Si hubiéramos de realizar el ejercicio de tratar de concentrar la significación de la Línea de Reconstitución (LR), de la forma más englobante posible, que menos elementos sustanciales dejara fuera, en una sola sentencia, diríamos que la LR no representa sino la recuperación de la universalidad del comunismo. Ello, inmediatamente, no expresa otra cosa que la asunción con todas las consecuencias de la posición especial que, como clase social, el proletariado ocupa en el proceso histórico como totalidad y, con ello, la posibilidad objetiva de identificar su lucha revolucionaria por su emancipación como tal clase social con la emancipación de la humanidad en su conjunto respecto de la sociedad de clases y todas sus lacras. Y esta asunción consecuente no puede por menos, y también de forma inmediata, que ponernos en rumbo de colisión con el obrerismo del revisionismo, que sólo es capaz de representarse al proletariado como clase especial, no por concentrar la universalidad del proceso histórico, sino, al contrario, encerrándose —y encerrándole— en su particularidad, esto es, en sus rasgos inmediatos dados como clase sometida y explotada. Ésa y no otra es la base de todo corporativismo sindicalista, en lucha consecuente contra el cual, no por casualidad, ha debido recibir su bautismo y primera forja la LR.
Pero sondeemos algunos de los elementos fundamentales de esta universalidad, tal y como han venido conformándose en el decurso histórico, y cómo sus características dan forma a ese otro producto de ese proceso que es nuestra clase en su aspiración revolucionaria. En la tradición del pensamiento occidental, cuyo más ilustrado vástago es el marxismo, el universalismo es, en primera instancia, una categoría y un carácter portado por el sujeto. Valga, como conspicuo ejemplo representativo de tal tradición, la filosofía de Kant, donde la subjetividad transfiere un orden inscrito en ella misma al mundo exterior, que, de este modo, es dotado de una aprehensibilidad y una universalidad de las que de otra manera carecería. Así pues, por consiguiente, la universalidad implica de por sí una referencia a un sujeto, en tanto esfera de actividad más o menos autónoma, no absolutamente determinada, e incluso con capacidad interior de determinación. De nuevo, aquí, el contraste con el revisionismo es inmediato, por cuanto éste no es sino el representante más genuino del proletariado como clase absolutamente determinada en su subordinación. No es de extrañar, en consecuencia, su pulsión natural a abominar de cualquier problemática que incida en el sujeto, en la subjetividad y en la consciencia, que, a través de sus anteojeras empiristas y economicistas, asimila estereotipadamente con el idealismo. ¿Qué dirían estos inveterados miopes, por ejemplo, de Engels, que, en su Introducción a la dialéctica de la naturaleza, situó literalmente en el “espíritu humano” el “producto supremo de la materia orgánica”[1]?
Pero dejemos por un momento a un lado a nuestros grisáceos revisionistas y centrémonos en las palabras de Engels, prestando especial atención a esa designación del “espíritu humano” como “producto”. Efectivamente, este último vocablo evoca inmediatamente una serie de interesantes rasgos e ideas. “Producto”, en primer lugar, apela evidentemente al atributo de ser el resultado de otra cosa y nos sitúa en la necesaria compañía de un productor, cuya capacidad de operar y modelar eso que emite, ese producto, exige la copertenencia a un sustrato común. En este caso, siendo el “espíritu humano” el producto de un proceso de desarrollo de la materia orgánica, la subjetividad debe y sólo cabe, tanto en su acepción empírico-inmediata como desde cualquier otra perspectiva más amplia, ser comprendida a su vez como un elemento material ella misma. Con esto, simplemente, nos estamos remitiendo a uno de los aspectos básicos de la contradicción, el de la unidad e identidad, pero, en segundo lugar y por ello mismo, eso exige referirse inmediatamente a su otro respecto, el de la distinción y el antagonismo. Y aquí, precisamente, vemos cómo ese movimiento objetivo de la materia, al llegar a determinado punto de su desarrollo, destaca a su otro, a su contraparte y negación, precisamente a esa subjetividad que, en esa unidad contradictoria objeto-sujeto, ha constituido uno de los prismas fundamentales desde el que tratar de considerar y comprender el desenvolvimiento del ser humano en el mundo. Final y elementalmente, la mera idea de producto exige la preeminencia y la prioridad de ese productor, de algún tipo de elemento o sustrato que debe forzosamente anteceder a lo que de él deviene, haciendo a éste inexistente sin aquél. Tenemos, por tanto, un orden temporal de sucesión signado por el salto cualitativo de esa producción; tenemos, por tanto, historia.
Si alineamos estos elementos, casi inadvertidamente entresacados, materia, contradicción e historia, nos daremos cuenta de que hemos topado, nada menos, que con los ingredientes esenciales del materialismo dialéctico. Y justamente, ante éste nos encontramos con una nueva forma, cualitativamente superior, de materialismo, precisa y fundamentalmente por su comprensión de la sustantividad del aspecto subjetivo de la materia. A ello justamente es a lo que se refiere la Primera Tesis sobre Feuerbach, no pareciendo casualidad que tal sea la materia sobre la que versa precisamente la primera, y no alguna posterior, de esas “humildes notas” que, en palabras de Engels, representan nada menos que “el primer documento en que se contiene el germen genial de la nueva concepción del mundo”:
“El defecto fundamental de todo materialismo anterior (…) es que sólo concibe las cosas, la realidad, la sensoriedad, bajo la forma de objeto o de contemplación, pero no como actividad sensorial humana, como práctica, no de un modo subjetivo. (…) [Feuerbach] tampoco concibe la actividad humana como una actividad objetiva. (…) Por tanto, no comprende la importancia de la acción ‘revolucionaria’, práctico-crítica.”[2]
Es precisamente la comprensión de la subjetividad de la materia, ese “concebir las cosas, la realidad, de un modo subjetivo”, lo que permite fundamentar la noción de revolución como eje rector de toda una concepción del mundo. Y por cierto, y dicho sea de paso, tampoco parece casual que el “germen genial” de tal cosmovisión anide en lo que esencialmente cabe considerarse en su conjunto como el lineamiento maestro de una crítica superadora a todo el viejo materialismo.
De cualquier manera, tenemos que el materialismo dialéctico nos informa del carácter y del origen de la subjetividad como producto material. A su vez, y sobre esta base, el materialismo histórico nos va a avisar de la línea de su evolución, que no es otra que la de su creciente preeminencia, la del progresivo protagonismo y dominio de la subjetividad a medida que el desarrollo de la materia alcanza sucesivamente estadios superiores, destacándose esta subjetividad crecientemente como consciencia. Démosle de nuevo la palabra a Engels, que, en su ya mencionada Introducción, señala:
“Los hombres, por el contrario, a medida que se alejan más de los animales en el sentido estrecho de la palabra, en mayor grado hacen su historia ellos mismos, conscientemente, y tanto menor es la influencia que ejercen sobre esta historia las circunstancias imprevistas y las fuerzas incontroladas, y tanto más exactamente se corresponde el resultado histórico con los fines establecidos de antemano.”[3]
Asimismo, en El papel del trabajo en la transformación del mono en hombre, el de Barmen apunta:
“(…) cuanto más se alejan los hombres de los animales, más adquiere su influencia sobre la naturaleza el carácter de una acción intencional y planeada, cuyo fin es lograr objetivos proyectados de antemano.”[4]
Así pues, siguiendo a Engels: fines apriorísticos, intencionalidad final, consciencia; esta última, “producto supremo” de la materia, sólo aparece, por supuesto, como su coronación en su forma superior, la materia social, vinculada al género humano. Pero detengámonos un momento sobre esta categoría, la de finalidad, asociada a un estadio de desarrollo considerablemente avanzado de la subjetividad, para ilustrar algo más la profunda penetración e imbricación de ésta sobre la materia.
Esta intencionalidad, especialmente en su forma consciente, ha sido históricamente hipostasiada, sublimada, por el pensamiento especulativo (en el sentido estrecho del término) y la filosofía bajo el concepto de teleología. No obstante, más recientemente y referido ya a formas inferiores de la materia, carentes estrictamente de consciencia, han tenido forzosamente que comenzar a reconsiderarse estos rasgos de la subjetividad, tales como la finalidad. Así, por ejemplo, en la forma más elevada de materia orgánica, la biológica, la ciencia moderna, aun a pesar de sus orígenes anti-finalistas, que se remontan a la Revolución Científica y a la lucha por la emancipación del saber científico de la tutela teológica, ha debido acuñar, ya en la segunda mitad del siglo XX, el concepto de teleonomía. Dejando a un lado la relación de esta noción con la teoría de la Evolución, comparemos su etimología con el de la categoría de teleología. Ambas palabras son neologismos formados del griego y ambas comparten teleos, es decir, fin. Pero, a su vez, ambas culminan de forma diferente: o bien logía, referido a estudio, tratado, ciencia, saber en definitiva; o bien nomos, esto es, regla, ley. De este modo, mientras que teleología hace referencia a un fin dispuesto en función del saber, a un fin consciente, teleonomía alude a que ese fin se articula por mor de leyes. Y aquí cabe consignar cuál es la máxima universal en lo que a la ley se refiere: su desconocimiento no exime de su cumplimiento. Así, lo que resulta es una forma inferior de esa finalidad, ya acrecida forma de subjetividad en sí, absolutamente inconsciente y dominada por el factor objetivo, esto es, por un mecanismo impersonal que se abre paso independientemente de los dominios o individuos sobre los que actúa.
La comparación es ilustrativa porque es un contundente ejemplo que muestra cómo, desde el punto de vista de los modernos desarrollos de la ciencia, la subjetividad —e, insistimos, incluso a la manera desarrollada de la finalidad— no es privativa del estadio de desarrollo social de la materia, lo que es una reafirmación de la pertinencia global, universal, del materialismo dialéctico, a la vez que muestra cómo esa subjetividad se perfecciona cada vez más hacia y hasta este estadio.
Precisamente, y aunque el concepto de teleología es problemático desde el punto de vista del marxismo, este terreno, el de la sociedad, es el de despliegue de esa forma superior de finalidad regida por la consciencia. Aun más, si la noción fundamentadora del marxismo como cosmovisión integral de la sociedad es la praxis, la finalidad va a jugar un papel clave en el núcleo básico de esta categoría como es el trabajo. De hecho, esa intencionalidad final es lo que lo distingue como actividad específicamente humana:
“Suponemos el trabajo en una forma en la que pertenece exclusivamente al hombre. Una araña ejecuta operaciones que se parecen a las del tejedor, y la abeja avergüenza en la construcción de sus celdillas a más de un arquitecto. Pero lo que distingue al peor arquitecto de la mejor abeja es que ha construido la celdilla en su cerebro antes de construirla en cera. Al final del proceso de trabajo se obtiene un resultado que existía ya al comienzo del mismo en la imaginación del obrero de forma ideal. No es que efectúe solamente un cambio de forma en el elemento natural, sino que, al mismo tiempo, realiza su fin en el elemento natural (…). Se requiere para toda la duración del trabajo la voluntad consciente del fin (…).”[5]
De este modo, para desazón de objetivistas y economicistas varios, “la voluntad consciente del fin”, la subjetividad y la consciencia, quedan imbricadas en lo más hondo y profundo de la concepción marxiana de la sociedad, con consecuencias de amplio alcance para el conjunto de su edificio doctrinal.[6]
El trabajo es en Marx, como decimos, el núcleo básico de una concepción más amplia, la de producción social, donde las propias relaciones sociales juegan también el papel mismo de fuerza productiva[7], tal vez la más importante de todas. Precisamente, el capitalismo es la primera forma histórica de economía donde el elemento social predomina sobre el natural.[8] Es por ello que sólo a través y con la implantación del modo de producción capitalista se despliega la fuerza subjetiva que anida en el trabajo humano como nunca antes lo había hecho. Marx y Engels lo expresan elocuentemente en el Manifiesto Comunista:
“Ha sido ella [la burguesía] la que primero ha demostrado lo que puede realizar la actividad humana (…). La burguesía, con su dominio de clase, que cuenta apenas con un siglo de existencia, ha creado fuerzas productivas más abundantes y más grandiosas que todas las generaciones pasadas juntas. (…) ¿Cuál de los siglos pasados pudo sospechar siquiera que semejantes fuerzas productivas dormitasen en el seno del trabajo social?”[9]
Esta potencia envolverá crecientemente todos los aspectos de la existencia humana y, en su culminación con el imperialismo, acabará por cerrarse sobre el globo entero, dando cumplida cuenta de la profética sentencia del propio Manifiesto: “la burguesía se forja un mundo a su imagen y semejanza”. Este cierre, este convertir al planeta entero en un solo organismo articulado, nos permite subrayar una segunda noción, a sumar a la de la subjetividad, asociada a la universalidad, tal vez la más evidente: la de unicidad, la de totalidad.
No obstante, el capitalismo, al brotar históricamente de las formas de economía natural, no puede evitar adherir a sí algunos de los modos determinantes que definen a esas formas pretéritas, configurando así su carácter como estadio inferior de la materia social. Precisamente, de ahí proviene un rasgo decisivo, quizá el que más, que determina a esa explosión de potencia social que es el capitalismo: la espontaneidad. Marx y Engels, en La ideología alemana, inciden sobre ello:
“(…) la división del trabajo nos brinda ya el primer ejemplo de que, mientras los hombres viven en una sociedad formada espontáneamente, mientras se da, por tanto, una separación entre el interés particular y el interés común, mientras las actividades no aparecen divididas voluntariamente, sino por modo espontáneo, los actos propios del hombre se erigen ante él en un poder ajeno y hostil, que lo sojuzga en vez de ser él quien lo domine.”[10]
Ésta es una de las principales razones, que cabalga a lomos de ese ardid de la razón hegeliano, por la que el capitalismo transpone esta extraordinaria emergencia de la subjetividad y las fuerzas sociales humanas y la hace aparecer invertida, objetivada, como elemento de sujeción y dominación. Seguramente no se haya expresado este proceso histórico de una manera más ilustrativa que en el primer capítulo de El Capital. Allí Marx muestra esa creciente emergencia de la forma social, del progresivo entrelazamiento e interdependencia de las actividades productivas del hombre, usando para ello como eje y prisma clave la forma mercancía, todo lo cual culmina, no por casualidad, en el fetichismo de ésta: esa “relación social de los hombres, la cual adopta la forma fantasmagórica de una relación entre cosas.”
De este modo, esta dialéctica de objetivación de la potencia subjetiva humana que es el capitalismo va a generar una totalidad negativa, una clase que es condensación de todas las condiciones de existencia y contradicciones del régimen capitalista: el proletariado.
“En el proletariado plenamente desarrollado se hace abstracción de toda humanidad, hasta de la apariencia de humanidad; en las condiciones de existencia del proletariado se condensan, en su forma más inhumana, todas las condiciones de existencia de la sociedad actual; el hombre se ha perdido a sí mismo (…).”[11]
De nuevo, el ajado sustrato filosófico del que se alimenta el revisionismo, el empirismo, es incapaz de reconocer esta totalidad, esta condensación de condiciones de existencia, y confunde sus reverberaciones fenoménicas con elementos sustantivos. Ese empirismo no es sino la base teórica de la que inevitablemente se alimenta la política revisionista arquetípica, esto es, el frentismo: la alianza política externa de un proletariado reducido a su inmediata manifestación sindical con otras formas de reverberación resistencialista. El obrerismo, esa pobre concepción cuyo alimento es la superficial exaltación y explotación de una determinada identidad social, paradójicamente, no representa sino la negación del papel determinante con que el desarrollo histórico de la materia social inviste al proletariado. Consecuentemente, el movimiento revolucionario de nuestra clase sólo ha podido forjarse en lucha contra él:
“(…) el conocimiento de sí misma, por parte de la clase obrera, está inseparablemente ligado a la completa nitidez no sólo de los conceptos teóricos (…) como de las ideas elaboradas sobre la base de la experiencia de la vida política, acerca de las relaciones entre todas las clases de la sociedad actual.”[12]
Vale repetir las contundentes e inequívocas palabras de Lenin: el conocimiento de sí mismo del proletariado está ligado tanto a la nitidez teórica como a la totalidad de la experiencia política de la sociedad. Como se sabe, ¿Qué hacer? es una obra clave para entender la constitución del partido de nuevo tipo del proletariado, además de ser probablemente todavía el más contundente alegato anti-oportunista a favor de la preeminencia de la teoría revolucionaria a la hora de diseñar la política e instituciones del proletariado. Así pues, como vemos, teoría, consciencia y también totalidad aparecen conformando en sus mismos orígenes históricos el fermento de universalidad sobre el que se apoya, clásica y necesariamente, el Partido Comunista.
Junto a ello, podríamos resaltar otros rasgos de este carácter totalizador que define al proletariado y hace de él una clase oprimida única en la historia. Baste ahora, a modo ilustrativo, el señalar que en el caso del proletariado, a diferencia, por ejemplo, del campesinado feudal, su producción y su explotación, su trabajo necesario y el plustrabajo que le es succionado, aparecen formando una unidad total indistinguible.
Pero además, el proletariado nos informa de otro rasgo clásico asociado a la universalidad, que no es otro que el de profundidad, el de radicalidad, en el sentido semántico del término, esto es, en el de enraizamiento en un sustrato último, en el de estar situado en la raíz de un conglomerado o problemática.
Y aquí no se trata solamente de que, en un sentido positivo-inmediato, todo el régimen social capitalista descanse sobre esa totalidad de “condiciones de existencia” que nuestra clase representa, sino también que, remitiéndonos a ese primer atributo universalista de la subjetividad, con él, con el proletariado, culmina la progresiva inmersión histórica del centro de gravedad consciente-intelectual de la sociedad hacia su raíz práctico-productiva. De hecho, la burguesía es, a diferencia de sus antecesores esclavistas o feudales, la primera clase dominante histórica donde el atributo de dirección intelectual de la sociedad aparece orgánicamente vinculado con el proceso productivo. Pero, ¡todavía hay algo por debajo de ella! Precisamente, y no por casualidad, su contraparte explotada, el proletariado, será, a su vez, la primera clase oprimida de la historia que genere una entera concepción del mundo que no es sólo conciencia de sí como reproducción de su subordinación. Este proceso histórico-material sería consustancialmente idéntico al proceso que la segunda parte de la Nueva Orientación, Conciencia y revolución, delinea desde un plano teórico-filosófico, de progresivo acercamiento y fusión históricos de la conciencia y el movimiento sociales, desde la crítica subjetiva a la praxis revolucionaria.
De este modo, signada por esos atributos de universalidad que hemos esbozado, caracterizados por el ascenso de la consciencia, su cierre como totalidad desde la orgánica interioridad de su centro proletario de gravedad y el descenso a la profundidad, es como la materia social desemboca históricamente en la era de la Revolución Comunista.
Sin embargo, diversos factores históricamente necesarios van a impedir que estos elementos se articulen de una manera conscientemente coherente durante la primera gran intentona histórica de esta Revolución, el Ciclo de Octubre, incluido aquí el periodo de su preparación. En este sentido, puede que la expresión más sintomática de esta ineluctable elusión sea el propio retroceso, en su actividad política efectiva, del mismo Marx, desde el concepto de praxis revolucionaria por él formulado (y aquí pudiera caber el sumar a esa formulación su implicación activa en la sacudida revolucionaria de 1848), hacia el de la crítica revolucionaria como trabajo nuclear, fundamental y con mayor proyección histórica de su carrera política. Al respecto, y sin abundar en ello, nos contentaremos con subrayar, enlazando con ese atributo de la subjetividad desarrollada en el que nos hemos detenido brevemente, el elemento fundamental de direccionalidad-finalidad que nutre a este tipo de crítica y que es, precisamente, el que la configura como la antesala necesaria a, y la orienta hacia, la práctica revolucionaria.[13]
De entre esos factores históricamente necesarios que van a determinar las limitaciones del Ciclo de Octubre, probablemente uno de los más fundamentales, sino el que más, va a ser ese entrelazamiento histórico de las revoluciones burguesa y proletaria, sobre el que ya hemos abundado en otras ocasiones desde la LR, y cuya manifiesta expresión la constituye ese año revolucionario de 1848 al que ya nos hemos referido al hablar de la actividad de Marx (detalle histórico, el de la implicación del renano en tales acontecimientos, por cierto, que muy probablemente no carezca, ni mucho menos, de importancia desde el punto de vista de la perspectiva del Ciclo).
Habiendo sido la subjetividad, y en especial su expresión consciente, el eje que nos ha permitido iniciar este breve recorrido por algunos de los rasgos fundamentales de la universalidad, en su relación con el proletariado revolucionario y el marxismo como su último y más consecuente portador en la historia de la lucha de clases, parece apropiado que aquélla sea también ahora el prisma más conveniente para esbozar algunos rasgos de esas limitaciones del Ciclo de Octubre y su relación con el punto de partida cualitativamente más elevado desde el que el proceso histórico permite objetivamente ahora encarar un nuevo Ciclo de la Revolución Proletaria Mundial (RPM). Con ello enlazamos directamente con el papel clave que el intelectual burgués desclasado jugó en la preparación y dirección del primer Ciclo de la RPM. Ése que ya el Manifiesto Comunista caracterizó:
“(…) en nuestros días un sector de la burguesía se pasa al proletariado, particularmente ese sector de los ideólogos burgueses que se han elevado teóricamente hasta la comprensión del conjunto del movimiento histórico.”[14]
Esta caracterización sociológica de lo que va a ser la composición del grueso de la vanguardia teórica del proletariado durante el Ciclo de Octubre y sus aledaños nos sitúa, como decimos, en una perspectiva idónea para señalar algunos de sus límites históricos claves.
De este modo, en la base histórica de la oleada revolucionaria de Octubre tenemos fundamentalmente la fusión de una vanguardia, en tanto caracterizada por ser la portadora de una determinada forma, históricamente necesaria, del socialismo científico y compuesta en su grueso por ese tipo de intelectual burgués radical desclasado, con unas masas de la clase que, a su vez, vienen en la misma inmediatez, cuando no se encuentran aún inmersas en tal proceso, del periodo de acumulación histórica de fuerzas de clase, nucleado en torno a sus demandas inmediatas como clase económica y presidido por su conciencia en sí en cuanto a tal. Más allá del evidente peso generatriz del elemento burgués, peaje ineluctable a la inmadurez del proletariado como clase revolucionaria en lo objetivo e igualmente insorteable por la vecindad histórica —y política en gran parte— de la revolución burguesa en lo subjetivo, lo que nos interesa resaltar ahora, aunque ello está íntimamente ligado con lo anterior, es que lo que está en la base histórica de Octubre es la fusión externa de elementos particulares, ya dados y configurados en gran parte de forma independiente uno del otro. Ello, como ya ha indicado la LR con amplitud otras veces, determinó que la relación del proletariado con la teoría revolucionaria estuviera presidida por un déficit en cuanto a su asimilación y socialización por las masas de la clase. En definitiva, la relación del proletariado con el marxismo durante el Ciclo de Octubre estará más bien presidida por la superficialidad. Y ello en un doble sentido; superficial en cuanto a esta referida asimilación, y superficial en cuanto a que el centro de gravedad de la consciencia revolucionaria del proletariado no se halla en su sustrato social hondo y profundo, sino en esos elementos desclasados procedentes del antagonista social.
Todo ello determinó un paradigma, una forma apriorística de entender la revolución acorde con el grado de desarrollo de la ciencia y de la experiencia de la lucha de clases de entonces, dominado por la espontaneidad, en tanto que la clave del mismo era el juego e impulso entre elementos ya dados en sí mismos, ya configurados independientemente y en un considerable estadio de desarrollo en su autónoma particularidad. Y ello es algo, dicho sea de paso, que incluso es posible que quedara reflejado en la formación del primer partido proletario de nuevo tipo efectivo de la historia, el bolchevismo.
Se trata, como decimos y aun a riesgo de resultar repetitivos, de límites históricamente necesarios. Lo subrayamos porque es algo en lo que nunca se insistirá lo suficiente, precisamente porque es una de las principales lindes que distinguen una comprensión dialéctica del marxismo respecto de su desnaturalización positivista. No se trata de enmendar la plana a Octubre ni a la gesta histórica que suponen las revoluciones proletarias del siglo XX, sino que las limitaciones, éstas señaladas y otras, sólo se muestran tales desde la actual perspectiva, con el telón del primer Ciclo cerrado, y eran indiscernibles entonces. Y ello, sencillamente, porque no eran tales limitaciones en ese momento, sino que eran consistentes con el grado de desarrollo material y social del momento, grado que la propia revolución contribuyó decisivamente a alterar, a transformar – ¿y qué mejor prueba puede haber del grado de profundidad y alcance de la revolución proletaria que el hecho de que ella se revolucione a sí misma, de que sea capaz de ir sucesivamente dejando caducas muchas de sus formas a la vez que crea otras nuevas? Precisamente, la perspectiva que sólo ahora estamos en disposición objetiva de adoptar es una conquista de, y sólo de, la lucha de las generaciones pasadas de comunistas. Como suele decirse, efectivamente, sólo somos porque ellos fueron. Fueron esos esfuerzos los que impulsaron el desarrollo histórico y los que nos han dotado de lo más valioso, la experiencia revolucionaria; una experiencia que es el pilar insustituible y fundamental para reiniciar la RPM desde un mayor grado de madurez, desde un mayor grado de coherencia respecto al estadio objetivo de desarrollo alcanzado por la materia.
Como adelantábamos, el prisma aquí escogido para sondear los límites del Ciclo de Octubre nos permite enlazar con un vistazo somero sobre las bases del segundo Ciclo de la RPM, tal y como hoy pueden entreverse en el horizonte. Como señala la primera parte de la Nueva Orientación, Balance y rectificación, si algo caracteriza el actual periodo de interregno entre dos ciclos de la RPM, desde el punto de vista de la vanguardia del proletariado, es la deserción histórica de ese intelectual burgués desclasado que tan fundamental papel jugó en el pasado. Y esta deserción no se refiere tanto a un acto político-subjetivo, volitivo, de ese intelectual, motivado por la impresión de la derrota, todavía reciente, del proletariado en su primera intentona emancipadora, sino que se trata de un hecho de calado histórico-objetivo. Efectivamente, el desarrollo de la materia social en el grado hasta aquí alcanzado exige que los portadores intelectuales del progreso social procedan inmediatamente de la clase que condensa la profundidad y totalidad, su universalidad, de ese desarrollo material. Es decir, el desarrollo histórico exige una procedencia inmediata de esos depositarios ideológicos de la perspectiva del progreso desde las entrañas de la clase que atesora su potencialidad, el proletariado, y, asimismo, exige que su forma, la morfología de la corporización de esa función intelectual en el progreso social, adopte también las características más congruentes respecto a las que el desarrollo histórico ha dado a esa base generatriz, esto es, una forma adecuada con esos rasgos universalistas que definen al proletariado y que hemos delineado. Exigen, por tanto y en primer lugar, que su forma sea inmediata y conscientemente colectiva, un auténtico intelectual social. De este modo, efectivamente, como señala la Nueva Orientación, “esos elementos de procedencia burguesa no es que no quieran, es que ya no pueden adoptar la posición de la vanguardia ideológica.”[15]
Así pues, la actual vanguardia ideológica del proletariado, empeñada en sentar los cimientos conscientes para todo un nuevo Ciclo histórico de la RPM, lo que denominamos vanguardia teórica marxista-leninista, y a diferencia de la que protagonizó la preparación del Ciclo de Octubre, está, respecto al grueso de su composición sociológica, formada, si se nos permite cierto reduccionismo, legítimo por atender a la forja en que en primera instancia deben pulirse sus miembros (la teoría revolucionaria), por lo que podemos llamar teóricos obreros.
Con esta expresión, teóricos obreros, estamos designando en primer lugar toda una novedad histórica. Efectivamente, no es que la preparación del Ciclo de Octubre careciera de conspicuas figuras obreras de talla ideológica, como, por ejemplo y por atenernos a la tradición genuinamente marxista, un Dietzgen o un Bebel, sino que la cuestión es que el centro de gravedad de la vanguardia ideológica de entonces no giraba en torno a ellos, sino que éstos se situaban, desde el punto de vista de su masa social, en su periferia, actuando más a modo de excepción, de heraldos de lo nuevo, que como protagonistas rectores de su actividad. Sólo hoy, debido justamente al desarrollo propiciado por el primer embate de la RPM y a su conclusión, están estos teóricos obreros en condiciones de constituir una auténtica capa social, eje de construcción de la vanguardia y hegemónica en el proceso de dirección de la RPM. Precisamente, su formación, en tanto plan articulado conscientemente, con “intención final”, constituye la manifestación social-material inmediata de eso que la LR denomina reconstitución ideológica del comunismo; manifestación que no es otra que esa construcción de cuadros comunistas de la que habla la Nueva Orientación.
Pero, en segundo lugar, al hablar de teóricos obreros estamos, conscientemente, apelando a una contradicción; a una contradicción que es, nada menos, la que articula el conjunto de la civilización clasista —no sólo su última manifestación capitalista—, la división social entre el trabajo intelectual y el trabajo manual. Con la exigencia de formar tal capa de teóricos obreros, con la exigencia de que la moderna clase encorsetada al trabajo manual sea capaz de destacar de sí un sector de “ideólogos elevado teóricamente hasta la comprensión del conjunto del movimiento histórico”, por parafrasear al Manifiesto, estamos situando con toda intención precisamente una daga en el corazón de esa entera civilización clasista, demostrando congruentemente, no sólo la profundidad histórica de la revolución proletaria, sino, asimismo, la consistencia de su proyección en tal sentido, su capacidad y voluntad de erigir un mundo nuevo emergiendo desde la más honda raíz de la materia social en tanto articulada como sociedad de clases.
Todo ello implica, de nuevo conscientemente, un proceso de revolucionarización en el interior de la clase llamada a revolucionar el conjunto de la sociedad. Ello, y no otra cosa, es la preparación de la revolución: (re)constitución de su sujeto rector desde la creación de una relación social revolucionaria objetiva, el Partido Comunista, capaz, una vez asentada, de extenderse concéntricamente hasta abarcar la entera totalidad de la materia social. Con ello, la totalidad, como categoría universalista, no sólo se adecúa a su base histórica de clase, a esa “condensación de condiciones de existencia” que es en sí mismo el proletariado, sino que es la forma que adopta el curso revolucionario mismo de nuestra clase, su movimiento para sí: el proceso revolucionario como totalidad integral e integrada, donde ya no hay lugar para la fragmentación etapista del empirismo revisionista, sino que se trata del mismo proceso revolucionario, desde el principio hasta el final, desarrollándose y expandiéndose a través de sucesivos saltos cualitativos, de los que, por ejemplo, la conquista del poder, antaño sublimada como momento cumbre de la revolución, no es sino sólo uno de ellos (y secundario, al menos en el orden de sucesión, respecto al que representa la constitución del Partido Comunista como formación operativa a gran escala, efectiva, del sujeto revolucionario).
Esta totalidad, por la que la clase se dota a sí misma desde su interior de su consciencia y perspectiva revolucionaria a la par que las proyecta materialmente, nos permite volver otra vez sobre el rasgo universalista de la profundidad. Y es que la autoformación del proletariado como sujeto revolucionario, la situación del eje fundante y articulador de todo este proceso en sus mismas entrañas, implica, desde el punto de vista histórico-material, el definitivo y pleno aterrizaje del centro de gravedad intelectual del progreso social sobre el sustrato último práctico-productivo en el que se sostiene el último modo de producción clasista.
Por supuesto, estas nociones universalistas de totalidad-profundidad que estamos delineando en tanto nutren la actual política revolucionaria del proletariado, la de su reconstitución como tal sujeto revolucionario, no contravienen la auténtica piedra de toque que distingue a la política revolucionaria marxista: que la conciencia revolucionaria debe ser introducida desde fuera del movimiento espontáneo de la clase obrera. Al contrario, este entendimiento, esta comprensión de la necesidad de destacar una capa social de teóricos obreros, hace a este proceso más coherentemente profundo, más universal. No nos extenderemos aquí en ello; baste decir que la LR, frente a la vieja y simple fusión de elementos externos dados que caracterizó la constitución del sujeto revolucionario durante el Ciclo de Octubre, plantea un proceso de escisión-fusión-escisión[16], que, desde el punto de vista de la dialéctica, no es sino la expresión de un movimiento de negación de la negación que, como hemos apuntado también en otras ocasiones, justamente es para esta concepción no otra cosa que la estructura racional del sujeto. Con ello, el proceso de su (re)constitución, si bien, con toda probabilidad, más prolongado, también tendrá como colofón una más vigorosa y radical, esto es, bien enraizada, complexión y articulación, dando mayores garantías sobre la proyección y el éxito de su empresa.
En definitiva y recapitulando, el desarrollo de la materia y, dentro de ella, el desarrollo histórico de la sociedad alcanzan tal grado de condensación que van a propiciar un proceso de tan largo alcance como la RPM en su primer Ciclo. No obstante, el necesario estadio de inmadurez de esta Revolución en su alborear hace que esta densificación histórica, esta explosión de universalidad, que representa se exprese inevitablemente en ese primer momento —y esto es perfectamente congruente con las leyes dialécticas de desarrollo de la materia— en su forma más elemental, dominada aún por esas características contrastivamente indicadas: exterioridad, particularidad, superficialidad, espontaneidad. Se trata de la primera expresión de ese sujeto universal, aunque congruente con su propia inmadurez histórica. Sin embargo, precisamente, ese impulso histórico que el Ciclo de Octubre ha propiciado deja los elementos dispuestos sobre el escenario para que ahora puedan conjugarse con una consistencia y articulación más elevadas; para que ahora el propio proceso de la RPM dé una vuelta de tuerca en esa condensación universalista: interioridad, totalidad, profundidad, consciencia… en definitiva, plenitud y madurez del sujeto.
El proletariado es hoy históricamente maduro como clase revolucionaria; hoy es mucho más consciente de los principios y de los fines de su empresa. Precisamente, ese fin nos informa de que el Comunismo será, entre otras cosas, la plena socialización y, por tanto, la plena individualización del ser humano[17], el desarrollo integral de las potencialidades de cada cual. En consecuencia, el vínculo social ya no será, como actualmente, esa objetivación exterior que aparece como una imposición, sino que será interior, la libre voluntad de mantener ese vínculo sustentada en la plena autoconsciencia de cada individuo. Si la igualdad es el ladrillo del Comunismo, la libertad será su cemento y argamasa. De este modo, coronando este recorrido, encontramos otro gran rasgo asociado a la universalidad en esa aludida tradición del pensamiento: la libertad. En este sentido, y paralelamente, este fin de libertad exige un principio correlativo, que no es otro que esa negación constitutiva de la vanguardia, ese acto de libre voluntad consistente en atreverse a afrontar las determinaciones que nuestra posición social proletaria nos impone inmediatamente e iniciar el camino de disciplina y constancia, de consciencia, de ser semilla, vanguardia, del único fin por el que merece la pena darlo todo.
Lo que resulta es, gráficamente, el dibujo de una serie de círculos concéntricos en que, primero, la materia en general; segundo, la materia social en particular y, tercero, la propia RPM se cierran en un crecientemente denso haz de universalidad, desbordando como posibilidad objetiva de poder, al fin, plantear la historia como una actividad consciente de libre construcción de la humanidad. Ella, la historia, llama hoy a nuestras puertas; si, en ese acto de libre voluntad, os decidís a abrírselas probablemente oiréis de sus labios una única sentencia: ahora, por fin, tenéis un mundo que ganar.
Comité por la Reconstitución
Diciembre de 2016