El feminismo en la retaguardia de la historia:

Palabras, obras y omisiones del movimiento femenino burgués

Este número de Línea Proletaria quedaría incompleto si, tras estudiar los hitos fundamentales del proletariado revolucionario en relación con la emancipación de la mujer, no dijéramos algo acerca de la actividad coetánea del feminismo realmente existente. ¿Qué hacían el movimiento femenino burgués y sus representantes ideológicos feministas mientras el movimiento obrero revolucionario maduraba, creaba sus organizaciones y, finalmente, revolucionaba con su nuevo poder político la sociedad burguesa y la familia?

Si en Oportunismo y feminismo[1] simplemente tratábamos de mostrar que la sobada idea del matrimonio malavenido correspondía, en verdad, a la reaccionaria relación entre el movimiento obrero burgués (oportunismo) y el movimiento femenino burgués (feminismo), aquí, desde la óptica del Balance del Ciclo de Octubre y armados con las conclusiones de los otros dos trabajos que contiene este número (que, desde la misma atalaya propia del Balance, realzan la experiencia positiva de la propia clase asalariada), nos limitaremos a poner en perspectiva la superflua estrechez de miras del feminismo en contraste con la profunda extensión universalista del comunismo. Demostraremos, en fin, que el proletariado revolucionario siempre estuvo a la vanguardia del proceso histórico, tanto en lo que respecta a la forma general de organización de la materia social como, en particular, en relación con el papel que el sexo femenino debe ocupar en el seno del género humano.

Creemos que este ejercicio meramente comparativo, exento de cualquier anacronismo y tomando a las (y los) «mejores» representantes del movimiento femenino burgués –o, al menos, estudiando los highlights que marcan su desarrollo y a las figuras más celebradas por las feministas–, ayudará a comprender mejor el carácter político burgués de cualquier variante de feminismo, su evidente continuidad histórica y su explícita oposición, en todo momento, a la línea política compartida por hombres y mujeres del proletariado revolucionario. Dejaremos que el feminismo hable a través de sus palabras (ideología), sus obras (actividad política) y sus omisiones (lo que ni siquiera contemplaba), rematando en un próximo número la lógica de nuestros últimos trabajos con la refutación en clave teórica de los pilares ideológicos del feminismo.

I. Preámbulo: la Gran Revolución traza las líneas del futuro

En el sexto número (5) de Línea Proletaria decíamos, con razón, que podemos situar el nacimiento histórico del movimiento femenino burgués en 1848, con la Declaración de Seneca Falls. No obstante, como nada nace de la nada, este movimiento tiene también sus antecedentes.[2] Así, dado que la Revolución es el motor de toda forma de materia (la modalidad de movimiento que hace emerger las novedades y los rasgos ulteriores de sus formas superiores), no debería sorprendernos que en torno a la Gran Revolución de 1789 aparezcan, in nuce, las dos líneas clasistas que enfrentarán a las mujeres poseedoras y a las desposeídas.

Quizá la primera manifestación política del abismo que separará (también) a las mujeres de las dos clases del viejo Tercer Estado sea la marcha de mujeres sobre Versalles (1789). Este acontecimiento –en el que jugaron un papel las mujeres más pobres de los mercados de París–, animado por la escasez de pan y la sospecha de que la corona preparaba un golpe contrarrevolucionario, despertó la ira de los monárquicos y de la burguesía más pacata. Es el caso, por ejemplo, de Olympe de Gouges, autora de la Declaración de los Derechos de la Mujer y la Ciudadana (1791). Parásita de la aristocracia (por su vieja condición de cortesana), girondina enemiga de los jacobinos y ejecutada en 1793 por agitar abiertamente en favor de la monarquía (literalmente, un –tipificado– crimen contra la revolución), dirá de las mujeres trabajadoras que formaron el grueso de la marcha que eran «infames bandoleras».[3]

Pero más evidente aún es el caso de Mary Wollstonecraft. Celebrada universalmente como una de las más importantes pioneras (o precursoras) del feminismo, su alineamiento con la burguesía liberal más derechista era perfectamente reflexivo. En su más famosa obra, Vindicación de los Derechos de la Mujer (1792), empieza diciendo con toda tranquilidad que «al dirigirme a mi sexo en un tono más firme, dedico una atención especial a las de la clase media porque parecen hallarse en el estado más natural».[4] En la jerga de la época, «clase media» es sinónimo, por supuesto, de «burguesía» (comercial e industrial), por hallarse esta clase por debajo de la aristocracia pero por encima de las masas de los trabajadores manuales. Pero volviendo al desprecio de clase que entre la burguesía moderada –feministas incluidas– despertó la marcha sobre Versalles, escuchemos el juicio que la propia Wollstonecraft hacía sobre las masas pobres puestas en movimiento para someter a Luis XVI. En An Historical and Moral View of the Origin and Progress of the French Revolution (1794), su particular balance de la Gran Revolución, dice:

«En principio, la concurrencia se componía sobre todo de mujeres del mercado y de los desechos más bajos de las calles, de mujeres que habían dejado de lado las virtudes de un sexo sin tener capacidad para asumir más que los vicios del otro. También las acompañaron una serie de hombres armados con picas, porras y hachuelas; pero eran, estrictamente hablando, una turba, con el odio que pudiera implicar este apelativo y que no se debe confundir con la honesta multitud que tomó la Bastilla. En realidad, raras veces se ha reunido semejante chusma, mostrando enseguida que su movimiento no era efecto del espíritu público.»[5]

El párrafo, elocuente por sí mismo, no es un fragmento aislado. Algo más adelante, en un pasaje sazonado con su chovinismo inglés y algo de antisemitismo, ratifica su desprecio por las masas revolucionarias al afirmar que «cada vez que la turba se ha liberado, la ira del populacho ha resultado traumática y catastrófica (…) pues las clases más bajas exhiben tan poca honestidad como sinceridad».[6]

Consideramos innecesario abundar en los iracundos juicios de la señora Wollstonecraft, que mientras afilaba su pluma contra las mujeres (y los hombres) de lo hondo del pueblo, dedicaba delicadas palabras de meliflua preocupación por «[e]l santuario de la quietud, el refugio de la precaución y la fatiga, el casto templo de la mujer –considero a la reina como una [mujer] más–, el apartamento donde entrega sus sentidos al seno del sueño»,[7] etc… ¡porque las masas habían irrumpido en –«violado», dice ella– la habitación de María Antonieta! Sin duda, Wollstonecraft fue pionera y verdadera campeona de la sororidad… ¡y una enemiga del pueblo!

¿Es que la historia no daba para más, y Wollstonecraft era una mera portavoz de los límites de su tiempo? Es obvio que no: era portavoz de los intereses de su clase.[8] El contraejemplo más evidente, por si lo anterior no fuera bastante, lo constituye la Société des citoyennes républicaines révolutionnaires (Sociedad de ciudadanas republicanas revolucionarias), verdadero precedente del movimiento femenino proletario de los siglos XIX y XX. Con la amplitud de miras que implica siempre la revolución de la clase que debe subvertir totalmente la sociedad para emanciparse, las mujeres de esta Société «no basaron el eje programático de su existencia en cuestiones especiales de la mujer» e «implementaron los derechos de las mujeres poniendo en primer lugar las necesidades generales de la Revolución».[9] Las republicanas revolucionarias, como expresión más organizada de la amorfa pero importante tendencia enragé, habían querido vincularse primero al club de los Jacobinos y luego al club de los Cordeleros. Habían reclamado el armamento general del pueblo, mujeres incluidas. Se sentían orgullosas del evento revolucionario que fue la marcha sobre Versalles. Exigían la aplicación despiada de la Constitución revolucionaria de 1793. Cada vez más radicales, su Société terminó siendo disuelta por representar el riesgo de desbordamiento por la izquierda de la revolución, que, en toda su grandeza, era al fin y al cabo la revolución de la burguesía.

Pauline Léon –una de las cofundadoras de la Sociedad de las republicanas revolucionarias en 1793– ya había leído en 1791 un mensaje ante la Asamblea Nacional, representando a más de 300 firmantes, que se expresaba así:

«No, Señores, no lo penséis; si por razones que nosotras no concebimos, rechazarais nuestras justas demandas, mujeres que habéis elevado al rango de ciudadanas devolviendo tal título a sus esposos, mujeres que han saboreado las primicias de la libertad, que han concebido la esperanza de engendrar hombres libres y que han jurado vivir libres o morir; tales mujeres, digo, jamás consentirán dar a luz esclavos; antes morirán; ¡mantendrán su juramento!... ¡y un puñal contra su pecho, las liberaría de las desgracias de la esclavitud! Morirán, no añorando la vida… sino sintiendo la inutilidad de su muerte, añorando no haber podido antes empapar sus manos en la sangre impura de los enemigos de la patria, y vengar [a] algunos de los suyos[10]

En esta misma línea, al verbalizar su declaración de adhesión a la Sociedad, estas revolucionarias declaraban:

«Juro vivir para la Revolución, o morir por ella[11]

Ni siquiera cuando proletarios y burgueses formaban parte del confuso, entreverado y magmático Tercer Estado hubo nunca una «cuestión de la mujer» independiente de las clases. ¡Y olvidarlo ha tenido un alto precio!

II. ¿Preparar la revolución o emancipar políticamente al capital?

Los lectores de Línea Proletaria ya estarán familiarizados con la significación histórica de la Declaración de Sentimientos de Seneca Falls (1848): señala el nacimiento del primer verdadero movimiento femenino burgués.[12] Pero ¿qué hay de su contenido? Como había hecho Olympe de Gouges casi 60 años antes con la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano, las mujeres y los hombres reunidos en Nueva York armaron su propia Declaración parafraseando extensamente la Declaración de Independencia de los Estados Unidos. Para 1848 (recordemos, mismo año en que se publica el Manifiesto Comunista), semejante texto había dejado de estar a la vanguardia del proceso histórico. La Declaración de marras reza:

«Consideramos que estas verdades son evidentes: que todos los hombres y mujeres son creados iguales; que están dotados por un Creador de ciertos derechos inalienables, entre los que figuran la vida, la libertad y la persecución de la felicidad; que para asegurar estos derechos se instituyen gobiernos, cuyos justos poderes derivan del consentimiento de los gobernados.»[13]

Aunque pudiera parecerlo, la verborrea teológica no es mero producto de la estructura parafrástica de un texto basal con tres cuartos de siglo de antigüedad. Representaba los verdaderos horizontes mentales de las y los reunidos, su transparente conciencia ideológica religiosa:

«Tanto en la Iglesia como en el Estado [el hombre] no le permite [a la mujer] que ocupe más que una posición subordinada, pretendiendo tener una autoridad apostólica que la excluye de todo ministerio y, salvo en muy contadas excepciones, de toda participación pública en los asuntos de la Iglesia.»[14]

Y, en una de las últimas resoluciones, leemos:

«Decidimos, por tanto: Que habiendo sido investida por el Creador con los mismos dones y con la misma conciencia de responsabilidad para ejercerlos, está demostrado que la mujer, lo mismo que el hombre, tiene el deber y el derecho de promover toda causa justa por todos los medios justos; y en lo que se refiere a los grandes temas religiosos y morales, resulta muy en especial evidente su derecho a impartir con su hermano sus enseñanzas, tanto en público como en privado, por escrito o de palabra, o a través de cualquier medio adecuado, en cualquier asamblea que valga la pena celebrar; y por ser esto una verdad evidente que emana de los principios de implantación divina de la naturaleza humana, cualquier costumbre o imposición que le sea adversa, tanto si es moderna como si lleva la sanción canosa de la antigüedad, debe ser considerada como una evidente falsedad y en contra de la humanidad.»[15]

Gobernantes y gobernados. Religión. Moral. Libertad individual. Derechos formales. Es el credo iusnaturalista de la burguesía liberal decimonónica. De nuevo, nos preguntamos si es que acaso la época no daba más de sí, y las feministas hicieron lo único posible. Y, de nuevo, debemos responder que la época daba mucho más de sí… pero sólo desde el punto de vista de la clase de vanguardia de la sociedad moderna.

Marx, tan pronto como en 1843, ya había empezado a romper con el marco burgués de pensamiento y escrito que «el Estado político no puede existir sin la base natural de la familia y la base artificial de la sociedad burguesa, sus condiciones sine qua non».[16] O, como dice poco después con una formulación que recoge del ambiente socialista francés, y que será también enarbolada por Engels y Lenin, «el Estado político tiene que desaparecer en la verdadera democracia».[17] Es decir: ni gobernantes ni gobernados. El credo religioso del primer feminismo norteamericano está tan lejos de la vanguardia del proceso histórico que Marx, todavía en 1843-44, no sólo dirá que la religión es «el opio del pueblo», sino también que considera que, ¡hasta en Alemania! (Prusia era un Estado cristiano), «la crítica de la religión se halla fundamentalmente terminada».[18] Es decir: no sólo el pensamiento religioso era ya por entonces retrógrado, sino que incluso su mera crítica (como recuerda junto a Engels en La ideología alemana) estaba ya esencialmente agotada y no permitía avanzar más en la empresa de la emancipación humana.

Y ¿qué hay de la cuestión femenina en particular? ¿Será cierto que el marxismo no le prestó atención, o no «tanta» ni «tan profunda» como el feminismo? Cuando las mujeres burguesas de Seneca Falls pedían, de manera tan razonable como moderada, el derecho a ejercer profesiones liberales, a votar, etc., Engels ya había retratado con fiel crudeza las condiciones de existencia de las mujeres proletarias, quienes no tenían que pedir permiso para trabajar –porque llevaban toda la vida haciéndolo para los maridos de las feministas, siendo éstas los parásitos de los parásitos de la sociedad, como decía Rosa Luxemburgo–, en La situación de la clase obrera en Inglaterra.[19] Sus conclusiones políticas (en 1845), sobra decirlo, eran infinitamente más radicales que las de las feministas de 1848:

«[D]ebemos admitir que una inversión tan total de la posición de los sexos sólo puede deberse al hecho de que los sexos han sido erradamente yuxtapuestos desde un comienzo. Si la dominación de la mujer sobre el hombre, tal como la suscita necesariamente el sistema fabril, es inhumana, asimismo debe serlo la dominación originaria del hombre sobre la mujer. Si actualmente la mujer puede basar su hegemonía –como antes lo hacía el hombre– en la circunstancia de que aporta la mayor parte, y hasta todo, a la comunidad de bienes de la familia, se deduce necesariamente que esta comunidad de bienes no es verdadera ni racional, porque hay un miembro de la familia que aún hace alarde del mayor monto de su aporte. Si la familia de la sociedad actual se disuelve, esa misma disolución demuestra que, en el fondo, el lazo que mantenía unida a la familia no era el amor familiar, sino el interés privado, necesariamente conservado en una comunidad de bienes errónea. La misma relación se produce asimismo en el caso de los niños que mantienen a sus padres desocupados, cuando no aportan a éstos dinero para su manutención (…). [En este caso] los niños son dueños de la casa (…).»[20]

Como se ve, en este marco de crítica global (que abarca todas las ramificaciones del fenómeno) y profunda (por atender a sus raíces económicas) a la familia misma no caben conceptos abstractos y unilaterales como el de violencia de género. No en vano, de esta misma crítica total –global y profunda– a la familia se deriva la necesidad de su desaparición. Seguimos en 1845-46:

«La implantación de una economía doméstica colectiva presupone el desarrollo de la maquinaria, de la explotación de las fuerzas naturales y de muchas otras fuerzas productivas, por ejemplo de las conducciones de aguas, de la iluminación por gas, de la calefacción a vapor, etc., así como la supresión [de la contradicción] de la ciudad y el campo. Sin estas condiciones, la economía colectiva no representaría de por sí a su vez una nueva fuerza de producción, carecería de toda base material, descansaría sobre un fundamento puramente teórico, es decir, sería una pura quimera y se reduciría, en la práctica, a una economía de tipo conventual. Lo que podía llegar a conseguirse se revela en la agrupación en ciudades y en la construcción de casas comunes para determinados fines concretos (prisiones, cuarteles, etc.). Que la supresión de la economía aparte no puede separarse de la supresión de la familia, es algo evidente por sí mismo.»[21]

Aquí tenemos, en sus aspectos fundamentales, el contenido del programa del comunismo revolucionario: la superación de la sociedad de clases (producto de la propiedad privada y de la división social del trabajo que le subyace), lo que conlleva, por arriba, la supresión del Estado y, por abajo, la eliminación de la familia. La substitución de esta última institución por formas colectivas de economía doméstica es, precisamente, una de las claves de la emancipación social de la mujer. Pero ¿qué proponía por entonces el feminismo realmente existente acerca de este problema? Tal pregunta nos permitirá avanzar un par de decenios, hasta la segunda mitad de la década de 1860.

John Stuart Mill, un aliado de los que ya no quedan y verdadero héroe para el feminismo, publicó su muy influyente The subjection of women [La sujeción de las mujeres] en 1869. En esta icónica obra, que en apenas cinco años fue traducida a 12 idiomas e incluso su mera lectura grupal ayudó a fundar alguna organización feminista[22], alecciona así a las mujeres trabajadoras:

«Cuando el sostenimiento de la familia descansa, no sobre la propiedad, sino sobre lo que se gana trabajando, me parece que la división más conveniente del trabajo entre los dos esposos es aquella usual en que el hombre gana el sustento y la mujer dirige la marcha del hogar. (…) No es de desear, pues, según entiendo, que en una justa división de cargos contribuya la mujer con su trabajo a sostener la familia.»[23]

Stuart Mill, el paladín liberal del feminismo, universalmente reconocido por su contribución a la causa de las mujeres (¿de qué clase?), reserva para las no-propietarias… ¡la esclavitud doméstica y la dependencia económica respecto de sus maridos! Ya hemos visto que Engels había denunciado (¡20 años antes!) como inhumana toda situación en la que un individuo (de cualquier sexo o edad) depende económicamente de otros. La posición de Mill, de hecho, coincide con la extrema derecha del movimiento obrero de su tiempo: los proudhonianos, que aún arrastran todos los prejuicios familiares del artesanado patriarcal, preindustrial. En el primer congreso de la Asociación Internacional de Trabajadores (AIT), celebrado en 1866, estos proudhonianos afirmaron que «[l]a mujer no está hecha para trabajar; su lugar está en el centro de la familia»[24], afirmación indistinguible de la de Mill. Y es que estos delegados respondían al informe del Consejo General elaborado por el propio Marx, que afirmaba:

«Consideramos la tendencia de la industria moderna a hacer cooperar niños y jóvenes de ambos sexos en el gran movimiento de la producción social como un progreso y una tendencia legítima, aunque el modo en que esta tendencia se realiza bajo el yugo del capital sea una abominación.»[25]

La posición marxista fue coherente, como vemos, desde mediados de los años 40: incorporación de la mujer a la producción social y abolición de la familia mediante la edificación de una economía doméstica colectiva (Engels volverá sobre ello en El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado). Pero el axioma comunista de emancipación social de la mujer nunca fue sólo un principio ideológico; en el plano político-organizativo la AIT fue pionera no sólo contando desde 1867 con una mujer (Harriet Law) en su Consejo General –algo completamente inusual en la época–, sino que el mismo Marx defendió activamente la organización de las mujeres asalariadas de una forma que prefigura, aunque con los contornos sindicales propios de aquella fase del movimiento obrero, el tipo de movimiento femenino proletario que formará parte, primero, del SPD (Die Gleichheit) y, posteriormente, sobre la base histórica y cualitativamente superior del movimiento obrero revolucionario como Partido Obrero de Nuevo Tipo, del Partido Comunista del país soviético (Zhenotdel), del Partido Comunista de China (FMC) o del Partido Comunista del Perú (MFP).[26]

«Marx lee la proposición siguiente, hecha por el Consejo General a la Conferencia: “La Conferencia, ante la proposición del Consejo General, recomienda la fundación de secciones de mujeres entre los obreros. Se entiende que esto no obstaculiza, de ningún modo, la formación de secciones mixtas.” El ciudadano Marx hace notar que la proposición dice: “Sin exclusión de las secciones mixtas”; él cree necesaria la fundación de secciones puramente femeninas en los países donde la industria emplea a mujeres en gran escala; ellas preferirán reunirse entre sí para discutir. Las mujeres, dice, juegan un papel en la vida: trabajan en las fábricas, toman parte en las huelgas, en la Comuna, etc. Ellas tienen más arrojo que los hombres. Añade algunas frases con las que recuerda la ardiente participación de las mujeres en los sucesos de la Comuna de París.»[27]

Mientras el feminista Stuart Mill, apologeta del credo liberal y de la sociedad inglesa de la época victoriana, quería que las mujeres trabajadoras se pudrieran entre las cuatro paredes mal puestas de su casa, Marx reconocía el papel progresivo que jugaba la incorporación femenina a la producción social y disponía los instrumentos políticos necesarios para que la AIT también organizase la lucha de las masas de mujeres obreras puestas en movimiento por la industria. Pero, más allá de sus nefastas opiniones, ¿cuál era la actividad política de Stuart Mill por aquellos años? Él mismo nos lo dice en su Autobiografía de 1873:

«Pasó lo contrario con la otra moción que presenté [la anterior, sobre el voto proporcional, no tuvo ningún «resultado práctico»] en forma de enmienda al Proyecto de Reforma [Reform Bill], y el cual fue, con mucho, el servicio público más importante –quizá el único realmente importante– que realicé en calidad de miembro del Parlamento…»

Redoble de tambores. ¿En qué consistirá esta hazaña? Sigue John, tras dos puntos cargados de suspense:

«… una moción para tachar las palabras que se entendía que limitaban el derecho de voto a los hombres, y así admitir al sufragio a todas las mujeres que, como propietarias o de otro modo, poseyeran la cualificación requerida a los electores varones[28]

En plata: la posición más radical de Stuart Mill, lo que más le llena de amor propio –en coherencia con el movimiento femenino burgués al que él representaba, pues la moción había sido llevada al Parlamento por dos sufragistas que habían reunido cerca de 1500 firmas de apoyo–… ¡consistía en cambiar la palabra «man» por «person» en una ley electoral censitaria, restringida, que excluía del voto a la inmensa mayoría de la población inglesa, mujeres trabajadoras incluidas! Lo que significaba una posición tal, propia de todo el sufragismo, no pasaba desapercibido para una figura de la talla de Zetkin, que escribiría más adelante:

«En el derecho de voto restringido de la mujer vemos no tanto el primer estadio de emancipación política del sexo femenino, como la última fase de emancipación política del capital; vemos un privilegio del capital y no un derecho universal. No emancipa a la mujer en cuanto mujer; no la eleva a la dignidad de ciudadana con plenos derechos en cuanto persona, sino sólo como poseedora de patrimonio y de renta. (…) Nuestra reivindicación del derecho de voto de la mujer no es una reivindicación feminista, sino una reivindicación de clase y del proletariado[29]

Objetivamente, y dado que la práctica totalidad de organizaciones feministas se conformaban con extender el sufragio censitario a las mujeres de la burguesía, el movimiento femenino burgués contribuyó a culminar la «emancipación política del capital». Hasta aquí, esta empresa era legítima e históricamente progresiva, en la medida en que remaba en la misma dirección (aunque con infinita menos fuerza) a que apuntaban las tareas del proletariado políticamente organizado: hacia la eliminación de los restos de la sociedad feudal, que llenaban de obstáculos el terreno de la lucha de clases entre la burguesía y el proletariado. Sólo había que asegurarse –y a ello se dedicaron mujeres comunistas como Zetkin o Kollontai– de que las mujeres de la burguesía no cercenasen los horizontes de las proletarias arrastrándolas a su movimiento pacatamente reformista. En definitiva, todo lo que nos proponemos demostrar aquí es que, en un plano histórico-universal, incluso mientras el capitalismo discurrió por su fase librecambista (preimperialista), las feministas, sus aliados y sus predecesoras estuvieron a la retaguardia del proceso histórico, a su rebufo; el proletariado, en cambio, marchó a la vanguardia por lo menos desde la década de 1840… ¡también en lo que respecta a los problemas y necesidades específicos de las mujeres trabajadoras!

Con la Gran Guerra de 1914, el proletariado puso fin a su adolescencia y la burguesía entró en su fase senil. Todo lo que hasta ahora podía, más o menos, excusarse (¡mientras no intentaran embaucar a las proletarias!) por ser producto de la estrechez mental y la pacatería de las damas burguesas, a partir de entonces se expresará como parte integrante de la guerra abierta entre las dos clases de la sociedad moderna.

III. ¿Revolución Proletaria Mundial o guerra imperialista?

La familia Pankhurst tiene, igualmente, un lugar destacado en los anales de la historiografía feminista. Sus métodos «militantes» y «radicales» (escraches, rotura de escaparates, huelgas de hambre…), como los denominan sus apologetas, han contribuido a forjar una imagen mítica de las sufragistas inglesas: valientes mujeres dispuestas a todo para conquistar su derecho natural al voto. Pero contrastemos esta imagen idealizada con los hechos históricos.

En octubre de 1903[30], en casa de las Pankhurst, se funda la Women’s Social and Political Union (WSPU), que acabará siendo la más influyente organización del feminismo inglés. Este grupo, una suerte de escisión del oportunista Independent Labour Party (ILP) (¡matrimonio malavenido!), ya habla el lenguaje del separatismo feminista tan corriente hoy en día. Dice Pankhurst madre:

«Decidimos limitar la afiliación exclusivamente a las mujeres… y aceptar que el único método para lograr nuestro objetivo sería la acción. Hechos y no palabras, era nuestro lema.»[31]

Como vemos, el cóctel es viejo: pretensiones radicales que no pasan de vagas nociones socialistas y feminismo de hecho. ¿No dicen las feministas, con aires de confesión desdeñosa, que el viejo feminismo sufragista era burgués, pero que el «nuevo», en cambio, incorpora objetivos socialistas? Esta patraña se puede desmontar con solo leer a las propias sufragistas, que a principios del siglo XX ya querían vestirse de partidarias del socialismo para mejor vender su mercadería a las trabajadoras. Emmeline Pankhurst, la madre superiora de la iglesia sufragista, decía en 1906:

«Nuestro primer objetivo es asegurar el derecho al sufragio de las mujeres. Sin embargo, todas nuestras militantes participan en las tareas del movimiento socialista… Somos conscientes de que el socialismo es más necesario aún, si cabe, para las mujeres que para los hombres… Es fundamental que podamos elegir a quienes hacen las leyes… Sólo con el esfuerzo conjunto de hombres y mujeres podrá resolverse la cuestión social… Ojalá llegue el momento en que hayamos asegurado la emancipación de nuestro sexo y resulte innecesario un movimiento separado de mujeres.»

¡Vaya! Los argumentos actuales del feminismo «socialista» ya eran un lugar común entre las sufragistas burguesas de Inglaterra. «¡Pobres de nosotras! No nos queda otra que separarnos… Pero muy bien eso del socialismo, ¡jurao!» De hecho, parece evidente que la informada Kollontai –que ya por entonces dedicaba enormes esfuerzos a combatir cualquier forma de feminismo– escribió este famoso párrafo, al año siguiente (1907), en respuesta explícita a las palabras anteriores de la Pankhurst:

«Las feministas declaran estar del lado de la reforma social, y algunas de ellas incluso dicen estar a favor del socialismo —en un futuro lejano, por supuesto— pero no tienen la intención de luchar entre las filas de la clase obrera para conseguir estos objetivos. Las mejores de ellas creen, con ingenua sinceridad, que una vez que los asientos de los diputados estén a su alcance serán capaces de curar las llagas sociales que se han formado, en su opinión, debido a que los hombres, con su egoísmo inherente, han sido los dueños de la situación. A pesar de las buenas intenciones de grupos individuales de feministas hacia el proletariado, siempre que se ha planteado la cuestión de la lucha de clases han dejado el campo de batalla con temor. Reconocen que no quieren interferir en causas ajenas, y prefieren retirarse a su liberalismo burgués que les es tan cómodamente familiar[32]

Pero, más allá de declaraciones, ¿cómo evolucionó políticamente el socialismo de la WSPU? Richard J. Evans, ese historiador autodeclarado «simpatizante» del feminismo, lo resume muy gráficamente diciendo que, para 1914,

«las militantes inglesas se convirtieron en superpatriotas. Al estallar la guerra, las Pankhurst ordenaron que cesara toda actividad militante. (…) Ya antes de la guerra la WSPU había roto con el movimiento obrero [oportunista de por sí, añadimos nosotros] (hacia 1906), abogando por un sufragio basado en la propiedad y oponiéndose a la ampliación a todos los varones adultos. La composición del movimiento era cada vez más de clase alta, y su funcionamiento cada vez más dictatorial (…). El culto a la violencia, subyacente en la campaña de incendios y destrucciones, se había hecho explícito en los mítines de las sufragistas (…) La ideología se había hecho irracional y demagógica, sobre todo en la campaña contra la contaminación sexual a través del “gran azote”. El comportamiento de las sufragistas durante la guerra fue la culminación lógica de esta evolución hacia el fascismo, no una aberración desafortunada. Las Pankhurst al terminar la guerra crearon el Partido de las Mujeres, organización de corta vida cuyo propósito era aumentar la productividad de los obreros empleando “expertos en ingeniería y organización” para dirigir la industria impidiendo las huelgas, el pacifismo y el “ganduleo”, todo lo cual según las Pankhurst formaba parte de una conspiración bolchevique internacional[33]

¡Vaya con las mitificadas sufragistas! Evans concluye, lúcidamente, señalando la vinculación general que existe entre el reformismo socialista y el fascismo, esto es, el social-fascismo… ¡esta vez con perspectiva de género!:

«De hecho, la posibilidad de evolución de las sufragistas en dirección al fascismo estaba presente desde sus primeros días, puesto que una de las características principales del fascismo de los primeros tiempos fue el intento de movilizar a los trabajadores con métodos socialistas para fines propios de la burguesía[34]

Como nos llevaría demasiadas páginas detallar cada una de las fechorías de las Pankhurst y la WSPU, que son muchas, citaremos en extensión a una autora feminista que hace un resumen aceptable (aunque transigente) de la línea política del feminismo inglés:

«La Gran Guerra dividió al movimiento de mujeres. Las antiguas feministas no militantes de la NUWSS [National Union of Women's Suffrage Societies, la más grande organización sufragista, de carácter moderado y liderado por Millicent Fawcett] experimentaron la fisura más profunda de su historia. La mayoría abandonó el trabajo sufragista para dedicarse a apoyar a su país en la defensa nacional. La minoría formó parte de la sección británica de la pacifista Liga Internacional de Mujeres[35] (…) De todas las organizaciones de mujeres, ninguna extremó el chovinismo patriótico como la WSPU (…). Su órgano, The Suffragette, reapareció en abril de 1915 como un periódico de guerra, cambiando pocos meses después su nombre por el de Britannia. Christabel y Emmeline Pankhurst recorrieron el país pidiendo el reclutamiento militar obligatorio para todos los hombres y el reclutamiento en las industrias de municiones y en otras necesarias para mantener el esfuerzo bélico, en el caso de las mujeres. Defendieron que se recluyera a los objetores de conciencia, pacifistas o huelguistas por entorpecer la defensa de la nación, así como a cualquier ciudadano de países enemigos que se encontrase en territorio británico. (…) Emmeline Pankhurst viajó a Rusia, donde defendió que Kerensky debía de mantener al país en la guerra, respetando el compromiso zarista con la Triple Entente. Incluso llegó a solicitar una intervención armada en Rusia para acabar con la revolución bolchevique[36]

Repitamos: la mitificada lideresa del sufragismo inglés pidió una intervención imperialista armada para aniquilar la revolución bolchevique, la revolución que más radicalmente abordó, en la historia, la cuestión femenina… ¡de las trabajadoras! El sangrante ejemplo inglés, quizá el más evidente, está lejos sin embargo de ser un caso aislado. En Italia, tras algunas decepciones que minaron su confianza en la democracia liberal parlamentaria,

«[t]odas las asociaciones feministas importantes apoyaron voluntariamente en los primeros años a Mussolini como primer ministro, antes de que fuera impuesto un régimen fascista total, engañadas por sus promesas de concederles las reformas que el parlamentarismo no había realizado, y tranquilizadas por el indudable hecho de que él y su movimiento habían aplastado al socialismo, al que aborrecían[37]

En Alemania, tres cuartos de lo mismo:

«De 1908 a 1914, el movimiento feminista alemán en su conjunto se distanció cuidadosamente de las demandas de sufragio universal, paz mundial y cooperación con los socialdemócratas y de las reivindicaciones de liberación sexual de la Liga para la Protección de la Maternidad de Stöcker. La lucha contra el vicio pasó de ser una lucha por la dignidad de la mujer a ser una campaña contra la deslealtad racial a los alemanes[38]

Y, más adelante:

«En enero de 1933 Hitler se convirtió en canciller y comenzó a construir por etapas la dictadura nazi del “Tercer Reich”. El movimiento feminista aprobó con reservas estos acontecimientos. Desilusionado por el parlamentarismo, recibió con agrado la “revolución nacional”. A pesar de una cierta aversión a la vulgaridad machista de los nazis, las feministas alemanas aplaudieron la afirmación de Hitler de que “la igualdad de derechos para la mujer significa que recibirá la estima que merece en las áreas para las cuales la naturaleza la ha destinado”. Las feministas, como comentó la presidente de la Federación [de Asociaciones de Mujeres Alemanas], “no podían hacer otra cosa que dar su aprobación al gobierno nacionalista y apoyarlo”, y ofreció “emprender contactos personales con las mejores mujeres del nacionalsocialismo”. En las últimas elecciones en las que los alemanes gozaron todavía de alguna libertad de elección, las de marzo de 1933, la Federación [de Asociaciones de Mujeres Alemanas] apoyó de forma considerable a los nazis, expresando la esperanza de que Hitler introdujera pronto unos “principios biológicos” para preservar la familia alemana y una “ley de preservación” para protegerla de las “personas antisociales”. (…) En abril de 1933 recibió la orden de sumarse a la organización de mujeres que los nazis estaban creando. Gertrud Bäumer, la figura más destacada del movimiento feminista, apoyó este paso, aunque significaba la expulsión de los miembros judíos del movimiento. Creía que la organización de mujeres nazi era simplemente una versión aumentada de la Federación, una “fase nueva y espiritualmente diferente del movimiento de la mujer”, y declaró su deseo de unirse a ella.»[39]

En los Estados Unidos vemos el mismo proceso: del liberalismo al conservadurismo fascistizante… ¡por miedo a la irrupción de las masas en la política! Carrie Chapman Catt, una de las nuevas dirigentes feministas sucesora de la vieja dupla Stanton-Antony, argumentaba:

«El gobierno está amenazado por un gran peligro… Este peligro radica en los votos que poseen los hombres de los barrios bajos de las ciudades y el voto del extranjero ignorante que todos los partidos tratan de conseguir para hacerse con el triunfo político… En las zonas mineras el peligro ya ha llegado a este punto. Los mineros disponen de armas, y aguardan con ojos codiciosos el momento de comenzar su mortífera labor de expoliar la riqueza del país… Sólo hay una manera de evitar este peligro: limitar el voto de los barrios bajos y dárselo a las mujeres.»[40]

Los ejemplos son tan numerosos que tenemos que renunciar a citarlos todos. Valga decir que, entre finales del siglo XIX y las primeras décadas del XX, el movimiento feminista norteamericano se alineó en numerosas ocasiones con el supremacismo blanco sureño y quiso limitar el voto de negros, extranjeros y poor whites. Como vemos, la continuidad desde Olympe de Gouges y Mary Wollstonecraft –que tildaban de «chusma» a las masas rebeldes– hasta el feminazismo italiano o alemán, pasando por el nacionalismo imperialista del feminismo de inicios del siglo XX, es más que evidente.

Por lo demás, no hará falta insistir en qué estaba logrando, coetáneamente, la mujer soviética trabajadora dirigida por su Partido Comunista: el lector lo ha podido conocer en las páginas precedentes de este número de Línea Proletaria.

IV. El feminismo redivivo

Ya dijimos en Oportunismo y feminismo que el movimiento femenino burgués perdió importancia específica a partir de los años 20. Las mujeres de la burguesía y el proletariado se sumaron naturalmente a los movimientos políticos de sus respectivas clases o fracciones de clase. El destino de la humanidad se dirimía en la lucha entre el proletariado y la burguesía (y su punta de lanza fascista). En cierta medida por el coste de ese combate a muerte, el marxismo reveló su crisis interna –que llevaba madurando desde los años 20, cuando la primera gran ofensiva proletaria mundial no logró los resultados que Octubre había permitido esperar–, sobre todo, a partir de la segunda posguerra mundial. Como consecuencia, los intelectuales con preocupaciones sociales se fueron alejando del marxismo, y los movimientos espontáneos de protesta dejaron de ver en el comunismo su horizonte de referencia inmediato.

Es en este contexto, en esta correlación de fuerzas, donde Simone de Beauvoir escribe su influyente obra, El segundo sexo. Desde las coordenadas de la pequeñoburguesa filosofía existencialista[41] trata de estudiar la condición social de «la mujer» y actualizar la política feminista. Pero, ¿de las mujeres de qué clase? De Beauvoir lo confiesa explícitamente en su obra:

«No obstante, existe actualmente gran número de privilegiadas que encuentran en su profesión una autonomía económica y social. A ellas nos referimos cuando nos preguntamos sobre las posibilidades de la mujer y sobre su futuro. Por esta razón, aunque todavía no constituyan más que una minoría, es especialmente interesante estudiar de cerca su situación; si los debates feministas y antifeministas se prolongan, es para hablar de su situación[42]

La afirmación es tan clara como certera, y la previsión exacta: si el feminismo sigue coleando, es porque tiene una base social pequeñoburguesa (profesional, cualificada, funcionarial) que lo alimenta; y, añadimos nosotros, si es hegemónico incluso en el movimiento obrero es sólo por incomparecencia de la vanguardia. La transparencia de la pensadora francesa es digna de elogio, y seguro que contrariará a más de una feminista contemporánea; lo que no es óbice para que su vigorosa obra esté, evidentemente, en la trinchera de los enemigos del proletariado revolucionario. Más allá de sus filias socialistas (¡ya vimos lo ligero de esas filias en el caso de las Pankhurst!), de Beauvoir diseña una filosofía y una moral a medida de esta mujer pequeñoburguesa; una especie de renovación teórica del viejo liberalismo, caído en desgracia definitivamente con la Gran Guerra. ¿No nos creen? Veamos:

«Desde aquí consideramos que no hay más bien público que el que garantiza el bien privado de los ciudadanos; juzgamos las instituciones desde el punto de vista de las oportunidades concretas que procuran a los individuos[43]

En su planteamiento resulta inconcebible la lucha de clases, la revolución social o el horizonte de la civilización comunista. Sólo tenemos el bien privado de los ciudadanos y las oportunidades del individuo como vara de medir la calidad de las instituciones. Las raíces de este argumentario son evidentes: liberalismo político mezclado con la vieja doctrina del socialismo democrático y reformista. El monstruoso hijo que tendrían, por ejemplo, un Stuart Mill y un Eduard Bernstein. Exactamente lo que hoy llamaríamos socioliberalismo, el pilar político del imperialismo. De Beauvoir, hoy, sería una firme defensora del gobierno más progresista de la historia.

Quizá crean que exageramos. Pero veamos cómo, de partida, su doctrina es anticomunista, pues considera que

«las categorías “burguesa” o “proletaria” son igualmente impotentes para encerrar a una mujer concreta. En los dramas individuales, como en la historia económica de la humanidad, subyace una infraestructura existencial que es la única que permite comprender en su unidad esta forma singular que es una vida.»[44]

Y ¿cuál es la «infraestructura existencial» que revela todos los misterios de la historia? Pues no otro que «el imperialismo de la conciencia humana, que trata de reforzar objetivamente su soberanía», imperialismo en el que está inscrita «la categoría fundamental de la Alteridad, y una pretensión original al dominio del Otro».[45] Simone nos espeta, con Hobbes: ¡Homo homini lupus!

Si recapitulamos la propuesta de la francesa, prescindiendo de entrar en más detalles, nos queda un claro cuadro del asunto: la vida singular, el individuo –principio confeso de la filosofía existencialista– desborda las categorías de clase; tiene que realizarse y conquistar su «libertad» de manera trascendente en sus «proyectos» personales (así lo formula constantemente de Beauvoir); así, el «bien público» no es más que la sumatoria de los egoístas intereses «privados»; motivo por el cual el «ciudadano» debe sancionar las «instituciones» que garanticen «oportunidades» a los «individuos» y, nos permitimos suponer, reprobar las que no lo hagan. ¡Así lo dicta el «imperialismo de la conciencia humana», al que hay que domar cívicamente! ¿Acaso no es ésta una filosofía hecha a medida de la pequeña burguesía?

Mientras la señora de Beauvoir publicaba su obra (1949), el Partido Comunista de China tomaba definitivamente el poder en el país más poblado del mundo. El proletariado revolucionario chino continuaba su obra y, armado con la experiencia soviética, revolucionaba la vida de las mujeres (¡y los hombres!) de las clases productoras. La emancipación de la mujer seguía su curso, no sólo al margen, sino en contra de las estrechas prescripciones de las feministas. Pero el lector ya ha podido verlo en las páginas precedentes de este número de Línea Proletaria. En efecto, las comparaciones son odiosas… ¡para el credo feminista!

El siguiente jalón en la triste historia del feminismo es seguramente, si pasamos por encima de Betty Friedan y La mística de la feminidad (un infumable estudio sociológico tan evidentemente burgués que no merece la pena detenerse en él), el nacimiento del feminismo radical, cuyas dos madres teóricas, Kate Millett y Shulamith Firestone, publican sus libros respectivos hacia 1970.

Aunque de la obra de la primera, Política sexual, tendremos ocasión de hablar en el siguiente número de nuestra revista, podemos señalar aquí un par de pasajes que ilustran su naturaleza política. Tras reconocer cierto mérito a la política soviética en materia familiar, la autora concluye, tan pancha, que «la propaganda que difundió [la URSS] sobre la familia tradicional fue indistinguible de la divulgada por otras naciones, incluida la Alemania nazi».[46] ¡Casi nada! Más allá del delirio positivista que encierra esta afirmación –un lugar común del trotskismo, por cierto– al prescindir absolutamente del proceso histórico, es empíricamente falsa. Mientras la política de la Alemania nazi para la mujer se resumía en el conocido lema «Kinder, Küche, Kirche» (niños, cocina, iglesia), la Unión Soviética había desplegado una ofensiva a gran escala para asegurar formas colectivas de cuidado y educación de los niños –y que, así, las mujeres no se vieran aplastadas por su peso–, había secularizado la vida social y promovido la ilustración científica de las masas y creado numerosísimas cocinas y restaurantes colectivos que libraran a la mujer de la atmósfera embrutecedora de los fogones domésticos. Por lo demás, la propuesta política más concreta que es capaz de formular Millett viendo el mundo con sus purple blinders, se resume así:

«En Norteamérica, cabe esperar que el nuevo movimiento feminista llegue a constituir, con los negros y estudiantes, una auténtica coalición tan radical como igualitaria. Es incluso posible que las mujeres representen una de las fuerzas impulsoras más cruciales a la hora de imprimir un giro decisivo a la mentalidad nacional que, en el momento presente, mantiene un equilibrio muy inestable entre esas dos vías opuestas que son el progreso y la represión política.»[47]

Y, ¿cómo lograr objetivos de tan poco vuelo? Con métodos igualmente infantiles:

«A este respecto, el mayor empuje debe derivar de una verdadera reeducación y maduración de la personalidad, y no tanto del despliegue teatral de la agitación armada (aun cuando éste se hiciese inevitable). Poseemos suficientes motivos para creer que la dedicación y la inteligencia creadora de un elevado contingente de personas podría incluso eliminar por completo la necesidad habitual de recurrir a los métodos violentos[48]

Como vemos, Kate Millett es una verdadera precursora de la trillada interseccionalidad. Quiere «imprimir un giro» de «progreso» a la «mentalidad nacional». Llama a esto «revolución social» (¡contengan la risa!) y, por supuesto, para tal empresa no necesita «métodos violentos», sino sólo la pacífica «inteligencia creadora» de un puñado de redentores (perdón: redentoras) de la humanidad, que «reeduquen» la «personalidad» de los individuos. «¿Y quién educa al educador, señorita Millett?», preguntaría irónicamente el viejo Marx recordando su tercera tesis sobre Feuerbach.

Fuera de bromas, es evidente que el moderadísimo programa millettiano está esencialmente cumplido: la «mentalidad» de las naciones imperialistas ha dado un «giro» pacífico (¡ahora veremos quién sufre la pax imperialista del programa feminista!) en el sentido indicado por las feministas; la burguesía hoy se ve a sí misma a través de una cegadora neblina morada.

Pero, ¿qué hay de Firestone, la más radical de las radicales, la más ambiciosa y sistemática de las feministas de nuevo cuño? Creemos que los greatest hits de La dialéctica del sexo espantarán hasta a la más dogmática de las feministas. En la distopía tecnológica que nos tiene preparada Firestone, «tendríamos que adoptar en primer lugar –para el éxito completo de nuestros objetivos– un socialismo que actuara dentro de un estado cibernético», «aun cuando siguiera siendo una economía monetaria», que aboliera de facto el «trabajo». En un arrebato de maltusianismo, nos dice que habría que crear «profesiones célibes»… ¡«como solución al problema demográfico»! Las criaturas que sí tengan el permiso de Firestone para ver el mundo, tendrán, eso sí, que nacer en asépticas probetas (Firestone aborrece la «gestación», culmen de «la tiranía de la biología reproductiva» de la mujer), ya que «es probable que –una vez eliminados los intereses del ego en la paternidad– la reproducción artificial se desarrolle y consiga amplia aceptación». En el terrorífico mundo ideal pergeñado por su mente perturbada, con la maternidad progresivamente abolida y sus «unidades de convivencia» funcionando a todo trapo, «si el niño escogiera la relación sexual con los adultos, aun en el caso de que escogiera a su propia madre genética, no existirían razones a priori para que ésta rechazara sus insinuaciones sexuales». De hecho, desde el punto de vista de los adultos, «las relaciones con los niños incluirían la cantidad de sexualidad genital de que el niño fuera capaz –probablemente bastante más de lo que creemos en la actualidad–», dado que «los tabús sexuales adulto-niño (…) desaparecerían».[49]

Resumimos: un «socialismo cibernético» que comporta una «economía monetaria», niños-probeta y maltusianismo, y «unidades de convivencia» abiertas al incesto y la pederastia. Una distopía situada en el punto geométrico exacto donde se cruzan la China socialfascista, Matrix y un lumpenar parking de caravanas hippies donde no rigen las normas mínimas de la civilización.

Mientras Millet y Firestone, entre muchas otras, trataban de dar cobertura teórica al renovado movimiento femenino burgués (que resurgió de sus cenizas en la segunda mitad de los años 60), en China todavía resonaban los poderosos ecos de la Gran Revolución Cultural Proletaria (GRPC). Y, como toda verdadera revolución, ésta también conmocionó los pilares de la opresión de la mujer, como habrá visto el lector en este mismo número de Línea Proletaria.[50]

Por acabar este lúgubre repaso, señalemos que en 1989, mientras el Partido Comunista del Perú se acercaba al equilibrio estratégico de su Guerra Popular (con una masiva presencia femenina en sus filas, de la base a la dirección), Judith Butler publicaba El género en disputa. En el prólogo posterior confesaba que llamaba a las «minorías sexuales» a conformarse con «sobrevivir» y «conseguir una vida llevadera».[51] Pero el proletariado revolucionario, a diferencia de todo el oportunismo, no quiere una opresión llevadera ni limitarse a sobrevivir. Ése es el discurso hipócrita de los esclavistas, que quieren siervos satisfechos, y de los esclavos cómplices de su propia condición. Los comunistas queremos, precisamente, que la opresión resulte insoportable; y no porque crezca el padecimiento de los marginados, sino porque su conciencia revolucionaria los ponga en contradicción absoluta con una sociedad caduca que sólo merece ser destruida. ¡Los comunistas queremos, como las obreras de la Francia revolucionaria, la libertad o la muerte!

V. ¿Qué ha logrado el feminismo contemporáneo?

Hasta el presente, y como reconocía ya en 1970 Shulamith Firestone, la historia no sabe de ninguna revolución feminista. No ha existido tal cosa, ni existirá mientras la palabra revolución todavía conserve algún significado. Ni siquiera las propias feministas tienen claro en qué consistiría tal hipotética cosa, agotándose las propuestas del movimiento femenino burgués realmente existente en el corporativismo, la solución policial-judicial de las manifestaciones de la opresión de la mujer y vagas ideas educativas… ¡por parte de los Estados burgueses! El proletariado revolucionario, aunque hoy derrotado, sí ofreció a las generaciones futuras un camino de emancipación para toda la humanidad. Dieron los primeros pasos en ese difícil pero luminoso sendero. Su periplo, como venimos insistiendo, nos proporciona las materias primas necesarias para retomar el camino mejor pertrechados… ¡si es que nos atrevemos a explotarlo a través del Balance!

Lo que ha producido el feminismo mientras el proletariado nacía, maduraba organizándose y hacía su revolución ya lo hemos visto: odio de clase contra las proletarias, moderantismo político –cuando no su explícito alineamiento con la reacción fascista–, y, finalmente, abierta oposición al comunismo. Pero, ¿qué nos ofrece la historia reciente del movimiento femenino burgués, crecientemente emancipado de la condicionante presión del proletariado revolucionario y de la hegemonía del marxismo?

Como hasta ahora, usaremos fuentes feministas para que las palabras, obras y omisiones del movimiento femenino bailen al son de su propia melodía. Como en un confesionario, queremos eliminar todo el ruido ambiental para que las “mejores” cabezas del feminismo hablen sin tapujos en su propio idioma. Intentaremos traducirlo. En este sentido, hay dos interesantes textos en que un par de autoras feministas intentan hacer un balance de las últimas décadas de conquistas del movimiento femenino burgués: El feminismo, el capitalismo y la astucia de la historia, de Nancy Fraser, y ¿Qué feminismos?, de Susan Watkins. Estos documentos servirán para revisar la hoja de servicios del feminismo y comprobar que su currículum vitae es una lamentable sucesión de contribuciones al sostenimiento del sistema imperialista.

Comencemos con Fraser, que admite estar convencida de que

«la difusión de las actitudes culturales nacidas de la segunda ola del feminismo ha formado parte de otra transformación social, involuntaria e imprevista para las activistas feministas: una transformación social del capitalismo de posguerra (…) [pues] los cambios culturales propulsados por la segunda ola, saludables en sí mismos, han servido para legitimar una transformación estructural de la sociedad capitalista que avanza directamente en contra de las visiones feministas de una sociedad justa.»[52]

¡Menudo chasco! Lo que Fraser afirma, con tanta perspicacia como cínica ingenuidad, es que las feministas han sido las tontas útiles del imperialismo; que la lógica del capitalismo no sólo puede absorber cualquier reivindicación parcial, sino que estos mismos reclamos son consecuencia de la constante transformación de las relaciones de producción. Nosotros, poco amigos de tratar con paternalismo a nadie –y menos aún a nuestros enemigos–, creemos que el problema es más fácil: este discursito condescendiente es la única salida que tiene el feminismo para conciliar su práctica objetiva (reformista, imperialista, antiproletaria, etc.) con las mistificadas quimeras ideológicas (de una «sociedad justa», ¡sea eso lo que sea!) que el movimiento femenino burgués necesita elaborar para sí mismo, y, sobre todo, para prometer algo a las proletarias que se ven sumergidas en el movimiento de la clase enemiga.

Fraser admite, de hecho, que el objetivo del feminismo de la segunda ola «no era tanto el de desmantelar las instituciones estatales como transformarlas en agencias que promoviesen, y de hecho expresasen, una justicia de género»; porque, «lejos de querer mercados libres del control estatal, buscaban democratizar el poder del Estado, maximizar la participación ciudadana, fortalecer la responsabilidad y aumentar los flujos comunicativos entre el Estado y la sociedad».[53] De lo que nos habla aquí Fraser es del evidente papel del feminismo como engranaje entre las masas y Estado, del movimiento femenino burgués como factor (¡y actor!) de la constante reforma del imperialismo, mecanismo adaptativo por antonomasia que garantiza la precaria estabilidad de la civilización burguesa. Y si esto es sólo la cobertura cultural y política del fenómeno, sus fundamentos económicos no dejan de ser los que son, pues

«las mujeres han entrado en tromba en los mercados de trabajo de todo el mundo; la consecuencia ha sido la de menoscabar de una vez por todas el ideal del salario familiar que el capitalismo organizado de Estado propugnaba. En el “desorganizado” capitalismo neoliberal, ese ideal se ha sustituido por la norma de la familia con dos perceptores de salario. No importa que la realidad que subyace al nuevo ideal sean los niveles salariales deprimidos, la caída en la seguridad en el trabajo, el descenso del nivel de vida, un fuerte aumento del número de horas trabajadas a cambio del salario por familia, la exacerbación del doble turno –ahora a menudo triple o cuádruple– y el aumento de los hogares en los que el cabeza de familia es una mujer. El capitalismo desorganizado saca peras del olmo elaborando una nueva narrativa del avance femenino y la justicia de género[54]

Y ¿qué consecuencias tiene eso para la lucha de clase del proletariado? Fraser sigue diciendo que

«el feminismo de la segunda ola ha aportado involuntariamente un ingrediente clave del nuevo espíritu del neoliberalismo. Nuestra crítica al salario familiar proporciona ahora buena parte de la narrativa que inviste al capitalismo flexible de un significado más elevado y de un argumento moral. Dotando a sus luchas diarias de un significado ético, la narrativa feminista atrae a las mujeres de ambos extremos del espectro social: en un extremo, los cuadros femeninos de las clases medias profesionales, decididas a romper el techo de cristal; en el otro, las temporeras, las trabajadoras a tiempo parcial, las empleadas de servicios con bajos salarios, las empleadas domésticas, las trabajadoras del sexo, las migrantes, las maquiladoras y las solicitantes de microcréditos (…). En ambos extremos, el sueño de la emancipación de las mujeres [sólo en su pálida versión feminista, añadimos nosotros] va atado al motor de la acumulación capitalista. Así, la crítica del feminismo de la segunda ola al salario familiar (…) sirve hoy para intensificar la valorización del trabajo asalariado del capitalismo.»[55]

El resumen es, de nuevo, evidentísimo. Plano económico: tras los 30 gloriosos del capitalismo de posguerra, con el peligro rojo desvaneciéndose, la burguesía incorpora masivamente a mujeres a la producción social (¡progresiva tendencia!) y lamina drásticamente a la vieja aristocracia obrera. Plano político: estos cambios económicos encuentran expresión en el Estado burgués a través del resurgido movimiento femenino burgués, que trata de «infundirles a dichas instituciones unos valores feministas». Plano ideológico: las feministas elaboran sus teorías y formulan sus valores culturales como expresión de los cambios económicos y políticos que el modo de producción capitalista ha sufrido; y, siendo expresión superestructural suya, no pueden menos que retroalimentar y legitimar el proceso, borrando del horizonte de lo imaginable una revolución social que apunte a la libre asociación de los productores de ambos sexos, emancipados del yugo de la maquinaria burocrática estatal.

¿Qué hay, para acabar con Fraser, de las consecuencias en el plano internacional? Pues, entre otras cosas, que

«la crítica al androcentrismo del Estado desarrollista se transformó en un entusiasmo por las ONG, que emergieron por todas partes para cubrir el vacío dejado por los Estados cada vez más reducidos. (…) Sin embargo, a menudo el efecto fue el de despolitizar los grupos locales y desviar sus agendas hacia direcciones favorecidas por los financiadores del Primer Mundo[56]

Así que, si traducimos el eufemístico lenguaje feminista de Fraser a la sencilla lengua del proletariado, vemos que la autora no hace sino reconocer que las ONGs feministas han sido una correa de transmisión entre las potencias imperialistas y los países oprimidos, esto es, instrumentos de injerencia imperialista de las metrópolis que, entre otras cosas, buscan la pacificación interna de la lucha de clases en las «poscolonias», como las llama Fraser, para mejor beneficio del capital financiero occidental. ¡Hay que tener mucho cuajo para enorgullecerse de ser feminista![57]

Por su parte, Susan Watkins también da cuenta de este proceso y afirma incluso que «la nueva maquinaria del feminismo global se estaba construyendo así sobre el empeoramiento de las condiciones de vida de las mujeres en gran parte del mundo».[58] Más adelante, dice con franqueza:

«En los albores del nuevo siglo había cobrado consistencia un espeso caparazón de burocracia feminista global. En el ámbito de las cumbres mundiales, las feministas activas en Washington DC, plenamente acomodadas en los corredores de la riqueza y el poder, redactaban los objetivos del “empoderamiento de las mujeres”. Las instituciones financieras internacionales –Banco Mundial, FMI– ampliaban sus unidades forjadas en el feminismo convencional para asegurar que las medidas de globalización que imponían tuvieran en cuenta la agenda feminista. Contaban con el respaldo de un estrato internacional de profesionales feministas altamente cualificadas y educadas en Occidente, que mediaban entre las agencias de desarrollo, los “donantes” –funcionarias escandinavas de los servicios de ayuda exterior, fundaciones (Gates, Ford, Rockefeller), banco de inversión y corporaciones (Walmart, Coca-Cola, Goldman Sachs)– y una jerarquía ahora mucho más homogeneizada de organismos internacionales, regionales y locales, que empleaban a cientos de miles de trabajadoras y trabajadores a tiempo completo en las ONG, muchas de ellas profundamente comprometidas con la causa. Esa era la infantería del feminismo global, cuya magnitud atestiguaba su creciente presencia.»[59]

Watkins traza un balance de «resultados» decepcionante para cualquier feminista que quiera sinceramente luchar por una sociedad sin clases y mire las cosas con un mínimo grado de objetividad:

«El cambio social concreto atribuible a la agenda feminista global ha sido menos espectacular y se ha concentrado en gran medida en la cima de la pirámide social. (…) Ha habido una leve feminización de las élites globales (…). En promedio, la equiparación económica ha sido en gran medida un proceso de “nivelación hacia abajo” entre los varones, al disminuir su salario e irse erosionando el modelo del cabeza de familia (…). Las políticas reproductivas del feminismo global también han conservado un apremio coercitivo. Las ONG se han concentrado en la supresión farmacéutica de la fertilidad, en lugar de desarrollar las condiciones sociales para la autonomía de las mujeres (…). Fue en los microcréditos donde el feminismo global y las finanzas globales se unieron para crear una nueva “frontera subprime” valorada en 100 millardos de dólares: “Lucha contra la pobreza, rentablemente”, como le gusta decir a la fundación de Bill y Melinda Gates. (…) Pero las pruebas de cualquier efecto emancipador para las mujeres pobres son escasas[60]

Repetimos las generosísimas palabras de esta feminista: las pruebas de cualquier efecto emancipador del feminismo para las mujeres pobres son escasas. Nosotros diríamos que nulas. La propia Watkins se pregunta anonada por este fracaso, y se responde a sí misma:

«¿Por qué son tan decepcionantes los resultados de tanto esfuerzo y tan sesgados los beneficios hacia la clase media-alta? Las limitaciones del proyecto feminista global están inscritas en parte en su modelo estratégico: “incorporar a las mujeres a la corriente principal” del orden existente, sobre todo a los estratos empresariales y profesionales[61]

Como hemos dicho, el movimiento femenino burgués ha tenido siempre como meta la integración de las mujeres en la sociedad burguesa y su representación en el Estado. Por lo que, siendo las masas hondas del proletariado lo inasimilable por el sistema, el resto siempre sobrante pero necesario, el feminismo sólo puede ofrecer a la proletaria un opiáceo púrpura que la distraiga con quimeras reformistas y le impida pensar con su propia clase. Y, por supuesto, las mujeres privilegiadas de la aristocracia obrera se encargan de mediar en el deal: como el camello que pasa para pagar su propio consumo, cortan la mierda morada con polvos rojizos de colorete de segunda, con los que maquillan la venenosa mercancía. Por eso el artículo de Watkins es instructivo en la medida en que explora numerosos resultados concretos, alrededor de todo el mundo, del feminismo realmente existente: campañas de esterilización, legitimación de injerencias imperialistas, subversión del derecho penal, promoción de la usura de las instituciones financieras con la cobertura moralista del “empoderamiento” femenino, etc. ¡He aquí la pax feminista, impuesta sobre el sufrimiento de los desposeídos, y muy especialmente de las mujeres trabajadoras! Aun así, nosotros nos hemos limitado a señalar los aspectos generales que resultan de todo el proceso, porque la crítica teórica de la ideología feminista sólo puede basarse en estos mimbres históricos y políticos: el estado de la cuestión antes de Octubre (LP5), la experiencia revolucionaria del proletariado durante el Ciclo (LP6) y la práctica coetánea del reformista del movimiento femenino burgués, que hemos explorado en este artículo.

Como vemos, pues, el feminismo no sólo no tiene a sus espaldas ni una sola experiencia que se asemeje en algo a una revolución social; por el contrario, toda su historia, tan o tan poco longeva como la del marxismo, ha discurrido siempre en la trinchera burguesa de la historia, ofreciéndose gustoso a reformar el capitalismo, estabilizarlo y protegerlo del peligro comunista. El comunismo, por su parte, ha sido «el gran emancipador del sexo femenino», como dijera Zetkin hace un siglo. ¿Con qué derecho alegan las feministas que el comunismo no se ha preocupado de la condición social de la mitad de la humanidad? Sus acusaciones recuerdan al Macbeth de Shakespeare, quien, para ocultar sus manos manchadas de la sangre de a quien decía servir, acusa del magnicidio, con fingida e histérica afectación, a los protectores del rey, a los que acaba de apuñalar con nocturna alevosía.

La historia del movimiento femenino burgués es, en resumidísimas cuentas, la que acabamos de relatar apoyándonos en los jalones que constituyen las propias palabras, obras y omisiones de las feministas. Sus opiniones antipopulares y pequeñoburguesas están registradas. Su actividad antiproletaria e imperialista está más que demostrada. Su absoluta incapacidad para concebir –no digamos generar– revolución, probada. ¡Son las feministas las que nunca se han preocupado realmente de los intereses de las mujeres proletarias que, como todos sus hermanos de clase, necesitan la revolución comunista para ser verdaderamente libres!

Por el contrario, la historia del comunismo, gran emancipador histórico del sexo femenino, es la que proletarios y proletarias deben retomar, levantándose, para que ni un solo ser humano quede postrado en la tierra.




Notas: