados Unidos. El primero y el último son con seguridad los más importantes, pues no sólo se sitúan en eslabones clave y en la propia cabeza del bloque imperialista, sino que además ejemplifican las dinámicas sociales internas de los centros imperialistas y sus resultados en esta época de interregno entre dos Ciclos revolucionarios, ausente la referencia del proyecto histórico del proletariado.

               Y es que en ambos casos, salvando algunas especificidades concretas, estamos ante el mismo proceso social: la crisis política como resultado del desencuadramiento de sectores fundamentales de la base de masas tradicional del imperialismo. En ambos casos ha sido una motivación reactiva, de repulsa y protesta contra el stablishment, lo que ha impulsado el voto y en ambos casos la fuerza decisiva ha sido la masa de la aristocracia obrera, base social nuclear del imperialismo, en trance de proletarización o ya proletarizada, como ejemplifican los resultados en los deprimidos —y antaño florones de la industria nacional— noroeste inglés y medio oeste estadounidense. En ambos casos los tradicionales mecanismos de encuadre político de masas han fallado, ora los laboristas, ora los demócratas, y en ambos casos tal masa ha consumido un alimento ideológico propio más bien del otro flanco del turnismo parlamentario, aunque también desencuadrado, como prueban la división interna de los tories en su posición ante el referéndum o los propios recelos anti-Trump del stablishment republicano. De hecho, de ello se desprenden aleccionadoras enseñanzas sobre la actual dinámica de la lucha de clases.

En primer lugar, y contra el enquistado revisionismo de obediencia sindicalista, la enésima confirmación de la absoluta inexistencia de cualquier inmanencia revolucionaria del obrero en tanto tal. La penúltima constatación de que en ausencia de cualquier consciencia revolucionaria, la clase obrera simplemente no existe como agente político independiente. No obstante, en segundo lugar, y contra el neo-izquierdismo posmoderno, esa carencia de autonomía política del proletariado no significa que la clase obrera en tanto tal no sea un factor político de reproducción de la contradictoria estructura capitalista. Al contrario, si algo ha demostrado el último año es que el mundo del trabajo es un elemento absolutamente fundamental de esa reproducción, con capacidad para incidir determinantemente en su orientación: es la versión invertida, negativa, sustentada sobre su fisicidad en sí como clase económica (cuya expresión política concentrada es el movimiento de la aristocracia obrera), de la situación central y crucial que la clase obrera ocupa en la sociedad contemporánea y un argumento sobre su potencialidad de futuro. Por supuesto, en tercer lugar, en tales circunstancias, los móviles y los resultados de tal desplazamiento no han podido sino ir en la dirección de la reacción. Y es que la natural tendencia de la clase obrera, en tanto variable del capital, no puede ser sino la de tratar de perseverar en el mantenimiento del precio de la mercancía fuerza de trabajo. Y para ello es perfectamente congruente su articulación a través de los marcos políticos y culturales, históricamente formados, en que necesariamente se produce y que ella reproduce, id est, el Estado-nación. De ahí el tono proteccionista y nacionalista, cuando no racista, de ese movimiento. Y es que si a alguien dan siniestramente la razón los últimos acontecimientos en Occidente, es a la vieja socialdemocracia austríaca, a ese austromarxismo que veía en el proletariado a la auténtica clase nacional. Lo único que la democracia imperialista ha agregado a tal concepción es lo absolutamente superfluo que para tan reaccionaria conclusión resulta cualquier partido obrero, incluso el más liberal y tradeunionista. Con ello no hace sino confirmarse una vez más que en el imperialismo, en la época de la madurez histórica de la lucha de clases revolucionaria, las conciencias en sí y para sí del proletariado se contraponen fundamentalmente, en paralelo a la oposición de las principales clases antagonistas de la sociedad moderna, no siendo ello sino una expresión más de la centralidad del proletariado en el tablero histórico.

               Por supuesto, cuando hablamos de resultados reaccionarios de estos desplazamientos, no cabe contrastarlos con ningún progreso en el otro respecto. Ni la abominable UE ni la no menos abominable Clinton representan nada más que otro ritmo de marcha para desembocar en la misma barbarie. Si decimos reacción, decimos reproducción global de estructuras históricas, las del imperialismo (lo que está en juego es la forma política de articulación de tales estructuras), por oposición al único progreso posible y plausible hoy día que es el de la revolución dirigida por el proletariado armado con su concepción del mundo. Más aún, tanto el Brexit como Trump, suponen el reconocimiento de la vigencia de otras tesis marxistas clásicas, como la ya formulada por Kautsky y reafirmada vigorosamente por Lenin, que no es otra que la del Estado-nación como forma política burguesa básica y fundamental para todo el capitalismo. En ambos casos, todos los comentaristas burgueses, ya sea alborozados, ya sea, sobre todo, (neo)liberalmente horripilados, han señalado lo que esos resultados de las urnas expresaban como auge y vuelta al proteccionismo, a un reforzamiento del Estado en su papel de regulador y fiscalizador de los flujos comerciales. Y ello, de nuevo, es perfectamente congruente con la caracterización que hemos hecho del presente periodo como época de reposicionamiento imperialista; como época de freno expansivo y de repliegue de las burguesías sobre sus respectivos bastiones estatales de cara a fortificar sus pretensiones de rapiña futura. Otra vez, igual que ya pasó en 1930, ese retumbar del tambor proteccionista no es sino anuncio de los más aturdidores redobles bélicos aún por venir. Pero, precisamente, el marxismo siempre ha subrayado que es en la guerra (o, para el caso, en su preparación, cuando las principales energías sociales empiezan a reorientarse hacia ella) donde mejor se comprueba la verdadera naturaleza, la raíz de fondo, de una formación social. Aquí ya no hay lugar para los melifluos parabienes burgueses liberal-cosmopolitas respecto a la “hermandad universal” (y su febril trasposición oportunista, buscando en tal o cual alicorto engendro político monopolista la base del “progreso internacionalista”), propios de las épocas expansivas del ciclo capitalista. Aquí lo que se pone en marcha es toda la fuerza bruta de las verdaderas estructuras profundas sobre las que ese capital se sostiene.

Si el mercado nacional, guarnicionado por el aparato de violencia del Estado, es en general considerado por la burguesía como su último refugio seguro, justamente, a ello cabe sumar el que, a este respecto, el capital vive dos tendencias contradictorias, expresión de su propio ser. Si por un lado, el ya alcanzado carácter global de su acumulación promueve, como expresión de su tendencia al monopolio, la articulación de estructuras políticas supranacionales, por otro, su propensión espontánea a la incorporación de masas a la vida pública, expresión de su potencia socializadora, promueve otra tendencia a la disgregación y descomposición de esas estructuras políticas, por decirlo de algún modo, hacia abajo. Este choque, en consecuencia, provoca que sólo en el nivel del Estado-nación encuentre el capital algo de estabilidad política significativa desde el punto de vista histórico, expresión política de la permanencia estructural de su contradicción básica socialización-propiedad privada. Ello, por supuesto, no hace sino reafirmar la vigencia y la necesidad de que los comunistas enarbolen la defensa del derecho a la autodeterminación de las naciones contra chovinistas y economicistas imperialistas de toda laya (y, por cierto, en las páginas centrales del presente número de Línea Proletaria se encontrará otra buena muestra de esa lucha en la que estamos comprometidos). El proletariado no puede basar su internacionalismo en la vigencia, más o menos reordenada, de esa estructura, ya históricamente caduca (que no políticamente, de ahí que, de cara a la neutralización de sus efectos entre la clase obrera, sólo quepa defender la máxima libertad dentro de sus estrechos límites), sino que el despliegue efectivo y consecuente, positivo, de ese internacionalismo sólo es posible desde una estructura política de tipo superior: el Partido Comunista y su máxima expresión como Partido Mundial de la Revolución, la Internacional Comunista (IC), en tanto dirección del proceso revolucionario global hacia el Comunismo.

Volviendo a los acontecimientos candentes, como decíamos, la crisis política interna del imperialismo occidental se ha expresado como una crisis de mediación. Y es que las propias contradicciones internas en la clase dominante a la hora de decidir un curso homogéneo con el que validar sus intereses globales, se han expresado como la fractura de los mecanismos tradicionales que permitían encuadrar una base y un sustento de masas sobre la que apoyar tal validación. Está por ver el curso siguiente que seguirá tal fractura, si esos mecanismos podrán de alguna manera reconstruirse (como apunta, por ejemplo, la subida del Partido Laborista en las elecciones anticipadas en el Reino Unido), o si seguirá su distanciamiento (como parece probable dadas las erráticas contradicciones de la política trumpista), con la posibilidad abierta de cuajar en algún tipo de movimiento anti-stablishment pero reaccionario, llámese, por usar el término de moda, populista o neo-fascista.

               En cualquier caso, de nuevo, ello no es sino una reafirmación de los principios marxistas. Como sentenciaba Lenin, la esencia de la actividad política reside en las mediaciones. De su salud o fragilidad dependerá la marcha del cuerpo político del que se trate. Y, de nuevo, esa crisis política como crisis de mediación a nivel doméstico de los centros imperialistas, reverbera a nivel internacional en la forma en que se está expresando la crisis del bloque imperialista occidental. Y es que no otra cosa representa ese Brexit.

               Precisamente, la churchilliana especial relación que vinculaba Estados Unidos con el Reino Unido era la mediación clave que articulaba el eje fundamental del bloque imperialista occidental, que no era otra que la que enlaza a los Estados Unidos con la UE (lo cual no quiere decir que sea la única, estando también esa otra mediación, crucial en varios niveles, que une a los Estados Unidos con Israel en Oriente Medio, o la que lo hace con Japón en Asia-Pacífico). De ahí también el uso que estamos haciendo del vocablo Occidente, pues este bloque agrupa a una serie de potencias imperialistas de primer nivel, pioneras históricas de este orden global, cuyos intereses, es ocioso señalarlo, no resulta fácil conciliar y vehicular, suponiendo cualquier alteración del delicado mecanismo que lo habilitaba una conmoción de primera magnitud en los asuntos mundiales.

               La relación, históricamente formada, entre Estados Unidos y el Reino Unido, y la posición y actuación de éste en el seno de la UE, aunaban una identidad cultural y un bagaje de tradiciones políticas de difícil reemplazo. Así, por ejemplo, el Reino Unido, mientras soldaba el eje atlántico, continuaba, modificado, su tradicional papel de árbitro del equilibrio continental, siendo su inveterado euroescepticismo un factor fundamental que impedía la tendencia a una construcción más autónoma de la UE, de un poder continental articulado y viable, cuya neutralización es un interés prioritario para los Estados Unidos. De ahí la oposición de De Gaulle a la entrada británica en la entonces Comunidad Económica Europea. Y es que si alguien ha expresado tradicionalmente estas tendencias hacia una mayor autonomía europea ha sido, mucho más que Alemania, Francia. De hecho, el renacido Reich alemán difícilmente podrá acometer tal reaccionaria empresa, pues para lo que está sirviendo la UE es para la validación de sus estrechos intereses imperialistas en tanto Estado-nación más que para sentar las bases de un proyecto imperial amplio más o menos integrado. No es, por tanto, ninguna casualidad que la cabeza donde se está manifestando con mayor impacto la ya crónica crisis de la UE sea más bien Francia que Alemania, como muestra la descomposición del sistema de partidos que articulaba el parlamentarismo galo, siendo, muy probablemente, la engañosa mayoría macronista surgida de las últimas elecciones sólo una prórroga antes de la crisis decisiva que sobrevuela a la V República.

               De este modo, ante la crisis interna de la UE y el golpe sufrido por el eslabón clave de la mediación atlántica que soldaba el bloque imperialista occidental y le daba su forma característica, la cuestión es, dado que un ensamblaje históricamente forjado no se sustituye de la noche a la mañana, cómo podrá mantenerse el cordel que cohesiona al bloque. La respuesta es, además de perfectamente congruente con el carácter del momento que estamos delineando, obvia, y no es otra que la OTAN. No en vano, la supuesta obsolescencia de la Alianza Atlántica ha sido una de las primeras posiciones de campaña electoral que el nuevo inquilino de la Casa Blanca ha olvidado, evitándole así serias tentaciones a cualquier loco solitario… Y es que la OTAN no sólo es garantía de la supremacía estadounidense en el bloque occidental, poniendo en primer plano su apabullante superioridad militar, sino que, por su carácter, es el elemento idóneo para mantener la disciplina interna de tal bloque. Por supuesto, toda la inercia de la historia delinea al oportuno enemigo externo: Rusia.

               A pesar de todo el griterío del stablishment “liberal” yanqui sobre los supuestos vínculos de Trump con Rusia, el hecho cierto es que el histriónico Presidente ya ha realizado algo a lo que ni siquiera Obama llegó, como es el atacar directa y abiertamente al principal aliado ruso en Oriente Medio, al-Assad, bombardeando el pasado abril una base siria donde también estaban acantonadas tropas rusas. Además, la genética y el rumbo anti-rusos de la OTAN, ya exacerbado en las anteriores cumbres de la Alianza (Gales y Varsovia), ha sido revalidado en el último encuentro en Bruselas, en mayo, sancionando y reforzando todas las medidas ya tomadas respecto a la escalada del despliegue militar atlantista en Europa oriental y a las mismas puertas de la Casa Rusia. Precisamente, la siembra de inestabilidad y conflicto en las fronteras de la UE ha sido, junto a ese euroescepticismo británico, la tradicional técnica de Washington para atar en corto a la UE, subrayando su dependencia del músculo militar estadounidense. A los presentes efectos, Estados Unidos, además de con el Reino Unido, puede contar con la entusiasta colaboración de los miembros orientales de la UE, acaudillados por Polonia, cuyo chovinismo anti-ruso es proverbial. Ucrania es una pieza clave en esta táctica. Con este conflicto, de cuyo estallido no es tampoco inocente Alemania, Estados Unidos no sólo apuntala la influencia de la OTAN sobre la Europa imperialista, sino que culmina un cuarto de siglo de ininterrumpida expansión occidental hacia el este.

               Dentro de esta estrategia general, en marcha desde hace bastante tiempo, la expansión del área de acción de la OTAN es clave (y ya ha sido ensayada en Afganistán). Precisamente, a este respecto, y con un Oriente Medio revuelto como nunca —las guerras de Irak y Siria suponen, nada menos, que la remoción final del orden regional establecido por los acuerdos Sykes-Picot de 1916—, el privilegio y la expansión de la OTAN dentro de la estrategia imperial estadounidense se han visto amenazados por la convulsa situación en Turquía, cuya más espectacular manifestación fue el fallido golpe de Estado de julio de 2016. Siendo extremadamente sintéticos, diremos que los orígenes de la actual inestabilidad turca tienen su base en el asalto al poder que viene protagonizando desde hace algunos años la burguesía media con base en Anatolia, que es, precisamente, la base social del erdoganismo. Más allá de los verdaderos autores y motivaciones del golpe, Erdoğan nunca ha dudado en señalar a los Estados Unidos como su inspirador último. Ello expresa la inestable posición de Turquía dentro del bloque imperialista occidental y cómo el nuevo reparto de Oriente Medio problematiza la propia rearticulación del mismo. Y es que Turquía, segundo ejército por tamaño de la OTAN y también aspirante de peso a la hegemonía regional —lo que no ha dejado de ponerla en contradicción, no sólo con Irán, sino especialmente también con Israel y Arabia Saudí (precisamente, si saudíes y turcos ya mostraron su rivalidad durante el golpe de Estado en Egipto de 2013, en estos días, alrededor de Qatar, vuelven a manifestar su enemistad)—, se juega mucho en lo que resulte de esta sangrienta reordenación. Así, mientras Estados Unidos está jugando la carta kurda para la partición de Siria, con amplio alcance regional y que es una amenaza directa para la integridad territorial del actual Estado turco, Turquía ha pasado de derribar un SU-24 ruso en noviembre de 2015 a acordar la compra del más moderno sistema antiaéreo de Rusia, el S-400 (incompatible con los sistemas OTAN), en este mismo mes de julio. Más allá de lo que resulte de todo ello, Turquía ejemplifica nuevamente la apertura de las juntas que hasta ahora venían soldando el bloque imperialista occidental, además de ser un arquetipo de esas potencias de segundo orden que se contonean, las más de las veces contradictoriamente, alrededor de la agudización de la pugna inter-imperialista.

               En definitiva, esta crisis del bloque imperialista occidental, la crisis de los mecanismos tradicionales de mediación que han vehiculado la hegemonía de Estados Unidos, no significa que éste no sea, aún de lejos, el mayor poder imperialista hoy sobre la tierra. Lo que revela es el inexorable desgaste histórico de esa hegemonía y cómo se manifiesta en un momento de agudización de la rivalidad imperialista y puesta en el orden del día de un nuevo reparto del mundo. De hecho, esta inestabilidad interna en el bloque imperialista dominante es un explosivo vector de intranquilidad para el conjunto del mundo, que agrava, si cabe, los riesgos del presente momento. También, por ello, es un espacio que sus rivales pueden tratar de explorar de cara a minar esa hegemonía. Ésta, en todo caso, es incontestable en el corto plazo. De lo que se trata es de qué rumbos se tomarán, qué estrategias se impulsarán y cómo se intentará rearticular los mecanismos que cohesionaban el bloque sobre el que erigía su influencia. Ahí se decidirá qué forma adoptará en adelante el recorrido del dominio estadounidense sobre el mundo y cuánto se prolongará aún en el tiempo. Estos hechos exigen la atención de la vanguardia proletaria, en general, y en particular de la que habita en el seno de las metrópolis imperialistas. Y ello, tanto por razones inmediatas, para ajustar el desarrollo de la política que se implemente en cada momento, como de fondo, pues, como ya señaló Marx, es imperativo para cualquier clase que aspira a dirigir los designios de la civilización humana el iniciarse en los misterios de la política internacional.


La Crisis de la Restauración 2.0

Mientras tanto, y en el contexto de esta crisis global que hemos delineado y que afecta al bloque imperialista occidental, el régimen español sigue sumergido en una profunda crisis política, cuya principal característica pasa por que los de arriba no quieren y los de en medio no pueden vivir como lo venían haciendo durante los últimos decenios, en concreto desde 1978, cuando la alianza entre capital financiero, burguesías periféricas y aristocracia obrera, trocó la dictadura burguesa en España de fascista en parlamentaria.

Los puntos críticos del sistema se encuentran en los enclaves que habían venido ofreciendo estabilidad al cuerpo democrático del imperialismo español, esos que escenificaban más espectacularmente la alianza de los diversos sectores dominantes, que no eran sino las mediaciones que articulaban desde los 1970 al bloque histórico en su conjunto. La crisis española se alarga indefinidamente y, aunque la convulsa situación mundial puede actuar como acicate para una rápida solución, parece que por sí misma la situación del país no se desahogará fácilmente. Si observamos con perspectiva la historia de las luchas de clases en estas tierras, hoy, para pesar de viejos y nuevos socialdemócratas, de revisionistas y oportunistas, no atravesamos por una segunda Transición, sino más bien, y como hemos señalado en otras ocasiones desde la Línea de Reconstitución, por una Crisis de la Restauración 2.0, farsa posmoderna de la crisis política que desde 1898 hasta la década de 1930 se instaló en el Estado español. A continuación, realizaremos un breve repaso de la actualidad a nivel estatal desde este sincronismo histórico, entre los inicios del siglo anterior y los del actual, y entre los que median el Ciclo de Octubre y una centuria de madurez y parasitismo imperialista global. Veamos.

En primer lugar, hoy asistimos al desmoronamiento del tradicional sistema turnista de gobierno, con dos grandes partidos que venían reuniendo en torno a sí los intereses nucleares de las clases dominantes. Conservadores y liberales representaron las dos caras del régimen de la Primera Restauración, instalado sobre la alianza de la alta burguesía con las clases remanentes de la vieja sociedad, para acabar de imponer las relaciones de clase capitalistas en España. La bicefalia Cánovas-Sagasta la han interpretado desde 1978 socialistas y populares, mediaciones a través de las cuales el capital monopolista ha enraizado con la aristocracia obrera (PSOE) —principal base sociológica de masas del imperialismo maduro— y la pequeña y mediana burguesía (PP). Y en medio del lento hundimiento de las dos fuerzas principales, se abren las cloacas del Estado, los fondos de reptiles y la fosa séptica de la corrupción, para que asciendan los efluvios de la renovación nacional en la forma de un sinfín de nuevas plataformas y facciones parlamentarias. Ayer eran krausistas, radicales y republicanos de mil tendencias que peleaban entre sí por mostrarse los más rebeldes ante el público. Hoy fueron y son los UPyD, VOX, Ciudadanos… pero también los variados gobiernos municipales del cambio y, por supuesto, Podemos. Y todos batallan entre sí por motejar al rival de anti-sistema. Como hace más de cien años, ya hemos empezado a padecer grandes coaliciones nacionales que, lejos de finiquitar la crisis, son la evidencia de su profundo vigor. Expresión de ello es la extensión de Ciudadanos por todo el territorio estatal, fuerza surgida contra el independentismo en Catalunya ante la imposibilidad de los grandes partidos estatales por incidir en la política catalana. Aunque no es la primera vez que ocurre algo así. Antaño, con un proletariado que hizo de Barcelona la Rosa de Foc, la patronal se sacó de la chistera a un agitador radical y republicano, a un Lerroux con su tropa de incendiarios y provocadores para reconducir la espontaneidad de las masas e intentar enfrentarlas con el nacionalismo. Hoy, en ausencia de ese ascendente proletariado, el remilgado Rivera y su cortesano séquito de cuñados paniaguados sirven para zarandear el trapo rojigualdo encauzando, entre otros, a un sector de las masas adoctrinadas en los valores de la España irredenta.

No obstante, es la situación del PSOE la clave para comprender la profundidad de la crisis sistémica del régimen. Tras desplazar en los 1970 al verdadero partido obrero liberal de la época, al PCE, el PSOE ha sido el partido de Estado durante 40 años, en tanto mediación del capital monopolista para con la aristocracia obrera y principal sostén de la articulación multinacional del Estado. De modo que su lenta emulsión, acelerada por el encogimiento de su base sociológica como producto de la reestructuración del bloque occidental, va mostrando los síntomas de la situación general del país. En los tiempos de la Primera Restauración, la aristocracia obrera debió emerger del seno de un movimiento obrero histórica y políticamente en flujo ascendente, como fuerza que ofertaba estabilidad a un orden social que se desmoronaba. Actualmente la aristocracia obrera es miembro de pleno derecho de ese orden social, a la par que se han estrechado sus contornos. Sabedores de ese estrechamiento, los mecanismos que tradicionalmente han corporizado, y corporativizado, estos intereses de clase, los sindicatos, se encuentran replegados sobre sus estructuras. Podemos aspira a ocupar el papel del PSOE, y para ello ha debido volver a tomar las formas del tradicional partido obrero nacional, de la socialdemocracia clásica, en las condiciones legadas por el fin del Ciclo de Octubre. Más adelante insistiremos en esta cuestión.

En segundo lugar, el engranaje dispuesto para integrar a las burguesías periféricas se rompe por Catalunya. Este mecanismo entre burguesía central y periférica, se sostiene en la común opresión que éstas ejercen sobre los proletarios del país y en la situación del Estado español en el concierto internacional. Si lo contemplamos desde la externalidad que actúa a través de lo interno, de las contradicciones interimperialistas y sus implicaciones en el contexto de las luchas de clases en el Estado español, vemos que en la Primera Restauración el decimonónico encaje territorial se realiza directamente desde el centralismo unitario y su estabilidad se desequilibra cuando los EE.UU., por vía militar, dan al traste con el arcaico sistema colonial español en 1898. Durante la Segunda Restauración, el (pos)moderno sistema de nacionalidades y autonomías, se ve complicado con las maniobras diplomáticas del nuevo Reich sobre el Sur de Europa, poco disimuladas desde la victoriosa Blitzkrieg financiera sobre Atenas. Observado el asunto en clave catalana, ante el desastre del 98 surgiría la Lliga Regionalista, puntal del orden burgués y español que acabaría siendo rebasada por el movimiento catalanista de masas confluyente en el republicanismo. Si a inicios del pasado siglo una mayor sustantividad de la burguesía catalana (la Lliga) podía desarrollarse a través de la autonomía para ampliar la base de la dictadura burguesa en España (aunque tal sustantividad fue desplazada por otra de mayor entidad, cuando el movimiento de masas nacional devino en republicano e independentista), éste era ya el punto de partida en 1978. Desde las operaciones transicionales de la Segunda Restauración, el enclave mediador entre el capital financiero español y la burguesía catalana lo ocupará Convergència i Unió, cuyo principal cabecilla llegaría a ser reconocido como Español del Año por el diario ABC. Como durante el primer tercio del siglo XX, la unión regionalista catalana se ha roto ante el empuje del movimiento nacional de masas, desplazándose Esquerra Republicana al centro del tablero y situando a la orden del día la construcción de un Estado catalán independiente. Nos detendremos un momento en esta cuestión, fundamental para comprender la crisis en el Estado español, ya que actualmente representa el principal vector político de la misma. Pero ahondaremos en la actualidad de la cuestión catalana desde la lucha por la reconstitución del comunismo.

El 9 de Noviembre de 2014 (9-N) tuvo lugar un referéndum ilegal sobre la autodeterminación de Catalunya. Desde la Línea de Reconstitución defendimos el apoyo condicional a la independencia nacional, aplicando los principios marxista-leninistas a la situación concreta. En nuestro apoyo condicional incluimos como tareas fundamentales de la vanguardia comunista las de luchar en primera instancia por la unidad internacional del proletariado revolucionario, es decir, por impulsar la alianza internacionalista del proletariado —hoy la vanguardia— de las diversas naciones que componen el Estado español en la lucha por la reconstitución ideológica y política del comunismo. Por otra parte, ese apoyo condicional a la independencia mediante referéndum se realizó denunciando cualquier maniobra por parte de la burguesía nacionalista para derivar la decisión soberana e imperativa de la nación catalana a la charca parlamentaria, a la componenda con el Estado español. Desde entonces, desde 2014, los comunistas revolucionarios hemos sido completamente consecuentes con nuestra posición ante el 9-N: hemos trabajado y hemos fortalecido esos vínculos internacionalistas de nuestra clase, que sólo pueden ser efectivos si se realizan a través de la lucha revolucionaria del proletariado (y no por la unidad forzosa que imponen las fronteras estatales del capital) y hemos luchado contra el mercadeo parlamentario (nos posicionamos por el boicot en las elecciones al Parlament del 27-S en 2015). De modo que si Catalunya sigue encadenada a los grilletes del Estado español tres años después del 9-N, no es porque el proletariado revolucionario se haya opuesto a lo que de democrático tiene todo movimiento nacional de un país oprimido (oposición frontal o de perfil en la que se instalaron el grueso de organizaciones revisionistas de la nación opresora), sino por la pusilanimidad e inconsecuencia de las diferentes fracciones de la burguesía independentista catalana, parapetadas en lo que queda de Convergència, en Esquerra Republicana o en la Candidatura d´Unitat Popular.

No obstante, el movimiento nacional de masas en Catalunya sigue en pie reclamando un Estado propio, y la dirección del mismo, comprometida en tareas de gobierno, en apariencia parece más decidida que hace tres años a llevar adelante la independencia, cuya fecha clave es desde hace unos meses la del próximo 1 de Octubre (1-O). La escalada de tensión se encuentra en un punto más elevado, tal como demuestran tanto las maniobras que se realizan desde Madrid para presionar a la Generalitat como los últimos cambios operados por Puigdemont en el ejecutivo catalán a fin de contar con elementos comprometidos con la causa: de aquí al trascendental 1-O, y sobre todo, después del mismo, la burguesía independentista tendrá una nueva oportunidad para ser otra vez consecuentemente inconsecuente y derivar al movimiento nacional a un nuevo circo legislativo; u optar por dar un paso hacia adelante impulsando lo que de democrático hay en su seno, rompiendo con la legalidad española, proclamando la República Catalana y dando los pasos prácticos necesarios para que ésta sea una realidad. Lo que es cristalino como el agua es la posición de la chovinista y opresora burguesía española, que tiene a su disposición similares mecanismos (judicatura, guardia civil, ejército, etc.) que en 1934, cuando dio a los republicanos catalanes una muestra del carácter de clase de la hermandad y la paz que propalaba la república española de trabajadores de 1931.

Por nuestra parte, desde la vanguardia marxista-leninista lo que debemos analizar es el contexto de la lucha de clases en su conjunto, las relaciones entre todas las clases en cuanto a la cuestión catalana y más allá de la misma. En las páginas de este número de Línea Proletaria ahondaremos en esta cuestión. No obstante, cabe decir, sucintamente, que en gran medida la situación es similar a la de hace unos años: el comunismo revolucionario sigue en una posición estratégica de defensiva política, sin capacidad para incidir en la gran lucha de clases, lo que en la cuestión catalana se traduce en la incapacidad para ofrecer una alternativa inmediata a las masas que consideran intolerable continuar bajo el yugo español, siendo la cuestión nacional resoluble políticamente en la era del imperialismo por vía democrática. El referéndum del 1-O, que da la posibilidad de expresarse a las masas, si finalmente sigue hacia adelante se desarrollará por cauces ilegales, significando una oportunidad para que las masas experimenten el desprecio a la legalidad y al orden establecido; el sojuzgamiento nacional de Catalunya sigue siendo el pesebre en que se alimenta la reacción hispánica (hasta el punto de que sirve para coser el deshilachado régimen español, a los viejos partidos turnistas y a los nuevos partidos del cambio) y es una fuente de embrutecimiento de las masas españolas, que transigen, cuando no apoyan abiertamente, la represión del Estado hacia todo el que se mueve.

La vigencia del Estado-nación, a la que hacíamos referencia anteriormente, como base necesaria del mundializado y dominante capitalismo financiero, expresa las contradicciones que el imperialismo provoca en el seno de la burguesía, lo que implica la persistencia de movimientos nacionales, y de la opresión nacional, en países de capitalismo desarrollado. La posición del comunismo revolucionario debe contemplar la posibilidad de la autodeterminación nacional, esto es, el derecho a la secesión de las naciones, también en estos países, como enseñara Lenin en El derecho de las naciones a la autodeterminación, donde indicaba a los revolucionarios de los países de capitalismo desarrollado, aplicar la táctica que Marx y Engels promovieron entre el proletariado inglés ante la cuestión irlandesa.

En tercer lugar, la Crisis de la Restauración 2.0 ve cómo surge un movimiento de resistencia económica que torna en cuerpo electoral reformista en defensa de los intereses de la aristocracia obrera y que sirve de sostén a un Estado en crisis. Esta tarea la desempeñó históricamente el Partido Socialista Obrero Español, en tanto viejo partido obrero nacional, socialdemócrata, de la II Internacional. A inicios del siglo XX el movimiento obrero en el Estado español estaba en ascenso, demostrando su potencialidad como clase revolucionaria (Semana Trágica; huelga revolucionaria de 1917; etc.). Sin embargo, a medida que esto ocurre el PSOE iría decantándose por el camino del reformismo y la confluencia con los diversos sectores de la burguesía dispuestos a integrar a la aristocracia obrera (posicionamiento mayoritario con el oportunismo internacional frente a la IC; colaboración con el régimen de Primo de Rivera; integración en el Estado republicano; etc.). Podemos emerge hoy como socialdemocracia en el sentido histórico del término, en tanto partido obrero nacional que, en las condiciones de fin del Ciclo de Octubre, encauza el movimiento de masas para cimentar la vertebral alianza que configura a todo Estado imperialista: la sociedad establecida entre capital financiero y aristocracia obrera. Sin embargo, esta socialdemocracia rediviva acaudillada por la espectral farsa de Pablo Iglesias, difiere de su más antiquísima antecesora. Porque nuestro farsante y su patriótico partido no representan aquel devenir dialéctico de una nueva fuerza social de progreso que, ante una coyuntura histórico-universal nueva, la de escisión clasista en el seno del movimiento proletario, elige el camino de la reforma. Hoy tal disyuntiva no existe, pues el entero Ciclo de Octubre nos contempla y el movimiento obrero se dividió hace mucho entre revolucionarios y oportunistas, entre comunistas-internacionalistas y revisionistas-socialchovinistas. Podemos ya no puede insuflar savia nueva al pestilente cuerpo del imperialismo español, pues representa a una clase decadente, el sector aburguesado de los asalariados, que sólo pugna por aferrarse a lo que ya conquistó, esos privilegios y derechos que adquirieron carta de naturaleza constitucional en la última restauración borbónica, con la constitución de 1978, y que ya habían encontrado acomodo en la República de 1931.

Tenemos así las contradicciones en el seno de la clase dominante, del propio capital financiero, de las burguesías periféricas y la aristocracia obrera, que vinculan a nivel estructural la crisis de hoy con la que hace más de un siglo atravesaba el Estado español, pues todas estas clases, con independencia de la correlación concreta de fuerzas entre ellas, ya estaban entonces al pie del cañón imperialista español. La diferencia estriba en que las burguesías periféricas y la aristocracia obrera aparecieron en la escena durante la crisis que se inicia con el siglo XX, mientras en la actualidad es precisamente la erosión de la vinculación de éstas con el gran capital financiero uno de los puntos principales de esta crisis que se alarga. Ello nos habla de la maduración de la formación social española y de cómo su estructura de clases imperialista ya estaba plasmada, en lo esencial, hace más de un siglo.

Sin embargo, a pesar de estos síntomas, es la tesis de la segunda Transición en boca de Podemos y, por ejemplo, del Partido Comunista de los Pueblos de España (PCPE)[1], la que domina entre la vanguardia. Si hubiese que resumir la tesis de la segunda Transición, ésta parte de considerar que en la actualidad un sector de la clase dominante pilota un proceso de Gatopardo con el objeto de teatralizar un cambio en las formas de dominación que permita sostener y dar continuidad a la estructura del régimen de 1978, tal como ocurriera con la Transición de los 1970, en la que no se habría realizado una auténtica ruptura democrática con el fascismo.

Y efectivamente, el régimen de 1978 no es sino la continuación, reforma democrática mediante, del régimen fascista, ese Estado contrarrevolucionario que adaptó su fisionomía original en una guerra de exterminio contra el proletariado revolucionario. Un Estado contrainsurgente que tomó directamente su estructura del régimen republicano, empezando por un Ejército sublevado contra su propio gobierno. Y es que la II República no fue otra cosa que el intento por desarrollar las reformas necesarias para modernizar España en términos imperialistas —proceso en el que el partido socialdemócrata de la época, el PSOE, fue esencial—, tratando de evitar la revolución social e intentando poner fin a la profunda crisis, que duraba décadas, del régimen burgués salido de la Primera Restauración. Tal sistema político, a su vez, se puso de largo tras un breve periodo de abierta y terrorista contrarrevolución, la que puso fin al Sexenio Revolucionario, estancado en una I República que representó la última oportunidad histórica de modernizar España con un programa democrático. Precisamente, en 1873-1874, la burguesía democrática española, siempre débil y pusilánime, prefirió encadenar sus destinos al dominio de la reacción, que aun con toda su parafernalia aristocrática era ya esencialmente burguesa, que aliarse con la joven y revolucionaria clase proletaria. Así, la experiencia del proletariado en el Estado español, lejos de representar una anomalía (como gusta decir a los socialchovinistas y comunistas republicanos), se integra desde sus raíces en la historia que esta clase internacional ha vivido en las diferentes partes del globo: con las revoluciones europeas de 1848, la burguesía dio muestras de su agotamiento histórico como clase portadora del progreso universal; y en la antesala del inicio del Ciclo de Octubre, los bolcheviques ya habían sido capaces de integrar esta lección histórica, en lucha contra el economicismo, comprendiendo que aun con tareas democráticas pendientes —las propias de la Rusia zarista de 1905— es el proletariado, organizado como Partido de Nuevo Tipo, el que debe situarse a la vanguardia de la revolución.

En el Estado español nunca ha existido una ruptura revolucionaria. Las condiciones en que el capitalismo ha venido desarrollándose han permitido que la burguesía se haga con el poder a través de la reforma, permaneciendo inalterable la columna vertebral del Estado, siempre en manos de las mismas clases: con el régimen de 1876, con el de 1931, con el fascismo y con el parlamentarismo actual. La tarea pendiente de la clase obrera en el Estado español es, desde inicios del siglo pasado, cuando el proletariado empieza a mostrar su potencialidad y la sociedad burguesa está consolidada en lo fundamental, la Revolución Socialista, la implantación de la Dictadura del Proletariado para que nuestra clase se haga con el dominio omnímodo del proceso social. Sin embargo, y a pesar de todo esto, el moderno sindicalista de cuello duro y el intelectual pequeñoburgués de la posmodernidad, el revisionista y el oportunista, se darán la mano para continuar con la mistificación de la democracia burguesa entre las masas del proletariado, para jugar al eclecticismo con la república y el “socialismo” entre la vanguardia, hablando de la segunda Transición para a continuación ofrecernos un programa mínimo de reformas, un programa verdaderamente socialdemócrata.


La crisis y bancarrota del revisionismo y el Balance del Ciclo de Octubre

En junio se cumplieron 40 años de la reapertura del circo electoral en España. Para celebrar tan democrática efeméride, el grupo parlamentario de Unidos Podemos realizó en un salón del Congreso de los Diputados un acto-homenaje a las víctimas del franquismo. En el evento, Pablo Iglesias declaró que “hay que limpiar las instituciones de tipos oscuros” en referencia a falangistas de ayer y constitucionalistas de hoy como Martín Villa. He aquí sintetizada en una frase la crisis y bancarrota del revisionismo, cuando la síntesis de todo el programa de la república y el “socialismo”, de la fase intermedia (que pervive en los programas revisionistas, aunque de vez en cuando hablen del “socialismo”), es expresada por el líder de un partido orgullosamente anti-marxista y socialchovinista.

El revisionismo se encuentra en bancarrota porque todas sus concepciones, las que lo convierten en fuerza hegemónica y representante del “comunismo” existente, han quebrado en la arena de la práctica: los procesos de unidad comunista son en conjunto un estrepitoso fracaso; la línea de masas sindicalista se ha mostrado inoperante; y su potencial y natural nicho sociológico, las masas radicalizadas y/o proletarizadas de la aristocracia obrera y su movimiento de resistencia, se ha visto ocupado por la socialdemocracia rediviva. Todos estos elementos encajaban armónicamente en su concepción del mundo, en cómo el revisionismo concibe la revolución: para las fuerzas hegemónicas del comunismo ibérico los mecanismos de la revolución social se activan espontáneamente, cuando el partido, entendido simplemente como (su propio) destacamento de vanguardia, logra conducir el movimiento de resistencia económica de la clase a través de un programa mínimo hacia el control del Estado (burgués).

Sobre los procesos de unidad comunista protagonizados por los más variados destacamentos revisionistas, todos y cada uno de ellos han acabado en patéticas rupturas de carácter organizativo. No es este el momento para referirnos a todas las andanzas unitarias del comunismo local, por lo que nos referiremos al último caso, el de la ruptura del PCPE. En abril de este año y sin previo aviso, dos plataformas se anuncian como el verdadero PCPE, interponiéndose entre sí las mismas acusaciones: no respetar los últimos acuerdos congresuales y desarrollar un trabajo fraccional y anti-partido. Sin decir absolutamente nada, tales acusaciones expresan perfectamente el ambiente ideológico y político que todavía hoy domina el comunismo patrio, que es hegemónico entre la vanguardia, y que empieza por una concepción organicista del partido revolucionario.

La concepción del Partido Comunista, que se materializa en primer lugar con el partido bolchevique, se universaliza con el balance que la vanguardia marxista realiza en los primeros compases del Ciclo de Octubre en unas condiciones históricas muy determinadas, de imbricación histórica —y política en el caso ruso— de la revolución burguesa y proletaria. El Ciclo de Octubre arranca con la Revolución Socialista de Octubre y la constitución de la IC, en contexto de ofensiva revolucionaria del proletariado y de movilización de unas masas que desbordan las tradicionales vías —socialdemocracia— de su encauzamiento institucional —en Occidente— o que directamente aparecen por primera vez como sujeto político para romper las cadenas del imperialismo y desarrollar la revolución democrática pendiente —en Oriente. En este irrepetible marco histórico, la vanguardia proletaria realiza dicho balance desde la experiencia de los comunistas rusos, determinado por el paradigma revolucionario de Octubre que contradictoriamente la revolución dirigida por los bolcheviques empieza a superar, en donde el movimiento de masas se da por supuesto y la labor del partido revolucionario consiste en tornarse en el destacamento de vanguardia capaz de dotar de dirección política a ese movimiento espontáneo ya dado. De este modo, aunque en un principio la disposición de fuerzas de la vanguardia mundial, en forma de destacamentos nacionales que asumían las 21 condiciones del II Congreso de la IC, permitió impulsar la Revolución Proletaria Mundial (RPM), la imposibilidad de penetrar en la esencia de la conformación histórica del bolchevismo, hizo poner a los comunistas cada vez más celo en los aspectos organizativos y tácticos, dando por resueltos todos los aspectos de carácter ideológico del movimiento revolucionario —déficit local que podía solventarse a través de la IC como organismo mundial a cuya vanguardia se encontraban los bolcheviques— a la par que el impulso espontáneo se iba agotando históricamente. Ello se hizo notar sensiblemente y desde un primer momento en los países imperialistas, en Occidente, donde la vanguardia fue incapaz de desatar la Revolución Socialista, a pesar de lanzarse heroicamente, a través de la línea militar insurreccional, contra la fortaleza imperialista. Pero en su desarrollo, ello traería a su vez implicaciones teóricas y políticas que harían retroceder al movimiento comunista respecto de las conquistas práctico-revolucionarias alcanzadas y del marxismo en tanto teoría de vanguardia. Un ejemplo es el de la tan pragmática tesis del frente popular y su consecuencia programática, la república parlamentaria de nuevo tipo, que desde la percepción reduccionista del partido revolucionario venía a negar la tesis marxista del Estado revitalizada por Lenin —El Estado y la Revolución— quien había demostrado que el Estado sólo puede corresponderse con la organización como clase dominante de una de las dos clases fundamentales de nuestra época: el proletariado revolucionario o la burguesía. La tesis dimitroviana del frente popular permitía en los años 30 a los comunistas ponerse como destacamento a la cabeza del movimiento espontáneo de masas en los países imperialistas, movimiento obrero que todavía tenía por referente la bandera del comunismo, con las gloriosas e impactantes transformaciones revolucionarias que en la Unión Soviética se habían implementado en menos de veinte años. Pero en ningún caso preveía la elevación revolucionaria de esos movimientos, sino sólo su direccionamiento hacia la gestión del Estado para aplicar medidas políticas antifascistas y paliativas ante la situación de miseria de las masas. El objetivo inmediato de la dictadura del proletariado quedaba sustituido por etapas democráticas intermedias hacia el socialismo. Deberá ser objeto del Balance del Ciclo de Octubre desentrañar esta vinculación concreta entre la deficiente comprensión del sujeto revolucionario durante el siglo XX y la rápida reabsorción del discurso kautskiano del Estado por parte de la mayoría del movimiento comunista internacional, relación que parece más que evidente en el movimiento comunista en el Estado español, hegemonizado por el comunismo republicano y frentepopulista. En todo caso, lo que nos interesa señalar ahora es que la dialéctica vanguardia-masas que conforma la relación social objetiva que expresa la constitución del sujeto revolucionario, del Partido Comunista, se vio reducida a mero aparato organizativo dispuesto a dar dirección política a las luchas de unas masas previamente movilizadas y que tal reducción se debió a las condiciones históricamente determinadas en que se conforma el proletariado como clase.

De este modo, y de la mano de esa reducción del partido proletario a unidad intersubjetiva que recorre todos los procesos de unidad comunista, las querellas organicistas entre las dos plataformas del PCPE, la de Suárez y la de García, podrían venir rubricadas por cualquier funcionario del PCUS o del PCE de los 1950, y podrían ir destinadas —no es éste el caso— a cualquier obrero consciente que denunciase el oportunismo de sus direcciones.

La línea de masas sindicalista común a todas las corrientes sobrevenidas durante el Ciclo de Octubre —aquí caben pro-soviéticos de toda laya, hoxhistas, trotskistas… y maoístas— también se ha visto una vez más aplastada por la práctica, criterio de la verdad para todo materialista militante. En la década de crisis política y económica que atraviesa la sociedad española, los defensores de la práctica como trabajo inmediato con el movimiento espontáneo de la clase han sido incapaces de tener incidencia alguna en el movimiento de masas: ni en el laboral, ni el de indignados, ni el de hipotecados, ni en el de las mareas, ni en el republicano, ni en el catalán, etc. Todas las consignas prácticas sobre la huelga general, sobre la lucha en la calle y en los centros de trabajo, son pura fantasía, auténtico idealismo de corte onírico que se inserta en las mentes del materialista vulgar, que es otra forma de hablar de nuestro revisionista típico. No obstante, la empiria mental común a todo revisionista —aspirante a secretario de un comité de empresa— no puede reducirse a su propia experiencia práctica, pues rara vez ha dirigido algo más que su pequeño cortejo en la retaguardia de alguna performance corporativa y multicolor. Esta concepción sindicalista-espontaneísta de la revolución, de nuevo tiene que ver, desde un prisma histórico, con el paradigma revolucionario de Octubre, con una determinada forma de comprender la revolución como proceso, incluyendo aquí sus mecanismos e instrumentos así como las fases que debe recorrer. Sin embargo, la misma experiencia de Octubre nos permite, si la observamos en perspectiva histórica, abrir un marco revolucionario que supere la correlación histórica de fuerzas en que aquélla hubo de desplegarse —de nuevo nos encontramos con ese irrepetible vínculo entre la revolución burguesa y proletaria. Así, si penetramos en la esencia de Octubre, tal como nos enseña la dialéctica materialista, en primer lugar nos encontramos con el partido bolchevique, Partido de Nuevo Tipo, que tras décadas de forja en el marxismo y en la lucha contra todo tipo de desviaciones y tendencias oportunistas, articula todo un sistema de correas de transmisión combinando todas las formas de lucha, para garantizar la independencia política del proletariado y su papel de vanguardia en el movimiento revolucionario que va construyendo. En segundo lugar nos encontramos con la existencia de órganos de poder revolucionario surgidos espontáneamente, los Soviets, en el original contexto histórico y político de la Rusia absolutista, en donde, efectivamente, encontramos a unas masas en movimiento con unas “organizaciones de poder ya plasmadas” —Lenin— que abarcan a millones de obreros y soldados (campesinos), en donde se encuentran esas masas armadas, pero que sólo mediante su conquista por parte del partido bolchevique se convertirán en auténtica base de apoyo del programa proletario-revolucionario, en la base de un poder de nuevo tipo. Por tanto, si como marxistas nos cuidamos de estudiar la experiencia de Octubre, nos encontraremos con un proceso que desborda ese esquema insurreccional y que delinea, con todas sus contradicciones, dos fases en la revolución: una política, de acumulación de fuerzas de vanguardia y otra militar, de acumulación de fuerzas de masas. Ambas fases son revolucionarias y la vanguardia trabaja en ambas para cumplir unos máximos: primero dotarse de un partido revolucionario; después destruir el viejo Estado desde la construcción de los organismos de Nuevo Poder en la senda del Comunismo.

Pero el esquema sindicalista hoy dominante en el comunismo en el Estado español se da de bruces con esta dialéctica del proceso revolucionario, porque la línea de masas espontaneísta-sindicalista se basa en un ininterrumpido proceso gradual, en intentar dominar un movimiento —economicista— ya dado ofreciéndole un programa de reforma del Estado. Sin embargo, la clave de la dialéctica está en la interrupción de lo gradual, en lo que permite al movimiento revolucionario su autoconsciente transformación cualitativa. Dicho salto cualitativo entre ambas fases de la revolución lo determina la madurez de la vanguardia, que debe crear las condiciones ideológicas y políticas para que el movimiento revolucionario pase de vincular masas políticamente a ganarlas para la revolución a través de la línea militar, desde los organismos de Nuevo Poder. Aquellos Soviets surgidos espontáneamente en la Rusia absolutista y que hoy deben construirse conscientemente mediante la Guerra Popular.

Pero el esquema espontaneísta, devenido en el practicismo más estrecho, se ve obligado a delegar en un futuro demasiado incierto el salto entre su práctica sindicalista y el advenimiento del “socialismo”, por lo que en su programa se ve obligado a incorporar o mantener esas etapas democráticas que gradualmente abrirán la vía hacia el “socialismo”. El comunismo republicano comparte aquello de la segunda Transición porque siempre ha identificado la necesidad de una etapa intermedia republicana como vía al “socialismo”, para depurar de fascismo la democracia de 1978. El revisionismo parasitó durante años plataformas republicanas —que crecieron al calor de la política de memoria histórica vinculada con un sector del capital monopolista, el representado en el PSOE de Zapatero— hasta que otro movimiento espontáneo, el sindical, vivió un breve repunte al inicio de la crisis económica, mudando los revisionistas hacia el “socialismo”, porque el auténtico obrero volvía a la calle de la mano de los sindicatos. El PCPE llegó a traducir esto en sus tesis programáticas de 2012, reafirmadas en el X Congreso de 2016 por las dos partes hoy escindidas, dejando de lado la III República para cabalgar sobre el Frente Obrero y Popular por el Socialismo. Formalmente pasaron a defender unas tareas cualitativamente distintas para la revolución en España –de la profundización democrática y la república al “socialismo”–, sin embargo, su línea de masas quedó inalterada, basándose en una línea sindical y un programa mínimo de reformas.

El laberinto en que se encuentra encerrado el revisionismo, su incapacidad para ofrecer algo novedoso llega a tal (des)nivel, que la plataforma del PCPE de García, que alardea de representar a las nuevas generaciones del partido, acusa a su rival de “carrillista” e “izquierdista” mientras saluda efusivamente el último Congreso de Comisiones Obreras, esa gestora de esclavos asalariados que conoció sus años dorados… en los tiempos del eurocomunismo.

Para cerrar este repaso por la crisis y bancarrota del revisionismo, su natural nicho político, el de la defensa radical de un sector de la aristocracia obrera, ha sido tomado por el redivivo partido obrero liberal de masas, por el movimiento oportunista de los Iglesias y cía. Y es que Podemos significa una disrupción respecto del obrerismo revisionista, pero a la vez es su legítimo vástago. Desde el punto de vista ideológico, Podemos se configura como rebelión oportunista ante el dogmatismo revisionista: el autodenominado posmarxismo del que se amamanta no es más que una bernsteinada posmoderna, la expresión sublime del posibilismo y el obrerismo reformista en ausencia de sujeto revolucionario.

La teoría de Eduard Bernstein representaba el refinado teórico de la práctica acumulada por la socialdemocracia alemana durante las dos últimas décadas del siglo XIX, junto a la experiencia puramente obrera del tradeunionismo inglés. Bernstein se atrevió a reducir el movimiento obrero de su época a los aspectos más pragmáticos del mismo en términos oportunistas, para lanzar su ascenso en el entramado institucional de la época, lo que para él suponía de facto ir construyendo el “socialismo”, pues lo identificaba con el dominio gradual de la administración del Estado y la producción por parte de los trabajadores organizados en sindicatos. Para ello arrojó por la borda todo lo que oliera a revolución, de la dialéctica materialista —el marxismo—, a la Comuna de Paris —la dictadura del proletariado.

Nuestra socialdemocracia rediviva, que no es sino una parodia de la que históricamente la precedió, ha realizado esa misma pirueta, jactándose de la supuesta caducidad del marxismo y renegando abiertamente de las experiencias revolucionarias del siglo XX, a la par que busca la fórmula exacta del crecimiento súbito en la tramoya del Estado burgués, desempolvando para ello el viejo trasto de la socialdemocracia.

Frente a Bernstein se alzaron las más insignes voces de la socialdemocracia de la época, empezando por un Karl Kautsky que no fue capaz de poner en cuestión la práctica del partido obrero de masas en Alemania y que defendió de manera ortodoxa el marxismo de su tiempo, codificado ya de por sí en términos deterministas —producto ello de la correlación de fuerzas entre proletariado y burguesía en que se forma históricamente el marxismo. Años más tarde la guerra mundial de 1914, la que hizo pasar históricamente a la socialdemocracia a las filas de la reacción imperialista, los uniría de nuevo. Quienes sí utilizaron la polémica suscitada por Bernstein en términos de progresión, de avance y profundización en la concepción proletaria del mundo, fueron los bolcheviques comandados por Lenin. Desde la lucha de dos líneas contra el ala oportunista del movimiento obrero —aquélla que ponía la espontaneidad sobre la conciencia revolucionaria— a nivel internacional y en territorio ruso, lograron plasmar el Partido de Nuevo Tipo, cuya madurez histórica abrió las puertas del Primer Ciclo de la RPM con la Revolución Socialista de Octubre, de la que hoy celebramos su Centenario.

Precisamente, esta efeméride revolucionaria será objeto de batalla en los próximos meses. El oportunismo buscará el leninismo en la obra de Octubre diseccionando la táctica bolchevique y considerándola como un fin en sí misma, desechándola como el producto de una determinada concepción integral, universal y clasista del mundo. El revisionismo, pretenderá reducir la revolución de Octubre a una sucesión de etapas de desarrollo gradual del movimiento obrero, reducido éste a su expresión esencialista-economicista, soslayando el programa de emancipación de la humanidad, a través de la Revolución Comunista, que determinó la praxis del proletariado revolucionario en Rusia. En ambos casos, Octubre será una excusa para relanzar el programa de mínimos de la segunda Transición con vistas privilegiadas —burguesas— al “socialismo”.

Por nuestra parte, la vanguardia marxista-leninista enfrentará este Centenario para reivindicar el legado del entero Ciclo Revolucionario de Octubre, primera gran oleada de la RPM que nos demostró la madurez del proletariado como clase revolucionaria, la posibilidad de derrocar a nuestros opresores destruyendo la entera sociedad de clases y los escollos que en la magna obra de la emancipación social se encontrará el proletariado comunista en el próximo Ciclo Revolucionario. Pero por esto último, reivindicar el legado de la RPM implica necesariamente romper dialécticamente con él, comprender que es obligatorio realizar un Balance de toda la experiencia acumulada por el proletariado revolucionario en el corto siglo XX, que representa todo un periodo de revoluciones que se despliegan sobre un mismo paradigma revolucionario, algunas de cuyas premisas históricas necesariamente han caducado, precisamente, por la actividad práctica del sujeto revolucionario.

Es en el Balance del Ciclo de Octubre, en la reconstitución ideológica y política del comunismo, donde el cuadro comunista debe hoy forjarse, frente a aquel practicismo evanescente que defiende el revisionismo —cuyo cuadro medio, mentecato y autosatisfecho aspirante a secretario sindical, está lejos no ya del estratega revolucionario, sino hasta del decimonónico líder de barricada. El marxista debe elevarse y comprender la situación histórica que vive, el conjunto de las relaciones sociales entre las clases, así como su historia, cuál es la posición histórica-universal de su clase y las tareas que de ésta se derivan, con independencia “de lo que tal o cual proletario, ni aun el proletariado en bloque, se proponga momentáneamente como meta” —Marx—, para tornarse en tribuno del pueblo, en jacobino al servicio de la organización del proletariado, en bolchevique.

Esto es lo que propone el Movimiento por la Reconstitución a la vanguardia de la clase obrera y por ello se afana en luchar por construir el referente de la vanguardia marxista-leninista: para recuperar la posición de vanguardia del proletariado, conquistando, reconstituyendo, en la teoría y en la práctica la universalidad del proyecto emancipador del Comunismo. Desde esta perspectiva hemos de crear las condiciones de un nuevo paradigma revolucionario, que habrá de enlazar concéntricamente las problemáticas que debe enfrentar la revolución —del marxismo como guía ideológica; del Partido Comunista como único dirigente posible; de la especificación de la Guerra Popular, estrategia militar universal proletaria, en cada país; y de las bases de apoyo en que se ha de sustentar el Nuevo Poder— y que será la base necesaria para iniciar un nuevo Ciclo de la RPM. Y para ello es imprescindible avanzar en el Balance del Ciclo de Octubre. Éste es el mejor homenaje materialista que podemos hacer los comunistas al Centenario de la Revolución Socialista de Octubre: elevar, suprimir y conservar su legado revolucionario.


Comité por la Reconstitución
Julio de 2017




Notas: