La ardua tarea de la radicalidad:

En ocasión del bicentenario de Karl Marx

El 5 de mayo de este año se cumplieron dos centurias del nacimiento, en las tierras germanas del Rin, de Karl Marx, quien ha pasado a la historia como el padre de la primera formulación de la teoría revolucionaria proletaria integral. Y han sido doscientos años colmados de acontecimientos, agudas luchas de clases y, sobre todo, revoluciones hechas en nombre de las ideas por él sintetizadas, el marxismo. Más aún, el actual estado de indigencia ideológica y política del comunismo es, salvando las distancias, similar al que el homenajeado enfrentó durante su vida y por cuya superación laboró hasta su muerte, aunque difiera el camino que nosotros debemos transitar. Precisamente, es en el aterrizaje en los problemas de su tiempo donde una teoría demuestra su posición de clase. Por eso es pertinente la reflexión serena en torno a Marx, porque hoy nos enfrentamos a la reconstitución de la premisa de todo proyecto proletario independiente y totalizador, esto es: la concepción del mundo que ha de sustentarlo a largo plazo, esos graníticos cimientos cuyo primer sillar fue sentado por el germano.

En efecto, cuando el de Tréveris comienza su carrera política e intelectual, en los años 40 del siglo XIX, el comunismo en el continente se reducía a apenas un puñado de sectas, de tradición babuvista y conspirativa, dominadas por un vago igualitarismo propio de los orígenes artesanales de la clase obrera y cuyo mayor exponente es, muy probablemente, Weitling. En torno a él y otros se había ido agrupando la Liga de los Justos, escisión de la vieja Liga de los Desterrados, que tuvo una importancia excepcional a la hora de poner en contacto a círculos socialistas de toda Europa y que constituye la primera organización comunista internacional[1], aun a pesar de lo precario de su extensión y madurez. Pero la vitalidad y, frecuentemente, heroicidad de los jóvenes miembros de la Liga no podía ocultar las débiles bases sobre las que se sostenía. Hablamos, sobre todo, de ese artesanado proletarizado que constituía el principal origen sociológico de la organización y cuyas reivindicaciones oscilaban entre el retorno al viejo gremialismo bajo los ropajes del cristianismo primitivo (caso de Hermann Kriege o del propio Weitling) y la humanización de las relaciones de intercambio[2]. Se trataba de programas cargados de exclusivismo y, muy a menudo, de resentimiento contra la gran propiedad burguesa, cuya competencia empuja a los pequeños propietarios a la ruina. Y en la medida en que el socialismo no era sino la sentimental restitución de la propiedad individual ganada a pulso por el propio trabajo, la reorganización del mundo burgués en torno a los ideales de justicia y fraternidad y, en definitiva, su ajuste a los intereses egoístas de una clase, cualquier teoría de vanguardia que penetrase en los fundamentos últimos de ese mundo (y que no se quedase en las consecuencias superficiales) debía ser tenida por innecesaria. Y así sucedía con los numerosos grupúsculos que por aquella época se proclamaban socialistas.

Estos dos elementos, el estrecho exclusivismo de clase y la falta de nociones teóricas claras, inhabilitarían a la todavía Liga de los Justos, de manera cada vez más evidente, para desempeñar otro papel que el de convidado de piedra ante la inminente oleada revolucionaria en toda Europa y, especialmente, en Alemania. Y es que, a medida que la burguesía, apoyándose en la moderna producción industrial, diluye progresivamente todas las relaciones sociales en un movimiento único de reproducción del capital, llevándose por delante las viejas divisiones estamentales y propiciando el descenso de la dirección política de la sociedad hasta el sustrato profundo, económico-productivo, de esa misma sociedad, ya no hay lugar para la emancipación de clase al margen de la subversión violenta de la totalidad de las relaciones sociales en las que aquélla se mantiene y reproduce como clase oprimida. Y es que la revolución burguesa es la culminación de este abismarse de la dirección política en la sociedad como un todo, ante lo cual era un obstáculo el Antiguo Régimen, con su pesado aparato burocrático, legislaciones locales acumuladas unas sobre otras y demás trabas al libre desarrollo del torrente de fuerzas objetivas que la naciente producción capitalista había desatado. Más aún, como diría Marx durante la oleada reaccionaria de los primeros años de la década de 1850:

“Las revoluciones de 1648 y 1789 (…) no representaban el triunfo de una determinada clase de la sociedad sobre el viejo régimen político; eran la proclamación de un nuevo régimen político para la nueva sociedad europea. En ellas había triunfado la burguesía, pero la victoria de la burguesía significaba entonces el triunfo de un nuevo régimen social.”[3]

Efectivamente, la identificación de los intereses particulares de una clase con los intereses generales de la sociedad era, tras 1789, la premisa básica de todo actor político que pretendiese ponerse a la vanguardia del desarrollo histórico. Y la pequeña burguesía acosada por las deudas y, eventualmente, proletarizada, soporte social del comunismo utópico y sectario, no podía llegar más allá de un genérico sentimentalismo antiburgués, tendiendo a la reacción en tanto que era incapaz de comprender el fondo histórico de la revolución que se operaba ante sus ojos y exigiendo el retorno del régimen corporativo preburgués (y de ahí el fenómeno del socialismo feudal y reaccionario, satirizado en el Manifiesto y que sería prácticamente barrido a medida que la industria de Francia y Alemania experimentaba el asombroso crecimiento de la segunda mitad del siglo XIX). El mejor traductor de este socialismo primitivo al lenguaje filosófico de Alemania ─pues la política radical alemana hablaba en la lengua de la especulación─ fue Feuerbach, quien a la pérdida y alienación del hombre bajo las relaciones mercantiles contrapuso un humanismo abstracto, que reivindicaba al hombre concreto y real al tiempo que abstraía a este individuo de todo el proceso social pretérito que posibilitaba su existencia como tal individuo, es decir, de la historia[4]. En última instancia, las condiciones naturales de existencia del hombre feuerbaquiano, ajenas por completo al mundo social engendrado por el capital y el comercio, eran la trasposición filosófica del programa del socialismo pequeñoburgués, similar a lo que, en economía, fueron Sismondi y su aguda crítica de las miserias de la civilización burguesa. Si ambos reivindicaron al individuo sufriente y crítico frente a la objetividad inapelable de las categorías de Hegel y Ricardo, respectivamente, ninguno de ellos pudo llegar al punto de comprender que, por muy inhumanas y alienadas que pareciesen, esas marañas de categorías objetivas densamente trenzadas eran, pese a todo, un producto de la actividad humana y, como tal, parte del proceso de humanización del hombre mismo y línea de salida para cualquier transformación revolucionaria de éste.

Éste es el punto en el que Marx, que a mediados de los 1840 se situaba en esta posición de crítica objetiva, rompe definitivamente con el pensamiento burgués anterior. Frente al abstracto humanismo feuerbaquiano y utópico, que dependía teóricamente de un punto de fuga natural al que remitirse, Marx comprende la praxis[5] como el verdadero medio ambiente humano, en el que éste se forja a sí mismo transformando el mundo ─que es, a su vez, un mundo humanizado. El alemán puede, entonces, concebir la conciencia como fuerza material (y no como mera actividad crítico-teórica contemplativa) en tanto expresión subjetiva y necesaria de la práctica. De este modo, pierde todo el sentido el desvelo de los viejos materialistas ingleses y franceses por hacer cambiar las circunstancias para cambiar a los hombres, tarea que acababa recayendo sobre toda suerte de bienintencionados e incorruptos reformadores. El problema ya no eran, en sí, unas fetichizadas circunstancias inhumanas, pasibles de ser modificadas en mayor o menor grado desde el exterior (desde el Estado, por ejemplo, que para el pensamiento burgués siempre se situó por encima de la sociedad civil), sino que el hombre creaba estas circunstancias sin conciencia de lo que hacía, y que por tanto el objeto de transformación es la práctica sobre la que aquéllas se sustentan y reproducen. A su vez, el eje de gravedad de la “cuestión social” se desplazaba desde el individuo (el crítico, el moralista, el reformador; en definitiva, el burgués) hacia las clases, como la forma concreta en que se articula la práctica social en un estadio muy determinado de desarrollo de la humanidad; a saber, aquél en el que domina la división espontánea del trabajo. Partiendo entonces de que, en la sociedad de clases, la personalidad de los individuos sólo se hace valer por el lugar que les asigna la división del trabajo, Marx llega así a la producción de la vida material como la instancia clave para comprender racionalmente la historia de la sociedad, como su soporte objetivo tal cual el propio capital lo había revelado en esa arrolladora revolución industrial y su “producto más peculiar”, el proletariado. Y Marx encuentra la resolución teórica del eterno problema de la emancipación de la humanidad bajo estas nuevas coordenadas:

“La coincidencia de la modificación de las circunstancias y de la actividad humana sólo puede concebirse y entenderse racionalmente como práctica revolucionaria.”[6]

De este modo, mientras la vieja revolución burguesa giraba en torno al problema de la revolución política, de la liberación de las fuerzas latentes ya existentes en el seno de la vieja sociedad, el proyecto revolucionario marxiano apunta hacia una revolución antropológica. Es clave comprender esto, pues el comunismo marxista ha sido a menudo reducido a un simple programa político con el que iluminados reformadores, y no siempre progresistas, pretendían hacer menos agobiante la existencia de los oprimidos. Eso es, de hecho, el antiguo socialismo premarxista, y también los actuales proyectos obreristas que se hacen pasar por marxistas, incapaces de concebir otro sujeto aparte del obrero domesticado por el sindicato y otra práctica aparte de la reproducción de sus condiciones de vida realmente existentes. Mientras estos apuntan, de una u otra forma, a acomodar el mundo creado a los intereses inmediatos de una clase o sector de una clase (sin poner en duda su práctica espontánea), para el marxismo se trata de revolucionar la práctica de la clase, como sustrato profundo sobre el que se sostiene la actual sociedad en tanto que el capitalismo ha consumado esa interrelación orgánica de todas las esferas de la vida social. Esto es: praxis revolucionaria como el genuino sujeto revolucionario comunista, en el que la transformación objetiva de la totalidad de las relaciones sociales coincide con la iniciativa subjetiva-consciente del sector social que la pone en marcha, de manera que el sujeto revolucionario ya no cabe entenderse como un actor que operaría exteriormente sobre un medio dado y globalmente insensible a su actividad, sino que ya la sola existencia (constitución) de este sujeto implica un trastocamiento del conjunto de las relaciones sociales, precisamente por ser incipiente supresión de la distribución de roles productivos, dinámica sobre la cual descansa toda sociedad de clases. Es decir, que la conciencia desde la que la clase se ha constituido como sujeto revolucionario no es sino la expresión subjetiva del proceso de transformación revolucionaria de la sociedad. Y de aquí dos axiomas fundamentales del marxismo ─o dos maneras de formular el mismo principio─: “en la actividad revolucionaria, el cambiarse coincide con el hacer cambiar las circunstancias”[7] y el concepto clave de Partido-Clase, que instituye una forma de actividad política superior a la burguesa (los partidos al uso y su aglomeración en torno al Estado, como “concentrado de la economía” alrededor del cual giran) en la medida en que ya no se trata de un “actor político” sino del proceso mismo de (auto)transformación consciente de la sociedad y los diversos escalones por los que éste transcurre, lo que lo pone en relación directa con la historia de la clase[8]  ─que, consecuentemente, ha dejado de ser para Marx una simple “base sociológica” más o menos inmutable sobre la que diversos partidos construirían “su” política─ y, más aún, con la historia humana en general.

Este conectarse con la historia en su conjunto, especialmente mediante la decantación crítica de lo que era hasta entonces su experiencia política más elevada, la revolución burguesa, es el camino por el que la crítica revolucionaria consigue ir formulando los rasgos generales de la revolución proletaria, dotándola de un marco teórico coherente y totalizador. En particular, queremos subrayar cómo los padres de la nueva concepción del mundo llegan rápidamente a la conclusión, desmenuzando críticamente la lógica revolucionaria anterior, de que la apuesta civilizatoria del comunismo no juega su vocación de universalidad y generalidad a la carta del Estado, como sí ocurría con la revolución burguesa en tanto liberación de la personalidad del antiguo Tercer Estado frente a las trabas absolutistas. Como la personalidad del proletariado no es más que la concentración de todas las miserias de la sociedad burguesa, su lucha contra esta sociedad no puede ser otra cosa que la rebelión contra su vieja personalidad y su vieja condición:

“Así, pues, mientras los siervos fugitivos solo querían desarrollar libremente y hacer valer sus condiciones de vida ya existentes, razón por la cual solo llegaron, a fin de cuentas, al trabajo libre, los proletarios, para hacerse valer personalmente, necesitan acabar con su propia condición de existencia anterior, que es al mismo tiempo la de toda la anterior sociedad, con el trabajo. Se hallan también, por tanto, en contraposición directa con la forma que los individuos han venido considerando, hasta ahora, como sinónimo de la sociedad en su conjunto, con el Estado, y necesitan derrocar al Estado, para imponer su personalidad.”[9]

En este riquísimo fragmento, Marx y Engels sitúan un signo de igualdad entre la destrucción de la sociedad de clases (y de su forma de agregación social por excelencia, el Estado) y la transformación revolucionaria del proletariado, que empieza por su rebelión contra lo que es su característica definitoria como clase oprimida: el trabajo, la practicidad manual como forma específica bajo la cual es dominada y despojada de toda participación en la “sociedad oficial”. La sociedad estamental no podía evitar la organización de los sectores no privilegiados, vinculados a la manufactura y el comercio, en una sociedad aparte que buscase “hacer valer sus condiciones de vida ya existentes”, esto es, sus condiciones particulares de producción y trabajo, que no son otras que las del trabajo abstracto, o la definitiva institución del valor como mecanismo general de distribución del trabajo social y la permanente revolución de la producción como su consecuencia natural. La sociedad burguesa ha suprimido ese “afuera” en la medida en que toda ella se estructura sobre el valor, ese lazo que une a sus extremos, el capital y el trabajo, y a todas las formas intermedias, de transición, no quedando ya espacio para una instancia económico-productiva aparte desde la que se pudieran imponer unas nuevas condiciones generales para toda la sociedad. Precisamente, el surgimiento histórico del marxismo como teoría de vanguardia parte del reconocimiento de que el desarrollo espontáneo de nuevas condiciones productivas se ha agotado como palanca de progreso histórico, formulando el elemento subjetivo como el determinante a la hora de plantear cualquier transformación revolucionaria y como verdadero depositario de su universalidad. Como veremos más abajo, esto tiene su letra pequeña, pero de momento basta para poner de relieve la diferencia fundamental entre la revolución burguesa y la revolución proletaria: aquélla creaba las condiciones políticas bajo las que se pudiesen desarrollar sin trabas esas nuevas condiciones productivas, que obligatoriamente debían ser respetadas en su diversidad en tanto fundamento del nuevo régimen político y, en esa medida, concertadas en torno a un acuerdo y unas reglas (y de ahí la ulterior división del Tercer Estado en clases y su necesario árbitro y cohesionador, el Estado moderno); la segunda, por el contrario, parte, ya en su formulación teórica más embrionaria, por la rebelión contra ese elemento objetivo-externo expresado, antes que nada, en la división del trabajo, como primer elemento definitorio de la personalidad del sujeto llamado a llevarla a cabo y, por lo mismo, primer obstáculo que se yergue ante la clase oprimida que aspira a ser revolucionaria.

De esta manera, mientras el socialismo anterior giraba en torno al problema de la distribución, de la reorganización racional de la división del trabajo (respetándola, por tanto, como fundamento de la articulación social), el proyecto marxiano pone el foco sobre la producción, como núcleo profundo de la sociedad burguesa y cuya crítica científica lo muestra, en el fondo, como una forma transitoria y particular de organización social. Y no sólo eso, sino que la revolución es un acto de libertad, de rebelión de los oprimidos contra lo que el mundo burgués ha hecho de ellos. Sólo sobre esta base consigue Marx formular racionalmente el problema de la emancipación, que ya ha dejado de ser el proyecto exclusivista y adaptativo que era para el viejo socialismo pequeñoburgués. Justamente, ese desplazamiento del objeto de la crítica socialista desde el intercambio y la circulación a la producción[10], con el que Marx culmina la articulación de la nueva cosmovisión, remata la conquista teórica del mundo que objetivamente había emergido de la revolución burguesa, posibilitando plantear de forma realista la coincidencia de la emancipación de clase con la emancipación de la humanidad en su conjunto. Las famosas tres fuentes y tres partes integrantes no son otra cosa que la comprehensión de esas corrientes históricas espontáneas e independientes entre sí (la moderna producción capitalista, su conceptualización histórico-filosófica y el surgimiento del socialismo como evidencia de sus antagonismos disolventes) que vienen a reunirse así en una única concepción del mundo fundamentada sobre la noción de la revolución como la esencia de la realidad, principio que se deriva de la comprensión consecuente de aquéllas.

No obstante, aunque el nuevo programa teórico del comunismo (o, más exactamente, el programa político que de él se derivaba, sintetizado en el Manifiesto del Partido Comunista) pudo convencer a los dirigentes de la Liga de los Justos, rebautizada como la Liga de los Comunistas, el mundo a cuya conquista instaban los párrafos finales del Manifiesto todavía pesaba demasiado sobre el joven proletariado, que sólo ahora, en 1848, empezaba a dar sus primeros pasos como clase independiente de la burguesía. Y es que esa conquista teórica del mundo objetivo que la crítica revolucionaria había realizado sobre el papel era, a su vez, reconocimiento del peso que las dinámicas espontáneas del capital aún tenían en la política revolucionaria del proletariado. Es decir, que mientras los fundadores del marxismo llegan a formular el factor subjetivo de clase como el ámbito desde el que tenía que partir la iniciativa de la construcción de la nueva sociedad, la inmadurez objetiva del proletariado tenía que forzar a cierto retraimiento desde las posiciones alcanzadas en la teoría entre 1845 y 1848. De lo que se trataba era de despejar los problemas de la constitución del proletariado como clase económica, dejando para las generaciones revolucionarias posteriores la tarea de hacer que el imperativo “de lo que se trata es de transformarlo” deviniese transformación efectiva, en acto, de la clase y del mundo.[11]

Esto supone también el replegamiento de la actividad de Marx y Engels tras las revoluciones de 1848, que retornan de nuevo a las posiciones de la crítica dada la imposibilidad de fundar todavía esa práctica revolucionaria con iniciativa propia. Este reconocimiento del lastre objetivo sería rememorado por el viejo Engels en estos términos:

“La democracia vulgar esperaba que el estallido volviese a producirse de la noche a la mañana; nosotros declaramos ya en el otoño de 1850, que por lo menos la primera etapa del período revolucionario había terminado y que hasta que no estallase una nueva crisis económica mundial no había nada que esperar.”[12]

Aunque el primer marxismo formula la voluntad de quebrar la fría y ajena temporalidad del capital, ésta todavía determina en la práctica la actividad del sujeto, en tanto éste no ha conquistado aún su propia materialidad, no ha devenido aún el contrario idéntico del capital ─no habiendo agotado todavía, por tanto, el fuelle revolucionario de su espontaneidad en marcha─, sino que su lucha de clase todavía se restringe a unir lo que en el campo enemigo ya había unido la gran industria. La dialéctica del desarrollo de la clase no se presenta tanto en su interior como en su exterior, en esa lucha directa de clase contra clase en la que el proletariado aún está por experimentarse a sí mismo como fenómeno universal allí donde imperan las modernas condiciones de producción.

Precisamente, esto determina la actividad de Marx en el período subsiguiente tanto en contenido ─imposibilidad de fundir movimiento y teoría en un todo único[13] y su retorno a posiciones criticistas─ como en forma, y más exactamente lo que es su principal ocupación teórica durante el resto de su vida: la crítica de la economía política, cuyo estudio retoma a principios de la década de 1850 y que culminará en lo que ha pasado a la historia como su magnum opus, El Capital. Es que, en la medida en que el proletariado no se definía tanto por una inexistente historia sustantiva propia como por su opuesto, “sacar a la luz la ley económica que rige el movimiento de la sociedad moderna”[14] era, a su vez, la exposición de las tendencias objetivas que confluían en la constitución del proletariado como clase y, efectivamente, un poderoso proyectil lanzado a la interesada fe en sí misma de la clase dominante. El horaciano de te fabula narratur, que Marx dirige al lector alemán, no resulta de otra cosa que de esa comprensión (“conquista”) de la lógica del mundo objetivo del capital y, por tanto, de la predicción científica de sus tendencias espontáneas: el desarrollo de la clase obrera como fenómeno universal, en la misma medida que universal era ya el capital, y su necesario antagonismo. Es por eso que ese dominio teórico de la objetividad capitalista tal cual ésta se presenta en su forma más desarrollada era, en ese momento, parte de la demostración del lugar que el proletariado llegaría a ocupar en el mundo existente y, por tanto, de la dimensión histórica de su lucha, en vista de las dinámicas económicas y sociales a las que se abocaba la propia sociedad burguesa.

Pero, justamente por la naturaleza científico-predictiva de esta tarea, la crítica de la economía política sólo contempla la apropiación teórica de esas asépticas y mecánicas corrientes objetivas, entre las que se encuentra el desarrollo y cohesionamiento del proletariado como clase económica, como capital variable. De ahí que en ocasiones se haya afirmado que El Capital había predicho ─entre otras cosas─ el desarrollo del capitalismo y de la clase obrera a lo largo del siglo XIX, opinión compartida tanto por los marxistas revolucionarios como por sus adversarios más lúcidos. Y, efectivamente, que el proletariado industrial haya seguido la línea de desarrollo espontáneo, por lo menos hasta bien entrado el siglo XX, que el trabajo científico de Marx y Engels había esbozado, habla tanto de la sólida comprensión que estos habían adquirido de la sociedad de su época, ante la cual han tenido que inclinar la cabeza los mejores cuadros de la burguesía, como del carácter de esa unión de clase que resulta del proceso espontáneo del capital. El surgimiento de la conciencia en sí como reconocimiento de lo que efectivamente ya se es, como proceso de autodescubrimiento de la clase obrera marcado por la marcha ininterrumpida e inhumana del capitalismo, es parte consustancial y necesaria de dicha formación social en su etapa de madurez, que es precisamente cuando el proletariado despeja definitivamente los problemas relacionados con la conformación de su ser objetivo. Será entonces cuando la conciencia en sí, que en su momento tuvo su derecho histórico como elemento cohesionador ante las tendencias disgregadoras que amenazaban a la joven clase obrera, devenga sanción de su posición objetiva en el conjunto de la sociedad burguesa y, por tanto, freno de su desarrollo como clase revolucionaria, que en este momento pasa al campo subjetivo-interno de la clase, al ámbito de la conciencia y de la construcción de las herramientas políticas que sostengan la primera semilla social de su conciencia para sí[15].

Pero ni Marx ni Engels podían dar este paso en la práctica real y concreta, dado que ni la política revolucionaria es una cuestión de voluntarismo ni el comunismo es una entelequia proveniente desde fuera de la historia. Muy al contrario, sólo imbricándose en los dilemas, inquietudes y tragedias de su época puede el comunismo ser algo más que un programa político de corte utópico o un burdo teleologismo. A esto último lo ha reducido no sólo el dogmatismo, sino también todo intento de “volver a Marx” (o de lo que ha dado en llamarse “Marx sin -ismos”), de abordar su figura como si nada hubiera pasado ─en la historia del capitalismo pero también, y sobre todo, en la historia de la clase─ desde mediados del siglo XIX. Es que el estiramiento de la labor teórica y, especialmente, científica de Marx, su institución como forma propia del marxismo al margen y por encima de la discusión y el debate sobre las tareas actuales de los comunistas, como un corpus teórico “constantemente igual a sí mismo”, no conduce sino a la distorsión contra la que éste luchó denodadamente toda su vida: la pretensión de hacer pasar por el pensamiento de un hombre lo que es el pensamiento de una clase, realidad viva que se transforma, se desarrolla y madura mediante saltos y revoluciones. Es precisamente su mutilación como teoría crítica, como doctrina económica o como ciencia de la historia, académicamente portada por científicos sociales y demás administradores del saber, la forma en la que la burguesía ha podido digerir más fácilmente la obra teórica de Marx, forma de la que por cierto también se deriva un sinnúmero de falsos debates, como aquellos que oponen varias etapas del desarrollo del pensamiento marxiano entre sí o incluso varias facetas de la actividad del renano (“el filósofo”, “el economista”, “el político”...).

Por supuesto, no hay ningún muro metafísico entre la revolucionaria conformación del primer marxismo y los derroteros academicistas (premarxistas) a los que conduce hoy día su estiramiento mecánico, y probablemente sus propios fundadores tengan una importante responsabilidad personal en ello al no dudar, por ejemplo, en arrogarse el descubrimiento del método del estudio científico de la historia, lo cual es cierto, sólo que no agota, ni por asomo, la naturaleza histórica del marxismo. Pero, como decimos, esto obedece más a las circunstancias en las que se tuvo que constituir el marxismo, como comprensión de la marea de fuerzas objetivas generada por el desarrollo del capital industrial y como testimonio de la fascinación que su poderío había despertado en el mundo entero, así como el correlativo terror ante la contemplación de los desastrosos efectos sociales y humanos de esas fuerzas dejadas a su espontaneidad, instando todo ello a que la formulación juvenil del programa político y civilizatorio comunista tuviese que pasar por la aprehensión científica ─esto es, externa─ de un proceso preexistente al propio sujeto como primera definición del contenido del mismo (en un momento, además, en que una teoría debía ostentar el título de ciencia para ser considerada algo más que mera charlatanería). Pero esto no nos conmina sino a reafirmar la grandeza de la obra de Marx: sólo siendo radicalmente hijo (eso sí, rebelde) de su tiempo podía alcanzar el proyecto emancipador comunista genuina profundidad, dejando a las generaciones futuras la tarea de mantener vivo ese espíritu contra la fosilización de la letra y no contentarse con lo ya conquistado por la lucha de clase del proletariado revolucionario, actitud que conduce irremisiblemente a una práctica ya agotada por la historia.

Marx representa, en ese sentido, la racionalización teórica del primer contacto de la clase obrera con la brutal objetividad del capital, articulándola como toda una nueva concepción del mundo, principalmente a través de la comprensión crítica (que es, a su vez, superación) del despertar democrático-burgués que empezó en 1648 y, especialmente, en 1789 y abarca todo el siglo XIX y parte del XX como el principal rasgo del espíritu de la época. Y representa también algo muy instructivo de la auténtica actitud de un comunista revolucionario: el titánico esfuerzo, sin autocomplacencia ni paños calientes, de comprensión racional, crítica y científica de la sociedad para que la clase que no tiene nada que perder tenga algo por lo que luchar, consciente de que no hay ninguna esencia obrera de la que ésta obtenga sus herramientas políticas y, mucho menos, su cosmovisión revolucionaria propia y sustantiva. De ahí que el marxismo haya surgido sobre la base de la asimilación teórica de la historia en su conjunto y, lo que acaso suene paradójico al economicista medio, de las experiencias y corrientes objetivas que caracterizaron el parto de la sociedad burguesa, como necesario e histórico primer eslabón al que aferrarse para fundamentar teóricamente la revolución proletaria ante la ausencia de un recorrido subjetivo propio y sustancial de la clase obrera como clase revolucionaria, recorrido que, al contrario que en el siglo XIX, hoy sí existe en forma de patrimonio experiencial acumulado a lo largo de las revoluciones proletarias del siglo XX. Pero, aunque hace mucho que ha quedado atrás ese mundo de revoluciones industriales y oleadas democrático-burguesas, de inéditos y arrolladores procesos objetivos que, con sus propias formas de conciencia, supusieron una ruptura histórica, no es posible homenajear a Marx sin subrayar este aspecto plenamente vigente, y más cada día, de su figura: la rebelión constante contra el conformismo y la autocomplacencia. Sí, como decía Maiakovski, “sólo quien quema los puentes que va dejando atrás es un verdadero comunista”, y la época de Marx es uno de esos puentes, ya superados por el desarrollo del proletariado; pero tanto entonces como hoy no hay comunismo sin esa protesta contra lo que ya existe, sin una despiadada capacidad de crítica ni la voluntad de no detenerse ante ningún obstáculo, teórico o político, por desalentador que sea el actual panorama de la lucha de clases. Únicamente así se queman los puentes. Conocido es el odio que dirigieron los padres del marxismo a todos aquellos predicadores de la ignorancia y del sentimentalismo, así como de los advenedizos dedicados a hacer carrera exaltando los instintos más bajos de la masa, satisfechos de su mediocridad y enseñando a otros lo ídem, a complacerse en el cieno en que los ahoga la sociedad burguesa. Contra esa politiquería y pragmatismo estrecho ─y lo que es su máxima capital, el anglosajón it works, sin otro baremo que la correlación inversión/rendimiento─ han levantado siempre su voz los comunistas revolucionarios, poniendo en primer plano la capacitación intelectual y teórica de sí mismos[16] y el horizonte de un saber no sometido a lo inmediato, sino integral y radical (en el sentido etimológico de ir a la raíz, como recuerda el joven Marx) como premisa de una práctica igualmente integral y radical, esto es, revolucionaria. Ser radical, verdaderamente radical, no entiende de modas, ni tampoco recibirá el aplauso fácil de los conversos. Y es también una cuestión ideológica: comunismo como construcción de individuos íntegros e integrales, no embrutecidos por la estrechez de las tareas que les ha asignado la división del trabajo. Todo lo contrario, han de ser arquitectos conscientes de futuro, cosa que exige de ellos lo que muy probablemente pueda ser llamado el hito que el marxismo representa en el desarrollo de la materia social: la capacidad para revolucionar de forma consciente sus premisas ideológicas de partida, la transformación del marco cosmológico heredado para revolucionar su propia práctica, y ya no como imposición externa de un mundo frío e inhumano sino como libre determinación consciente de sus propias condiciones de existencia. Comunismo, en definitiva, como movimiento real de superación del orden de cosas existente. Cada paso dado en esa dirección es el único homenaje a la altura de lo que Marx significa para nuestra clase.




Notas: