Crisis financiera, crisis económica, crisis social, crisis política, crisis de régimen, crisis diplomática, crisis de deuda, crisis nacional, crisis territorial, crisis europea, crisis de los refugiados, crisis ecológica… ¡Crisis, crisis, crisis!, entre perplejo y frenético, entre cínico y cansado, tal es el canto y la letanía de la época, tal el paisaje que habitamos… A más de una década de la explosión de la burbuja, este paisaje tiene al menos la virtud de disipar el espejismo, aún del gusto del filisteo de la izquierda, que contrapone la crisis a algo llamado normalidad. Pero la realidad, aun en su comprensión fragmentada, se abre paso. En la época del imperialismo, bien asentado éste ya, no hay otra normalidad que la crisis: este periodo no es sino el de la crisis general e histórica del capitalismo. Incluso en las burbujas de realidad de los tiempos de bonanza puntuales, el ensimismamiento pequeño-burgués debe ser muy agudo para no percatarse de que, fuera de esas pompas, el grueso de la humanidad se retuerce sufriente y ensangrentado. Veamos someramente algunas de las principales manifestaciones y estampas de esta crisis, tal y como se nos han venido presentando en los últimos meses.
El pasado 23 de enero el gusano venezolano Guaidó se autoproclamaba “presidente interino” de Venezuela. Este golpe de Estado fue seguido de otras arremetidas golpistas en los meses siguientes, todas ellas fracasadas. Estos hechos han estado evidentemente promovidos desde el exterior por el imperialismo yanqui y sus secuaces interesados en la rapiña regional, entre ellos el imperialismo español, que además ha jugado el ominoso papel de reforzar las juntas atlánticas del bloque imperialista occidental para este desempeño. Parece claro que la estrategia era dar una vuelta de tuerca a la presión exterior sobre Maduro para forzar con ello una toma de posición interna, o al menos una escisión decisiva, de los resortes claves del aparato del Estado venezolano contra el gobierno bolivariano. Éste ha sobrevivido, no tanto por la movilización popular en su favor (que, si bien muestra que el régimen tiene todavía amplio soporte social, también evidencia la polarización y grave crisis social que atraviesa el país), sino precisamente por haber sabido mantener fiel a la médula de ese aparato, especialmente al Ejército. No obstante, la presión imperialista no tiene trazas de disminuir, abriéndose un escenario de hostigamiento y provocación que, si el gobierno no colapsa antes y sin olvidar el posible desarrollo de contras, bien podría culminar en una invasión militar exterior, en la que probablemente serían lacayos regionales como el ultra-reaccionario Bolsonaro o el títere Duque los que pondrían la carne de cañón. Aunque esto es poco probable en el corto plazo, no lo es, si las actuales condiciones políticas se mantienen, en el mediano.
En esta descripción de los hechos estamos poniendo conscientemente el acento en lo que los eventos tienen de injerencia y agresión imperialista. El propio fracaso de las asonadas golpistas, que refuerza la impresión de improvisación y poca atención por las fuerzas internas anti-bolivarianas sobre el terreno, así como las acciones y posicionamientos yanquis, con el criminal belicista Bolton trayendo a colación explícitamente la doctrina Monroe, acentúan esta percepción de que han sido fundamentalmente fuerzas y poderes radicados en el exterior de Venezuela los que han promovido la escalada hacia el actual estadio de crisis política. Por supuesto, esto no invalida la caracterización que desde este órgano ya hemos realizado de que es la contradicción inter-imperialista la principal en este momento. Sin embargo, también hemos subrayado el hecho de que detectar una determinada contradicción como la principal, no suspende las otras, sino que simplemente aquélla pasa a ser el eje ordenador que mejor permite la comprensión de la situación a escala global. En el caso de Venezuela esta contradicción entre imperialismos ha estado presente (precisamente Bolton se dirigía abiertamente a Rusia cuando evocaba a Monroe), pero no es, ni mucho menos, el elemento que puede abarcar más completamente la situación actual en el país. Efectivamente, aunque muy particularmente Rusia ha expresado su apoyo político a Maduro, es muy improbable que ello se vaya a traducir en algún tipo de soporte material o militar si llega el caso. El imperialismo ruso tiene sus fuerzas, muy inferiores a las del occidental, ya bastante tensionadas y extendidas, tratando de contener a los atlánticos en puntos estratégicos cruciales de su esfera de influencia o a las propias puertas de casa. Venezuela simplemente queda muy lejos de las áreas vitales para el imperialismo ruso y de las capacidades que éste puede sostener. Otra cosa es que un fortalecimiento puntual de su influencia y posiciones en Venezuela pudiera servir para el regateo y consecución de concesiones en esos otros lugares clave, como Siria o Ucrania. En cualquier caso, a diferencia de en estos últimos países, el actual statu quo en Venezuela, particularmente la resistencia del gobierno de Maduro, puede explicarse sin recurrir a la presencia rusa. En este sentido, si se nos permite decirlo utilizando la metáfora espacial, la contradicción inter-imperialista principal roza pero no entra de lleno en Venezuela, que permanece como caso en que la intervención de un imperialismo sobre una formación social dependiente es el eje principal que articula el devenir del país.
Por supuesto, como siempre que en las contradicciones que articulan el actual sistema mundial está ausente el proletariado revolucionario, ello se expresa sobre el terreno inmediato como disputa entre diferentes facciones de la burguesía. Y precisamente las dos décadas de acción práctica de la llamada revolución bolivariana demuestran que la facción burguesa chavista no pertenece precisamente a estratos bajos de esta clase, sino que bien puede encajar en sus vertientes superiores, entre eso que los maoístas llaman, refiriéndose a la estructura de los países oprimidos, burguesía burocrática. Efectivamente, en estas referidas décadas no ha habido transformación sustancial de la estructura y las relaciones productivas en Venezuela: el monocultivo petrolero en la típica relación subordinada de exportador de materias primas ha seguido siendo durante todo este tiempo el puntal de la economía del país. De ahí su fragilidad ante la guerra económica del imperialismo yanqui. Es cierto que en su pugna con la otra facción burguesa y de cara a evitar, en primer lugar, un estallido social agravado (otro caracazo o algo peor) y ganar soporte de masas, se ha distribuido entre sectores de las mismas una porción de la renta petrolera, pero la estructura social, así como el aparato del viejo Estado, no sólo se han mantenido intactos, sino que en el caso del último incluso se ha reforzado. Esto se está viendo claramente durante estos meses, donde las movilizaciones de masas han tenido el carácter, típico de los regímenes representativos, de apoyo exterior a un poder que reside realmente fuera de ellas y que es donde se juega la partida decisiva. En este sentido, las cacareadas milicias bolivarianas aparecen en todo momento como un órgano subordinado y dependiente del cuerpo especial y separado del viejo Ejército. Es, como decimos, en la lealtad de éste donde se está disputando el futuro inmediato de Venezuela. La estrechez de esta estructura limita todo horizonte y debilita las capacidades defensivas venezolanas frente al imperialismo yanqui. No se ha visto, por ejemplo, ni un solo destello de terror popular, característica esencial e inevitable de toda revolución social de masas, como demuestra el que Guaidó siga paseándose impune por Caracas. Y es que Maduro, incapaz por naturaleza de concebir una movilización revolucionaria de masas armadas, tiene que limitarse a actuar en los constrictivos límites de la constitución bolivariana, midiendo bien sus respuestas para evitar provocar al imperialismo yanqui.
En su ocaso, cumplida su función y en franca retirada en toda América Latina, es como más descarnadamente se aprecian los límites de estas supuestas revoluciones. Su sentido general fue, además de propiciar un nuevo ciclo de acumulación, evitar una salida revolucionaria a la crisis regional del modelo neoliberal en los años del cambio de siglo. A pesar del fin del Ciclo de Octubre, esta perspectiva no parecía entonces tan lejana en muchas partes del continente, donde el problema de la tierra es estructural y todavía podía ser concebible en esos años que los maoístas armados superaran sus recodos (son los tiempos, recordemos, en que por ejemplo la guerra popular rugía pujante en Nepal). Por supuesto, esta visión irrenunciablemente crítica, independiente y hostil hacia el llamado socialismo del siglo XXI ha sido la característica de la Línea de Reconstitución (LR) desde el mismo comienzo, combatiendo siempre las posiciones revisionistas y oportunistas que veían en esta aberración un primer paso revolucionario o, incluso, el socialismo adaptado a las actuales condiciones concretas. Dicho sea de paso, estas posiciones, al igual que la renta petrolera venezolana, parecen haberse achicado bastante entre la izquierda en general y entre la vanguardia en particular —sin que, por supuesto, hayan abundado las autocríticas al respecto— desde las vacas gordas de la década de los 2000, con Chávez en el timón. Como buen ejemplo de estas incongruencias entre la vanguardia en el Estado español tenemos al ínclito PCOE, que es capaz, al mismo tiempo, de criticar al socialismo del siglo XXI, que, “en las antípodas del socialismo real [sic], ha desarrollado proyectos socialdemócratas capitalistas en la región que han allanado el paso al fascismo, sembrado por los EEUU”[1], para a continuación, ni cortos ni perezosos, llamar al “apoyo a la República Bolivariana de Venezuela” y su “proceso progresista”.[2] Es decir —y sin querer entrar en los supuestos “antagonismos entre el socialismo del siglo XXI y el socialismo real”, sobre los que dudamos que concordaran amigos de Venezuela como los Castro o los Ortega, asiduos al turismo moscovita desde bastante antes de que se iniciara la Perestroika—, “apoyo al proceso progresista”, en la forma bruta de su Estado, que “ha allanado el paso al fascismo”… Pero no preocuparse, ¡seguro que las masas entre las que siempre se hallan los del PCOE descifrarán el galimatías!
Más preocupantes son las posiciones de otros destacamentos, mucho más avanzados y referenciales entre la izquierda del Movimiento Comunista Internacional (MCI), como por ejemplo la Unión Obrera Comunista (mlm) [UOC(mlm)] de Colombia. Esto no se debe tanto al posicionamiento político concreto respecto a la coyuntura, que denuncia la farsa del chavismo, así como el “anti-imperialismo mutilado” de los que sólo ven la injerencia yanqui en el mundo y, a la vez, sin por ello dejar de reservar al Estado venezolano la suerte de su destrucción a manos de proletarios y campesinos, llama a una oposición incondicional a la intervención imperialista. Con todo ello concordamos, siendo el problema cuando aprovechan la ocasión para subrayar algunos fundamentos teóricos, que desgraciadamente malogran su posicionamiento, alejándolo del leninismo. Y es que para delicia del social-chovinismo de “izquierda”, la UOC(mlm) desgraciadamente parece haber abrazado el más burdo de los economismos imperialistas, denunciando la “vieja consigna burguesa de la autodeterminación”, “anacrónica” y “reaccionaria”, pues “ilusamente sueña con el capitalismo en su primera etapa donde las naciones podían ser autónomas, libres y soberanas.”[3] ¡Piatakov redivivo!
Desde Línea Proletaria renovamos el ofrecimiento, ya hecho por la LR y siempre desoído, a la UOC(mlm) para un debate honesto y sincero, de cara a la formulación de esa Línea General del MCI que para nosotros es inseparable de su reconstitución. Sin abundar aquí en los fundamentos históricos y teóricos de nuestra defensa del derecho de autodeterminación de las naciones, sobre lo que hemos sido bastante prolijos en los últimos años, nos limitaremos a señalar en este momento algunos puntos. Si no se quiere abandonar el leninismo, la defensa de la teoría del imperialismo es inseparable de la lucha constante contra el economismo imperialista; lucha ésta en la que el gran líder bolchevique puso el acento, dedicando tanto o más esfuerzo y espacio, precisamente en los mismos años que sistematizaba aquella teoría. La teoría del imperialismo, en su aspecto económico, no tiene tanto que ver con el entrelazamiento internacional de la economía, algo ya sentado con fuerza en el Manifiesto —de hecho, si algo cabe decir de las ideas que trasluce la UOC(mlm), común entre los economistas imperialistas, es que son ellos los que idealizan y subliman el alcance de la autonomía de las naciones en la primera etapa del capitalismo—, sino con la formación histórica del monopolio. Y si se asumen coherentemente las implicaciones de esta noción, aceptando la pervivencia del Estado-nación como forma política burguesa básica para todo el capitalismo (idea marxista evidente empíricamente), la conclusión no puede ser lo “anacrónico” de la sujeción y opresión nacionales, sino su intensificación, convirtiéndose, por primera vez, por decirlo con Lenin, en sistema general. Dicho sea de paso —y ahora no nos referimos a la UOC(mlm)— olvidar esto y, en la muy loable intención de esquivar la demagogia “anti-imperialista” de tal o cual facción burguesa de la nación oprimida, señalar que no hay jerarquía de Estados como rasgo sistémico y que todos “son igualmente imperialistas”, ya que ésta es la etapa del capitalismo en que nos hallamos, sería una forma de las más burdas de abandonar el leninismo a favor del economicismo de “izquierda”, o, lo que es lo mismo, reconocer que sólo se es capaz de una aproximación mecánica y anti-dialéctica (y, por tanto, coartadora de la subjetividad) a los complejos problemas que plantea el desarrollo de una verdadera política revolucionaria bajo las condiciones del imperialismo. Igualmente, volviendo con la UOC(mlm), si es por su origen y/o carácter burgués y por el hecho de estar históricamente agotados como fuente de progreso, no cabría proscribir sólo a la autodeterminación y los movimientos nacionales, sino también, por ejemplo, la lucha por el salario y el sindicato… y dudamos mucho de que la UOC(mlm) vaya a conceder esto último, cuya legitimidad e inevitabilidad, por supuesto, es también indudable mientras dure el capitalismo.
El problema de la UOC(mlm) en su incomprensión de la defensa leninista de la autodeterminación, al igual que sucede con el resto de “izquierdistas”-economistas imperialistas, es que, como prolongación de su idealización de corte democratista pequeño-burgués de la independencia nacional en la etapa pre-monopolista del capitalismo (relacionada con la falta de un balance que ajuste cuentas con los fundamentos históricos del paradigma revolucionario de Octubre), siguen poniendo el foco del sentido de esta consigna en su proyección finalista hacia el Estado nacional. Con ello evidencian una concepción de la política pragmática y objetivista, presa en la dialéctica masas-Estado. Por el contrario, el sentido de la defensa leninista de la autodeterminación se sitúa en el sujeto: éste es su verdadero fin. La conformación o no de tal o cual Estado nacional es por completo indiferente y, como mucho, producto convencional y efímero desde el punto de visto histórico de la marcha hacia el Comunismo, siempre que con ello se allanen las discordias y desconfianzas entre diferentes secciones nacionales del proletariado. La consecución de esta confianza internacionalista entre proletarios, premisa fundamental de cualquier fusión y asimilación nacionales, es el verdadero fin al que sirve la bandera de la autodeterminación en manos de los comunistas y ello se halla en un plano por completo independiente, superior, al de una dialéctica política pragmatista-estatista. Ese plano superior no es otro que el de la dialéctica vanguardia-Partido.
De hecho, estableciendo la defensa de la autodeterminación de Venezuela como eje rector de nuestro posicionamiento político es como mejor fundamentamos la independencia de la vanguardia proletaria a la vez que la conjugamos con sus ineludibles deberes anti-imperialistas. Ello libra a la vanguardia del seguidismo en apoyo al viejo Estado y la compromete únicamente con la defensa, armada si llega el caso, del derecho a que la lucha de clases en Venezuela se resuelva sin la injerencia política o militar de ninguna potencia, pues sabemos, de nuevo con Lenin, que el derecho a la autodeterminación nada tiene que ver con demagógicas “autonomías económicas”, sino que su significado es inequívoca y exclusivamente político. Es de este modo como el proletariado revolucionario venezolano podría apuntar sus armas contra las tropas invasoras, sabiendo que sus éxitos serían también acumulación de capital político para el derrocamiento futuro de las clases poseedoras nacionales.
En las últimas semanas otro de los asuntos en el candelero ha sido la posibilidad de un ataque militar estadounidense a gran escala contra Irán. Ello significaría escalar hacia el último y decisivo estadio de una guerra regional que lleva ya años librándose en Irak, Líbano, Siria o Yemen. El salto cualitativo, no obstante, podría dejar todos esos sangrientos conflictos, que han arrasado ya varios países, en meros preliminares de una guerra con efectos explosivos a nivel mundial. El espectacular ataque hutí contra las instalaciones petrolíferas saudíes en Abqaiq a mediados de septiembre, con la inmediata consecuencia de una gran subida del precio del barril de crudo a nivel global, es, en todos los sentidos, una advertencia de lo que podría ocurrir en el caso de que la escalada bélica alcanzara tal punto.
Sin embargo, para entender mejor las implicaciones de esta situación conviene retrotraernos a lo que ya comentábamos en números anteriores sobre la crisis de eso que denominamos bloque imperialista occidental. Efectivamente, la crisis de éste, cuyo epicentro se encuentra en los propios problemas sociales y políticos internos de las metrópolis, era materialmente, con el Brexit, una crisis de mediación en la soldadura del decisivo eje atlántico del bloque. Esta crisis se está expresando en el aflojamiento general de todas las juntas que cohesionaban al bloque, permitiendo la expresión de fricciones y contradicciones internas que durante décadas habían estado en un segundo plano: guerra comercial, amenazas y advertencias son hoy moneda corriente entre los todavía aliados. Esta situación tiene dos manifestaciones relacionadas particularmente interesantes. La primera es la tentación a, cuando no la consumación desembozada de, una actuación autónoma por parte de los teóricos subordinados respecto de los designios e intereses imperialistas objetivos de Washington. La otra es la propia esquizofrenia e indecisión estratégica que se abate sobre la cabeza del imperio. Todo ello se expresa concentradamente en Oriente Medio.
En esta región los neocon dilapidaron el momentum de la unipolaridad con la invasión de Irak en 2003. Desde entonces, como han probado el aumento de la influencia iraní en Irak, la derrota sionista en Líbano o los éxitos rusos en Siria, la política estadounidense en la zona ha parecido vagar sin más objeto propio que satisfacer, con resultados contraproducentes, los intereses israelíes. Efectivamente, el caos y la destrucción de los Estados árabes ha sido la consecuencia de los últimos lustros de acciones estadounidenses. Ello ha neutralizado a algunos de los rivales regionales de Israel (Irak o Siria), pero, a la vez que ha alejado a otros poderes en la zona como Turquía, no ha generado ningún orden estable que sustituya al liquidado de Sykes-Picot. La pregunta es evidente: una retaguardia caótica y, por mor de esa misma inestabilidad, abierta al exterior, ¿a quién beneficia? ¿Favorece a la tradicional superpotencia imperialista hegemónica, precisamente en el momento en que necesita desplazar su atención y recursos hacia el este, hacia Asia-Pacífico, para enfrentar al nuevo juggernaut imperialista chino? ¿O, por el contrario, satisface primordialmente la más íntima naturaleza militarista-colonialista del Estado sionista y sus apetitos de expansión y dominación regional? La respuesta parece conducir a la conclusión de que los intereses estratégicos de Estados Unidos e Israel han entrado en contradicción objetiva, lo que además está sucediendo en un momento crítico de las maniobras de posicionamiento de las potencias imperialistas. Ello es una nueva expresión de la gravedad de la crisis en el seno del bloque imperialista occidental.
La firma del Acuerdo Nuclear entre Estados Unidos e Irán bajo la presidencia de Obama tenía precisamente el objetivo de estabilizar la región bajo la égida de los estadounidenses mientras éstos ejecutaban el Pivot to Asia para enfrentar a China. Dicho sea de paso, parece una constante que sea el ala liberal de los representantes de la burguesía la que mejor suele favorecer la reproducción sostenida de sus intereses. En cualquier caso, desde el primer momento fueron Israel y Arabia Saudí quienes se declararon enemigos jurados de ese tratado, no habiendo escatimado esfuerzos desde entonces para torpedearlo. Por cierto, esta siniestra alianza tácita sionista-wahabí ha sido el principal ariete de agresión en la región en los últimos años, actuando de manera armónica y complementaria, por ejemplo, en la destrucción de Siria. Hay que decir, no obstante, que el ala saudí de esta oscura conjunción parece un poco desfondada en los últimos tiempos, empantanada en Yemen y cuestionada por la disidencia de Qatar.
La elección de Trump y su ruptura unilateral del Acuerdo Nuclear, que el resto de observadores y potencias signatarias (empezando por las europeas) admitían que Irán estaba cumpliendo, ha sido una gran victoria de Israel, que se suma a las anteriores, como el reconocimiento de la capitalidad de Jerusalén. De esta ruptura parte toda la escalada de tensión en el Golfo Pérsico de los últimos meses. El sionismo, por su parte, trata de aprovechar al máximo el momento y Netanyahu ya ha anunciado que en el horizonte está la anexión llana y simple de toda Cisjordania. La matanza de palestinos, por supuesto, permanece constante e impune… Un ataque estadounidense a gran escala sobre Irán sería la guinda del pastel para el sionismo. Y no hay que subestimar la fuerza de éste: aparte del conocido poder económico de su lobby en Washington, Israel es una auténtica institución ideológico-cultural del imperialismo occidental, alrededor de cuyos mitos e implicaciones se han formado ya varias generaciones de cuadros del neoconservadurismo y la derecha occidental. Ello precisamente no hace sino resaltar la profundidad de la crisis que se ha abierto en los últimos meses dentro de la dirección imperial estadounidense: decenas de diplomáticos y altos oficiales retirados han firmado en contra de un ataque a Irán, mientras que James Mattis, Secretario de Defensa de Trump, dimitido el pasado diciembre, ha declarado literalmente que “el Acuerdo Nuclear con Irán sirve a los intereses de Estados Unidos”. Y las razones han sido enunciadas prístinamente en la línea de lo que hemos señalado: un ataque a Irán desencadenaría una guerra regional que multiplicaría lo ya experimentado en Irak y fijaría a Estados Unidos en Oriente Medio por muchos años. Mientras tanto, como lleva sucediendo en los últimos lustros, China continuaría recortando las distancias, no sólo económicas, sino especialmente militares y tecnológicas. La situación, precisamente, exige atajar esta perspectiva antes de que la ventaja estadounidense sea neutralizada. Y es que las crisis se caracterizan por hacer hablar a las rapaces su verdadero idioma, sin fraseología humanitaria de por medio. Este James Mattis ha sido alabado por el establishment liberal como la “voz de la mesura y la sensatez” que Trump habría expulsado: ¡para estas palomitas liberales lo “mesurado” es no perder el tiempo con guerras regionales e ir directamente a la guerra mundial! ¡Tal es la “cordura” que se ventila entre el progresismo imperialista! Y esto no es ninguna contradicción respecto a nuestra aseveración de que el ala liberal parece tender a ser la más congruente con los intereses de una determinada burguesía como conjunto. Al contrario, es una muestra de que la lógica consecuente de esta clase y de su sistema está cada vez más en contradicción con la supervivencia de nuestra especie.
De cualquier manera, alrededor de las tensiones con Irán se está expresando gráficamente el estadio actual de la competencia inter-imperialista. Estados Unidos se ha detenido dubitativo en el umbral mismo del ataque: sabe que de la opción que escoja depende en no poca medida su destino como primer poder imperialista. Nueva muestra de la indecisión y desorientación estratégicas de los estadounidenses ha sido el cese por Trump, este mismo mes de septiembre, de la contraparte de Mattis, el ya mencionado criminal John Bolton, fiel abogado del sionismo y partidario de la guerra contra Venezuela e Irán. Rusia, por su parte, está lejos de ser un aliado firme de Irán. Rivales coincidentes les han hecho remar en la misma dirección en Siria, lo cual sin duda ha sido beneficioso para el eje de resistencia chií, pero Rusia ha mantenido cierto ascendente sobre Irán únicamente porque el cerco yanqui dejaba a los persas pocas opciones más. En cuanto este cerco se ha aflojado en algún momento, como durante el tiempo de vigencia del Acuerdo Nuclear, los iraníes se han mostrado deseosos de acercarse a otras potencias, como ejemplifica su estímulo y fomento de las inversiones europeas. De hecho, cabe decir que Rusia incluso está interesada en cierto clima de tensión entre el bloque occidental e Irán, pues ello no sólo reduce su competencia en el mercado iraní, sino que desvía fuerzas de ese bloque que, de otra manera, podrían presionar en lugares más críticamente existenciales, como el Báltico, Ucrania o Asia Central. Algo similar cabría decir respecto a China.
En cuanto a la Unión Europea (UE), también la crisis de Irán ha sido una muestra de las contradicciones e impotencias que la corroen como aspirante a imperio independiente. La ruptura unilateral estadounidense del Acuerdo Nuclear se realizó contra el criterio de los signatarios europeos, que, como decimos, continuaron afirmando que Irán había respetado sus términos. Precisamente, es hacia las potencias de la UE que se han dirigido las maniobras de los iraníes, quienes han cometido el mismo error que los rusos en Ucrania en 2014, al pensar que podía existir en el momento presente una acción europea autónoma respecto de los estadounidenses. Y en este caso es más sangrante, ya que el reconocimiento de que Irán estaba cumpliendo el tratado forzaba diplomáticamente a los europeos a continuar con el mismo, a pesar de las amenazas estadounidenses de sanciones que, en medio del clima de guerra comercial, se impulsarían si se mantenían las inversiones y el comercio europeos con Irán. Y aquí, en un momento en que era la propia situación la que exigía autonomía, el descrédito de la UE ha sido total: el mecanismo ideado para esquivar las sanciones estadounidenses no ha convencido ¡ni a las propias empresas europeas!, poco impresionadas respecto a la determinación de sus gobiernos de proteger su legítima y legal cuota de rapiña, y que están abandonando el mercado iraní a rusos y chinos. Aun más, siguiendo a los británicos, que por un momento se han olvidado del Brexit, la UE, con los viejos colonialistas franceses al frente, parece mostrarse dispuesta a enviar sus buques al Golfo Pérsico para sumarse al lado estadounidense en el juego de embargos y contra-embargos que en estas semanas se están dirimiendo en torno a los petroleros que surcan esas aguas (y otras, como Gibraltar): un peligroso juego iniciado precisamente por la reinstauración unilateral de las sanciones por los yanquis tras su ruptura del Acuerdo, pero que, por la propia legalidad internacional, ésa a la que tanto apelan, ¡no debería comprometer a los imperialistas europeos, que en teoría no participan de la renovación de las sanciones contra Irán!
Por si estas incongruencias europeas fueran poco, Estados Unidos está continuando con su línea, ya señalada también en otros números de este órgano, de disciplinar su bloque mediante la militarización. Ahora se ha producido el abandono por parte estadounidense del tratado de misiles intermedios, firmado en 1987 con la URSS para reducir este tipo de capacidades balísticas nucleares en suelo europeo. Algunos tímidos comentarios críticos desde las altas instancias de la UE fueron rápidamente olvidados para pasar a culpar a Rusia por la finalización del tratado.[4] Brilla por su ausencia, dicho sea de paso, cualquier movimiento de masas anti-belicista que cuestione todas estas medidas, algo que sí existía en la década de 1980 (y, por supuesto, no esperamos que nuestros esforzados paladines del trabajo de masas cotidiano vayan a organizar ninguno…). De hecho, parece que los pocos esfuerzos en el sentido de cohesionar a la UE como engendro imperialista autónomo van en la misma dirección militarista: se pretende que el Fondo Europeo de Defensa, impulsado al calor del Brexit, multiplique aproximadamente su cuantía por 25 a partir de 2020, potenciando el complejo militar-industrial europeo. Que la nueva presidenta de la Comisión Europea, Ursula von Leyen —transversalmente celebrada por ser la primera mujer en el cargo—, sea la antigua ministra de defensa alemana (partidaria, por cierto, de que Alemania deje atrás los “complejos nacionales” relacionados con su historia militarista y fascista) abunda en esto mismo. A pesar de que estas iniciativas ya han provocado las suspicacias y advertencias de Washington, está por ver que puedan servir de revulsivo a las diferentes y paralizadoras crisis internas que acechan a la UE y a sus principales Estados miembros. En cualquiera de los casos, las coordenadas del imperio europeo siguen moviéndose, como ya sentara Lenin hace un siglo, entre lo imposible o lo reaccionario.
Se dice que los buenistas —y que nadie se confunda: nos referimos a los del lado políticamente incorrecto— celebran el nacimiento de la nación política española con motivo de alguna efeméride sita en el reinado de sus muy católicas majestades, Isabel y Fernando. Se dice que esto se hace para contraponerlo al nacionalismo étnico-identitario que supuestamente defenderían las diferentes versiones de la anti-España. Y con ello hacen un gran servicio, al mostrar la escasa evolución de los actuales intentos de darle un barniz izquierdista al nacionalismo español respecto de la mitología más cara para éste. Como la progresiva “nación política”, justamente por su adjetivo, tendrá que tener alguna relación con la forma moderna de estructurar la política, esto es, el Estado administrativo, viajan precisamente a los orígenes y el nacimiento de éste en estas sufridas tierras, encontrando ahí el origen de aquella nación. Confiesan así que su concepto de la nación es tautológicamente burocrático: el Estado (nacional) no sólo es el fin de la nación, sino que es también su principio, previo a su movimiento nacional histórico. Las problemáticas marxistas respecto al movimiento de masas que abre la superación del feudalismo y que puede identificarse como fuente históricamente concreta de soberanía no tienen cabida en este nacimiento de una nación. No puede haber forja de ciudadanía, con su consiguiente igualdad ante la ley, en esa fragua. Su “nación” burocrática no entiende de esto y, por su propia naturaleza lógica, sólo puede encontrar el pálido reflejo de esa igualdad en la ley igual con la que el autócrata buscaba penetrar (que no destruir) los derechos y libertades particulares de los estados corporativos. Y, efectivamente, esa ley igual nace en España por aquellos tiempos y se corporiza como Tribunal del Santo Oficio durante los siguientes tres siglos. Y dado que aquí la revolución burguesa de masas triunfó de forma indirecta respecto al desarrollo secular y continuado del Estado administrativo, esta concepción burocrática y policiaco-judicial sobre la forma de organizar la comunidad se encuentra fuertemente enraizada en el ethos nacional español y está presta a aparecer al menor sobresalto. Se decía ya en el siglo XVIII que “todas las desventuras de España provienen de los abogados” y, efectivamente, el fervor fanático con el que la llamada opinión pública considera la palabra del último de los leguleyos y se detiene ante el más polvoriento legajo codificado tiene algo de idiosincrático.
Ya no es eclesiástico, pero sigue siendo un Supremo Tribunal el que vela por lo más sagrado de España, que ya no es su fe, sino su unidad —“tanto monta…”, nos dirán seguramente los mencionados buenistas—. Lo hemos visto en acción una vez más en estos meses, televisado, como buen auto de fe contemporáneo, en el proceso a los líderes independentistas catalanes, cabeza en la que se busca escarmentar a toda una nación. Y, desde luego, los rasgos evocadores de los tiempos de la picaresca y el imperio han hecho acto de presencia: doctorales debates metafísicos sobre qué es violencia o rebelión y preguntas a los encausados sobre la sinceridad de su relación espiritual con la muy magna Constitución han sido ampliamente discutidos para edificación del vulgo. De todos modos, cualquiera que sea el origen de sus características peculiarmente españolas, el de la opresión nacional es un problema que no se circunscribe a las fronteras de este Estado y, una vez decidido el mantenimiento de su yugo, la receta es casi universal: procedimientos burocráticos de la gran-nación, “grande, como un esbirro”, y represión, con su inevitable correlato de juicios políticos y procesos-farsa. Tal es lo que están sufriendo actualmente los dirigentes catalanes encausados. Por supuesto, parece que las cartas están echadas y nadie duda del signo de la sentencia y de que ésta va a ser ejemplarizante. Poco más podemos añadir, aparte de reiterar que el programa histórico del proletariado revolucionario de destrucción de esta maquinaria de opresión es claro y vigente.
En el otro lado, el proceso judicial nos ha permitido volver a observar la presencia de las dos caras de todo movimiento nacional de nación oprimida. Eso sí, dado el curso de los eventos, inevitablemente su aspecto democrático aparece cada vez de forma más testimonial. En este caso, cabe ejemplificarlo en la forma en que alguno de los encausados, particularmente Oriol Junqueras, ha sabido usar la sala del juicio como tribuna para la propaganda política. Y, dicho sea de paso, puede que mejor que otros que han hecho del represaliado su principal actividad política. Por supuesto, en este caso se trataba de la propaganda de la línea política de su clase, burguesa, pacifista y conciliacionista. Pero nuestra total oposición a su contenido no desmerece el reconocimiento de la dignidad mantenida. Sin embargo, esta actuación no puede desligarse de la actitud de la mayoría del resto de encausados, donde lo que ha primado ha sido el aspecto netamente burgués del regateo, ahora en la forma de la sofistería del jurista. Y en algunos casos, el regateo no ha tenido desperdicio, sumándose al largo historial de claudicación que ha atesorado el procés. Y es natural, porque en esta ocasión no ha sido sino, literalmente, la confesión de esa claudicación. Así, por ejemplo, se ha venido a reconocer que se desconoció conscientemente la legalidad emanada del Parlament o que la principal preocupación del liderazgo del procés fue en todo momento, no la independencia, sino el evitar el desbordamiento de masas y una escalada de tensión irreversible; esto es, su principal preocupación fue siempre contener el movimiento nacional dentro de límites asumibles. Y de aquí cabe extraer una lección, que no es sólo la ya clásica del temor y la pacatería burguesa ante el aspecto democrático del movimiento nacional de masas y su inconsistencia al dirigirlo. No, la lección emana, no del flanco más mezquino del juicio, sino, precisamente, del más digno. Y esa lección, aunque tampoco novedosa, tal vez haya pasado más desapercibida en esta ocasión, y no es otra que la del fanatismo de clase del burgués. Gente como Junqueras ha contenido el movimiento en pos de una república nacional catalana que, no dudamos, anhelaba y, seguramente sin ilusiones respecto al trato que la judicatura española iba a dispensarle, se ha inmolado, dejándose capturar, para hacer un calculado alegato conciliador. Y todo ello se ha hecho, que no se dude, por la estabilidad de un orden social y por los intereses de reproducción de un sector de clase burgués, en lo que fundamentalmente era una pugna inter-burguesa. Cabe imaginarse su determinación y capacidad de sacrificio ante el verdadero enemigo de clase: no habrá derrumbes. La clase que sigue produciendo este tipo de cuadros, aun en su época de decadencia, no es una clase que vaya a dejarse llevar del escenario de la historia, sino que va a haber que expulsarla con la más enérgica de las violencias.
Y Junqueras aquí no ha estado siendo sólo cuadro de su clase, a nivel general, y de su fracción, a nivel particular, sino que también ha actuado como jefe de partido. Porque, efectivamente, ERC ha culminado, como se acreditó en las últimas elecciones generales, el sorpasso al espacio convergente, convirtiéndose en el primer partido catalanista. Y seguramente el martirio de Junqueras no haya sido la menor de las causas de ello. Parece claro que desde el lado catalán el procés ya está amortizado. Para ERC la cuestión ahora es gestionar los réditos y reencontrarse otra vez con esas heroicas virtudes de la responsabilidad de Estado y el sentido común, tal y como han sido ostentosamente paseadas durante la fallida investidura de Sánchez. Otra cosa, claro está, es que desde el vengativo nacionalismo español se les vaya a dejar… Todo lo que para ERC puede quedar del ciclo del procés es el mantenimiento de las posiciones conquistadas con, también aquí en el movimiento independentista, la batalla por el relato que, previsiblemente, se recrudecerá tras la sentencia. Y aquí, todos, absolutamente todos, han sido reos de las mismas claudicaciones: contención del movimiento y gestión de la institucionalidad del 155. Y cuando decimos todos, decimos todos: la Esquerra Independentista, como ya señalamos en el mismo instante en que sucedió (en las semanas posteriores al 1-O), fue a la bancarrota. Su supuesto proyecto de vincular el socialismo con los avances del movimiento nacional quedó en evidencia a la vista de todos. No cabe ni pensar en ese bienestar descafeinado que llama socialismo cuando ha sido incapaz de impulsar un independentismo popular de entidad en unas condiciones inmejorables: crisis social, potente movimiento nacional de masas y fractura entre las facciones de la burguesía. Melancolía: se dice que los portavoces de la CUP andan amenazando con repetir, “ahora, esta vez, bien”, el procés. Sólo cabe recordarles la adaptación del poeta: “lo que se deja pasar en el momento, no lo devuelve la eternidad…”
Parece que en los últimos tiempos no sólo es el ciclo del procés el que toca a su fin, sino también la etapa política iniciada en mayo de 2011. Ambos procesos han dado su particular fisonomía a la profunda crisis social y política que todavía se vive en el Estado español. No obstante, como fenómenos particulares, como momentos de esas crisis, poco más parecen dar de sí, independientemente de que vayamos a seguir arrastrando sus consecuencias. Cuando escogimos “Crisis de la Restauración 2.0” como mejor paralelismo histórico para situarse en el momento que vivía (y vive) el país, no lo hicimos únicamente como contraste con el de “segunda transición” que, entonces (hoy ya apenas), enarbolaba ufano todo el oportunismo y buena parte del revisionismo. La razón no era únicamente política, sino, obviamente, también analítica. Con ello queríamos subrayar la característica de larga duración del periodo en el que nos internábamos de crisis del régimen político español y su incertidumbre. Efectivamente, si el inicio de la crisis de la Primera Restauración suele situarse simbólicamente en 1898, no sería hasta 1931 que puede considerarse finiquitada, esto es, un periodo de más de tres décadas. Más aun, dada la imposibilidad que encontró la II República para asentarse, bien podríamos prolongarlo hasta la guerra civil y la victoria fascista: un desenlace no muy halagüeño. Por el contrario, la referencia a la transición, en el imaginario progre vigente, se referiría a un periodo breve, no más de una década, que, además, nos llevaría a algún tipo de lugar mejor, pues tal sigue siendo el veredicto dominante respecto a las décadas de parlamentarismo que aún padecemos y que el podemismo ha acabado aceptando y apuntalando. Tras este paralelismo oportunista, hoy ya en bancarrota, se escondía la subordinación de todo al corto plazo de la llamada ventana de oportunidad electoral y el asalto a los cielos. Por cierto, no perdonamos tampoco la mezquina iniquidad de haber reducido la bella imagen marxiana a la consecución de los viles sillones parlamentarios necesarios para sorpassar al PSOE. En cualquier caso, mientras que (ambas) Crisis de la Restauración atañe a un periodo de descomposición de los pactos entre fracciones de la clase dominante, la llamada transición correspondió a un momento de recomposición de esos pactos, siniestramente facilitado precisamente por la forma en cómo se ventiló la anterior Crisis. En consecuencia, desde nuestro punto de vista, el movimiento de masas de 2011, el 15-M, no era sino el inicio y primer estadio de una larga crisis, que aún habrá de tomar nuevas formas y ver emerger y caer nuevos protagonistas, del mismo modo que a 1898 le sucedieron 1909, 1917, 1923, etc.
Dado el final de esta primera etapa y dadas las formas obscenamente institucional-parlamentarias en que acabó desembocando la indignación, cuyo penúltimo lamentable espectáculo hemos presenciado estas últimas semanas, el obrerismo trata de ajustar cuentas. No es extraño toparse entre buena parte del sector de la vanguardia de adscripción pretendidamente “marxista” la reedición de los viejos reproches contra el 15-M. Nada nuevos, éstos vendrían a resumirse en la acusación, de claras resonancias conspirativistas, de que el 15-M habría desviado el verdadero malestar obrero hacia formas de disidencia controlables y fácilmente reconducibles que, además, habrían servido para dinamitar a la izquierda. ¡Tiempos aquéllos en que la impotencia se canalizaba gritando “traición” contra tal o cual revolución, todavía, mal que bien, en marcha! Hoy se encuentra la doblez y la perfidia en la resistencia y la espontaneidad de las masas… y en sus perfectamente congruentes traducciones políticas. ¡Miserias del paternalismo herido!
Por supuesto, la LR, en los destacamentos que la abanderaban en aquel entonces, nunca idealizó al 15-M, pero al menos trató de comprenderlo.[5] En su momento ya lo señalamos: el 15-M era el movimiento de protesta espontánea de amplios sectores de la aristocracia obrera y la pequeña burguesía en trance de proletarización. Era, por tanto, un movimiento de lo que viene a llamarse clase media. Y como todo movimiento espontáneo, alimentaba su conciencia como podía con lo que malamente tenía a mano y servía para afirmar su reproducción. Y, claro está, poco podía tener que ver con el movimiento obrero, la revolución o la abolición de las clases, sencillamente, porque nada de eso estaba a mano, ¡no era ya un referente a escala de la sociedad! De hecho, lo poco que aún podía tener una reminiscencia identificable con aquellas referencias, en la forma de sindicatos de Estado o de izquierda más o menos parlamentaria, no podía por menos que parecerles parte del régimen contra el que protestaban. Y no sólo estaban totalmente en lo cierto, sino que este rechazo era expresión de su carácter como movimiento de resistencia genuino, en unas condiciones y con unos marcos de referencia ideológica y política históricamente determinados. Con todo, la máxima referencia programática que los indignados podían tener, dados los marcos culturales y su procedencia sociológica, no estaba hacia adelante, sino hacia atrás: el llamado Estado del bienestar. Su rechazo de la izquierda no era sino el rechazo de quien había fracasado en su defensa, sumado a la vaga intuición, necesariamente estéril, de que eran necesarias otras formas políticas diferentes para que esa defensa pudiera fructificar.
En la reflexión sobre estas formas, por cierto, ahora que abundan los llamados a hacer balance sobre el 15-M, se encuentran algunos de los pasajes más interesantes de lo escrito sobre este movimiento. Desgraciadamente, tememos que serán poco fructíferos, dada la inconsecuencia de sus premisas teóricas, con su espontaneísmo radical y su subsiguiente sectarismo anti-leninista, así como su obediencia a la insufrible retórica identitaria de moda entre la intelectualidad radical.[6] No obstante, no está de más no perder estas reflexiones totalmente de vista, aunque hoy se encuentren todavía muy lejos del radio de acción de la vanguardia marxista-leninista. De hecho, aunque obviamente rechazamos ese sectarismo anti-leninista, podemos en parte llegar a comprenderlo viendo quiénes son los referentes leninistas que aún dominan el movimiento comunista. Más aun, una vez más en la historia, se da la nada casual coincidencia de que quien comparte con el criticismo anarquizante la pretensión liquidacionista de que el movimiento espontáneo de masas debe proveerse por sí solo los referentes de clase y revolucionarios es, precisamente, el revisionismo obrerista. Y es que tal es la confesión que subyace tras el malhumorado rumiar de este último contra el 15-M y el supuesto dique/señuelo que habría representado contra la auténtica conflictividad obrera: el reconocimiento de su total bancarrota, de la completa farsa que es su cacareado trabajo de masas cotidiano, de que ellos no van a organizar ni concienciar nada que no les venga ya en la forma prefigurada dictada por su mística trasnochada. “O las masas vienen a mí con una clara autoidentificación obrera —con casco de albañil, a ser posible— o que sólo esperen mi desdén”. Porque la realidad es que el 15-M representaba no otra cosa que la base sociológica de la que el revisionismo trata de alimentarse y, objetivamente, representa; pero viva, en la forma que el contexto histórico concreto permitía su movimiento, no en la del fetiche ideológico. Y es que un movimiento de masas espontáneo, con cierta amplitud, sostenido y con capacidad propositiva y afirmativa implica, de por sí, cierta participación de los códigos culturales, ideológicos y políticos existentes, cierto asiento en el sustrato social que habilita el acceso a tales códigos, en definitiva, cierta elevación respecto al fondo social. En contraste, cuando el movimiento espontáneo viene de eso hondo y profundo, y aparece en una magnitud cuantitativa similar a la del 15-M, en el contexto actual de falta de referencialidades revolucionarias, su forma es inmediatamente opuesta a la de la propositividad mesocrática y se muestra como fundamentalmente negativa: miren Francia en el otoño de 2005 o Inglaterra en el verano de ese mismo 2011. Ante estos movimientos la respuesta del revisionismo no es, como en el caso del 15-M, la del orgullo despechado, que trata de fingir desprecio o indiferencia, pero que no puede dejar de fijar su atención sobre el causante de tales tribulaciones; no, ante este otro tipo de movimiento hondo, su respuesta es siempre o la total y más franca ignorancia o bien la más repugnante criminalización. Ahí está la evidencia de la obediencia de clase de cada cual. Por supuesto, como bien sabe el lector familiarizado con la literatura de la LR, ello no quiere decir que defendamos la vieja pretensión de llevar directamente la conciencia al movimiento espontáneo, tal y como éste aparece, ni que las insurrecciones tipo banlieue puedan ser dirigidas a la antigua usanza, desde sí mismas. Todo lo contrario; pero que el revisionismo deba comparecer ante la crítica revolucionaria por lo obsoleto de sus concepciones, no le exime, ni mucho menos, de dar cuenta también por su ridícula inconsecuencia e incapacidad respecto de sus propios esquemas caducados.
Hemos dicho que el 15-M era objetivamente la base sociológica a la que el revisionismo representa. Pero, en lo efectivo, tal vez, debimos decir que era la base que al revisionismo le hubiera gustado representar. Porque muchos son los llamados y pocos los elegidos en el saturado mercado de la representación política. Y convenimos con la gente de las plazas que estos resabiados obreristas no eran ni mucho menos la opción más atractiva. Aquí es donde aparece Podemos. Y es que Pablo Iglesias y compañía consiguieron hacer realidad las más desenfrenadas fantasías del revisionismo respecto a representar el movimiento espontáneo. De nuevo, la cuestión no puede ser más humillante para los furibundos anti-intelectualistas, porque fue la personificación del intelectual pequeño-burgués, pedante y pagado de sí mismo, quien materializó tales fantasías. Por supuesto, nada hay en común entre el contenido y la forma del ascenso de los Iglesias, Errejón, Monedero y demás respecto a lo que debe afrontar la vanguardia ideológica del proletariado. Pero al menos sirve de ejemplo, en su versión más desaforadamente oportunista, del inevitable momento ideológico que toda actividad política demanda: precisamente, porque tenían su plataforma ideológica y mediática pudieron referenciarse. Esta plataforma (teleK, La Tuerka, etc.), por cierto, era previa, y posiblemente la causa principal, a la apertura de las puertas de todas las tertulias mainstream. Es decir, para que el establishment político y mediático, hambriento de discurso con el que rellenar su falla de legitimidad, le encontrara, antes tuvo que referenciarse, que estar. Y estaba porque ya era referente entre amplios sectores de la llamada izquierda alternativa, para los que el revisionismo se había mostrado una vez más indeseable y obsoleto. De nuevo, el ascenso de los Iglesias a los platós no fue tanto el fruto de una conspiración del poder, sino una expresión de la agudeza de la crisis social y política, así como de la postración del movimiento comunista. Por supuesto, el contenido ideológico de esta plataforma no era sino una nueva versión de la miseria que ha sido tradicionalmente el radicalismo intelectual español. Un buen ejemplo de estas miserias es la brillante tesis de que “ya no se milita en partidos, sino en medios de comunicación”, que repetían pomposamente, al parecer sin advertir las desastrosas implicaciones que tal tesis, que reduce al agente de soberanía al papel de elector-espectador, necesariamente comporta para cualquier movimiento político, no ya proletario, sino mínimamente plebeyo. Es, por cierto, un buen ejemplo sobre cómo se forja ciencia social en estos desgraciados tiempos: una teoría (por llamarlo de algún modo) que presenta como novísimo descubrimiento científico objetivo lo que no es sino la expresión subjetiva de la derrota y dispersión del proletariado, con la consiguiente desmovilización y anemia social general. De este modo, con esta ciencia de la derrota, necesariamente debían engendrarse nuevas derrotas.
Junto a los reproches obreristas al 15-M están también, engarzándose en una larga cadena de melancolías, los de los guardianes del propio 15-M contra Podemos. Ahora sería éste el que habría desviado hacia la trampa de las instituciones y la representación un movimiento de la multitud, horizontal, plural y libertario, cargado de promesas… ¡Pródigo en desventuras es el espontaneísmo! De nuevo, como ya sucedía con los obreristas, tales reproches son infundados, pues ese fin, su digestión por la representatividad burguesa, se encontraba necesariamente inscrito en la estructura material, base sociológica y aspiraciones objetivas del movimiento: el no nos representan no era sino un grito desesperado por unos nuevos representantes, ahora sí, dignos de unas instituciones democráticas que habrían sido secuestradas. La conciencia generada por décadas de exitosa propaganda contrainsurgente bloqueaba que un sector del movimiento de masas pudiera dirigirse hacia una de las dos salidas políticas que permite el espontaneísmo. Consecuentemente, el transitar la avenida hacia el parlamentarismo tenía que mostrarse incontestable, irresistible y triunfal: representar en el parlamento el movimiento espontáneo de masas. Por esta característica histórica fundamental catalogamos en su momento a Podemos como socialdemocracia rediviva. En este sentido, su pretensión confesa de desplazar al PSOE era absolutamente congruente.
No obstante, aquí entra en juego la miseria de la intelligentsia podemita y su novísima cartografía política. Sin verdadera amplitud histórica en sus concepciones, no pudieron percibir que su propio fin era su debilidad: trataron de alcanzar precipitadamente el resultado de la socialdemocracia histórica sin parar demasiadas mientes en su proceso de desarrollo. La socialdemocracia expresó históricamente la forma de asentamiento de la clase proletaria ascendente todavía inmadura. Durante el Ciclo de Octubre ella fue la beneficiaria de las reformas conquistadas como subproducto del impulso revolucionario comunista. Ello, al menos superficialmente, hacía operar el viejo esquema, tan caro al revisionismo, de que la representación parlamentaria era la sanción de unas victorias y conquistas cuya génesis y epicentro estaban en otra parte. La dirigencia de Podemos desdeñó este trasfondo: su ciencia grabó en piedra, como descubrimiento objetivo, la expresión subjetiva de la actual correlación de la lucha de clases y la ofensiva del capital financiero. Por lo tanto, permitió que la subjetividad del adversario, codificada como ciencia politológica, pasara por el discurrir objetivo de la lucha de clases. Al elegir a tales representantes, el sector desplazado de la aristocracia obrera se negó la posibilidad de algo de subjetividad, de apuntalar mínimamente su resistencia, de dar alguna brazada contra la marea, sino que siguió la misma corriente que la empuja a la proletarización. Tal es el pecado del podemismo: no la necesaria consecuencia institucional-parlamentaria del tipo de movimiento que expresa, sino su alocada sublimación y aceleración. Es, por tanto, una cuestión de ritmo, no de dirección. Es por eso que los que critican a Podemos por supuestamente haber desecado el movimiento social tampoco tienen razón. Y es que las clases suelen tener los representantes que merecen. La falta de profundidad y de perspectiva histórica del “pensamiento” podemita expresaba la conciencia pragmática de una clase alérgica a la historia, que no había abandonado la ilusión de que su ensangrentado bienestar fuera el fin de tal historia. Y es que toda la trayectoria del podemismo expresa los insolubles dilemas de una clase condenada. El imperialismo genera estructuralmente una aristocracia obrera, pero otra cosa es su amplitud cuantitativa y su coparticipación del Estado burgués. Eso depende de las correlaciones de la lucha de clases y es lo que hoy está proscrito y lo que no tiene esperanza, precisamente porque ya no existen las condiciones subjetivas que lo propiciaron, esto es, la amenaza revolucionaria. La condena a la negatividad de la proletarización se antoja su infalible destino. La certidumbre de esta fatalidad, hasta el punto de erigirla en ciencia, atenazó la conciencia podemita desde el primer momento. La liturgia del “sí, se puede” no consigue ocultar el brutal cinismo con el que los Iglesias se expresan acerca de la estrechez del horizonte de lo posible hoy en la Europa imperialista. Falto de victorias que representar, el podemismo tuvo que ofrecer la representación como victoria. El terror consiguiente a la marginalidad institucional, que tanto les afeaba a otros, les impidió postularse como partido de resistencia al régimen. Optaron por ofrecerse como partido de Estado, como sustituto del PSOE. Ejemplo supremo de cretinismo parlamentario, ese brutal cinismo con el que observaban la correlación material de fuerzas de clase, hasta el punto de erigirla en inalterable verdad objetiva, no pareció disuadirles de la ilusión de disputarla en urnas, platós y escaños, a mayor gloria de tribunos, asesores y community managers. De ahí sus constantes rebajas y vaivenes discursivos —sorprendentes en su velocidad incluso para un país que ha conocido a los González y Carrillo—, sus apostasías respecto a sus padrinos latinoamericanos, su celebración de las instituciones y de la responsabilidad de Estado; de ahí, finalmente, el bochornoso espectáculo de las últimas semanas, que ha mostrado los conceptos de farsa y mercadeo parlamentario en toda su amplitud. Y es que no pudieron. Ya, desde hace tiempo, se les ve recorrer platós y entrevistas, quejándose bufonescamente de la malquerencia de los media para con ellos. ¡Ellos!, antiguos maestros en el manejo de la comunicación política televisada… Melancolía: la ambición aventurera traicionó a los Iglesias y compañía, que se apresuraron demasiado prestamente a tomar el lugar del PSOE. Al tratar de resarcirse demasiado rápido en la impedimenta del, ciertamente, moribundo, le insuflaron nueva vida… Algo que hace cinco años se hubiera considerado un milagro es, a fecha de hoy, la principal realización de Iglesias: contribuir a la recuperación del PSOE. Desde entonces, lo único que debate el podemismo en descomposición son los ritmos de su debacle y, tal vez, quién pueda heredar las posesiones del finado, si es que queda alguna. Ése y no otro es el sentido de la farsa de estas semanas. Por cierto, en este sentido, el monstruo del significante vacío, que fue bien alimentado por Iglesias y compañía, parece haber entrado con fuerza al banquete en el que se ventilan los restos del podemismo…
Por supuesto, la recuperación del PSOE es tan ilusoria como lo fue la pretensión de sustituirlo. Los vínculos y mediaciones materiales de clase que lo hicieron el partido de Estado del régimen de 1978 están irremediablemente rotos, y ni mucho menos se otea posibilidad de recomposición en el horizonte. Tampoco parece configurarse un orden estable que pueda sustituirlo. La crisis política sigue en todo su vigor. Tan frágiles son ahora las estructuras de representación que un mero relato puede quebrarlas. No obstante, lo que parece dirimirse en esta batalla discursiva no es tanto una victoria como el ver quién deja más pedazos de sí mismo sobre la lona. Desgraciadamente, no hay fuerzas revolucionarias que puedan capitalizar el descrédito del parlamentarismo, que en las últimas semanas ha alcanzado niveles sin precedentes desde el inicio de la crisis. Como decíamos, la primera fase de la crisis del régimen toca a su fin, y lo que se anuncia tiene marcadas tonalidades oscuras…
Por supuesto, y aunque pareciera increíble dado su contacto constante con las masas, el revisionismo dominante fue incapaz de adelantarse a este hastío popular respecto del parlamentarismo. Algunos, como el PCE(ml), hasta se ufanaban de su contribución al éxito de participación con su llamamiento a la responsabilidad de votar a los que hoy todos consideran unos irresponsables… La suma de los fragmentos del PCPE los deja más o menos en las pocas decenas de miles de votos que llevan décadas cosechando, como si no hubiera pasado ninguna crisis social ni política, ¡lo único que han multiplicado son las siglas en que se reparten tales escasos sufragios! No obstante, el premio al cretinismo se lo lleva, de nuevo, el PCOE, capaz de celebrar el crecimiento del partido entre la clase obrera que evidencian sus ¡9.000 votos! ¡Así se reflejan los avances comunistas en el Estado fascista! ¡Ciertamente, aquí el adjetivo parlamentario está de más al referirse a su cretinismo! Finalmente, frentes obreros y demás se han dejado ver también en las elecciones municipales, aunque, sumándose a la tónica general del revisionismo, su candidatura no haya cosechado ningún éxito.
La altísima participación, superior al 75% del censo, en lo que, tal vez, sea el canto de cisne del parlamentarismo de 1978, no respondía, por supuesto, a nada positivo, a ninguna ilusión de cambio. Era, obviamente, un voto reactivo ante la amenaza del fascismo que se anunciaba. Por nuestra parte, como ya señalábamos en el anterior número de Línea Proletaria, dudábamos de lo adecuado de catalogar a VOX como estrictamente un partido fascista. Más allá de disquisiciones académicas, un rasgo de vital importancia política que consideramos distintivo del fascismo, atendiendo a su carácter como movimiento político y en relación con otras corrientes reaccionarias, es su capacidad de articular un movimiento de masas. Y aunque probablemente VOX envalentonó a las bandas escuadristas que, aun en la residualidad, existen permanentemente, no percibimos que se esté basando en ellas, ni impulsando o ampliando su organización. VOX simplemente rema en la dirección que apuntan las actuales corrientes estructurales de la lucha de clases y, en este sentido, coadyuva en la formación del fascismo. Pero éste, en las condiciones realmente existentes, no se alimentará exclusivamente del viejo reaccionarismo nacional-católico, por despiadado y brutal que este último haya sido siempre. Otras fuentes confluyen también, y probablemente con más decisión, en su formación. Lo que se aprecia claramente, agotada la farsa del podemismo, es que el viento principal que sopla contra el quebradizo régimen político parece venir, desgraciadamente, desde la derecha.
Es cierto que falta el miedo de la burguesía ante la amenaza revolucionaria, que fue uno de los factores básicos para comprender el ascenso del fascismo en los 1920 y 1930. Pero eso explica más bien su explosividad, su velocidad de crecimiento y fuerza expansiva durante aquel momento histórico, no tanto su fundamento estructural, que creemos más profundo que el de simple instrumento reactivo. Como decimos, no cabe duda de que las correlaciones sociales y políticas actuales se alinean en esa dirección fascistizante. Estructuralmente, la reducción de la democracia entre las fracciones dominantes, la expulsión de algunas de ellas del pacto de clases constitutivo del Estado, tiende al estrechamiento superestructural de la cultura, posibilidades y procedimientos políticos consentidos, al tiempo que se brutaliza la competencia de las masas por unas migajas cada vez más escasas. Éste no es un rasgo privativo del Estado español, sino que, con diferentes intensidades según el país, es un vector común de la crisis a escala de la UE. En el Estado español, además, la crisis y el enfrentamiento nacional, con su consiguiente azuzamiento y represión, profundiza en esa dirección como uno de sus motores fundamentales. La LR, por cierto, no lo perdía de vista cuando, hace ya cinco años, lejos aún del actual estadio de encono nacional, fijó su atención en esta cuestión. Final y muy decisivamente, por lo que toca también a las responsabilidades de la vanguardia, el desengaño y la decepción respecto del reformismo de izquierda, así como la propia potencialidad reaccionaria que éste alberga por derecho propio, es otro de los factores fundamentales que alimenta el fascismo.
Hace casi un siglo la Internacional Comunista (IC) —el centenario de cuya fundación celebramos con la publicación de un estudio en este mismo número— acuñó el concepto de social-fascismo. Se trata de una de esas palabras que toda la antedicha ciencia social contemporánea anatemiza como monumento al dogmatismo comunista. Por nuestra parte, estamos seguros de que, dada la falta de perspectiva histórica y el estadio de desarrollo y madurez del proletariado revolucionario en el momento, las formulaciones originales de la IC adolecen de deficiencias necesarias. No obstante, también entendemos que hay un momento de justicia, de indudable olfato revolucionario, que es lo que, por su vigencia, es conveniente subrayar ahora. Este momento es el que señalamos: el de la conexión histórica objetiva entre el agotamiento de la reforma y su fomento de la reacción, el paso de aquélla al lado de esta reacción. Y ello no es tanto una cuestión táctica o política, que dependa de la voluntad subjetiva e intenciones de los reformistas, como estratégica e histórica, que apela a la estructura y consecuencias objetivas de sus posiciones y acciones. Se trata del cómo, apuntalando el régimen capitalista, el reformismo no sólo es incapaz de atenuar sus contradicciones, sino que incluso las potencia, justificando, de paso, el que el malestar y la ira que generan estas mismas contradicciones se dirija también contra la izquierda. El fascismo es un fenómeno que, más allá de que podamos rastrear algunas de sus raíces mucho antes, objetivamente pertenece al imperialismo. Pero si no somos sólo materialistas, sino también dialécticos, debemos concluir que el fascismo, tal y como históricamente brotó, también se alimentó estructuralmente de que los Millerand y los Scheidemann entraran a gestionar los Estados burgueses, de que la socialdemocracia europea se uniera a la orgía chovinista, abrazara la bandera nacional y votara los créditos de guerra, por no hablar de su participación directa en la sangrienta represión de las intentonas revolucionarias. Social-fascismo, conceptualmente, nos pone tras la pista de esta secuencia histórica necesaria y nos ayuda a enmarcar sus materializaciones políticas en la cotidianeidad actualmente circundante. Hoy, la reacción ultra nada como pez en el agua en el anti-universalismo identitario que la llamada política progresista y el oportunismo abanderan, alimentándose generosamente en sus consecuencias corporativistas, que le permiten presentar su propio corporativismo como la alternativa resistente y políticamente incorrecta. El feminismo es uno de los buques insignias del flanco pretendidamente progresista de este anti-universalismo, del que el obrerismo también forma parte fundamental. La competición por ver quién legitima y refuerza más eficazmente el Estado policial hace crecientemente indistinguible la izquierda de la derecha. El revisionismo profundiza en los significantes vacíos del oportunismo y redescubre en la patria y la familia los baluartes últimos contra la disolvente y líquida posmodernidad, evidenciando lo rabiosamente actual que es la verdad de que el oportunismo maduro es el social-chovinismo. Lenin decía que era imposible combatir al imperialismo sin enfrentarse al oportunismo. Por extensión, otro tanto cabe decir respecto al combate contra el fascismo. La penúltima ilustración de esta verdad nos la ha proporcionado la orgía electoralista en que se materializó el llamamiento frente-populista a cerrar filas contra la reacción tildada de fascista. Tras abril el democratismo pequeño-burgués y la aristocracia obrera respiraron aliviados. Hoy son presa de la desmoralización y los más avispados de entre sus representantes ya se preguntan pesimistas cuánto recorrido tendrá la alerta antifascista para continuar apuntalando el quebradizo circo institucional-parlamentario. Estos meses han evidenciado el único recorrido que puede tener la farsa en la que necesariamente ha devenido lo que en su día fue la tragedia frente-populista: sostenimiento de un régimen en crisis a mayor gloria de la facción liberal-progresista del capital financiero. Más abono para el anti-establishment reaccionario. Los atajos devendrán, una vez más, oscuros callejones sin salida: las lágrimas que hoy supuestamente se pretenden evitar con el apoyo al pretendido mal menor, se pagarán mañana por decuplicado.
Sólo saliendo de esta dinámica que se reproduce retroalimentándose, sólo desde fuera de la misma, es posible atisbar un horizonte de verdadero progreso histórico: la victoria del proletariado en la próxima guerra civil sólo será posible si no se combate desde los mitos de la pasada derrota; ni en su forma antigua, ni en sus nuevas versiones. Por eso también el único combate antifascista verdaderamente consecuente pasa hoy por la reconstitución del comunismo. Sólo desde la acción consciente de un movimiento revolucionario se puede detonar la única crisis que hoy falta y que es la decisiva: la crisis revolucionaria. Será en el fragor de ésta que se comprenderá que la multiplicidad de fragmentos críticos que hoy se quieren aparecer no son sino diferentes versiones de una única y universal crisis, la de la organización clasista de la civilización.