¡Corren tiempos endiabladamente interesantes! Las consignas caducan con una rapidez pasmosa, los juramentos de principios de ayer dan paso al pragmatismo de hoy, eslóganes que parecían enterrados desde hace años emergen espectralmente de su tumba y reina la más absoluta amnesia colectiva ─¿alguien se acuerda, por ejemplo, de la alerta antifascista de hace año y medio?─, ¡si hasta hemos visto a neoliberales convertirse al keynesianismo! Desde luego, es una de las virtudes de las crisis mostrar cómo, en el fondo, las profesiones de fe de los distintos gangs de la burguesía se diluyen cuando se trata de arrimar el hombro al mantenimiento de este sistema criminal. Y en este crimen participan colectivamente, con igual culpa, todos sus representantes ─si es que cabe hablar de culpa para referirnos a una clase cuya sola existencia ya es, por parafrasear al Incorruptible, un atentado contra la libertad─: desde el bufón que ocupa el Despacho Oval (da igual cuándo se lea esto) hasta el último pagafantas metido a burócrata sindical. Como decía Engels, la revolución es el único absoluto que la dialéctica deja en pie, y la crisis, dialéctica contraparte de la revolución, no es sino la manifestación del sangriento embrollo en el que se ha enredado la última sociedad de clases en ausencia de aquélla; es, por eso mismo, el permanente y fundamental argumento para recuperar el absolutismo de la revolución y volver a prenderla como motor de progreso. La pandemia de covid-19 ha hecho presente la omnímoda crisis estructural de la sociedad de clases en el corazón de la bestia ─en general ajena a los sufrimientos de las periferias imperiales y de sus propias periferias interiores. Tomémosle la palabra, entonces, al barbudo de Barmen: aprovechemos la crisis para examinar, desde el punto de vista absoluto de la revolución, las posiciones que las diversas clases de la sociedad han adoptado ante la misma y las tareas que corresponden a los comunistas revolucionarios de todo el globo.
Si nuestros lectores realizan un sencillo ejercicio de memoria, podrán recordar cómo antes de la crisis sanitaria, en noviembre del año pasado, la parodia de De Gaulle que ocupa el Elíseo proclamaba la “muerte cerebral de la OTAN” a la vez que metía mano de forma cada vez más descarada en Libia, intentando contrarrestar la tajada que otros carroñeros regionales como Rusia y Turquía están sacando de la guerra civil entre lo que queda del Estado libio y el señor de la guerra Jalifa Haftar. La elección de este enclave por Francia para satisfacer sus apetitos depredadores no es, por otro lado, sintomático de otra cosa que de la debilidad gala para conducir una política exterior independiente: estando la frontera con Rusia guarecida por los mercenarios de la Enhanced Forward Presence (EFP) de la OTAN ─creada por la Cumbre de Varsovia de hace tres años─, los franceses han gravitado naturalmente hacia el polvorín del Mediterráneo oriental, flanco abierto en la retaguardia americana tras el fiasco sirio. Turquía, otro que tanto baila, ya había intentado torear a Macron con sus reiteradas ofensivas en suelo sirio durante 2019, llevadas a cabo al margen de la UE y con el beneplácito tácito de EE. UU., consciente éste de la conveniencia de un actor regional en el Mediterráneo oriental que actúe independientemente de los cabecillas europeos ─éste fue de hecho el casus belli que llevó a Macron a dar por muerta la OTAN. En esta situación, y dados los continuos fracasos del sultanato en la región, Francia podía sentir avaladas sus tradicionales aspiraciones a cohesionar la tambaleante UE como polo imperialista independiente.[1]
La pandemia ha acelerado estas tendencias, combinándose incendiariamente con la ya seca pradera de la vieja normalidad: las hienas imperialistas han visto en la desestabilización general de amigos y enemigos una jugosa oportunidad para hacer su agosto. Muestra alarmante de esta escalada ha sido el encontronazo marítimo entre esos dos miembros de la OTAN, Francia y Turquía, frente a las costas libias en junio de este año. Respecto a este conflicto, David Schenker, Secretario de Estado yanqui para los asuntos de Oriente Próximo, ha lamentado que la UE sólo se “preocupe” de la injerencia turca en Libia mientras ignora la rusa y la egipcia, indisimulada toma de parte que ha forzado la indignada salida de París de la operación de embargo armamentístico que la OTAN sostiene sobre el país norteafricano, contribuyendo a desestabilizar aún más el control estadounidense sobre la región. Y mientras los responsables lamentan la sirianización del conflicto, tirando la piedra y escondiendo la mano, el pueblo libio sigue pagando con su sangre los crímenes de estas aves rapaces y sus aliados regionales.[2]
El rimland norteafricano cotiza al alza, como arena privilegiada de las cada vez más intensas contradicciones interimperialistas que ordenan la vida regional. Quizás sea complicado suscribir, con Spykman, que quien domine la franja mediterránea dominará el mundo, pues la geopolítica ─esa ciencia del imperialismo─ es, desde el punto de vista del marxismo, limitada e incapaz de dar respuesta a fenómenos históricos más complejos y elevados, como la Revolución Proletaria Mundial (RPM). Pero, precisamente por la ausencia de ésta, el momento de verdad de la geopolítica brilla con intensidad peculiar y puede ofrecer cierta bóveda de comprensión del devenir de la política internacional. Francia, si bien carece de la proyección estratégica de otras potencias, sabe que cualquier pretensión de un imperio europeo pasa por su consolidación en la orilla norte del continente africano. El refuerzo de la presencia militar francesa en el Mediterráneo oriental a tenor de la intromisión turca en aguas griegas y chipriotas ─otro inflamable bidón de gas en donde Ankara declaraba estar dispuesta a resolver el asunto manu militari─ va, naturalmente, en la misma línea, así como el apresurado apadrinamiento macroniano de Beirut tras la explosión que sacudió la capital libanesa el pasado mes de agosto.
Pero, como decíamos, la intensa actividad exterior francesa sólo podría consolidarse a expensas de la UE. No casualmente, Alemania ya ha mostrado su disconformidad con la política mediterránea de su aliado: la descomposición del bloque imperialista occidental, a la vez que parecía dejar un mínimo hueco de independencia estratégica a la UE, quebró la propia razón de ser de esta federación imperialista, abortando de antemano cualquier consolidación imperial independiente. Con la aprobación de los fondos de reconstrucción este julio, ciertas voces han evocado las glorias de la posguerra saludando el deal como un nuevo Plan Marshall. Más allá de que con la negociación de los fondos la UE se haya evidenciado a las claras como lo que efectivamente es, un comité de reparto de dividendos imperialistas, la metáfora marshalliana tiene las patas muy cortas. Y es que el European Recovery Plan estaba vertebrado por la construcción del Estado de Bienestar y una nítida política exterior auspiciada por los EE. UU., cuyo primer gran estreno fue la Guerra de Corea. ¿Qué queda de ello? En primer lugar, el oso ruso, amenaza que ha justificado tradicionalmente el disciplinamiento militar de los Estado europeos a través de la OTAN. No en vano, representantes de este organismo han aprovechado la crisis de la covid-19 para subrayar la importancia de las capacidades militares en su contención ordenada, siniestra declaración de intenciones acerca de las nuevas normalidades que están por venir. Por el otro lado, un espectral pacto social para la reconstrucción que viene a tratar de ganarse de nuevo a los sectores sociales azotados por la pandemia sin cargarle las cuentas al gran capital.
En este spin-off falta precisamente la amenaza de la revolución que daba proyección histórica al Marshall original. Como diversos opinólogos han insistido machaconamente en los últimos meses ─y de lo que la vanguardia debería tomar buena nota─, los EE. UU. no se enfrentan hoy a un enemigo ideológico como fue la URSS social-imperialista y aquello que evocaba, en tanto subproducto de la revolución proletaria en Rusia. Todo lo que está en juego hoy en día es el reparto de áreas de influencia y de las fuentes de los superbeneficios imperialistas entre los distintos carroñeros.[3] Lo que ayer unió el frente de la contrarrevolución mundial ─cuya constitución como entente imperialista más o menos cohesionada fue, en efecto, un hito, histórico por tener enfrente a la RPM─ lo separan ahora los intereses egoístas de cada burguesía nacional en pugna, oportunamente conciliados cuando de liquidar la amenaza revolucionaria se trataba y hoy centrados, más que nada, en proyectarse hacia el exterior y garantizar su estabilidad interna. En este contexto de paz armada hay que ubicar los incidentes de Fachoda que están por venir y, también, aquellos escenarios en el filo de la navaja, como el bielorruso o el reanudado conflicto entre Armenia y Azerbaiyán por el Alto Karabaj, en el que los actores internacionales vacilan a la hora de intervenir, sabedores de la impredecible escalada que acarrearía la ruptura del actual y precario equilibrio estratégico. Toda la estrategia que pueden pensar hoy las cabezas imperialistas no va más allá de la histórica madeja de vínculos que vehiculaban hasta ahora su política y de los resquebrajamientos en la de sus rivales, lógica que conduce directamente a la guerra.
Pero ello constituye, pese a todo, una línea estratégica. Y quienes están demostrando estar a la altura de sus intereses como number one del ensangrentado podio imperialista y como serio aspirante a desbancarlo son, respectivamente, los Estados Unidos y China. De hecho, el tratado de enero de este año, del que se decía que pondría fin a la guerra comercial entre dichos bandoleros, era, en realidad, un nada desdeñable ajuste táctico que permitiría a ambas potencias seguir acumulando fuerzas para su pugna a largo plazo. Los Estados Unidos apartarían a la UE de los mercados chinos, se asegurarían importaciones estratégicas como el aluminio y, como contrapartida, ampliarían sustancialmente sus exportaciones industriales y agrícolas al gigante asiático, los ramos más diezmados por el pulso arancelario y que Trump había prometido proteger. Por lo que respecta a China, debilitaría además a los enemigos regionales que más dificultan su libre movimiento por su vecindario: India, Vietnam, Japón y Taiwán.
Con el estallido de la crisis sanitaria el tratado saltó por los aires,[4] obligando a los EE. UU. (en mayor medida que a su homólogo asiático) a tratar de salvar los muebles aceleradamente. Con el hundimiento del comercio se esfumaba la justificación del acuerdo, pero fue la inicial desestabilización china por la crisis sanitaria lo que precipitó la escalada a través de la que los EE. UU. están intentando acelerar los tiempos y recuperar ventaja frente su rival. Las acusaciones mutuas sobre la responsabilidad de la pandemia, la diplomacia de las mascarillas, el cierre recíproco de embajadas y el despliegue militar desde ambas orillas del Pacífico son los jalones que han ido marcando el fracaso de la táctica yanqui para tomar oxígeno, neutralizar sus diversos frentes abiertos y recuperar la iniciativa. Naturalmente, no cambia el sentido general al que se encaminaba el conflicto ─en agosto del año pasado los EE. UU. se retiraron del acuerdo de 1987, con la URSS social-imperialista, que limitaba el uso de misiles de alcance intermedio─, pero sí supone otro importante revés en la hoja de ruta norteamericana hacia el Pacífico, desestabilizando aún más su ya mellada retaguardia. Si todo ello hace perder al imperio yanqui la iniciativa estratégica, el vigoroso imperialismo chino se podrá colgar la siniestra medalla al mérito de lograr lo que ninguna otra potencia ha conseguido en décadas.
Ello no obsta para que la superpotencia siga disponiendo de un amplio margen de maniobra, aunque sea a despecho de los aliados que vehiculaban su hegemonía global. En Oriente Medio, el acuerdo del siglo ha reunido oficialmente a dos grandes amigos de EE. UU., Israel y los Emiratos, en una siniestra entente dirigida hacia la contención de Irán ─otra solución sobre la marcha ante el fracaso estadounidense de atar en corto a la República Islámica. Pero la razón que ha acelerado la Visión de Paz fue, sin duda, evitar más leña en el fuego regional e interrumpir la anexión de Cisjordania por el Estado sionista (o, más probablemente, pausarla: “el concepto de paz a través de la debilidad y el repliegue ─dijo Netanyahu tras el acuerdo─ ha desaparecido”). Israel se ha desquitado con varias jornadas de bombardeos sobre Gaza, pero quienes han quedado auténticamente retratados una vez más han sido, de largo, los dirigentes palestinos y su capo Mahmud Abbas. Si ya los acuerdos entre Trump y Netanyahu de febrero habían puesto contra las cuerdas su estrategia de negociación con la sangre del pueblo palestino, el tratado de este verano le ha dado la puntilla, liquidando definitivamente la estructura tradicional de las negociaciones, la hostilidad oficial del mundo árabe contra Israel y la doctrina de los dos Estados tal y como se configuraba desde los acuerdos de 1993.
El trágico destino ha alcanzado, al cabo, a la OLP: los propios dirigentes palestinos, por haber liquidado su movimiento de resistencia popular durante décadas de realpolitik, se encuentran ahora sin un asidero al que agarrarse para poder continuar su política de alianza con la burguesía israelí, quien por fin ha conseguido su objetivo anhelado por décadas (ser el único interlocutor en la zona, sin necesidad de tener en cuenta a su hermana árabe). Y dos lecciones debemos extraer los comunistas de esta crónica de una muerte anunciada: que la Guerra Popular es la única forma de conquistar la libertad del pueblo palestino y que la burguesía palestina se aterroriza sólo de pensar en esta perspectiva. Lo más cerca que aquél ha estado de la lógica política de la Guerra Popular fue, probablemente, con la Primera Intifada. Durante la misma, el surgimiento espontáneo de núcleos de lo que llamaríamos vanguardia práctica, los Comités Populares, y su vinculación con el grueso de la población árabe, movilizándola a través de las Fuerzas de Choque y organizándola en diversas acciones militares, fue suficiente como para dar serios problemas al Estado sionista durante seis años, a pesar de su descoordinación y dispersión. Un auténtico partido de vanguardia se hubiera puesto manos a la obra de inmediato, centralizando, organizando y potenciando el mar armado de masas que llevase a cabo el objetivo estratégico de demolición del Estado de Israel. El Mando Nacional Unificado (MNU), constituido para coordinar las acciones y rápidamente hegemonizado por la OLP, fue, no obstante, quien más hizo por reconducir el movimiento hacia una posición de negociación cómoda para la pequeña burguesía palestina mediante un trueque criminal: el del movimiento popular ─convenientemente domesticado por las ideas pacifistas del MNU y Al Fatah─ por la mesa de negociación en Oslo. Sin una línea revolucionaria independiente, la única estrategia en la que los Comités Populares podían llegar a integrarse era, ni más ni menos, la única existente, la que ya estaba a mano, la línea liquidacionista pequeñoburguesa de alianza con la burguesía sionista bajo arbitraje internacional. Y ahí no caben más masas armadas que aquéllas que hay que desarmar a cambio del apretón de manos entre Arafat y Rabin.
Hoy en día, ese marco yace quebrado en pedazos, y parece poco probable que el pueblo palestino se levante en una tercera Intifada: desmoralizado y desorganizado, está desconectado de sus propias tradiciones insurreccionales, educado durante decenios en el cretinismo conciliador de Al Fatah, Abbas y cía. Estos mismos criminales son los que ahora se entregan a lastimeros discursos en la ONU, sumidos en el más absoluto descrédito.[5] Su consecuente inconsecuencia de clase no sólo les ha empujado a abjurar de la emancipación palestina, sino también a auto-liquidarse como partido. Ése es el balance de, como mínimo, treinta años de pragmatismo y realismo político, que no es otra cosa que la renuncia deliberada a la libertad que ellos mismos anhelan (¡no digas “no puedo”, di “no quiero”!).
La única consigna revolucionaria que cabe es, como ya hemos dicho en anteriores ocasiones, la alianza internacionalista del pueblo palestino con el proletariado israelí y la destrucción violenta del Estado sionista. Y si, como decía Lenin, la lucha contra el imperialismo es una frase vacía si no va ligada a la lucha contra el oportunismo, la primera tarea del proletariado árabe es la denuncia de sus propios dirigentes conciliadores. Por otro lado, el opresivo yugo israelí y las tradiciones guerrilleras tan presentes en el pueblo palestino (pensamos, de nuevo, en la Intifada, pero también en la resistencia diaria y esporádica contra la ocupación) proporcionan un contexto más que favorable para que los comunistas árabes doten al proceso de cobertura de masas, vinculando el combate contra el oportunismo a la organización estratégica de la guerra contra el polizonte sionista y a la organización de las masas a través de ella. De hecho, y adelantándonos a las críticas del revisionista realista, esto no es una utopía, ni una quimera, ni un ensueño idealista, pues ya se ha hecho: Hamás surgió, precisamente, aplicando esta línea contra la conciliación de la OLP y su traición a la Primera Intifada, situando la aniquilación de Israel como el objetivo estratégico y el armamento general del pueblo como medio. Que los islamistas de Hamás hayan recorrido, posteriormente, el mismo sendero que el partido de Arafat no significa sino que la doctrina de los dos Estados y la política de alianza con la burguesía sionista están en el ADN del oportunismo palestino. Pero, de facto, Hamás se apropió en su día del modelo del partido leninista, en el que el partido se identifica con el movimiento revolucionario organizado, sólo que puesto al servicio de otra clase. Y semejante perspectiva en manos correctas, impensable mientras la vanguardia árabe no se emancipe de las ideas oportunistas de “su” burguesía ni el proletariado israelí se emancipe del chovinismo sionista, abriría las puertas a la reconstitución del Partido Comunista sobre la base directa de la implementación de la Guerra Popular. Este escenario se aproximaría a la tesis de la izquierda maoísta de “reconstituir Partidos Comunistas militarizados”, que, aunque calificada como insuficiente en general por parte de la LR,[6] sí tiene sentido táctico en la particular situación palestina, donde la guerra de ocupación realmente existente exige ser transformada en guerra civil revolucionaria. Pero esto, insistimos, sólo tiene sentido como la forma en la que se concreta la perspectiva universal de la reconstitución ideológica y política del comunismo en el enmarañado suelo palestino.
No más halagüeño es el panorama en Latinoamérica, donde el ciclo del socialismo del siglo XXI toca a su fin. En Venezuela, la ofensiva imperialista iniciada el año pasado parece, por el momento, apagarse. Sus brasas: una loca academia de mercenarios compuesta por un puñado de ex-militares estadounidenses y opositores, en un paródico remake de Bahía Cochinos, intentaba abrir, en mayo, una cabeza de playa en la costa del país caribeño para facilitar una invasión inexistente ─aunque siempre sugerida por el egresado del Despacho Oval y sus mastines regionales. Más que como un triunfo del chavismo, el resultado de la partida debe leerse como tablas, pues el rechazo de la ofensiva no se ha debido a la movilización popular, nula durante y tras el episodio. De hecho, en este sentido de empate técnico debe entenderse el reciente indulto que el presidente venezolano ha concedido a más de un centenar de opositores, entre ellos Guaidó, en busca del “supremo compromiso” por “la paz y la reconciliación”: por su posición de clase, el gobierno prefiere arreglar una componenda con los otrora vendepatrias antes de enfrentar la perspectiva de apelar al pueblo venezolano a la guerra civil contra los agentes del imperialismo estadounidense, contexto en el que el papel del ejército podría no estar tan claro. En otras palabras, no depende directamente de Maduro y el PSUV el neutralizar las venideras ofensivas del imperialismo, sino de la fidelidad de la médula militar bruta del Estado venezolano. Y hasta tal punto llega la estulticia burguesa del gobierno bolivariano que “ha mantenido conversaciones” con un resucitado Capriles abierto a participar en las elecciones del 6 de diciembre. Y Maduro, dicho sea de paso, quiso invitar como vigilantes de la transparencia de los comicios… ¡a la Unión Europea y la ONU! ¡Ése es el antiimperialismo del socialismo bolivariano!
Y si queremos intuir el panorama que se abriría con la desafección castrense basta mirar más al sur, a Bolivia. El oportunista medio y monjitas de la caridad de diversas especies celebraban no se sabe qué hace unas semanas, cuando el MAS resultó reelegido en las urnas por una holgada mayoría. El cretinismo parlamentario y sus cosas: pesa más un papelucho mojado que la auténtica demostración de fuerza que viene desplegando la reacción en Bolivia desde hace un año. Recuerden, recuerden: fue la intervención de la policía y el ejército la que precipitó la dimisión de Evo Morales a finales de 2019. El mezquino tira y afloja en torno a si hubo o no fraude electoral fue todo el combate que este socialista supo presentar ─y La Paz recurrió las acusaciones ante nada menos que la siniestra Organización de Estados Americanos, perro fiel del imperialismo yanqui─, antes de renunciar y permitir, por decirlo con la cúpula del generalato golpista, “la pacificación y el mantenimiento de la estabilidad”. Naturalmente, a los cerdos de uniforme les faltó tiempo para dejar de estar con el pueblo y encomendarse a reprimir a los movimientos sociales, eminentemente el sindical e indígena, que se manifestaron a favor del expresidente.
Estas protestas revelaron, de paso sea dicho, lo endeble del Estado Plurinacional, envoltorio de caramelo del problema indígena y del problema de la tierra (la “revolución agraria” a golpe de ley del primer presidente indígena no pudo evitar la concentración de tierras en el sur del país, donde se concentró, también, la pobreza). Este artefacto político, lejos de resolver radicalmente ambas cuestiones ─a la manera plebeya, que diría Marx─, se limitaba a suspenderlas ad calendas graecas en el tendal de la representatividad corporativa: el indígena entraba como representado en un pacto de Estado con los criollos (nominalmente, la gran burguesía de la mina y la exportación), recibiendo ciertas prebendas sociales a cambio de la estabilidad que convirtió a Bolivia, durante la década que cerramos este año, en uno de los países latinoamericanos más atractivos para las inversiones extranjeras. Este sistema, secreto del éxito de Morales en los quince años de su mandato, fue también el secreto de su caída. La chupacirios Áñez y sus secuaces no hicieron más que tensar la vara hacia el otro flanco que abría el Estado Plurinacional: la Bolivia oriental, urbana, susceptible de ver en su asociado de la sierra un lastre en un momento en que la burguesía burocrática boliviana ─bien representada en el gobierno y el Estado─ temía un achicamiento en su parte del pastel. La solitaria columna de indígenas marchando en La Paz para defender al MAS, huérfana de unos dirigentes que ni se dignaron a presentar batalla, fue la mejor muestra del saldo de este socialismo del siglo XXI: agudización del conflicto social y vía expedita a la reacción de la cruz y el sable, todo ello dejando sin resolver los seculares problemas del país andino. Tras semejante banquete, ¿bailará mejor el Damocles Luis Arce o el militar que sostiene la espada sobre su cabeza, si acaso se decide a tomar La Paz, y esta vez por asalto?
Todas estas tensiones han tenido también su explosivo correlato en el interior de los propios Estados imperialistas. En los EE. UU., la policía le ha recordado a la población negra, una vez más, su pasado de casta con el asesinato de George Floyd, añadiendo en las jornadas posteriores nuevos nombres al interminable historial de víctimas domésticas del imperialismo norteamericano. El movimiento Black Lives Matter (BLM) arreció con fuerza durante las semanas siguientes, en una escalada de tensión que no veíamos desde 2014. En esta ocasión, el movimiento ha vinculado sus demandas explícitamente a la caída del gobierno republicano ─al contrario que hace seis años, cuando la Casa Blanca la ocupaba el criminal de guerra Obama─ y ha forzado a Donald Trump a recurrir a la Insurrection Act de 1807, declarando el toque de queda y desplegando el ejército como una auténtica fuerza de ocupación en territorio propio.
Si analizamos el movimiento desde una perspectiva etic, objetiva y externa, partiendo del contexto internacional que hemos repasado apresuradamente, la significación del BLM es clara: ha supuesto una importante amenaza a la estabilidad interna del país, especialmente peligrosa en un momento en el que el Tío Sam se veía obligado a acelerar frenéticamente los ritmos de su política exterior y todavía desorientado por el envite inicial de la crisis. Esto nos habla, en primer lugar, de la lógica tendencialmente insurreccional que translucía el movimiento, movilizando a los sectores de la población negra tradicionalmente encuadrados ya en organizaciones políticas y sociales, y también a aquéllos normalmente ajenos a la política ─a los que podemos llamar masas profundas de la clase, aunque de forma más bien puntual y esporádica─, enfrentándose directamente a las fuerzas del orden y prendiendo fuego a algunos de los más insignes tótems de la dictadura de la burguesía. Y también explica uno de los rasgos que más poderosamente ha llamado la atención del fenómeno: el BLM ha estado arropado, desde el primer día, por una amplia y amistosa cobertura mediática y empresarial, a golpe de cuadraditos negros y merchandising para el instagramer activista. En otras palabras: la burguesía yanqui ha olido el peligro que una crisis casera de estas dimensiones supone para la delicada situación exterior del país norteamericano. No es que se opusiese a la política internacional de Trump ─el moderado Biden ya ha dejado claro en numerosas ocasiones que apostará igual e incluso más enérgicamente por el nacionalismo económico y el cerco a China─, sino que los republicanos se han mostrado particularmente torpes para gestionar el maremágnum de contradicciones que sacude la vida interna del país. Tal es toda la profundidad política que el movimiento puede tener en ausencia de la clase revolucionaria capaz de incorporar a las masas negras a la lucha general contra el imperialismo. No obstante, la genuina aproximación marxista al BLM ─como a cualquier otro fenómeno social─ no puede sino incluir el factor subjetivo, interno, emic si se quiere, como parte esencial de la comprensión de su naturaleza de clase y de la proyección de futuro que tiene.
En la médula de las concepciones ideológicas del movimiento negro estadounidense figuran dos ideas clave, como mínimo desde los años 60 y la época de los civil rights movements: la comunidad negra como sujeto de acción política y el cifrado de la legitimidad del Estado a si satisface o no sus demandas. De forma paralela a la conquista de sus derechos políticos emergen las corrientes que postulan un objetivo más allá, en la autogestión económica y social de la comunidad negra (pensamos, por ejemplo, en la Nación del Islam y Malcolm X), con una fuerte carga de desconfianza hacia la integración con los blancos tras el fin de la doctrina separate but equal. Este viraje es sintomático de que, a esas alturas, atrás quedaba ya la cuestión negra como un problema de índole democrático-burguesa ─base sobre la que el VI Congreso de la Comintern (1928) había reconocido a la nación negra en el Black Belt y su derecho a la autodeterminación─ y se reducía a un problema social, que, siendo el capitalismo el modo de producción dominante y puesta encima de la mesa la revolución socialista, sólo puede significar clasista (significativamente, a la Marcha de Washington la sucedieron las históricas revueltas en los empobrecidos barrios del Harlem y Watts).
Pero, a su vez, tanto en 1960 como en 2020, la experiencia de clase inmediatamente accesible al movimiento espontáneo ─incluido el movimiento negro─ es la experiencia del proletariado como clase económica, como clase con conciencia en sí y que, internados en la época imperialista (¡y tanto más en su primera potencia!), es la experiencia, el bagaje y las instituciones de la clase obrera integrada en el Estado burgués y de la aristocracia obrera como cogestora imperialista, con su institución de masas en el sindicato. El movimiento negro, por su parte, halló en la comunidad la base sobre la que acumular las fuerzas que traducir en representación política, en una cuota de participación en el Estado. Construir comunidad tenía que ser, por lo tanto, una actividad sustantiva en el enmarcamiento del movimiento negro contemporáneo, como su propia y específica acumulación de fuerzas espontaneísta,[7] como traslación directa de lo que fue histórica constitución del partido obrero de viejo tipo sobre la base del movimiento espontáneo del proletariado.
Pero lo que para el movimiento obrero fue acumulación de fuerzas desde la que emergió, contradictoria e históricamente, su forma superior de organización clasista, el Partido Comunista, en el caso del movimiento negro es un fin en sí sin mayor horizonte que el que ya ofrece la vieja normalidad imperialista: representantes en el Congreso. Es esta falta de un genuino más allá, quizás, la razón por la que el BLM ha estallado como un movimiento de masas libertario y anarquizante, prolongación reactiva de aquéllas tradiciones comunitarias y “expiación de los pecados oportunistas en el movimiento negro”, si se nos permite la paráfrasis. La efímera Capitol Hill Organized Protest (CHOP) de Seattle, que parecía realizar todas las fantasías autogestionarias cop-free, no tuvo más desenlace que la desaparición tras el cívico diálogo con la jefaza del departamento de policía, único final posible no teniendo más objetivo que presionar desde abajo para reducir el gasto policial[8] y garantizar programas sociales en los barrios negros ─todo ello invocando la Primera Enmienda y el derecho a protestar.
El experimento de la CHOP, aun bajo los estándares de la lógica histórica en la que está imbricado, la dialéctica masas-Estado, queda muy lejos de ser consecuente. Y es que la meta a la cual objetivamente apuntaba, asumir las funciones estatales, ─que van desde la administración del suministro y los servicios sociales básicos hasta la organización de la violencia─, exige, según su propia lógica, la educación y formación de las masas en dichas funciones, saber cuyo acceso tienen vetado por la división del trabajo. Y cuando los dirigentes de facto de la CHOP ─del tipo de Nikkita Olivier, activista profesional y ex-candidata a Mayor de Seattle─ esparcen y reafirman sus prejuicios horizontalistas y comunitaristas, no sólo están renunciando cínicamente a su propia responsabilidad, sino también abortando de antemano la emergencia espontánea de dirigentes de entre las masas, en cuyos tímidos intentos por descollar y ponerse a la cabeza del movimiento de resistencia fueron denostados públicamente como warlords por los propios manifestantes. Tal es el democrático resultado del horizontalismo y el pacifismo: liquidación del fundamento de un genuino poder de masas, basado en el armamento general del pueblo y en la construcción de las instituciones que permitan su (auto)educación en el arte de gobernar.
Y ello no supone ninguna traición: es que la propia noción de comunidad cancela los distintos grados de conciencia de las masas, subsumiéndolos bajo un sujeto homogéneo y meramente representable,[9] contraparte natural de las instituciones del Estado burgués y sin otro vuelo que, justamente, ser representado (en 1969 como en 2020, el negro vota fundamentalmente demócrata, y el bueno de Biden fue el favorito del voto negro). Desde un punto de vista negativo, además, esto nos informa de la oposición frontal de las ideas autogestionarias a la revolución proletaria, cuyo punto de partida estriba justamente en el sector de avanzada de la clase, en su vanguardia y en la resolución de las tareas que competen a esta esfera, de naturaleza ideológica, y cuyo fin no es la representación, sino la direccionalidad hacia un fin consciente.
Pero para el oportunismo, como es sabido, el secreto está en la masa. Y, si a falta de pan buenas son tortas, el revisionismo está dispuesto a comprar hasta el pan ázimo del anarquismo pequeñoburgués con tal de recibir la hostia consagrada del movimiento espontáneo. En un comunicado reciente, el teleñeco del Revolutionary Communist Party – United States of America (RCP-USA) decía que el desbancamiento del “régimen fascista de Trump/Pence” (sustituyéndolo… por Biden, para quien el RCP-USA pidió el voto) no estaba “en conflicto” con los levantamientos de las masas contra “la supremacía blanca institucionalizada y el terror policial”, sino que se trataba de reforzar las luchas a través de su unidad.[10] Al final, la única estrategia que cabe en la cabeza del revisionismo ─a este o aquel lado del Atlántico─ se reduce a eso: a atar las manos de la vanguardia al movimiento espontáneo de masas, a las luchas realmente existentes, y, de paso, postularse a sí mismo (o a la momia liberal de turno, como es el caso) como el mejor gestor del Estado burgués en interés del pueblo. Y para eso es de todo punto innecesario que el movimiento de masas sea comunista o que el Estado sea la dictadura del proletariado.
Es por eso que el revisionismo y el anarquismo son dos caras de la misma moneda, alimentados por los mismos fetiches ideológicos acerca de una inexistente línea recta entre la resistencia y la revolución, idea refutada una vez más por el BLM, explosiva derivación de la crisis sanitaria. Si el movimiento espontáneo ya es independiente de la burguesía y portador de las ideas correctas, ¿en qué se diferencia esa línea del anarquismo pequeñoburgués? ¿para qué es necesario entonces el partido leninista? ¿qué tareas quedan para la dictadura del proletariado aparte de un descafeinado programa social asumible para cualquier pajarraco liberal con un mínimo de visión de Estado? Basta con un partido obrero de viejo tipo que agrupe las diversas luchas de las masas en un frente común contra la burguesía… ¡o incluso con los sectores antimonopolistas de la burguesía, qué más da![11] La asunción o no de la empresa de construirlo es toda la diferencia que media entre el revisionismo y el anarquismo, pero ello es tan sólo una diferencia de grado frente a la comunidad doctrinal de base que ambos comparten acerca de los resortes fundamentales de la acción política ─en cualquier caso por debajo (¡y en contra!) de los requisitos para el relanzamiento de la revolución proletaria─ y frente a su resultado neto: impedir que la vanguardia levante cabeza, sometiéndola al partido progresista y al interminable trabajo social en el barrio, en el centro okupado, etc.
El Partido Comunista se edifica desde arriba, desde la definición de la Línea General y la construcción de la vanguardia. Es que, si somos fieles al materialismo, las ideas que pueden emerger del movimiento espontáneo de la clase, y más en un contexto de absoluta liquidación del comunismo y de hegemonía aplastante del oportunismo, no son otras que las ideas que reproducen su situación como tal clase explotada, como clase que concentra toda la miseria de la sociedad moderna.[12] La cuestión negra hace ya mucho que ha dejado de ser una cuestión especial para devenir otro ingrediente más de la miseria general que atenaza a nuestra clase. Y la primera tarea de la vanguardia, si quiere romper el círculo vicioso de la lucha de resistencia, es elevarse ella misma hasta la perspectiva igualmente general de la RPM, y no arrastrarse ante los artefactos ideológicos burgueses que engendra la espontaneidad, precisamente porque, como nos enseña el mejor hijo del maoísmo, el Partido Comunista del Perú, la Guerra Popular es, básicamente, el enfrentamiento militar entre el movimiento revolucionario organizado (el Partido Comunista) y el movimiento espontáneo, reformista, correa de transmisión del Estado burgués. Y este enfrentamiento empieza con la vanguardia que pugna por volver a dotarse de su concepción revolucionaria e independiente del mundo. Esta dialéctica histórica superior es la dialéctica vanguardia-Partido, en la que la vanguardia y el horizonte estratégico comunista desempeñan el eje ordenador del desarrollo del movimiento revolucionario. En los países imperialistas, donde la revolución democrática y la cuestión de la tierra ya no están políticamente a la orden del día, no existe un movimiento espontáneo inmediatamente revolucionario que pueda ser cabalgado y desbordado por la izquierda. Al contrario, debe ser generado conscientemente desde la iniciativa de la vanguardia. Por eso, el imperativo de los comunistas es, actualmente, escindirse del movimiento espontáneo (contra la permanente tentación espontaneísta de fundirse en él o de organizarlo) y atender a las tareas sustantivas que competen a su ámbito inmediato: la reconstitución de su concepción revolucionaria del mundo y la construcción de la vanguardia, incluyendo su organización independiente y clandestina.
Como contraejemplo, la crisis mundial nos proveía, en el mismo país norteamericano, de otro anticipo del siniestro recorrido del movimiento espontáneo: la toma de las calles por la derecha anti-establishment en primavera. Haciendo bandera de la protesta contra las medidas de contención de la pandemia ha sabido, local y espontáneamente, y sin ningún tipo de organización formal, poner contra las cuerdas a los poderes constituidos, globalistas y antinacionales. El caso más espectacular ha sido, sin lugar a dudas, el de Michigan, donde individuos armados han tomado el Capitolio y obligado a los demócratas a aligerar las medidas del confinamiento. Estos grupos entroncan con la flor y la nata de las tradiciones yanquis, empezando por el KKK y, más recientemente, con la alt-right y las milicias armadas que proliferan desde tiempos de Clinton. Con la Karen que declama contra el gobernador demócrata por negarle su derecho a un corte de pelo, estos grupos han demostrado poder constituir la punta de lanza de un posible movimiento fascista, cuya organización sería más o menos factible si algún hereje descolgado del establishment se propusiese seriamente capitalizarlo como algo más que caladero de votos.
Trump y consortes se situaron más bien de perfil, evitando vincularse al movimiento a pesar de la mutua simpatía ─los Rambos de Burger King michiguenses portaban parafernalia trumpista. Pero no ha sido, desde luego, por incapacidad política. Desde el lobby sionista hasta los Chicago Boys, el conservadurismo yanqui tiene una habilidad más que probada para espabilar a sus cuadros ideológico-políticos y disponer de las correas de transmisión adecuadas para organizar masas. Y si algo demuestran tanto el BLM como los movimientos de la derecha es el agotamiento de la dialéctica masas-Estado como plataforma revolucionaria y cómo, en condiciones del Ciclo cerrado y ofensiva burguesa en toda la línea, el movimiento espontáneo de masas sirve a la reacción. Así, lógicas y modos de proceder originariamente nacidos de la burguesía revolucionaria y del movimiento obrero (la acumulación de fuerzas, la toma del poder… o del Capitolio) son hoy patrimonio común de todas las facciones de la clase capitalista a todos sus niveles, igual que los subproductos de las sucesivas crisis de aquellos, como el anarquismo o el horizontalismo: el supremacista blanco y klansman Louis Beam es reconocido como uno de los primeros formuladores de la leaderless resistance, la misma concepción anarquizante y liquidadora con la que los líderes del BLM alimentan ideológicamente a sus representados mientras piden el voto para una de las organizaciones criminales más turbias del planeta, el Partido Demócrata.
Por lo que respecta a estas tierras, nos está tocando soportar con redoblada machaconería la insufrible letanía de la emergencia nacional, la unidad y el aparcamiento de las diferencias partidarias bajo el serenísimo paraguas del sentido de Estado. Desde luego, hay que agradecerle a un partido como el PSOE, bregado en estas responsables lides, que sea tan prístino acerca de cuál es la casa común de nuestra burguesía patria. Pero tanta afectada gesticulación ya se antoja pura comedia: las vacaciones de los señores diputados y los pipelines del surfari Simón en la costa portuguesa en plena segunda ola (de la pandemia, lamentablemente), o, mismamente, el hecho de que respetables órganos constitucionales como el CGPJ lleven dos años pendientes de renovación por falta de voluntad política indican que, en el fondo, el PSOE tiene más razón de la que le gustaría. La lección es la superficialidad y redundancia de la parafernalia parlamentaria-liberal para el mantenimiento de la nueva normalidad, en la cual, frente al consenso, se va abriendo paso el modo de piloto automático, con todo el disciplinamiento social y ejercitamiento del músculo militar que lo acompaña ─ya puesto a prueba durante el confinamiento de primavera, con la imprescindible colaboración de la Gestapo del balcón, y que ahora viene de estrenar nuevas y sanitarias medidas como el toque de queda. Así, sin rodeos: sea en el metro, en las Tres Mil Viviendas o en la nave industrial okupada de Badalona, el hacinamiento de los proletarios no pesa en la balanza de la rentabilidad y de la incesante reproducción del capital, garantizadas por el aparato disciplinario del Estado imperialista. El virus sí entiende de clases: mientras el ministro de Sanidad y sus porcinos congéneres se pegan un guateque con Pedro Jota, las masas desposeídas se enfrentan cada día a la incertidumbre y la depauperación y, por si fuera poco, al dedo acusatorio que les endiña la culpa, por irresponsables, del descontrol de la pandemia. Los gacetilleros de todas las corrientes se pasan el día discutiendo si Ayuso es una magnífica gestora o una psicópata desequilibrada, pero silencian convenientemente el tercio excluso: el compromiso que todos los representantes de la burguesía han adquirido con el mantenimiento a pleno rendimiento de la maquinaria del capital a toda costa, y que la única responsabilidad recae sobre el sistema en su conjunto. La nueva normalidad, como la vieja, se cimenta sobre el cierre de filas en torno al consejo de administración de la burguesía, en torno al Estado imperialista y, en particular, en torno a su estampado militar. ¡Malos tiempos para los dulzarrones cánticos al consenso!
Y si alguien se ha visto arrollado por la imposición de la razón (de Estado, única lógica política que puede concebir la burguesía) no ha sido tanto el esquizofrénico Casado como los compañeros de viaje de Sánchez. Es una genuina ironía de la historia que Unidas Podemos se haya hecho con las ansiadas carteras ministeriales justamente cuando se cierra el ciclo político que le dio a luz. Y esto ha sido determinante para un partido notablemente despreocupado por cimentar cualquier vinculación orgánica con el movimiento de masas que le servía de base, pues ahora, en su momento para brillar, se ha encontrado huérfano de los resortes que le permitirían imponer su agenda en el gobierno de coalición. En tanto se ha ido enajenando de uno de los polos centrales de la política moderna, el movimiento de masas, el otro, el sentido de Estado, se le ha impuesto a Podemos como supremo criterio. Así, uno por uno, UP ha ido desechando, en su breve trayectoria de gobierno, aquellos paupérrimos elementos que todavía figuraban en su carnet de identidad política plebeya, pero que amenazaban con obstruir los dictámenes de ese sentido de Estado que les provee de los marcos de lo posible: desde votar en contra de la publicación de los hechos del terrorista Billy el Niño hasta rehusar investigar al señor X por los GAL, UP ha renunciado incluso a sus pobres objetivos de “depurar las instituciones” bajo la premisa de que distraería de lo importante. Y esto por no hablar de aprovechar el marco de la reforma laboral del PP para aplicar los ERTE ─facilitando los despidos colectivos─ o el de la ley mordaza para las labores sistemáticas de represión durante el confinamiento. O del saludo del vice, otrora enemigo de la casta, a las virtudes canovistas que el presidente del PP lució ante la moción de censura de VOX.[13]
El hundimiento de los morados en las elecciones autonómicas vascas y gallegas fue el último jalón, por el momento, de la crisis y colapso del referente del reformismo estatal. Y, si atendemos a la explicación que la propia burguesía esgrime para comprender el auge y debacle de UP, quizás podamos extraer alguna lección de interés para nuestra clase. Bajo la rúbrica de populismo, los comentaristas de todos los colores lamentan el fin de la época de los partidos a la vieja usanza, con asentamiento territorial y una sólida burocracia interna ─densamente entrelazada con la burocracia del Estado postfranquista, lazo que precisamente venía a criticar el oportunismo y, con él, Podemos. Estos habrían sido reemplazados por un nuevo modelo de partido caudillista, en el que la consulta a las bases sustituye a la vinculación militante y el principal medio de encuadramiento pasa a ser la movilización callejera puntual ─como ejemplarmente sucede en el 8M─, frente a un vínculo más permanente e interno, si se puede decir así. Ésa sería la nueva política que trajo Podemos y cuya senda fue seguida por el PSOE, por Ciudadanos, el PP… y por VOX.
Pues bien, sin necesidad de compartir los términos ni las explicaciones de la politología liberal (los sindicatos, por ejemplo, hace ya décadas que tienen poco que ver con un vínculo militante), ésta sí acierta al señalar la íntima conexión entre la crisis del Estado y la erosión del modelo de partido político tradicional. Y Podemos entra en escena justamente apelando, consciente o inconscientemente, al reencuadramiento del hartazgo ciudadano directamente desde el Estado, desde la reforma expresada como programa.[14] La velocidad con la que Iglesias llegó al sillón de vicepresidente guarda una relación inversa con los esfuerzos de UP por asegurar su base de masas de forma sistemática. La ironía ─y la lección─ estriba en que esa dirección del Estado, precisamente por ser dirección, exige de un sujeto que ponga el objetivo, que medie entre los dirigidos y el adónde dirigirlos. Ese depositario de la subjetividad no es otro que el partido político, burgués en este caso, pero perfectamente comparable por su forma ─que no por su contenido─ al Partido Comunista. También es verdad para los partidos burgueses que toda la esencia de la cuestión radica en los intermediarios,[15] y Podemos se traicionó a sí mismo al pretender enarbolar un programa reformista sin el debido sostén partidario que le permitiese asentar y capitalizar políticamente las exiguas conquistas que de él se pudiesen derivar. El fracaso de Podemos nos habla de la incapacidad del partido obrero de viejo tipo (aun en su variante posmoderna) ya no para iniciar la revolución, sino incluso para asentarse como nueva fuerza política independiente en el Estado imperialista. Ha sido quien tradicionalmente desempeñó ese papel, el partido obrero liberal de toda la vida, el PSOE, quien más se ha beneficiado de esa incapacidad, dictando los ritmos y términos a sus socios y, también, a su leal oposición.
Pero algo queda: la total desarticulación del movimiento de masas del cual emergió (el 15-M) y el traslado de sus formas, medios y dinámicas al otro lado del espectro político burgués. La revuelta cayetana que azotó en mayo las calles expresa ese mismo trasvase de modos operativos y lógicas tradicionalmente pertenecientes a la izquierda que ya examinamos en los EE. UU. El borjamari del barrio Salamanca manifestándose contra el liberticidio socialcomunista, a pie o en Mercedes, se ha ido a instalar en el vacío dejado por el fin del ciclo político del 15-M: no sólo se trata de que la calle ya no pertenezca únicamente a la izquierda, sino de que VOX ha arrebatado a Podemos la capitalización de la indignación (evidencia empírica de que la crisis de representación está muy lejos de cerrarse). Con este impulso se ha encomendado este verano a la creación de un sindicato independiente del PSOE y la izquierda ─motejado Solidaridad, un evidente guiño al ultrarreaccionario Solidarność polaco. Lo que el partido verde ha sabido ver es que el vuelo del trabajo sindical depende, precisamente, de su vinculación con un movimiento ideológico-político a la ofensiva, y que éste es el resorte decisivo para que el sindicato devenga correa de transmisión de una política alternativa. Es que, para empezar, VOX sí cuenta, al contrario que el revisionismo, con la entidad político-social ─generada, precisamente, en esferas muy alejadas del sindicato, como hizo Podemos en su momento─ y el discurso ideológico capaces de hacer de sus organismos de masas puntales de un proyecto alternativo a la dictadura progre. El partido de Abascal, al que desde luego no falta olfato de clase, parece haber tomado buena nota de las lecciones del fracaso podemita y se ha apresurado a organizar el ímpetu del movimiento de masas, levantando puentes para que el estado de opinión contra el gobierno socialcomunista se traduzca en organización de la base de masas sobre la que maniobra VOX.
En segundo lugar, el sindicato es una cuestión de Estado, exactamente en la misma medida que la política de género y demás buques insignia que hoy en día conforman la armada del consenso social. Pero, a diferencia de estos, el sindicato y la clase a la que representa, la aristocracia obrera, están inmediatamente sobredeterminados por su pasado reciente, la desarticulación del Estado del Bienestar en el que esta clase participaba plenamente de la dictadura de la burguesía como clase dominante reaccionaria. Desde la reestructuración neoliberal del Estado imperialista, esa cuota tuvo que ser compartida a regañadientes con otros movimientos sociales ─como se sabe, nada escasea como las migajas─, y esta clase desbancada fue elaborando su propio discurso ideológico para reivindicar sus viejos privilegios exclusivistas. En él figuraban la reindustrialización, la soberanía económica (unida a un más o menos indisimulado chovinismo) y la denuncia del amarillismo de los grandes sindicatos como los ejes de los programas de la inmensa mayoría de lo que estaba a la izquierda del PSOE, desde los oportunistas PCE-IU hasta el último grupúsculo revisionista. Hoy, ese discurso identitario lo enarbola la ultraderecha, y con mayor destreza que el revisionismo. Del mismo modo que Podemos, en su día, evidenció lo inútil de la parafernalia rojilla para ponerse a la cabeza del movimiento espontáneo, VOX se apropia de la crítica oportunista del sindicalismo vertical vendeobreros para construir, a su vez, sus propios organismos de masas en un genuino proceso de acumulación de fuerzas. Contraponer a esto, como hacen el PCTE, el PCOE o el Frente Obrero, el “sindicalismo de clase y combativo” ─consigna cuyo contenido no es otro que la reducción del cuadro comunista a sindicalista y la liquidación del Partido Obrero de Nuevo Tipo como eje de la revolución─ no sólo obstruye la elevación y educación revolucionaria de la vanguardia, sino que la confina a dar la batalla en el mismo terreno que el social-reformismo y la ultraderecha, es decir, en las instituciones que ejercen naturalmente de vínculo del Estado burgués con el movimiento espontáneo, como el sindicato o el partido obrero de viejo tipo.
En un momento en el que se intensifica la amenaza de descomposición social que sobrevuela permanentemente al capitalismo, las concepciones y herramientas de la clase obrera con conciencia en sí se prueban como un espacio sólido frente a la líquida vorágine social, con sus propias tradiciones e instituciones corporativas. A su vez, su fundamental dependencia del Estado (y el Estado es el “capitalista colectivo ideal”, a decir de Engels) lo hace sumamente sensible a las sacudidas que éste experimenta y, por lo mismo, se conforma como una capa fácilmente movilizable. Si a esto le sumamos la época de reposicionamiento imperialista en la que nos encontramos, con sus fervores chovinistas, tenemos en él todos los ingredientes para la cocción de un movimiento fascista de masas. Todavía está por ver que VOX sea capaz de pilotar este proceso, entre otras cosas por la tradición nacional-católica propia del fascismo en estas tierras o por su, por ahora, profesión de fe liberal. Pero cuando ante esta perspectiva el oportunismo promociona el culto al obrero medio, la “táctica-proceso” de acumular fuerzas en el sindicato, el Estado como eje de transformación social y, cada vez más, los prejuicios descaradamente chovinistas (rojigualdos o tricolores, que lo mismo vienen siendo); entonces, el oportunismo, decimos, contribuye a la articulación del fascismo en el Estado español, colaborando en la construcción de los mimbres políticos e ideológicos que conforman la arquitectura del movimiento reaccionario de masas, cuando no opositando directamente para futura carne de Freikorps. Y no nos referimos únicamente a quienes se han entregado, lozanos, a disputarle España a la derecha.
Es que este carácter social-fascista es consustancial a todo el oportunismo, última línea de defensa del régimen burgués, e históricamente inevitable desde la emergencia del Partido Obrero de Nuevo Tipo como “forma superior de unión clasista de los proletarios” (Lenin). La táctica de reconstrucción, o la unidad comunista, de nuevo en boga en los últimos tiempos, se presenta y se defiende, sin tapujos, como última tabla de salvación del dominio del capital. Miren, si no, a Unión Proletaria. Sus estrategas realizan el sano ejercicio de repasar el brillante curriculum vitae de sus pasados experimentos por la unidad.[16] Cualquiera podría pensar que semejante trayectoria llevaría a estos malabaristas a replantearse su quemada táctica... ¡Pero no! El oportunismo tropieza ochenta veces con la misma piedra y, tras sus recientes pinitos unitarios con Iniciativa Comunista, el PCE(m-l), Red Roja y el PCPE, nos revela el contenido de su nueva cabalgata por la unidad de los comunistas: “Consideramos que los comunistas debemos apoyar al actual gobierno con participación de la democracia pequeñoburguesa, no porque vaya a llevarnos al socialismo, sino porque la alternativa ahora posible es un gobierno aún más reaccionario que el último encabezado por M. Rajoy, el cual dificultaría todavía más la lucha obrera y democrática.”[17] ¡Acabáramos! ¡Se trata de salvaguardar al encargado de salvaguardar el Estado burgués! Ya podemos contestar, por fin, a la pregunta que planteó Alan Moore en su célebre serie de cómics: who watches the watchmen? ¡Unión Proletaria!
Por su parte, el PCOE, que nunca pierde ocasión de insistir en el carácter fascista del Estado español y constata el descrédito general del parlamentarismo en su superficial análisis de las elecciones autonómicas de julio, no se corta ni un pelo en defender su participación en las mismas “para llegar a los trabajadores y organizarlos”. Y, si acudimos al Marco Programático emanado de su flamante y novedoso proceso de unidad con el PCPE, nos encontramos con la célula de empresa como el germen de lo que habrá de ser el Frente Obrero Popular por el Socialismo y, también, de los “órganos de poder propios de la clase obrera”, “embriones del futuro Estado socialista y obrero”. No espere encontrar el lector qué plan seguirá el dúo dinámico para llegar desde la comisión sindical y el Convenio Colectivo hasta los órganos del nuevo poder. ¡Pero tampoco hace falta! Las elecciones y los comités de empresa, a los que el PCOE prodiga una adoración rayana en el fetiche, bien valen para “organizar a los trabajadores”. O puede incluso que las Comunidades Autónomas, a las que ambos fetichistas “presionaban” para que garantizasen una vuelta al cole segura. ¿Hay acaso forma más descarada de educar a los obreros en la rigurosa sumisión y respeto a las instituciones de la burguesía?[18]
No queda por detrás el PCTE. En el informe político aprobado por el X Pleno de su Comité Central se denuncia la política del gobierno durante el confinamiento como funcional al capital monopolista, y se carga contra los ERTE, el Ingreso Mínimo Vital y las cúpulas sindicales. No obstante, a renglón seguido se saluda “el papel realizado por miles de sindicalistas y delegados en la información y asesoramiento sobre la situación en las empresas a raíz de los ERTE”, pues “facilitó que cientos de miles de trabajadores y trabajadoras contaran con unas mínimas orientaciones”. Es decir, se condena dicha política y a sus promotores como lacayos del capital… ¡pero se felicita y encomia a los encargados de llevarla a cabo y conducir al proletariado al redil del Estado imperialista!
Como sus antiguos colegas de partido, el PCTE sólo puede concebir la revolución como el traspaso de la maquinaria del Estado, incluido el mastodonte de la burocracia sindical, a sus manos, educando a sus acólitos en la estricta observancia de sus ritos y protocolos. Y, dado esto, ¿sorprende que no vea en el sindicato de VOX nada más que un “piquete de la patronal”? Incapaz de cualquier análisis de clase, este hijo pródigo lamenta que el partido de Abascal esté “ayudando a naturalizar posiciones y actitudes reaccionarias”. ¡Vaya! ¿Se unirá el PCTE a los posmodernos para enseñar a los obreros a deconstruir esas nefastas actitudes? ¿O se ejercitará en el materialismo para sorprenderse a sí mismo luchando por la misma base de masas, la aristocracia obrera, que la ultraderecha? Es un axioma de esa escuela filosófica que hay que buscar la razón de la conciencia en el ser social, pero ello conduciría inexorablemente a encontrar la raíz de las actitudes reaccionarias del obrero sindicado en su práctica como clase, en su movimiento espontáneo y en las formas de organización que le son propias. Pero, claro, ése es un paso que el practicismo estrecho, por su propio bien, no está dispuesto a dar…
Todo esto no es más que la evidencia del necesario desenlace reaccionario del movimiento espontáneo y del espontaneísmo en la vanguardia. El otro ejemplo notorio lo tenemos en el feminismo, madre del cordero de las ideas de la clase dominante en nuestra época. Por supuesto, la posición del marxismo revolucionario al respecto de éste es la de un enemigo jurado, y no hace falta insistir en que la derrota del movimiento femenino burgués es, como hace un siglo, una de las principales tareas de los comunistas ─y en el presente número de Línea Proletaria podrá encontrar el lector una contribución (más) de nuestro movimiento a la lucha contra él, en particular contra los incoherentes intentos por pintarlo de rojo. No obstante, y dado que últimamente el revisionismo se está desmarcando formalmente del feminismo de clase (sin autocrítica a la vista que rinda cuentas de ese viraje), quizás sea útil señalar alguna lección al respecto, y que el feminismo rojo, ahora sonrojado, se niega a ver. El feminismo, para llegar a ser la gigantesca maquinaria de encuadramiento de masas que es hoy, ha pasado él mismo por todo un proceso de, a su manera, constitución ideológica y política, desde la elaboración de una teoría propia ─que, a pesar de todos sus matices, variaciones y apellidos gira invariablemente en torno al género como eje desde el que comprender la cuestión social─ hasta su inclusión en los programas de la aplastante mayoría de los partidos de las democracias liberales, como cuestión de Estado y por mediación de toda una cohorte de expertos y expertas debidamente promocionados a los distintos niveles del sistema de dominación política de la burguesía, imponiendo sus términos y marcos conceptuales como el nuevo sentido común. Y ése es el meollo de la cuestión.
A su vez, el feminismo es el oportunismo ante la cuestión de la mujer y, como tal, caldo de cultivo de las mismas tendencias ultra que ya pudimos rastrear en el movimiento obrero reformista. Las políticas paritarias, la cancel culture, los excesos de sus apoderadas,[19] la demanda de más y mejor Estado o el descarado punitivismo son las vigas demagógicas del mismo sentido común corporativo del que se alimenta políticamente la ultraderecha. Y la constatación evidente de que las políticas del socialreformismo ni siquiera protegen a la mujer no puede más que redundar en el progresivo fortalecimiento de un estado de opinión favorable a soluciones autoritarias y libres de los prejuicios de sus homólogas progres: hace un año, VOX se jactaba de ser el auténtico defensor de las mujeres al abogar por la prisión permanente revisable o la deportación inmediata de los inmigrantes procesados por agresión sexual. Quien tenga oídos para entender, que entienda.
Si la vanguardia aspira a recuperar al proletariado como sujeto independiente, es decir, a reconstituir el comunismo, es una tarea impostergable romper con los dogmas feministas y con la cultura parapolicial que promueven. Esta cultura política, que infecta universalmente a todas las corrientes burguesas ─incluyendo, naturalmente, al revisionismo─, se opone frontalmente a la perspectiva y estilo de trabajo del comunismo revolucionario, cuyo eje es la ideología y su táctica-Plan. Ésta es la razón principal por la que el revisionismo y su cretinismo lila cargaban, cargan y cargarán contra la LR. Al oportunismo le es indiferente si la opresión de la mujer se debe al inasible patriarcado, a la sociedad de clases o a un anticientífico medley de ambos; para él ─al contrario que para nosotros─ las cuestiones teóricas son un mero problema nominalista que en nada afecta a su práctica de ir a la cola del movimiento femenino burgués: lo que realmente está en juego es el separatismo de género y la cultura del comunicado, del trending topic y del “lo personal es político”, saca en la que se politizan hasta las rencillas personales y el chismorreo (es evidente, para todo aquel libre de prejuicios, lo precario de cualquier intento de construir universalidad sobre semejante arenero). Y esto se opone frontalmente al estilo de trabajo y la cultura política de vanguardia que la LR aspira a recuperar como el genuino sentido común comunista.
Que esto no es tarea fácil pueden atestiguarlo aquéllos jóvenes círculos de estudio que rompen con el revisionismo en pos de una auténtica alternativa revolucionaria. A lo largo de los últimos meses, varios destacamentos que enarbolan la reconstitución del comunismo se presentaban públicamente en el Estado mexicano. A los camaradas del Colectivo Bandera Roja (BR), Colectivo Nuevo Mundo (NM) y Unión de Lucha Proletaria (ULP) les corresponde el indudable mérito de pugnar por abrir, por primera vez fuera del cascarón del Estado español, un espacio dedicado a las tareas sustantivas de la vanguardia, y tomando como ejemplo la ─todavía modesta─ senda ya recorrida por la LR, hoy encaminada hacia la construcción del referente de vanguardia marxista-leninista. Naturalmente, nos llena de orgullo internacionalista comprobar que, efectivamente, lo que ésta plantea es universal y capaz de hacer que los proletarios conscientes de otro rincón del mundo se sientan interpelados, por lo que no podemos sino saludar pública y entusiastamente la iniciativa tomada por los camaradas. En este número de Línea Proletaria hemos tenido a bien incorporar los pasajes más reseñables de los textos de propaganda que por allá han ido publicando, y que el lector podrá encontrar íntegros en sus respectivas páginas web.
No obstante, este saludo internacionalista no estaría completo sin la indispensable vigilancia revolucionaria. A este fin, acompañamos los fragmentos con una presentación crítica, pero también cabe insistir aquí en un aspecto particular a tenor del feminismo: el extenso texto de crítica de BR al pozo ciego del PCM[20], que NM suscribe como un “paso importante, serio, hacia el balance de la cuestión de la mujer”,[21] evidencia ese enorme peso que el feminismo todavía tiene sobre la vanguardia. Al margen de que ni el terreno ni la táctica escogidos por BR para esta batalla nos parecen adecuados, los camaradas compran buena parte de los conceptos estrella del movimiento femenino burgués, como la “violencia de género” (p. 43), el federiciano “trabajo reproductivo no pagado de las mujeres” (p. 29) o el “desprecio a la femineidad” (p. 51). Sin entrar ya en su más que cuestionable uso por parte de los marxistas,[22] nos limitaremos a interrogar a los camaradas sobre el lugar al que se dirigen con la apropiación de estos términos: ¿a la independencia ideológica del proletariado y a la construcción de la vanguardia o, por el contrario, a su sometimiento al marco teórico feminista y a los dilemas del movimiento femenino burgués?
Si feminismo proletario tiene algún significado, ése no es otro que feminismo como programa político burgués de reforma y proletario como subordinación de la clase al mismo ─en este caso, de su vanguardia. El involuntario desliz de los camaradas hacia este fangoso charco testimonia cómo en nuestra época de ausencia de certezas revolucionarias, las certezas reaccionarias (en este caso feministas) ocupan su lugar con toda naturalidad. Corresponde al campo que enarbola el rearme del proletariado, campo en el que se sitúan los colectivos mexicanos, luchar contra la fraseología tradicional (Engels) y recuperar las vigas de la concepción revolucionaria del mundo, del marxismo, empezando por el Balance del Ciclo de Octubre. Sin ello, la normalidad que nos circunda, sea vieja o sea nueva, pero igualmente reaccionaria en todas sus dimensiones, no puede más que imponerse sobre aquellos que piensan la revolución y someterlos al posibilismo, a la conciliación y a la deserción.
Éste último es el caso, y volviendo al erial ibérico, de la ejemplar muestra de este clima de desmoralización y liquidacionismo generosamente titulada crítica a una teología de la revolución, publicada a principios de verano.[23] Ya habrá ocasión de ajustar cuentas con la seriedad y el rigor que caracterizan a la LR,[24] pero por el momento nos limitaremos a congratularnos de que el plan para rearmar el comunismo revolucionario inquiete en una esfera como son las filas del liberalismo burgués, en este caso en su columna universitaria. Y si calificamos dicho libelo como liberal, lo hacemos en un doble sentido. Efectivamente, es liberal ─en el sentido convencional del término─ por su contenido ideológico, plagado de lugares comunes anticomunistas propios de cualquier panfleto reaccionario de los últimos dos siglos: la LR es totalitaria (p. 30), subjetivista (p. 11), dogmática (p. 26), una teología mal disimulada (pp. 2, 30, 32) que diviniza la revolución y la violencia (pp. 33-34). Y lo es también en el sentido que le daba Mao en su conocido opúsculo. Porque lo que está detrás de este panegírico sobre las bondades de la crítica y contra el rodillo de la praxis, y además abiertamente, es la renuncia del intelectual burgués a la revolución y a los compromisos vitales que acarrea.
Es sólo por esta coherencia antibolchevique que estamos de acuerdo en que es una crítica completa (p. 3), que llama sin medias tintas a la liquidación de todos los elementos estratégicos que conforman el comunismo como alternativa civilizatoria, desde la “concepción integral del mundo” (Engels, Lenin) ─y de su actualización por medio del Balance─ hasta el Partido Obrero de Nuevo Tipo. Toman lo que es resultado subjetivo de la lucha de clases (la derrota del proletariado y el subsecuente clima de desmoralización y derrotismo) sólo como un hecho objetivo, como verdad que metafísicamente vienen a descubrir o desvelar: amonestan a la LR por presentar “idealmente a priori el sistema de la realidad antes de que esta se haya dado como tal” (p. 28), refiriéndose a la Nueva Orientación. Y, efectivamente, sólo quien va a remolque de los acontecimientos, pintando gris sobre gris en el lienzo de un mundo que no puede rejuvenecer, puede reprochar a los proletarios conscientes que quieran dar cuerpo terrenal a los planes que han proyectado “idealmente a priori” en su cabeza ─¿será ésta la razón de su aversión a la categoría marxista de trabajo?[25]
Éste es el lazo mugroso que ha unido históricamente al oportunismo en el movimiento obrero (y al revisionismo moderno) con la burguesía liberal: la invitación prudente ─o crítica, tanto da─ a que los obreros se conformen con lo que la normalidad burguesa les pone inmediatamente al alcance de su mano, sea el sindicato, sea la crítica, “último bastión de resistencia ante la fuerza tiránica del capital”... ¡o la síntesis crítica de ambas en la “bifronte” Renta Básica Universal! (aguanten la risa, que ya acabamos). Dicho sea de paso, pocas lecciones de criticismo se le pueden dar a la LR, que ha emergido desde la crítica revolucionaria del esquematismo revisionista, contraponiéndolo a la revolución efectiva y real tal cual se desplegó ésta en el Ciclo de Octubre. Pero, de hecho, si algo se echa de menos en esta tarea es justamente una mayor sistematización de los resultados del Balance, y tanto más en un momento de dispersión teórica general en el que el proletariado necesita recuperar su concepción integral del mundo (porque los comunistas, al contrario que otros, no tienen detrás una institución como la academia que les provea de su conciencia teórica). Reducir la revolución a una incierta, estrecha e informe disposición crítica es, llanamente, liquidacionismo. Lo de estos caballeros no es la “crítica inmanente” de la Nueva Orientación, sino el retroceso a las posiciones criticistas e individualistas que se combaten en la misma y la deturpación de la dialéctica hasta hacer de ella un razonamiento formalista y silogístico. Stalin decía que el Partido no es un club de debate. Igualmente, la LR no es un café-tertulia ni tampoco, como quieren hacer ver nuestros sagaces críticos, un organon para el conocimiento contemplativo del mundo. La LR es el plan estratégico y universal de transformación de ese mundo y, en tanto marxismo de nuestros días, la teoría de las condiciones de la emancipación del proletariado y la humanidad. Fuera de eso, a ésta no le espera más que la agobiante esclavitud del capital y, probablemente, su propio fin como especie en la última guerra imperialista o en el colapso medioambiental. Y siempre habrá algún crítico que, cínicamente, le susurre al oído que rebelarse contra ese destino es totalitarismo, violencia o una hybris desbocada. ¡Así sea!