Con ello la crítica negativa se hizo positiva; la polémica [contra Dühring] se convirtió en una exposición más o menos coherente y sistemática del método dialéctico y de la concepción comunista del mundo sostenidas por Marx y por mí, y esto ocurrió en una serie bastante amplia de campos temáticos.
F. Engels
Debemos abrirnos a la discusión para no devenir una secta, pero la unidad de la teoría debe ser salvaguardada.
F. Engels
«Mi deseo inequívoco es que mi cuerpo sea incinerado y mis cenizas lanzadas al mar a la primera oportunidad.»[1] Con esta pulcra y conmovedora sencillez comunicaba Engels a sus ejecutores testamentarios, apenas nueve meses antes de morir, su última voluntad relativa a sus restos mortales. Un final adecuado para un verdadero materialista militante que consideraba «la negación de la vida como elemento esencial de la vida misma, de tal modo que la vida se piense siempre con referencia a su resultado necesario, la muerte, contenida siempre en ella en estado germinal. No otra cosa que esto es la concepción dialéctica de la vida.»[2] Pero, además, un humilde fin, apropiado para quien se juzgaba a sí mismo como mero “hombre de talento” y confesaba satisfecho haber interpretado bien el papel de “segundo violín” al lado de Marx. No obstante, como afirmaba este último, no podemos juzgar a un hombre por lo que opina de sí mismo. A nuestro juicio, mediado por los 125 años de práctica social que nos separan de su muerte, Engels tiene reservado un lugar mucho más importante del que él mismo se adjudicaba en la historia del proletariado revolucionario internacional. Tal es la relevancia de su figura que, al menos desde la muerte de Marx –si no antes–, Engels ha sido el chivo expiatorio del anticomunismo y el objetivo a batir por cuantos quieren retirarle, a la última clase de la historia, el derecho a disponer de su propia concepción del mundo. Quizá no haya mejor ocasión que el bicentenario del nacimiento del maestro de Barmen para rendirle este pequeño homenaje recordando algunos jalones de su imprescindible contribución a la misión emancipatoria del proletariado.
Cuando Marx reconstruye su periplo intelectual en el prólogo de la Contribución a la crítica de la economía política (1859), señala que la mediación entre su temprana crítica de la filosofía del derecho de Hegel (cuya Introducción se publicó en 1844) y sus posteriores estudios económicos (que culminan en El Capital) fue la toma de conciencia de que «era menester buscar la anatomía de la sociedad civil en la economía política.»[3] Aunque Marx ya había invertido políticamente a Hegel concibiendo la bürgerliche Gesellshaft como fundamento material del Estado, este decisivo paso –el de buscar la estructura de la sociedad en la economía política–, que permitió fundamentar de un modo verdaderamente científico el ideario comunista que recorría Europa en la década de los 1840, se lo debemos principalmente, sin embargo, a Engels. En efecto, fue este joven alemán autodidacta, que por entonces frisaba en los 23 años, quien escribió a finales de 1843 el –en palabras de Marx– «genial esbozo de una crítica de las categorías económicas»[4]. Se trata del Esbozo de crítica de la economía política, publicado en el primer y único número de los Anales franco-alemanes, en febrero de 1844. Aquí, Engels inaugura y bautiza el núcleo científico del marxismo, la crítica de la economía política.
Este precoz escrito, bastante conocido pero no siempre adecuadamente reconocido por los biógrafos e historiadores del marxismo, tiene el indudable mérito de adelantarse a los textos marxianos que abordan la obra de los economistas clásicos ingleses y franceses. Con este artículo el joven Engels no sólo ensaya por primera vez una crítica dialéctica –inmanente, si se quiere– de la sociedad capitalista, sino que determina la nueva orientación teórica que tomará Marx a partir del estudio del propio Esbozo: no sólo en lo que hace al objeto de la crítica (la economía política), sino también en lo relativo al punto de vista de aquella.[5] De hecho el Esbozo es, a pesar de todas sus insuficiencias y limitaciones, el primer intento serio de crítica revolucionaria que efectuarían los dos padres del marxismo, pues trata de demostrar la necesidad de la revolución desde las mismas premisas y leyes que gobiernan el mundo de la propiedad privada.
Engels nos dirá, primero, que:
«Por donde quiera que miremos la cosa, la propiedad privada es un tejido de contradicciones.»[6]; «Así pues, en la crítica de la economía política, deberemos investigar las categorías fundamentales, poner al descubierto la contradicción introducida por el sistema de libertad comercial y extraer las consecuencias que se desprenden de los términos de la contradicción.»[7]
Concluyendo prácticamente que:
«Las contradicciones sólo pueden suprimirse de un modo: superándolas.»[8]
Para este joven Engels, la superación de las contradicciones que constituyen la sociedad burguesa sólo puede venir de la mano de «una revolución social que la sabiduría escolar de los economistas es incapaz ni siquiera de soñar»[9], pues la ley de la competencia, venerada con verdadera fruición por los economistas burgueses, es «una ley puramente natural, y no una ley del espíritu. Una ley que lleva en su entraña la revolución.»[10] Revolución que, por cierto, Engels ubicaba en la actividad práctico-crítica del proletariado, en su actuar históricamente determinado pero volitivo, esto es, en un acto de genuina libertad, pues a esta clase «ya no le cabrá otra opción que morirse de hambre o… hacer la revolución.»[11]
En cualquier caso, como más adelante dirá Marx en El capital, la economía burguesa científica murió cuando «la lucha de clases cobró práctica y teóricamente formas cada vez más explícitas y amenazadoras. (…) En el lugar de la investigación desinteresada, apareció la esgrima polémica mercenaria; en el lugar de la investigación científica sin prejuicios la mala conciencia y la mala intención de la apologética»[12]; Engels, más de 20 años antes, ya había afirmado que «[c]uanto más se acercan los economistas a los tiempos presentes, más van alejándose de los postulados de una investigación honrada. Con el tiempo, vemos cómo aumentan necesariamente los sofismas encaminados a poner la economía a tono con las exigencias de la época.»[13] La clave de estas emparentadas afirmaciones es que nos revelan cómo, aunque no sea condición suficiente, el desplazamiento político de Marx y Engels a las posiciones del proletariado comunista fue condición necesaria para el nacimiento teórico del marxismo.[14] Y aquí Engels, que se hace comunista a finales de 1842, también toma la delantera a Marx, cuya adhesión a la joven doctrina no se afirma hasta las postrimerías de 1843. Sólo abrazando como propios los intereses del proletariado –clase que ya estaba por entonces iniciando su movimiento social– se pudo decantar críticamente, en beneficio del progreso de la humanidad, lo que las clases dominantes habían legado hasta entonces.
Aunque de los fragmentos del Esbozo engelsiano que hemos citado emerge un materialismo económico algo estrecho, que todavía deberá ser profundamente pulido junto con Marx y durante varios años, vemos en ellos despuntar tesis centrales que la obra madura de Marx incorporará sin apenas alteraciones, aunque sí integradas en un todo más completo y armónico. Aun así, haríamos mal en deducir de ello que el pensamiento de Engels era por entonces vulgarmente economicista. A finales de 1843, mientras Marx estaba aún decidiéndose por la idea comunista, Engels ya sabía –o al menos intuía– que la nueva concepción del mundo debía emanar necesariamente (en plena coherencia con lo que, siguiendo el hilo rojo del pensamiento engelsiano, defiende nuestro Comité) «de todo el proceso social contemporáneo, más aun, de todo el decurso histórico, estructurando el secular anhelo de emancipación de los explotados de forma científica una vez que ese proceso histórico ha creado las condiciones materiales para ello, para ser comprendido y comprehendido por sí mismo.»[15] En esta dirección, en un artículo publicado el 4 de noviembre de 1843 (¡aún tenía 22 años!) en The New Moral World, periódico owenista, afirmaba:
«Así, pues, los tres grandes países civilizados de Europa, Inglaterra, Francia y Alemania, han llegado a la conclusión de que una revolución profunda de las relaciones sociales, tomando como base la propiedad común, constituye a la hora actual una necesidad apremiante e inexcusable. Y este resultado es tanto más impresionante cuanto que cada una de las tres naciones citadas ha llegado a ella independientemente de las otras dos. No creemos que pueda haber una prueba más convincente que ésta de que el comunismo no es simplemente una consecuencia derivada de la situación especial de Inglaterra o de cualquier otro país por separado, sino un corolario que se desprende necesaria e inevitablemente de las premisas implícitas en las condiciones generales de la civilización moderna.»[16]
Partiendo de esa temprana comprensión de lo que después serán las tres fuentes y partes integrantes del marxismo, comprobaremos que al principio de su colaboración hubo, entre los dos inseparables amigos alemanes, una espontánea especialización: aunque con sus diferencias (Engels era más un ilustrado radical que un jovenhegeliano), ambos se habían apropiado en lo fundamental de la dialéctica de Hegel (de la que el viejo Engels dirá que «su lado revolucionario es absoluto, lo único absoluto que para ella tiene vigencia»[17]), y mientras el de Tréveris era un profundo conocedor de la política francesa, de la Gran Revolución de 1789 y sus consecuencias, el de Barmen pronto se familiarizó –dado que las exigencias del negocio familiar le obligaron a pasar 21 meses en Manchester– con esa anatomía de la sociedad moderna que sólo podía escudriñarse, por entonces, en Inglaterra. A poco que miremos el asunto de cerca, veremos que la nueva concepción del mundo no fue el resultado de la sumatoria lineal de sus tres fuentes; por el contrario, sólo cuando los más elevados principios revolucionarios de la especulación filosófica alemana se hacen terrenales descendiendo y juzgando al sustrato profundo, económico-productivo[18], de la sociedad moderna –encarnada entonces en suelo inglés–, el proletariado podrá disponer, al fin, de una ideología independiente y, en consecuencia, metabolizar la experiencia política revolucionaria con la que la burguesía había transformado el mundo y apropiarse de ella. Y, como hemos visto, esta primera inmersión dialéctica en las profundidades económicas es una proeza adjudicable a Engels en su temprano Esbozo, aunque Marx la emulará inmediatamente y terminará por coronarla con una brillantez que hizo época.
La concepción comunista del mundo que elaboran así Marx y Engels nos brinda un buen ejemplo de cómo en lo particular reside lo universal. Es estudiando la anatomía de la concreta sociedad burguesa y descubriendo poco a poco las leyes que rigen su movimiento interno como llegan a la conclusión general de que toda la historia de la civilización, y no sólo la del capitalismo, es la historia de la lucha de clases. Y, por otro lado, este revolucionario descubrimiento, que abre la puerta al materialismo histórico, les permite comprender que no sólo la humanidad tiene historia, sino que también el cosmos está regido por una dialéctica objetiva donde la lucha de los contrarios impulsa el desarrollo en el tiempo de la naturaleza.[19] Así se lo expresaba Marx a Engels, poco antes de publicar el primer tomo de El Capital:
«Por lo demás, el final de mi capítulo III, en el que se diseña la metamorfosis del maestro artesano en capitalista, a consecuencia de cambios simplemente cuantitativos, te hará ver que en ese texto menciono el descubrimiento de Hegel sobre la ley de la transformación brusca del cambio únicamente cuantitativo en cambio cualitativo como ley verificada inmediatamente en historia y en las ciencias de la naturaleza.»[20]
Tirando de este hilo marxiano y apropiándose del estado de la ciencia de su tiempo, Engels irá elaborando su nunca conclusa Dialéctica de la naturaleza, ese monumental esfuerzo que, aunque guardado bajo llave por Bernstein durante casi tres décadas –pues el materialismo dialéctico no casaba bien con su neokantismo[21]–, venía a cerrar el círculo que el genio de Barmen había empezado a trazar con apenas 23 años en su Esbozo: a partir del primer ensayo de crítica revolucionaria de la economía política, Engels había llegado, junto con Marx, a la concepción dialéctico-materialista de la totalidad de lo existente, donde «lo único absolutamente universal que permanece es el movimiento.»[22]
No cabe duda de que el aspecto de la actividad revolucionaria de Engels que más ha trascendido históricamente es su papel como sistematizador y propagador del marxismo. No faltan razones para ello. Y ha sido precisamente esta esfera de su desempeño ideológico-político la que ha despertado el encono de los enemigos del proletariado. No cabe duda de que el “hombre de confianza del proletariado”, como le llamara Bebel al despedirse para siempre de El General, cometió errores –compartidos en buena medida por Marx– que luego pesaron en la forma en que la clase proletaria se representó las condiciones de su revolución. Sea como sea, lo que conviene resaltar en nuestro breve homenaje es la legitimidad de su intento, cuya genuina motivación no era otra que «ofrecer al movimiento socialista las armas teóricas que posibilitaran su autonomización ideológica»[23]; y, como en la vida no cuentan sólo las intenciones, hay que valorar también sus resultados: a pesar de todo (a pesar de sus errores, a pesar del luctuoso destino del Partido Socialdemócrata Alemán [SPD, por sus siglas en alemán], a pesar de Bernstein y Kautsky, etc.), el marxismo al que él dio forma sobre la base de sus 40 años de colaboración con Marx permitió al proletariado revolucionario ruso abrir el Ciclo de Octubre y demostrar, mediante la crítica de las armas, que el arma de la crítica comunista era perfectamente terrenal, y que el imperativo categórico estatuido en la decimoprimera tesis sobre Feuerbach constituía, realmente, el contenido esencial de la nueva concepción del mundo. En definitiva, «que la fuerza propulsora de la historia, incluso la de la religión, la filosofía, y toda otra teoría, no es la crítica, sino la revolución»[24]; que Marx (y Engels) habían demostrado «por primera vez en forma científica clara e irresistible aquello que en adelante habrá de ser la tendencia consciente del desarrollo histórico; esto es, someter la fuerza hasta aquí ciega del proceso social de producción a la conciencia humana.»[25]
No nos detendremos aquí en el insustituible papel que jugaron las obras clásicas de Engels (Anti-Dühring, Ludwig Feuerbach y el fin de la filosofía clásica alemana, Del socialismo utópico al socialismo científico, El origen…) en la difusión y popularización del marxismo, ni en su extenuante trabajo editorial para que los dos últimos volúmenes de El Capital vieran la luz en las mejores condiciones posibles. Sus esfuerzos son lo bastante conocidos como para que sea necesario destacarlos, y constituyen un tributo inmortal a los oprimidos del mundo, que aún encontrarán, durante mucho tiempo, instrucción e inspiración en las obras antes citadas. Nos interesa más destacar algunos aspectos que no por ser menos conocidos revisten una importancia histórica menor. La revolución, como el diablo, está en los detalles. Por ejemplo, es de reseñar la influencia que tuvieron algunas obras de Engels en los momentos cruciales que decidirían el futuro del siglo XX.
Por un texto clásico como el ¿Qué hacer?, suele ponerse de relieve el origen kautskiano de la tesis de la conciencia desde fuera. El propio Lenin cita a Kautsky como fuente inmediata de tan importante idea, y no cabe duda de que la mediación del praguense jugó un papel de primer orden, no sólo en esta cuestión sino en toda la formación intelectual del bolchevique. No obstante, estamos seguros de que Lenin, como el buen estudioso del marxismo que era (un deber insoslayable desde que el socialismo se hiciera ciencia, al decir del propio Engels), conocía también los orígenes engelsianos de esta tesis. Esta noción de fusión entre teoría y práctica, entre socialismo y movimiento obrero, hunde sus raíces en un texto tan precoz como La situación de la clase obrera en Inglaterra (1845). En esta obra monumental, dice Engels:
«Vemos, pues, que el movimiento obrero se halla escindido en dos secciones: los cartistas y los socialistas. Los cartistas son los más atrasados, los menos desarrollados, pero en cambio son proletarios auténticos, verdaderos, los representantes del proletariado. Los socialistas poseen mayor visión, proponen remedios prácticos contra la miseria, pero provienen originariamente de la burguesía y por eso no están en condiciones de amalgamarse con la clase obrera. La fusión del socialismo con el cartismo, la reproducción del comunismo francés a la manera inglesa será el próximo paso, y en parte ya ha comenzado. Sólo cuando esto se haya producido, la clase obrera será realmente quien domine a Inglaterra.»[26]
En su madurez, Engels volverá sobre esta idea para rendir cuenta de la naturaleza del partido comunista cuyo Manifiesto redactó junto con Marx:
«El socialismo alemán hizo su aparición mucho antes de 1848. En ese momento existían dos tendencias independientes. Primero, un movimiento obrero, una rama del comunismo proletario francés, un movimiento que, como una de sus fases, produjo el comunismo utópico de Weitling. En segundo lugar, un movimiento teórico que emergió del colapso de la filosofía hegeliana; este movimiento, desde sus orígenes, fue liderado por el nombre de Marx. El Manifiesto Comunista de enero de 1848 señala la fusión de estas dos tendencias, una fusión completada y hecha irreversible en el horno de la revolución, en la que todos, tanto proletarios como filósofos, compartieron igualmente el coste personal correspondiente.»[27]
Más allá de la efímera existencia de esta fusión y de su reducidísima escala operativa en la Alemania del 48, de la necesaria vaguedad que aún tenía esta forma de definir al partido comunista –por mor del escaso desarrollo del proletariado como clase–, no cabe duda de que debieron ser pasajes que inspiraron a Lenin y le orientaron en su crucial definición relacional del contenido del Partido de Nuevo Tipo. De hecho, el propio Engels predice con extrema lucidez «que la próxima Internacional –después de que las obras de Marx hayan ejercido influencia durante algunos años– será directamente comunista y proclamará abiertamente nuestros principios.»[28] Dado que la II Internacional se fundó de un modo bastante espontáneo y como respuesta de la vanguardia del movimiento obrero ante la convocatoria de otro congreso internacional por parte del ala abiertamente oportunista del socialismo[29]… nos atrevemos a decir que la Internacional Socialista nacida en 1889 no era exactamente lo que Engels tenía en mente cuando hablaba de una Internacional “directamente comunista”. En cualquier caso, fue una fase necesaria del movimiento obrero. Para entonces también había anticipado Engels lo que ahora llamaríamos lucha de dos líneas, pues le parecía natural que «todo partido obrero de un país grande sólo pueda desarrollarse a través de la lucha interna», ya que «esto se funda en las leyes del desarrollo dialéctico en general.»[30] Y será precisamente la lucha interna del Partido ruso la que abra la puerta a la primera gran revolución proletaria de la historia, así como a la fundación de la III Internacional, directamente comunista y proclamando abiertamente los genuinos principios elaborados por Marx y Engels.[31]
Por lo demás es evidente que Lenin volvió sobre numerosos textos de Engels cuando la bancarrota de la II Internacional le obligó a restituir la teoría marxista del Estado y el verdadero internacionalismo proletario. En la primavera de 1917, cuando el líder bolchevique exhorta a su Partido a crear la Internacional Comunista y dejar de esperar a los zimmerwaldianos, acompaña su urgente propuesta de otra proposición: cambiar el nombre del Partido Obrero Socialdemócrata de Rusia al de Partido Comunista. Engels se había encargado de mantener enhiesta la identidad que abrazaron él y Marx a inicios de los 40 haciendo algo que, en general, será infrecuente en la tradición marxista de los siglos XIX y XX: depurar el expediente táctico que les obligó a transigir con el nombre de socialdemócratas por las exigencias concretas del decurso de la lucha de clases. El de Barmen, citado por Lenin en El Estado y la revolución, había afirmado en 1894:
«Engels tuvo que hablar de esto al referirse a la inexactitud científica de la denominación “socialdemócrata”. (…) [Engels] hacía constar que en todos los artículos [suyos] se usaba la palabra “comunista” y no “socialdemócrata”, pues entonces se llamaban socialdemócratas los proudhonianos en Francia y los lasalleanos en Alemania.
“Para Marx y para mí –prosigue Engels– era, por tanto, completamente imposible emplear una expresión tan elástica para denominar nuestro punto de vista especial. En la actualidad, las cosas se presentan de otra manera, y esta palabra (“socialdemócrata”) puede, tal vez, pasar (mag passieren), aunque sigue siendo inexacta (unpassend, inadecuada) para un partido cuyo programa económico no es un simple programa socialista en general, sino un programa claramente comunista, y cuya meta política final es la superación de todo el Estado, y, por consiguiente, también de la democracia. Pero los nombres de los verdaderos (la cursiva es de Engels) partidos políticos jamás son adecuados por entero; el partido se desarrolla y el nombre queda.”»[32]
Aún más importantes resultan en esta dirección los muchos pasajes, similares al que acabamos de citar, en los que Engels recordaba que el comunismo, en cuanto estadio civilizatorio constituido por la asociación de individuos libres (esto es, no sometidos a la pertenencia a una clase ni a la división social del trabajo que a ellas subyace), tiraría por la borda el aparato estatal. Esa cuestión estaba en el centro del debate entre el bolchevismo y la socialdemocracia europea, pues la revolución de febrero de 1917 había vuelto a poner sobre la mesa el problema de la dictadura del proletariado concretado en la forma de sistema de soviets. La socialdemocracia alemana, cuya máxima aspiración era la república democrática parlamentaria, llevaba décadas jugando a los cubiletes con este problema, soslayando con excusas peregrinas la propaganda acerca de la necesidad de destruir la maquinaria burocrático-militar de la burguesía y hablando vagamente del “socialismo” como algo realizable pacíficamente dentro del corsé de su legalidad. Como hoy, las discusiones conceptuales se hacían pasar por cuestiones terminológicas; los problemas políticos se ocultaban tras las palabras que los designaban. Pero la verdadera encrucijada del momento, la que estaba en la cumbre de la dialéctica masas-Estado, era la cuestión del poder. ¿Qué relación había entre el socialismo, amplia casa común del movimiento obrero, y la dictadura del proletariado, pilar fundamental del marxismo? Lenin imprime, en un acto político de genialidad, un nuevo sentido a ese lugar común que era el usualmente indeterminado socialismo: básicamente lo identifica, en El Estado y la revolución, con la “fase inferior del comunismo” (Marx) y, por tanto, con la dictadura del proletariado.[33] Con esta astuta maniobra convertía al “ismo” más difundido y aceptado de la historia contemporánea en sinónimo del dominio revolucionario del proletariado y en necesaria antesala del comunismo, en su período de transición.[34] Y nos cuesta dudar de que, también aquí, se apoyó manifiestamente en un texto del joven Engels. Concretamente en Principios del comunismo, una suerte de borrador del Manifiesto:
«Finalmente, la tercera categoría [de socialistas, tras los feudales y los burgueses] consta de socialistas democráticos. Al seguir el mismo camino que los comunistas, se proponen llevar a cabo una parte de las medidas señaladas (…), pero no como medidas de transición al comunismo, sino como un medio suficiente para acabar con la miseria y los males de la sociedad actual. Estos socialistas democráticos son proletarios que no ven todavía con bastante claridad las condiciones de su liberación, o representantes de la pequeña burguesía, es decir, de la clase que, hasta la conquista de la democracia y la aplicación de las medidas socialistas dimanantes de ésta, tiene en muchos aspectos los mismos intereses que los proletarios. Por eso, los comunistas se entenderán con estos socialistas democráticos en los momentos de acción y deben, en general, atenerse en esas ocasiones y en lo posible a una política común con ellos, siempre que estos socialistas no se pongan al servicio de la burguesía dominante y no ataquen a los comunistas. Por supuesto, estas acciones comunes no excluyen la discusión de las divergencias que existen entre ellos y los comunistas.»[35]
Este riquísimo fragmento –que casi merecería un estudio independiente– no se limita a anticipar problemas que serán sólo empíricamente evidentes en el 1848 francés, sino que prácticamente sirve para resumir toda la historia del movimiento obrero en los siete decenios exactos que median entre su redacción (noviembre de 1847) y la Gran Revolución Socialista de Octubre (noviembre de 1917). Desde cierto punto de vista, podemos decir que la gran gesta del marxismo decimonónico fue hegemonizar, a finales del siglo XIX, la fase socialdemócrata del movimiento obrero, que se había erigido lentamente sobre los restos del naufragio del 48. Sin la revolución proletaria en el horizonte de posibilidades inmediatas y siendo la constitución del proletariado como clase la tarea del momento, la teoría comunista pudo guarecerse en el movimiento socialdemócrata, entenderse con él e incluso dirigirlo espiritualmente.[36] Marx y Engels se encargaron constantemente de que no se apagara el fuego de su concepción del mundo, a pesar de que el decurso natural del movimiento práctico parecía alejarse a cada paso del camino que quizá sólo ellos veían con claridad.[37] Pero la Gran Guerra puso a las claras que la socialdemocracia estaba dispuesta a ponerse “al servicio de la burguesía dominante” tanto como a “atacar a los comunistas”, por pocos que fueran, que protestaran contra la traición a los principios hasta entonces aceptados de palabra. El resto es historia: los bolcheviques salvaguardaron “la unidad de la teoría” marxista, se escindieron de sus compañeros de viaje socialdemócratas[38] y convirtieron la tenue llama –rescatada de las oficinas de la burocracia del movimiento obrero alemán– en un incendio que asoló la Tierra. ¡Inmenso poder el de un mero principio cuando éste es terrenal![39]
El proletariado no necesita homenajear a sus jefes muertos ocultando sus errores. Para ellos, estamos seguros, no cabría mejor tributo que el esfuerzo constante por remontar sus deficiencias. Y a pesar de que éste no es el lugar apropiado para profundizar en las críticas que se le pueden hacer a Engels, no nos resistimos a señalar la dirección en la que, según nuestra opinión, aquellas deberían dirigirse. Esta dirección no es otra que la del mismo marxismo revolucionario, radicalmente opuesta a la idealista marxología antiengelsiana.
Si hasta ahora nos hemos permitido la pequeña licencia de la metáfora religiosa para caracterizar el perfil ideológico y político de Engels (bautista y apóstol) es porque él mismo gustaba, especialmente hacia el final de sus días, de semejante recurso.[40] Un texto tan importante como su Introducción a la edición de 1895 de la obra de Marx Las luchas de clases en Francia de 1848 a 1850 –lo último que escribió para la imprenta antes de morir– termina con una bella analogía en la que compara la proclamación del cristianismo como religión del Imperio romano (después de tres siglos de persecuciones anticristianas y varias décadas de legalidad) con la futura victoria inevitable de la socialdemocracia alemana (después de más de una década de Ley Antisocialista y varios años de legalidad). Lo que nos interesa de este texto no es la famosa censura a la que lo sometió la dirección del partido alemán[41], sino la profecía que contiene la sugerente analogía. Pero vayamos por partes.
En 1892, el autor de La situación de la clase obrera en Inglaterra ya había confesado, en su prólogo a la nueva edición alemana, que el optimismo de su juventud le había llevado a conjeturar la inminencia de la revolución proletaria en la adelantada nación británica:
«No se me ha ocurrido suprimir del texto las muchas profecías que me inspirara mi ardor juvenil, en especial la de una revolución social inminente en Inglaterra. No tengo motivo alguno para presentar mi trabajo y a mí mismo como mejores de lo que ambos éramos por entonces.»[42]
Una franca autocrítica del excusable error cometido por un joven y ferviente partidario del comunismo. Nada que objetar. Más problemática resulta, sin duda, la profecía implícita en la Introducción de 1895 a la que antes nos referíamos, en la medida en que ella es producto de un vaticinio con pretensiones de cientificidad. ¿Acaso la analogía del movimiento obrero alemán con el cristianismo triunfante en Roma se trataba de un mero y puntual recurso literario? Enseguida veremos que no. En el mismo año que criticaba su “ardor juvenil”, Engels escribía un importante artículo titulado El socialismo en Alemania. En él afirmaba:
«El partido socialista que venció a Bismarck, el partido que tras once años de lucha ha destrozado la Ley Antisocialista; el partido socialista, que como una marea ascendente desborda todos los diques, invadiendo las ciudades y el campo, incluso en los más reaccionarios distritos agrícolas; este partido ha alcanzado hoy el punto en el que casi es posible determinar la fecha de su llegada al poder mediante cálculos matemáticos.»[43]
Esta aventurada tesis parece bien asentada en el pensamiento del viejo Engels. Un año después ponía fecha aproximada para el cumplimiento de esta profecía científica. A la pregunta de un entrevistador de Le Figaro acerca de cuándo estarían los socialistas en posición de llevar sus teorías a la práctica, momento que al periodista le parecía lejano, respondía:
«No tan lejano como piensas. Para mí, el momento en el que nuestro partido será llamado a tomar el control del gobierno está llegando. Hacia el final del siglo quizá veas cómo este acontecimiento tiene lugar.»[44]
El mes siguiente insistía en su predicción matemática. A la pregunta de un periodista inglés acerca de si esperaba ver pronto «lo que todo el mundo tiene curiosidad por ver, un Gobierno Socialista en el poder»[45], el de Barmen contestaba que «[s]i el crecimiento de nuestro Partido continúa en su tasa normal, tendremos una mayoría entre los años 1900 y 1910.»[46]
Engels se encargó en otros lugares de contextualizar y completar esta clase de afirmaciones. Su pensamiento, para esos años, puede resumirse como sigue. En su opinión, el SPD tendía irremediablemente a conquistar la mayoría de los electores y de la soldadesca alemanes. Atribuía esto a factores económicos concretos; fundamentalmente, a la revolución industrial que Alemania había sufrido a partir de la década de 1860. Ante esta progresión imparable, traducida en multiforme organización proletaria, las clases dominantes se verían obligadas a violentar su propia legalidad –legalidad que tan útil estaba siendo al partido alemán para crecer rápidamente– y atacar preventivamente a la socialdemocracia. Y, llegado el día, el SPD sabría qué hacer. Su razonamiento es verosímil atendiendo a los datos que aporta para sostener tales predicciones. Sus dotes de estratega y táctico revolucionario, al recomendar al proletariado seguir acumulando fuerzas y no caer en provocaciones que terminaran en masacre –sin por ello renunciar al «derecho a la revolución», «el único “derecho” realmente “histórico”, el único derecho en que descansan todos los Estados modernos sin excepción»[47]–, están fuera de toda duda. Esta última profecía engelsiana no nos preocupa por su falta de acierto. El problema es que llegara a formularse en cuanto tal profecía. Al presentar como ley exacta una cuestión social cuya resolución depende sólo de la lucha de las clases en contienda, Engels oblitera la voluntad de las mismas y convierte a los únicos sujetos que tiene en cuenta el marxismo (las clases) en objetos de trayectorias previsibles, como si se tratara de un problema de mecánica balística.[48] Sorprendente, cuanto menos, en quien con 25 años había presentado con toda nitidez la elección que tenía que hacer el proletariado: o padecer el capitalismo o hacer la revolución. Sorprendente, asimismo, en quien llevaba toda la vida combatiendo la tendencia oportunista hacia la que se inclinaba naturalmente todo el movimiento obrero. Sorprendente, también, en quien ya se había percatado por entonces de que la burguesía aprendía igualmente de su experiencia y que, particularmente en Inglaterra, ya había ensayado la alianza –en vez de la guerra social perpetua, que amenazaba la estabilidad de su orden civilizatorio– con determinados sectores de la clase obrera (su aristocracia); alianza que sellará, después, la política general del imperialismo.[49]
A nuestro juicio, la injustificable profecía engelsiana que comentamos es la manifestación de un explicable retroceso epistemológico hacia el positivismo que seguramente se produce bajo la presión que sobre su pensamiento ejercieron varios factores materiales nada desdeñables: el entusiasmo que debió producirle la exitosa fundación de la II Internacional en 1889 (que reunió a 407 delegados representando a los proletarios de 22 países)[50], el fin de la odiada Ley Antisocialista de Bismarck y la dimisión de éste (ambas victorias del partido alemán en 1890), los asombrosos progresos electorales del SPD (que, ya en la plena legalidad, duplicó los sufragios recabados en las elecciones siguientes, también en 1890)[51], el nuevo programa de Erfurt (1891), abiertamente marxista, etc. Había razones para el optimismo. Pero, naturalmente, que estos factores directamente vinculados a la lucha de clases sean el catalizador del paso atrás que parece dar Engels no quiere decir que su pensamiento no estuviera ya predispuesto para ello. Es, en última instancia, consecuencia y producto del conjunto de las condiciones históricas de su época, en la que el despegue de la ciencia entusiasmó a todos los espíritus progresistas como Engels y el proletariado carecía de experiencia práctica suficiente como para representarse de un modo más concreto su revolución comunista. Irónicamente, el eterno combatiente contra el positivismo en las ciencias naturales, el paladín de la dialéctica como marco ontológico y epistemológico de interpretación y articulación de los datos que ofrecía la ciencia empírica, terminó cediendo terreno ante una interpretación positivista, si no de la historia general de la humanidad, sí del devenir del capitalismo y de sus agentes. La inevitabilidad del comunismo no era ya la jovial confianza subjetiva en la actividad práctico-crítica de una lozana y combativa clase ascendente, sino supuesto resultado objetivo del conocimiento aséptico de los datos que suministraba el recuento de las urnas alemanas. En definitiva, el comunismo revolucionario marxista había conquistado la hegemonía ideológica en el seno del movimiento obrero; pero el precio a pagar fue cierta adaptación de su teoría al sentido común evolucionista que profesaban sus líderes socialdemócratas. Y esta contradicción sólo pudo resolverla el bolchevismo de la mano de Lenin, verdadero comunista engelsiano en el mejor sentido de la palabra.
Como hemos dicho, es mérito imborrable de Engels haber articulado sistemáticamente la concepción marxista del mundo que cofundó. Dio ese primer impulso crítico en su Esbozo, cuya genialidad determinó a Marx a revolucionar su antiguo punto de vista. No es injusto afirmar, de hecho, que tanto La Sagrada Familia como las Tesis sobre Feuerbach o La ideología alemana son, en esencia, una autocrítica del joven Marx motivada por la revelación que le supuso el escrito del joven Engels. Cosa normal: el hombre cuyo bicentenario celebramos con este artículo, mientras era un autodidacta libre en Berlín, fue quemando etapas intelectuales velozmente, sin echar raíces teóricas profundas más allá de sus convicciones ilustradas, hasta identificarse plenamente con los intereses del proletariado gracias a su estancia en Manchester; El Moro, un estudiante problemático pero aspirante a profesor universitario, bien familiarizado con la filosofía sistemática y durante mucho tiempo figura notable del definido movimiento jovenhegeliano, fue erosionando más lentamente sus viejas y enraizadas concepciones.[52] Tras su encuentro y la forja de su común punto de vista, la división del trabajo que se estableció entre ambos parece haber invertido dialécticamente sus puestos de combate: el volátil comunista de Barmen priorizará desde entonces la serena sistematización de la nueva concepción del mundo; el sosegado pensador de Tréveris ejercitará con relativo desorden la crítica hasta el punto de costarle dar forma definitiva a sus multifacéticas y riquísimas investigaciones. Dialéctico periplo para dos grandes dialécticos. Pero, precisamente por ser su relación dialéctica, sus siluetas particulares sólo pueden pensarse así: en su esencial unidad. Unidad históricamente determinada bajo el nombre de marxismo.
Pero, como ya dijimos en nuestro particular homenaje a Marx en su bicentenario[53], el marxismo no es el pensamiento de un hombre. Tampoco el de dos. Es la concepción del mundo de una clase cuya madurez es irreversible, pues el mundo del presente está cincelado por su heroica y sólo temporal derrota. Mas un organismo consciente de sí mismo sólo puede acabar con su madurez de dos formas: completando su ciclo vital o suicidándose. La única muerte digna a la que puede aspirar el proletariado, el único modo de dejar de existir que está a la altura de lo ya conquistado por las generaciones de mártires por la emancipación de nuestra especie, conlleva cumplimentar su misión como clase y dejar descendencia en forma de humanidad libre. El suicidio de toda una clase, a diferencia de lo que ocurre con los individuos de carne y hueso, sería un final patéticamente deshonroso. Especialmente cuando esa clase, por ser ascendente, es la única potencia capaz de engendrar un nuevo mundo que está, en la escala histórico-universal, al alcance de los dedos. Y como las clases sólo existen en tanto que luchan, el proletariado saltaría desde la altura de la decimoprimera tesis sobre Feuerbach si él, o su vanguardia, no compareciera en la lucha final. Consigo suicidaría, arrastrándolo, a todo el género humano, genuino resultado de miles de millones de años de desarrollo de la materia y su producto más elevado mientras la ciencia no estatuya lo contrario. Tener que hacer esta mera prevención es un signo aciago de nuestros tiempos, pero necesario en un mundo que ya ha engendrado a Malthus, la autoesterilización, el suicidio colectivo como liberación de los males terrenales… y a una vanguardia que abjura de sus deberes históricos.
Engels pensaba, en coherencia con su concepción dialéctica de la vida, que «carecen de todo sentido las chácharas acerca de la inmortalidad del alma»[54]; pero los comunistas revolucionarios procuraremos que su extraordinaria figura y su obra revolucionaria vivan «por toda una eternidad» y que sus cenizas se vean «regadas por las ardientes lágrimas de todos los hombres nobles.»[55] Esa eternidad pasa por el presente y exige de nosotros, aquí y ahora, la reconstitución de la ideología que él cofundó y del Partido cuyo contenido relacional intuyó. Esos son nuestros deberes históricos. ¡Y qué digno homenaje sería el cumplirlos!