Ciencia, positivismo y marxismo: notas sobre la historia de la conciencia moderna[1]

"(…) toda ciencia sería superflua si la apariencia y la esencia de las cosas se confundieran (...)"

K. Marx

"Hasta ahora sólo se alardeaba de lo que la producción debe a la ciencia, pero es infinitamente más lo que la ciencia debe a la producción."

F. Engels

"La falla fundamental de todo el materialismo precedente (incluido el de Feuerbach) reside en que sólo capta la cosa, la realidad, lo sensible, bajo la forma de objeto o de percepción, pero no como actividad sensiblemente humana, no como práctica, no de un modo subjetivo. (…) Por tanto, no comprende la importancia de la actividad 'revolucionaria', 'práctico-crítica'."

K. Marx


Es muy conocida la incierta anécdota según la cual, en pleno siglo XV, con los otomanos cercando Constantinopla, los teólogos cristianos se hallaban ensimismados debatiendo acerca del sexo de los ángeles y otras cuestiones del más allá. Quizá, tras décadas de retroceso frente a pueblos extranjeros, cundiera el derrotismo y cierta indiferencia hacia las necesidades reales de su sociedad. Éste es el supuesto origen de la expresión “discusión bizantina”. No nos cabe la menor duda de que, para el comunista medio –educado en un irreflexivo practicismo–, cualquier disquisición teórica que se aparte de los intereses inmediatos del movimiento espontáneo de las masas merece entrar en esta categoría: si no alude a los problemas de la calle, es una discusión bizantina. Así las cosas, para el aspirante a burócrata sindical o reformador social imbuido de vulgar cientifismo, reflexiones como la que tratamos de presentar en este artículo sobran por innecesarias; la cosa está clara para ellos y se puede despachar con total ligereza: la realidad social nunca transgrede las fronteras de la espontaneidad, de su desarrollo objetivo necesario, y el marxismo es la ciencia social por excelencia (o la metaciencia) capaz de conocer, orientar o acelerar susodicho ciego movimiento.

No obstante, nosotros opinamos de manera radicalmente distinta. Si resulta absolutamente inaplazable profundizar en las cuestiones de principio de la revolución no es por un afán erudito ni académico; au contraire, las necesidades políticas de nuestro momento histórico reclaman, precisamente, desarrollar la lucha de clases en el campo ideológico. Y es que, tras el fin del primer Ciclo de la Revolución Proletaria Mundial (RPM) y el desgaste sufrido por el marxismo-leninismo –esto es, la pérdida de su posición social de vanguardia–, se hace imprescindible deslindar los campos de la revolución y la reacción sobre una nueva base; y ésta no puede ser otra que la práctica social acumulada por el proletariado consciente. Así, hoy no hay otra vía para el desarrollo de la revolución (tampoco en su fase preparatoria) que no sea primar “los intereses supremos”[2] del comunismo, sus necesidades en cuanto “movimiento real que anula y supera el estado de cosas actual”[3], movimiento que hoy sólo puede arrancar desde la vanguardia.

Por su parte, como los teólogos de Constantinopla, tras décadas de retroceso del movimiento obrero, el revisionismo está ebrio de derrotismo y absorto en problemáticas ajenas a las necesidades reales del proletariado en cuanto clase revolucionaria; tanto que, para ellos, levantar la cabeza del suelo y mirar más allá de las tres paredes del cubículo del call center es sinónimo de herejía. Pero cada día resulta más incontestable que resolver las problemáticas de calado teórico, dada la atomización y desorientación general de la vanguardia, es la primera tarea práctica de una política revolucionaria a la altura de las circunstancias históricas. Por nuestra parte, dejaremos al revisionismo y al oportunismo debatir –tan enfrascado como está en polémicas bienvenidas, pero de bajos vuelos– acerca de lo humano y lo divino, aunque todo se reduzca a lo mundano de los intereses materiales de las “clases medias”. En realidad, el marxismo no puede conformarse con nada que no sea la perspectiva de la totalidad. Ahondemos entonces en el problema nada bizantino de los principios del marxismo pues, como decía Pitágoras, el principio es la mitad del todo.


El lugar histórico de la ciencia: una nueva forma de conciencia para una nueva clase social

Para poder comprender cabalmente la relación que existe entre la ciencia y el marxismo, antes tenemos que interrogarnos por el lugar histórico que ocupa cada una de estas formas de conciencia. Es decir, debemos preguntarnos por su determinación histórica, por ese particular contexto social que hace posible su nacimiento y le da carta de naturaleza; en otras palabras: debemos aplicar los principios del materialismo dialéctico al desarrollo de la vida social. Sólo partiendo de esta base materialista histórica[4], que considera la lucha de clases como motor último de cualquier fenómeno humano, estaremos en condiciones de definir nuestra actitud ante la ciencia.

Ciertamente, podemos encontrar elementos de la ciencia diseminados aisladamente en la historia desde que existe civilización, si no antes. No es ningún secreto el preciso conocimiento astronómico que habían atesorado algunas sociedades agrícolas. Por ejemplo, en el antiguo Egipto, al calor de las necesidades de una producción basada completamente en las crecidas del Nilo, la observación, predicción y utilización de sus ciclos resultaba una fuerza productiva indispensable. El calendario civil elaborado a tal efecto (basado por primera vez en el año solar) se componía de tres estaciones, dividida cada una en cuatro meses de 30 días, y con el añadido de 5 días epagómenos al final de año. Estos 365 días del año civil sólo diferían en algo menos de 6 horas del año astronómico real, por lo que simplemente hicieron falta un par de ligeras pero decisivas reformas (juliana y gregoriana, en el 45 a.C. y en 1582, respectivamente) para establecer el calendario moderno.[5] Más tarde, otro buen ejemplo de la búsqueda humana del saber fueron las geniales intuiciones de los griegos. Una impresionante muestra de su ingenio nos la ofrece Eratóstenes, que a mediados del siglo III antes de nuestra era midió, con sorprendente exactitud –y armado con poco más que un pozo, un poste, matemáticas básicas… y la inestimable ayuda de un esclavo, según se cuenta–, la circunferencia de la Tierra.[6] Y escogemos estos dos ejemplos por una razón particular: entre la implantación del calendario civil egipcio y la medición de las dimensiones de la Tierra por parte de Eratóstenes media, aproximadamente, la misma distancia temporal que entre la gesta del de Cirene y el presente, lo que nos permite percibir la impactante escala del frenético progreso científico moderno, que en un par de siglos ha avanzado más que todas las generaciones precedentes juntas. Y ello, a su vez, nos hace entender por qué la ciencia, como concepción del mundo con unas premisas y una metodología propias, no resulta posible hasta la emergencia de la burguesía como portadora del sistema capitalista de producción.

“De este modo, aunque la ciencia, en tanto que saber positivo, en tanto que conocimiento general, existe desde los albores de la sociedad humana, sólo a partir de determinado grado de desarrollo social (cuya premisa es un considerable desarrollo de las fuerzas productivas), aparece tal y como la conocemos hoy en día, como sistema materialista racional con una metodología e instrumental específico.”[7]

En efecto, la ciencia en cuanto cosmología coherente e históricamente configurada sólo puede emerger partiendo de los presupuestos de la sociedad moderna: requiere del desarrollo de las fuerzas productivas hasta tal grado que haga posible y necesario el creciente conocimiento y control positivo de las leyes de la naturaleza. Por un lado, la burguesía es la primera clase de la historia que pone en marcha las inmensas fuerzas de la cooperación social[8], sólo restrictas por la forma privada de la apropiación de su producto; por el otro, los tentáculos de la producción de mercancías tienden a comprehender (abarcar) el mundo en su totalidad, y para ello la burguesía necesita comprenderlo (entenderlo) tal y como se le presenta en su experiencia de clase. Esto tiene varias consecuencias inmediatas. No resulta casual que, desde mediados del siglo XV, verdadero prolegómeno de la nueva ciencia que será alumbrada un par de siglos después, los sabios renacentistas italianos volcaran ya muchos de sus esfuerzos en la ciencia aplicada, destacando su arquitectura, ingeniería civil y militar, etc.[9]: el propio Marx identifica las primeras formas de producción capitalista en esa península mediterránea con forma de bota. Pero, en un plano más general, la nueva vida intelectual que se va abriendo paso comienza, desde muy pronto, poniendo en la picota todo principio de autoridad que, por definición, no se basa en la razón ni en la experiencia, sino en la tradición. Y es que la tradición, en cuanto inercia conservadora de lo que ya es, casa como un guante en la sociedad feudal, basada en los repetitivos ritmos del agro y la autoridad inamovible de nobles, monarcas y servidores de Dios. La explicación teológica del mundo se convierte en un obstáculo para el progreso que la burguesía trae consigo; la ciencia, sistematización de la razón humana, va emergiendo como instrumento de combate en la esfera ideológica, como arma que porta la ascendente clase capitalista contra los viejos estamentos dominantes. Porque, como señala Mao:

“Para derrocar el Poder político, es siempre necesario ante todo crear la opinión pública y trabajar en el terreno ideológico. Así proceden las clases revolucionarias, y así también lo hacen las clases contrarrevolucionarias.”[10]

Es por ello que la dinámica vida productiva y comercial que aflora en las urbes bajomedievales trae consigo envolturas diferentes. Comenzando por la crítica racionalista de la autoridad escolástica (una constante de Da Vinci a Descartes), que pasa por la duda metódica cartesiana o la crítica de los ídolos en Bacon, semejante actitud científica deriva en el desdén por la habilidad intelectiva personal. Esto, por supuesto, no deja de ser la trasposición intelectual de la decreciente relevancia que posee la maestría individual del artesano medieval. En las postrimerías del Renacimiento ya no se necesitan eruditos omniscientes, sino un método que iguale universalmente las potenciales contribuciones de cada individuo al saber universal, pues el buen sentido está repartido de manera homogénea entre todos los hombres[11]; ya no hacen falta maestros artesanos, sino obreros empleados en la manufactura que cooperen (por ahora) de manera simple[12]; caducan, en definitiva, las corporaciones feudales y todo particularismo (local, estamental, etc.), vislumbrándose en el horizonte de la historia la tabula rasa de la igualdad del ciudadano burgués: esa bürgerliche Gesellschaft, la sociedad civil.

Pero, por supuesto, si la ciencia es una forma de conciencia históricamente determinada y unida estrechamente a la burguesía, reflejará, como indicábamos más arriba, su misma experiencia de clase, es decir, su propia percepción de la relación que establece con el mundo en cuanto “personificación de categorías económicas”[13]. Así, la premisa epistemológica fundamental del quehacer científico es la separación ontológica entre el sujeto observador y el objeto estudiado (dualismo inaugurado, en su formulación moderna, por el propio Descartes con su res cogitans nítidamente distinguida de la extensión corpórea). Sin embargo, hay que señalar que esta premisa es perfectamente coherente en su historicidad: en la medida en que el primer terreno de la ciencia son las leyes del mundo natural, y dado que en su determinación la humanidad no ha jugado ningún papel, el sujeto aquí sólo puede aparecer como entidad cognoscente separada, pasiva, ajena al devenir del mundo objetivo. Todo lo que puede hacer es aprender sus leyes internas mediante la observación y el registro de los fenómenos para, después, reproducirlos racional y sistemáticamente mediante la experimentación en orden de crear instrumentos y herramientas. He aquí la tecnología[14]: toda la fusión entre teoría (ciencia) y práctica (producción) que la burguesía ha logrado realizar.

Pero esta separación entre objeto y sujeto es también el correlato necesario de la división social del trabajo, su expresión en el terreno de la conciencia. Y aunque esta división social del trabajo había producido diferentes expresiones ideológicas a lo largo de la historia de las sociedades clasistas (como la mitología, la religión o la filosofía), la necesidad de la burguesía de controlar y desarrollar constantemente las fuerzas productivas será lo que haga posible y necesario el despliegue de la ciencia. Pues la burguesía, a fin de cuentas, no es sino la clase que, en el plano de la economía, contempla la producción social desde el despacho de la sala de accionistas; la que, políticamente, observa el frenético discurrir de las masas desde su atalaya parlamentaria. Así las cosas, su intervención, su actividad, es siempre exterior a su objeto: dirige (o delega) la producción en la que no toma parte directa; orienta (mediante sus representantes) la espontaneidad de las masas según sus mezquinos intereses parasitarios, etc. En definitiva, no traspasa nunca los límites ontológicos y epistemológicos que su condición de clase le impone, límites que coinciden con los de la tecnología: estudia su objeto (inerte o social) para registrar y universalizar leyes (naturales o jurídicas) e instrumentalizarlas, es decir, para crear instrumentos e instituciones (tecnológicos y sociales) útiles para sus propósitos. Lamentablemente, durante el pasado Ciclo de la RPM, la vanguardia comunista heredó, inconsciente y acríticamente, estas concepciones de fondo. Sólo hay que pensar, por ejemplo, en cómo se concibió el Partido Comunista: en última instancia, éste no era sino la herramienta que permitiría orientar el movimiento dado de las masas y acelerar el decurso de las leyes sociales que nos dirigían, supuestamente, al Comunismo. Pero sobre esto tendremos ocasión de hablar después.

Sea como fuere, más allá de la disposición juvenil de la ciencia moderna en el siglo XVII, nos parece de sumo interés avanzar de nuevo un par de centurias y repasar brevemente la forma en la que llegó a la madurez en el XIX. Este siglo se puede dividir en dos mitades casi exactas: la primera de ellas representa la resaca, el eco y el momento de las réplicas menores de lo que fue el terremoto histórico de 1789; la segunda de ellas, iniciada con la revolucionaria emergencia del proletariado como clase diferenciada de la burguesía, anuncia y prepara la guerra de clases del porvenir. De este modo, habiendo establecido ya que el desarrollo de la ciencia no puede escindirse de la burguesía y su historia, veamos cómo se expresa en lo concreto semejante desenvolvimiento.

La década del 40 del siglo XIX, preámbulo inmediato de la sacudida (1848) que dividirá cismáticamente el siglo, es notablemente significativa por varios factores. Ella representa, muy condensadamente, lo que bien podría ser la maduración de la ciencia, esto es, el cierre de su etapa de juventud y su configuración como forma de conciencia coherente, relativamente exenta de contaminantes e institucionalizada. Es precisamente en 1840 cuando se acuña el término “científico” en cuanto “nombre para designar al cultivador de la ciencia en general”[15]. Pero lo que más nos interesa aquí, más allá de esta gráfica anécdota, es que sólo un año después (1841) se publica La esencia del cristianismo, una de las obras fundamentales de Feuerbach, al que algunos consideran padre del positivismo alemán[16]. Y, para cerrar el círculo, en 1844 sale a la luz el Discurso sobre el espíritu positivo de Comte, pionero de la sociología y alma mater del positivismo en general. Mientras tanto, de manera sorprendente pero lógicamente contemporánea (entre 1843 y 1846[17]), nace el marxismo como nueva concepción clasista del mundo. Todos estos hechos, aparentemente deshilachados, se limitan a revelarnos en la esfera de la conciencia social lo que las revoluciones de 1848 se encargarían de grabar en la historia. Y es que, si la burguesía europea abandona sus veleidades revolucionarias en cuanto hace acto de presencia el proletariado como clase moderna independiente (y ya no sólo como extrema izquierda del tercer estado), la ciencia (la forma de conciencia que mejor responde a la naturaleza y las necesidades de la burguesía) madura, se cierra y petrifica precisamente cuando va tomando forma definida “el germen genial de la nueva concepción del mundo”[18]. Y que nadie crea que se trata aquí de simples coincidencias o casuales correlaciones temporales. El sistema positivista de Comte, cuya importancia reside (como nos sugiere Stuart Mill) en tratar de sintetizar “la tradición de todos los grandes espíritus científicos”[19], no está exento de nítidas consideraciones de orden político.

Desde que los gobiernos han renunciado esencialmente, aunque de manera implícita, a toda seria restauración del pasado, y los pueblos a todo grave trastorno de las instituciones, la nueva filosofía ya no tiene que pedir a ambas partes sino (…) libertad y atención. En estas condiciones naturales, la escuela positiva tiende, de un lado, a consolidar todos los poderes actuales en sus posesores, cualesquiera que sean, y, por otra parte, a imponerles obligaciones morales cada vez más conformes a las verdaderas obligaciones de los pueblos.”[20]

Como se ve, la filosofía positivista de Comte es fiel hija de su tiempo. Aunque la historia todavía vaya a zigzaguear más de lo que el francés quisiera, prevé acertadamente que el nuevo orden capitalista es lo bastante sólido como para no permitir retrocesos históricos de vuelta al sistema feudal. En este contexto, y más allá de las formas políticas de equilibrio que esta época de transición permita, Comte enarbola la fórmula burguesa de orden y progreso. Así, contra el tradicionalismo reaccionario aún pujante en la Francia de la época, trata de integrar el cambio (expresión de ese dinamismo que, como decíamos, porta la burguesía por mor de su actividad económica) en una sociedad que, a su juicio, debe sustituir “una estéril agitación política por un inmenso movimiento mental”[21]; en contrapartida, y contra las tenues supervivencias revolucionarias de la burguesía más radical, propone subordinar las inevitables transformaciones que vendrán a la paz e integración sociales. No obstante, al proyectar sus ideas hacia el futuro, y quizá por su vieja relación con Saint-Simon (del que fue amigo, secretario y discípulo hasta un año antes de su muerte en 1825), Comte se fija al estilo feuerbaquiano en la clase de los proletarios.[22] Si el autor de La esencia del cristianismo había dicho que la filosofía es la cabeza y el pueblo el corazón[23], el francés hablará también de la alianza entre los proletarios y los filósofos. Pero ya se sabe que “la división de un todo y el conocimiento de sus partes contradictorias (…) es la esencia (…) de la dialéctica”[24]: dos ideas tan similares como éstas pueden desarrollarse por vías antagónicas. Especialmente, como es el caso, en tiempos de crisis histórica provocada por la emergencia de nuevas relaciones y fuerzas sociales. Mientras Feuerbach inspiró a Marx[25] hasta que éste adoptó la posición política del proletariado, creemos no desmerecer las ideas de Comte si le situamos como uno de los remotos profetas de la alianza de clases que regirá la era imperialista, esto es, la sumisión de la aristocracia obrera a la burguesía. Pensamos que esta extensa cita no tiene desperdicio:

“Pero este natural temor [el que tienen las ‘clases superiores’ a la instrucción de los proletarios –N. de la R.] (…) resulta hoy (…) de una irracional confusión de la instrucción positiva, a la vez estética y científica, con la instrucción metafísica y literaria, única organizada hoy. En efecto, esta última que, como ya hemos visto, ejerce una acción muy perturbadora en las clases letradas, resultaría mucho más peligrosa si se extendiera a los proletarios, en los que desarrollaría, además del desagrado por las ocupaciones materiales, exorbitadas ambiciones. Pero, por fortuna, están ellos en general menos dispuestos aún a solicitarla que los demás a concedérsela. En cuanto a los estudios positivos, prudentemente concebidos y convenientemente dirigidos, no implican en modo alguno tal influencia: aliándose y aplicándose, por su naturaleza, a todos los trabajos prácticos, tienden por el contrario a confirmar y hasta inspirar el gusto por los mismos, sea ennobleciendo su carácter habitual, sea suavizando sus penosas consecuencias; conduciendo, por otra parte, a una sana apreciación de las diversas posiciones sociales y de las necesidades correspondientes, disponen a sentir que la felicidad real es compatible con todas las situaciones, con tal de que sean honorablemente asumidas y razonablemente aceptadas. La filosofía general que de esto resulta considera al hombre, o más bien a la Humanidad (…), destinado, por el conjunto de las leyes reales, a perfeccionar siempre, en todo lo posible y en todos los aspectos, el orden natural, al abrigo de toda inquietud quimérica (…).”[26]

Como vemos, la cita es elocuente por sí misma. Además de la obscena apuesta por la conservación de lo dado  (cosa que ya vimos en la cita anterior, cuando hablaba de “consolidar todos los poderes existentes”) y naturalizar las relaciones sociales de explotación que van imponiéndose sobre los restos de feudalidad, Comte se muestra dispuesto a estimular la mente de la clase capitalista: imaginad –diría el francés al señorón de turno– un futuro en que los proletarios, científicamente instruidos y convenientemente cualificados para poner en marcha maquinaria más compleja, útil para producir mercancías más baratas y numerosas (¡cosas de la competencia y la creciente composición orgánica del capital! –afirmaría guiñando un ojo a su cómplice interlocutor), estuvieran conformes, e incluso felices, en su posición explotada y desdeñaran todo quimérico sueño de emancipación.[27] ¡Y todo ello al módico precio de suavizar su penosa situación con la calderilla que cae de vuestro rebosante bolsillo! ¿Acaso no saldría a cuenta semejante bienestar, dignísimo industrial, si esto asegura el orden y progreso[28] del modo de producción capitalista?

Harían falta aún muchos avatares históricos y varias décadas para que estos términos, e incluso este sueño húmedo capitalista, fueran posibles. Pero no cabe duda de que Comte, aquí, se adelanta a su tiempo y vislumbra, de la manera en que era históricamente posible, algunas tendencias futuras del capitalismo. Y, por si quedaba alguna duda, convendrá referir aquí que, para el citoyen Auguste, todo “se trata, en efecto, de asegurar convenientemente a todos, en primer término la educación normal, luego el trabajo regular; tal es, en el fondo, el verdadero programa social de los proletarios[29], pues el pueblo, en “su seguro instinto percibirá pronto en ella [la filosofía positivista] un nuevo y poderoso motivo para orientar la práctica social hacia el prudente mejoramiento continuo de su propia condición general”[30]. Aquí tenemos delineados, en 1844, algunos aspectos esenciales del Estado de bienestar.

Nos disculpará el lector si nos hemos alejado, circunstancialmente, de los problemas que atañen estrictamente a la gnoseología positivista. Esta digresión resultaba imprescindible para comprender, de manera algo más amplia, el contexto histórico y las implicaciones de su sociología, inseparable de su filosofía del conocimiento. Pero, retornando a este problema, veamos rápidamente la opinión de Comte. Para él, el quehacer científico debe circunscribirse a “la simple averiguación de las leyes, o sea de las relaciones constantes que existen entre los fenómenos observados”[31], por lo que las “investigaciones positivas deben esencialmente reducirse, en todo, a la apreciación sistemática de lo que es, renunciando a descubrir su origen primero y su destino final”[32]. Esto nos recuerda la insalvable distancia que existe entre el positivismo y el marxismo. Para el primero, aunque admite el devenir en la esfera social[33], las formas inferiores de materia no tienen historia, siendo siempre idénticas a sí mismas (pues son cosas en sí inaccesibles en última instancia al entendimiento humano), y avanzando sólo el conocimiento que la humanidad tiene de su manifestación fenoménica:

“Ahora bien: la ley general del movimiento fundamental de la Humanidad consiste, a este respecto, en que nuestras teorías tienden cada vez más a representar exactamente los objetos exteriores de nuestras constantes investigaciones, pero sin que pueda, en ningún caso, ser plenamente apreciada la verdadera constitución de cada uno de ellos, debiendo limitarse la perfección científica a aproximarse a este límite ideal hasta donde lo exigen nuestras diversas necesidades reales.”[34]

Como vemos, la posición positivista recoge el dualismo cartesiano y desarrolla los peores aspectos de la filosofía kantiana (todo lo contrario ocurre con Hegel, y de ahí el visceral odio que Comte siente por la metafísica de los “destinos finales”[35]). Por el contrario, el marxismo, apoyándose en los resultados más recientes de la ciencia, estipuló desde bien temprano que:

“El principio de la identidad, en el viejo sentido metafísico, principio fundamental de la vieja concepción: a = a. Toda cosa es igual a sí misma. Todo era permanente, el sistema solar, las estrellas, los organismos. Este principio ha sido refutado, pieza a pieza, en cada caso concreto, por la investigación de la naturaleza, pero teóricamente aún sigue resistiéndose y constantemente lo oponen a lo nuevo los sostenedores de lo viejo, quienes dicen: una cosa no puede al mismo tiempo ser igual a sí misma y otra distinta. Y, sin embargo, el hecho de que la verdadera identidad concreta lleva en sí misma la diferencia, el cambio, ha sido demostrado recientemente en detalle por la investigación de la naturaleza (…). Pero la identidad abstracta es totalmente inservible para la ciencia global de la naturaleza, e incluso para cada una de sus ramas, y a pesar de que actualmente se la ha eliminado en la práctica de un modo general, teóricamente todavía sigue entronizada en las mentes, y la mayoría de los naturalistas se representan la identidad y la diferencia como términos irreductiblemente antitéticos, en vez de ver en ellas dos polos unilaterales, cuya verdad reside solamente en su acción mutua, en el encuadramiento de la diferencia dentro de la identidad.”[36]

El positivismo considera, en resumen, que “en estas leyes de los fenómenos consiste realmente la ciencia[37], que su labor radica, “sobre todo, en ver para prever, en estudiar lo que es para deducir lo que será, según el dogma general de la invariabilidad de las leyes naturales”[38]. Cosa razonable, aunque insuficiente[39], si se considera que la realidad está dada de una vez para siempre afuera de nosotros. Pero el marxismo, en cuanto concepción del mundo que comprende la subjetividad como otro componente intrínseco de la materia, arranca de un punto de partida radicalmente diferente y superior:

“En esto consiste la diferencia radical entre el método de Lenin y el método de Trotsky: para éste, la política –el análisis político– es previsión, anticipación del decurso de los acontecimientos; para Lenin, el análisis político es sólo un instrumento para incidir o para contribuir en ese devenir; para Trotsky, lo fundamental es la relación acierto-error de una tesis política, en último caso, su conclusión, el resultado, ‘resultado’ que debe ser lo más acorde posible con los hechos finales; para Lenin, lo principal es el contenido de esa tesis, el momento fijado por la misma y la actitud que subjetivamente vamos a adoptar hacia ese momento captado por nuestro análisis, precisamente para transformarlo en la dirección del objetivo deseado.”[40]

Sobra decir que, por supuesto, Trotsky aparece aquí no como único afectado por la deformación positivista del marxismo, sino en cuanto conspicuo representante del extremo al que conduce el llevar estas premisas cientifistas hasta sus últimas y reaccionarias consecuencias, como hizo el ucranio. Luego tendremos oportunidad de desgranar esta diferencia de método, pues no nos remite sino al problema cardinal de la verdadera teoría de conocimiento marxista: la praxis revolucionaria. Sin embargo, antes debemos repasar, tan brevemente como nos sea posible, la propia historicidad de la ideología proletaria.


El marxismo en su historicidad

Como hemos dicho al inicio del apartado anterior, la ciencia, en cuanto forma de conciencia coherente y sistemática, requiere fundamentalmente de una condición: el enorme desarrollo de las fuerzas productivas desatadas por la creciente cooperación social que pone en marcha (y de la que es resultado) el capital. Como vemos, se fundamenta en una realidad esencialmente objetiva, en unas nuevas relaciones de producción que han emergido de manera espontánea y natural del seno de la sociedad feudal. Por su parte, el marxismo es una concepción del mundo que también depende, en última instancia, del desarrollo alcanzado históricamente por la humanidad en el momento de su nacimiento. Pero, a diferencia de la ciencia, no encuentra sus fuentes sólo en el hecho objetivo de las nuevas fuerzas productivas; ni tampoco, de forma particularista, en su resultado negativo (el proletariado como clase absolutamente desposeída): siendo ésta su base material, el marxismo sintetiza novedosa y creativamente la práctica social acumulada por el hombre en su historia, y especialmente sus más recientes conquistas: la economía política inglesa (correlato de la revolución industrial), el socialismo francés (eco de la revolución burguesa de 1789 y, especialmente, de su apogeo en 1793) y el idealismo alemán (el más refinado producto de más de dos milenios de filosofía occidental). Se mire por donde se mire, el marxismo estaba condenado a fijar su atención en el aspecto subjetivo de la materia, en su dimensión práctica, en las mismas tres esferas que luego Engels definirá como formas de la lucha de clases: la económica, la política y la ideológica. Es por eso que la configuración positivista adquirida históricamente por la ciencia hace aguas por doquier cuando la humanidad quiere volver la mirada sobre sí misma y comprender las leyes de su desarrollo. Sólo tiene un camino, plenamente coherente con el momento histórico en que se formula, pero vulgarmente unilateral: “las relaciones sociales deben ser consideradas como problemas fisiológicos”[41] pues “el problema de la organización social debe tratarse absolutamente como con el mismo método que cualquier otro problema científico”[42]. Estas sentencias, proféticas visiones del utópico Saint-Simon, adelantan lo que será la concepción de la sociedad del positivismo; pero también formará parte del primer marxismo (es decir, del marxismo tal y como se articula en el Ciclo de Octubre y su periodo preparatorio) y, hoy en día, con el Ciclo cerrado, del revisionismo. Pero ¿por qué este curioso sincretismo?

Ya hemos señalado que el marxismo es también un producto histórico. Así, por mucho que desde su mismo parto prestara una atención fundamental a la dimensión práctica y consciente que caracteriza a la materia social, lo cierto es que su cuerpo social (el proletariado) carecía casi enteramente de cualquier experiencia independiente como clase social diferenciada. Tras su revolucionaria emergencia en 1848, tuvo obligadamente que pasar por un prolongado proceso de evolución, maduración y conformación histórica. Existía aún un enorme abismo entre el potencial latente descubierto por Marx y Engels y la práctica que necesitaba la clase obrera para dotarse de una fisionomía propia, capaz de asumir los retos que, a todas luces, el futuro le iba a deparar: es la misma distancia que separa a la clase organizada en sí misma como capital variable de la clase constituida para sí misma en cuanto sujeto histórico universal.  De este modo, la clase del futuro tuvo que empezar por reconocerse a sí misma para romper con el pasado: la creciente proletarización de artesanos, campesinos y pequeñoburgueses era una tendencia inapelable que el nuevo modo de producción traía consigo. Convertir esta realidad económica en una política concreta era tan imperioso como coherente con aquel paradigma positivista: viendo la imparable liberación de las masas (en su doble sentido de ruptura de las ataduras feudales y de desposesión material) se podía prever su inminente conversión en la clase más numerosa y pobre. Así, sin una experiencia de clase diferente de la burguesa, era perfectamente lógico que este primer marxismo, sistematizado de facto tras la muerte de Marx por mediación de Engels y exégetas varios, codificara la realidad del mismo modo que la burguesía: si el ancien régime había caído naturalmente tras incubar en sus entrañas a una nueva clase (la burguesía), lo mismo debería pasar con el orden capitalista, que “produce, ante todo, sus propios sepultureros”[43]. ¿Había acaso alguna forma más coherente de extrapolar las “relaciones constantes que existen entre los fenómenos observados” que concibiendo como una ley natural el paso del capitalismo al socialismo?

Ciertamente, toda tendencia histórico-universal encuentra sus formas de existencia político-concreta. La segunda mitad del siglo XIX vino a materializar la contradicción establecida entre una clase que, representando el futuro de la civilización, no cuenta aún con un pasado que le sea genuinamente propio. De esta manera, el joven movimiento obrero se vio dirigido por aquellos “ideólogos de la burguesía (…) [que] han avanzado hacia la comprensión teórica de todo el movimiento histórico”[44]. Pero, como ocurre en toda relación de tutelaje, el inexperto movimiento de los proletarios recibió de la intelectualidad burguesa desclasada dos cosas: primero, y lo que era más importante desde el punto de vista del propio movimiento, la conciencia necesaria para afianzarse y avanzar, la experiencia histórica tal y como había sido asimilada por su mentora; segundo, una relación política cuya forma estaba signada, necesariamente, por la exterioridad. Así, estas dos entidades independientes plenamente configuradas (la conciencia que resume todo el movimiento histórico, por un lado, y el movimiento social inmediato –espontáneo–, por otro) se reúnen como partido obrero de viejo tipo. Éste, en cuanto partido revolucionario que no hace la revolución, y ante la renuncia de la burguesía (recordemos, a partir de 1848) a llevar hasta sus últimas consecuencias su programa radical, tomó sobre sus espaldas la responsabilidad de defender y extender los principios sociales e intelectuales que la clase capitalista había aportado como tributo a la historia. Sólo así podía madurar ella misma. Este joven movimiento obrero enarboló los postulados materialistas contra la especulación idealista; se hizo abanderado de la democracia contra el absolutismo; defendió la sociedad de masas contra la vieja sociedad aristocrática y corporativa; y, finalmente, luchó por reformas contra el peligro de la reacción. Pero de estos pares dialécticos emanan, respectivamente y casi sin quererlo, los terceros excluidos que signan realmente el proyecto histórico, material y espiritual, del proletariado: la dialéctica, la dictadura del proletariado, la vanguardia y la propia revolución. No obstante, insistimos en que estas deficiencias son necesarias en su historicidad. Ex nihilo nihil fit: lo nuevo nace de lo viejo y sólo en la creciente ruptura con sus puntos de partida puede desarrollarse. He aquí gran parte del meollo de la cuestión, pues el marxismo es la única concepción del mundo cuyos presupuestos ontológicos (es decir, su dimensión praxeológica) permiten su revolucionarización, esto es, la transformación de sus puntos de partida sin abandonar sus principios ni sus fines.

De cualquier modo, y antes de pasar a abordar esta naturaleza y contenido específicos del marxismo, haremos un inciso necesario. Y es que, a pesar de lo inevitable de semejantes deformaciones positivistas en el contexto histórico descrito –donde la inexperiencia de la clase asalariada es suplida con el saber de una ciencia en pleno auge–, los clásicos del marxismo nos dejaron muy valiosos avisos sobre el peligro de convertir el marxismo en una filosofía de la historia idealista. Veamos alguno de ellos.

Marx, en el postfacio a la segunda edición alemana de El Capital, reproduce parcialmente una recensión aparecida en un periódico ruso, pues –en palabras de Marx– “tan acertadamente” representa su autor el método de el Moro que éste lo usa para ilustrar a sus lectores. La cita nos servirá para poner distancia, de nuevo, entre la concepción marxista de la historia y el método positivista:

“Pero –se objetará– las leyes de la vida económica son siempre las mismas; con toda independencia de que se apliquen al presente o al pasado. Precisamente eso es lo que niega Marx. Según él no existen tales leyes abstractas… En su opinión, por el contrario, cada período histórico posee sus propias leyes… En cuanto que la vida ha rebasado un período de desarrollo dado, pasando de un estadio dado a otro, empieza también a ser ordenada por otras leyes. Dicho con una palabra: la vida económica nos ofrece un fenómeno análogo a la historia de la evolución en otros terrenos de la biología… Los viejos economistas erraron la naturaleza de las leyes económicas al compararlas con las leyes de la física y de la química…”[45]

Y, un poco más adelante:

“El valor científico de una tal investigación reside en la aclaración de las particulares leyes que regulan el nacimiento, la existencia, el desarrollo, la muerte de un organismo social dado y su sustitución por otro superior. Y el libro de Marx tiene efectivamente ese valor.”[46]

Cierto es que, así formulado, podría interpretarse que “la muerte de un organismo social dado y su sustitución por otro superior” es el destino ineludible, también, del capitalismo. La analogía con la teoría de la evolución, recientemente puesta sobre la mesa y tantas veces evocada por los dos brillantes amigos, refuerza esta idea gradualista-fatalista. No faltan formulaciones de Marx y Engels en este sentido, y haríamos mal en negarlas. Pero de lo que se trata aquí es de esclarecer si esta idea, la del paso inevitable del modo de producción capitalista a otro sistema superior, tiene en Marx el alcance teórico que luego adquirió en el diamat soviético[47], o si es la suma del carácter partidista de El Capital, el clima de fervor científico de la época y la inexperiencia histórica del proletariado. Para ello nos remitiremos a alguna de las varias recensiones que redactó Engels anónimamente para su publicación en periódicos y revistas alemanes, con objeto de publicitar la obra de Marx y contribuir a la estabilización de su siempre precaria situación económica. Estos comentarios, pensados para despertar el interés del público culto y académico alemán, tienen la ventaja de estar bastante masticaditos para evitar que profesores de economía y apologetas burgueses varios se atragantaran con esos 50 pliegos de erudición comunista que constituían el primer tomo de El Capital. Así, con la perspectiva histórica que nos dan los 150 años recién cumplidos por la obra magna del prusiano, podemos analizar mucho mejor su significado e implicaciones.

En una de las mejores y más claras recensiones escritas por Engels (quizá por haber sido prácticamente dictada por Marx[48]), el General nos dice:

“En cuanto a la obra cuya aparición comentamos, cabe perfectamente distinguir en ella dos partes muy distintas: de un lado, las aportaciones positivas y fecundas que se sostienen en sus páginas; de otro lado, las conclusiones tendenciosas que el autor deduce de ellas. Las primeras representan, en gran parte, una adquisición positiva para la ciencia. El autor, en ellas, aplica a las relaciones económicas un método totalmente nuevo, materialista, histórico.”[49]

Ya sólo este pequeño párrafo tiene una importancia crucial. Nótese que Engels, con toda conciencia de ello, vincula el nuevo método materialista e histórico con las adquisiciones positivas para la ciencia económica. Y, precisamente, separa las “conclusiones tendenciosas” (la revolución proletaria) como algo exterior (o, al menos, posterior) al valor científico de El Capital, es decir, como proyecciones subjetivas que, jugando un papel fundamental en la concepción del mundo del autor, no están contenidas inevitablemente en el desarrollo material del mundo. Por eso tiene entera razón la Nueva Orientación cuando dice, en perfecta sintonía con estas palabras de Engels, que el materialismo histórico “es un momento teórico anterior en la construcción cosmológica marxista”[50]:

“Frente a lo que las diferentes sociedades piensan de sí mismas como reflejo espontáneo de su práctica social, el materialismo histórico también ofrece la comprensión científica de su desarrollo objetivo (…). Por cierto, ésta es la posición que adoptan historiadores, sociólogos, economistas y demás estudiosos de las formas sociales –o de alguna de sus esferas– pasadas y presentes: el marxismo sólo como método crítico de investigación científica de la sociedad, el método marxista configurado sólo como instrumento epistemológico crítico-contemplativo del ser social; es decir, en la medida que la unidad interna del concepto de praxis (fusión teoría-práctica) se vuelve a presentar separada en sus elementos, una práctica gnoseológica que se rige por un canon burgués.”[51]

Tras una nueva comparación entre la concepción de la sociedad de Marx y la idea evolutiva de Darwin para el mundo animal (esto es, la ley de la variabilidad en el tiempo de sus formas, o sea, el movimiento), Engels continúa en la dirección que hemos señalado:

“Muy otra cosa acontece con la tendencia, con las conclusiones subjetivas del autor, con el modo como se imagina y expone el resultado final del proceso histórico-social a que estamos asistiendo. Estas conclusiones no forman parte de lo que hemos llamado el contenido positivo de la obra; si dispusiéramos de espacio para ello, podríamos incluso demostrar que aquí las creencias subjetivas del autor chocan con el propio desarrollo objetivo de su obra.”[52]

¿Cómo interpretar todo esto? ¿No nos habían dicho siempre, sin mayor matiz, que el marxismo era una ciencia y el socialismo el futuro inevitable de la humanidad? ¿No habían desestimado los revisionistas esta reflexión antes incluso de empezar por considerarla bizantina? Dejando a un lado la perplejidad del cientifista que se atreva a bucear por estos poco conocidos textos de nuestros partners in crime alemanes, creemos que una lectura marxista de Marx y Engels (¡habráse visto!) aclara fácilmente cualquier posible duda, equívoco o confusión. Y es que, con esta discriminación, con esta división de un todo y el conocimiento de sus partes contradictorias (los aportes positivos a la ciencia, por un lado, y por otro las “tendencias subjetivas” de Marx), ¿qué está haciendo Engels sino desgranar el contenido de la crítica revolucionaria? En efecto, cuando es analizada, ésta, que aparece (y debe aparecer) siempre de manera cohesionada, unitaria, se divide en dos: en la crítica objetiva, científica, primero, y en la direccionalidad hacia el comunismo, a renglón seguido. Escuchemos a los camaradas del Partido Comunista Revolucionario:

“La crítica revolucionaria es la crítica objetiva que observa la realidad desde la asunción de la concepción revolucionaria (proletaria) del mundo. Por tanto, reconoce la necesidad de las leyes del desarrollo histórico y de las relaciones sociales que ese desarrollo ha terminado alcanzando, pero también establece la necesidad de transformarlas, revolucionándolas. Esta es la posición de la crítica revolucionaria. A diferencia de la posición crítico-objetiva representada por el materialismo histórico, posición de la conciencia que todavía permitía el ejercicio académico burgués de interpretación de la historia como una ciencia social más, la posición crítico-objetiva expresada como crítica revolucionaria cierra completamente esa posibilidad, y cualquier otra que pretenda romper la unidad existente entre el proceso social y la revolución social, que quiera desvincular el desarrollo histórico como escenario de la lucha de clases de su solución en el Comunismo, que persiga romper los lazos entre el pasado y el futuro de la humanidad. La crítica revolucionaria es la posición crítica de la conciencia cuando ésta reconoce y ha asimilado completamente la necesidad de la praxis revolucionaria como momento teórico para su actividad intelectual subjetiva; al contrario que el materialismo histórico, que es un momento teórico anterior en la construcción cosmológica marxista, y que, por lo tanto, su actividad crítica no tiene por qué estar relacionada con la actividad revolucionaria de transformación del objeto de su crítica. En lo concreto, la crítica revolucionaria es la actividad teórica del sujeto consciente que demuestra, de manera sistemática, por todos los medios y desde todas las perspectivas, la necesidad de la revolución como solución de las contradicciones sociales, la necesidad de que el proceso social objetivo desemboque en la praxis revolucionaria como su única y verdadera solución. La crítica revolucionaria se apoya, para ello, en el bagaje científico y teorético-conceptual del marxismo –incluyendo al materialismo histórico–, pero dándole, en este caso, el sentido direccional –hacia la revolución proletaria y el Comunismo– que se deriva del contenido fundamental del marxismo como concepción del mundo del proletariado: un contenido esencialmente revolucionario.”[53]

Así, cuando los padres del marxismo nos dicen que el capitalismo hace, “por una parte necesaria y por otra posible, una transformación social”[54], debemos leer que “el movimiento necesario de la historia deja abierta la posibilidad[55], ahora, de construir el Comunismo; o, dicho de otro modo: que si la materia social quiere continuar su progreso, al que tiende sin alcanzarlo por sus contradicciones internas, debe abrazar la revolución como única salida del atolladero histórico en el que se encuentra. La burguesía ha engendrado, sin remedio, su propia negatividad (el proletariado) y las precondiciones del régimen futuro (producción social, desarrollo de las fuerzas productivas, control científico de las leyes de la materia, etc.). Que la negación de la negación alumbre esa civilización de nuevo tipo sólo podrá ser el resultado de la convicción y la conciencia del proletariado:

“(…) Kautsky repara en lo que llamamos Zusammenbruchstheorie, teoría del hundimiento, de la quiebra súbita del capitalismo europeooccidental, de esa quiebra que presuntamente Marx juzgaba inevitable y vinculada a una tremenda crisis económica. Kautsky dice y demuestra que Marx y Engels jamás formularon una Zusammenbruchstheorie especial, ni vincularon una Zusammenbruchstheorie a la crisis económica. Esta es una deformación que hacen los adversarios al exponer de forma unilateral la teoría de Marx, extrayendo arbitrariamente pasajes aislados de diferentes obras (…). En realidad, Marx y Engels ponían la modificación de las relaciones económicas de Europa Occidental en dependencia de la madurez y la fuerza de las clases promovidas por la historia moderna de Europa.”[56]

Esta cita, extraída de un texto menor del joven Lenin (1899), no sólo demuestra que éste comprendió desde el principio la dimensión praxeológica que contenía el marxismo; nos revela también que, a pesar de todos los avatares históricos –que, como hemos ido exponiendo, condicionaron necesariamente la formulación y la articulación de este primer marxismo–, hasta los exégetas de final luctuoso como un Kautsky supieron transmitir a las generaciones venideras de jefes proletarios los rudimentos necesarios para que, en su radical libertad, encendieran la chispa que hizo arrancar el Ciclo de Octubre. Lenin supo que la madurez del proletariado debía expresarse en la coherente forma de partido obrero de nuevo tipo, esto es, el Partido Comunista, irreconciliable antagonista de la forma de viejo tipo, burguesa, del partido socialdemócrata, que ya había hecho de ese positivista respeto por lo dado su bandera: tomando como punto de partida la producción capitalista y el Estado burgués, sólo aspiraba a dominar sus leyes y reformar científicamente la distribución de la plusvalía; pero, decíamos, esta genial construcción leninista permitió la demostración terrenal del poderío que encerraba la nueva concepción del mundo, contenida ya en aquellas 11 tesis que tardaron casi medio siglo en ver la luz.


La praxis revolucionaria: hacia el fin de la prehistoria humana

Este contradictorio contexto histórico y teórico hizo aparecer, necesariamente, un determinado paradigma de la revolución. Así, esta forma a priori de entender sus mecanismos, etapas e instrumentos se configuró al modo positivista: tomando lo dado como inamovible punto de partida (el espontáneo movimiento de las masas), la tarea de la vanguardia se debía reducir a la acumulación de conocimientos experienciales que, sobre la base de la dicotomía acierto-error, mostraran científicamente el camino táctico que permitiría acelerar el inevitable tránsito hacia el socialismo. Este paradigma, no obstante, se impuso también por tener un objetivo recorrido histórico: la Comuna de París, como heroico antecedente del Ciclo de Octubre, había demostrado que el entrelazamiento histórico entre la revolución burguesa y la revolución proletaria podía alumbrar espontáneamente gestas que anunciaban el futuro; asimismo, dada esa brecha histórica de negatividad entre las conquistas universales de la burguesía occidental y los particulares contextos nacionales del Oriente –ya situados tras el horizonte de sucesos del agujero negro que es el mercado mundial capitalista, no pudiendo escapar de su infinita gravedad–, el movimiento social espontáneo tendía hacia agitaciones revolucionarias de contenido democrático pero dirigidas por el espíritu socialista, ya que la burguesía había desertado de su programa radical ante el amenazante fantasma del comunismo. Entretanto, había tomado forma el factor decisivo que permitirá esta relacionalidad entre la reverberación de la revolución burguesa y el proletariado: el Partido Comunista, como encarnación material del sujeto revolucionario, fusión de vanguardia y masas, era el único organismo social capaz de asir el eslabón fundamental de la cadena histórica. Armado con la ciencia marxista y cabalgando el movimiento espontáneo de las masas, desarrolló por fin la praxis revolucionaria que Marx había enunciado sin llegar a poder implementarla.

Esta praxis revolucionaria, como decimos, es la fusión ente la teoría revolucionaria y la práctica revolucionaria; la síntesis de nuevo cuño entre la conciencia crítica marxista (comunista) y la “actividad práctico-crítica”. En la segunda mitad del siglo XIX tenemos un ejemplo muy gráfico de cómo se presentan estos dos factores cuando siguen escindidos: la ya mentada Comuna de París, cuya práctica revolucionaria se desenvolvió en paralelo (o, más bien, en contra) de los prejuicios bakuninistas y proudhonistas portados por sus miembros, implementó en los hechos, y sin tener conciencia de ello, algunas de las ideas que Marx y Engels habían desarrollado décadas antes, del mismo modo que inspiró otras tesis racionalizadas sólo algún tiempo después. Esta experiencia, precisamente por ser genuinamente revolucionaria, brindó el primer ejemplo proletario de la insuficiencia del esquema positivista. Como nos dice Marx:

“Con la Comuna de París la lucha de la clase obrera ha entrado en una nueva fase. Cualesquiera que sean los resultados inmediatos, se ha conquistado un nuevo punto de partida de importancia histórica universal.”[57]

¡Un nuevo punto de partida! Esta simple pero crucial idea resulta, por principio, incompatible con la noción positivista del conocimiento de las invariables leyes objetivas (aquí, de la revolución) como la sola aproximación o representación cada vez más exacta de los objetos exteriores, como progreso cumulativo, evolutivo y lineal del saber.[58] Ello, como hemos visto, presupone que la materia (incluida la social) no tiene historia. Aquí, por el contrario, se da esa “coincidencia de la modificación de las circunstancias y de la actividad humana [que] sólo puede concebirse y entenderse racionalmente como práctica revolucionaria”[59]. Es decir: se ha transformado tanto el objeto exterior (las circunstancias) como el propio sujeto (la actividad humana) en plena simultaneidad. Así, la teoría revolucionaria marxista, en cuanto síntesis de esta práctica revolucionaria, es capaz también de revolucionar sus puntos de partida.

Todo esto no significa, naturalmente, que las deficiencias del marxismo positivista –dualista y objetivista–, nos deban hacer reaccionar pendularmente y abrazar cierto idealismo subjetivo. Ello implicaría invertir el conocer transformando marxista por un poco materialista transformar conociendo. La obra revolucionaria tiene leyes, y leyes objetivas. El monismo marxista nos obliga a comprenderlas no al modo de la ciencia natural, como si dichas leyes preexistieran a la propia actividad del sujeto y fueran siempre idénticas a sí mismas; pero tampoco como si fueran resultado de la sola actividad intelectiva; sino como resultado del propio despliegue de la praxis revolucionaria. Es decir, que debemos comprender cómo el sujeto crea dichas leyes en el desarrollo de su movimiento histórico crecientemente consciente. Ya lo hemos visto en el apartado anterior desde un prisma más general: cada modo de producción está regido por leyes concretas que no pueden extrapolarse ni deducirse inmediatamente de otras formaciones económicas. Lo que sí podrá mostrar un estudio científico (esto es, materialista histórico) de cada una de ellas es la tendencia hacia la que apuntan sus contradicciones internas, hacia dónde avanzará su progreso potencial, si es que éste llega a convertirse en acto: nos revelará su universalidad y, por tanto, su lugar en el serpenteante pero continuo y coherente hilo de la historia. Engels nos enseña lo mismo desde una perspectiva filosófica al criticar el sistema hegeliano:

“En Hegel, esto aparece de un modo místico, al considerarse las categorías como preexistentes, mostrándose la dialéctica del mundo real como el simple reflejo de éste. En realidad, ocurre al revés: la dialéctica de la mente es simplemente la imagen refleja de las formas de movimiento del mundo real, así en la naturaleza como en la historia.”[60]

Pero, a veces, una imagen vale más que mil palabras. Si nuestra argumentación aún no ha convencido a algún lector escéptico, veamos, siguiendo la indicación de Engels, cómo ha operado esta dialéctica cíclica (no lineal) en el movimiento del mundo real, en la historia de la revolución.

Para empezar, tomemos esa brecha histórica de negatividad que antes mencionábamos. Es precisamente ella la que, en países fundamentalmente agrarios como Rusia o China, abre el espacio necesario para que emerja el sujeto consciente presto a tomar las riendas de la historia. El atraso de las economías campesinas de ambos países y su distancia respecto a la política democrática occidental ponía en marcha a unas masas sedientas del progreso que había prometido la modernidad capitalista. En el caso ruso, los pequeños pero poderosos núcleos proletarios desequilibraban toda la estructura autocrática zarista y no podían ser coherentemente integrados por ella.[61] Así, el programa de la revolución implicaba, también, modernizar productivamente el país para ponerlo a la altura de los Estados capitalistas. Cumplimentado esto, con el país plenamente industrializado, la misma brecha que había permitido la erección del sujeto se vio suturada: en su actuar revolucionario, el Partido bolchevique había hecho desaparecer el punto de partida que originariamente le dio impulso. Su testigo, recogido y asimilado por el comunismo chino, partía ya de un nivel superior. Por un lado, la toma del poder se expresó allí como guerra prolongada, pues la táctica insurreccional no daba mucho más de sí, cosa que ya intuyó Engels a finales de su siglo y que los comunistas se hartaron de comprobar en los años 20. Para finales de la misma década, y no sin haberse dado varias veces contra el muro de las ciudades, el Partido Comunista Chino supo dirigir la guerra campesina que se desarrollaba en el país y orientarla hacia la revolución socialista. Podríamos poner numerosos ejemplos más de este desenvolvimiento cíclico de la revolución proletaria: por mencionar otro, la Gran Revolución Cultural Proletaria que, tras haber alcanzado el mismo punto que la URSS no pudo superar, creó la ley de la revolución dentro la revolución, llegando a poner en cuestión, al menos parcialmente, tanto al propio Partido (infestado por el virus revisionista que seguía la vía capitalista) como la estructuración del poder que éste había construido en la revolución. O el formidable ejemplo peruano, que nos enseñó cómo la vanguardia puede (y, desde entonces, debe) articular un movimiento revolucionario de manera planificada y consciente. Ejemplo que hace suyo, como es sabido, nuestro Plan de Reconstitución.

En resumidas cuentas, como decíamos al inicio, el comunismo es ese movimiento real que anula y supera el estado de cosas actual: partiendo desde un determinado grado de experiencia acumulada por la humanidad (experiencia que, desde la irrupción del proletariado en la historia es, en primer lugar, su praxis revolucionaria), consuma sus presupuestos y, al hacerlo, consume el propio suelo sobre el que se levantaba. Éste es el proceso de desgaste que, como hemos dicho, sufre la teoría revolucionaria. Al haber sido desplegada en forma de praxis revolucionaria, el proletariado consciente ha hecho que las circunstancias (el aspecto objetivo) de las que arrancaba se desvanecieran y ha creado un contexto sustancialmente nuevo, es decir, una disposición diferente de la lucha de clases. De hecho, su propia actividad ya no es ni puede ser la misma: transformando el mundo, se ha transformado a sí mismo en cuanto sujeto de la historia. Éste es el contenido que, como nos demuestra el Ciclo de Octubre, debe encerrar la forma del Partido Comunista. Cerrado este Ciclo histórico, la clase proletaria sólo puede aspirar a darle continuidad, en un nivel superior, partiendo de la comprensión de su propia obra, esto es, del Balance.


A modo de conclusión

En los primeros años que siguieron a la Revolución de Octubre, tanto en el interior del país de los soviets como en la Internacional Comunista, era relativamente frecuente el uso de figuras mitológicas para la propaganda, la cartelería y el arte revolucionario en general. Belerofonte, el héroe griego que logró domar al caballo alado Pegaso, aparece varias veces sincretizado con Prometeo, quien otorga el fuego de los dioses a la humanidad. Sea fruto de la casualidad o fiel reflejo de un contexto comprendido por sus protagonistas, el curioso sincretismo ilustra bien el significado y desarrollo del Ciclo de Octubre. La vanguardia ideológica marxista, armada con la ciencia de su tiempo y descendiendo al movimiento obrero –al que ofrece el saber, como hiciera Prometeo con los mortales–, logra cabalgar sobre los indomables lomos de la espontaneidad de las masas –como Belerofonte hace con Pegaso. Pero el mito del jinete tenía reservado para él un final que, como damos por hecho, los propagandistas de la época, henchidos de revolucionario optimismo histórico, no esperaban para sí mismos: cuando Belerofonte se dispone a asaltar los cielos montado sobre Pegaso, cae repentinamente del caballo y se malogra su ambiciosa empresa. Fin de la historia. Pegaso sigue su ciego movimiento, ya sin la guía de nuestro héroe, hasta ser recuperado por Zeus, quien lo esclaviza y lo convierte en la mula de carga que porta sus rayos.

Éste es el contexto al cierre del Ciclo de Octubre: la vanguardia languideciendo, desnortada y confusa tras la derrota del programa comunista que signó todo el siglo XX y alentó ese asalto a los cielos; las masas esclavizadas de nuevo por la burguesía, sin nada más que su legítima espontaneidad y huérfanas de toda referencia social que sitúe la revolución como horizonte real. Pero fue sólo este primer intento de emancipar a la humanidad el que dotó al proletariado de experiencia propia como clase revolucionaria; acumuló el bagaje necesario para que, una vez asimilado por medio del Balance, permita un próximo salto, el arranque de la revolución desde un nuevo punto de partida. Por ello, como hemos intentado exponer, la historia demuestra que el marxismo no puede reducirse al estatuto de simple ciencia; pero, igualmente, tampoco puede prescindir de ella. La relación que establecen ambas formas de conciencia, interrogante que nos hacíamos al inicio del artículo, es mucho más rica. El marxismo, la más moderna concepción del mundo, supera la ciencia al modo dialéctico: la conserva como parte (momento) de la nueva concepción del mundo; la eleva al romper todas las costuras, moldes y restricciones que los intereses y prejuicios de clase de la burguesía le imponían; y la cancela como forma de conciencia más avanzada, al subordinar el conocimiento positivo del mundo al nuevo imperativo práctico de su transformación. De ahí que digamos que, sin ser una mera ciencia, el marxismo es una ideología científicamente revolucionaria.

Por ello, también, es tarea de los comunistas educarse en la ciencia. Pues, para que el marxismo recupere su posición de teoría de vanguardia debe, además de sintetizar teóricamente la praxis revolucionara acumulada durante el Ciclo de Octubre (lo que resumimos bajo el concepto de Balance), hacer suyo el estado general de las ciencias, esto es, incorporar en su propio marco conceptual el saber universal alcanzado por la humanidad. Esos dos factores constituyen, hoy, el contenido de ese avanzar hacia la comprensión teórica de todo el movimiento histórico: la organización de la vanguardia proletaria en torno a semejante comprensión nuclea la reconstitución ideológica del comunismo.




Notas: