La prolongación de la guerra en Ucrania y la intensificación de la pugna inter-imperialista

Como decíamos en mayo, el inicio y desarrollo de la guerra imperialista en Ucrania había tomado una forma sorprendente e inesperada. Como también señalábamos, este imprevisto curso de los acontecimientos es también la manera clásica en la que hacen su aparición las grandes guerras. Ninguno de los imperialistas fue a la guerra en 1914 esperando tal prolongada carnicería, que se hubo de decidir por el agotamiento y colapso de las partes. Esta sorpresa, que abre paso a dinámicas y lógicas imprevistas que arrastran a los contendientes, se suele dar porque, en el momento del enfrentamiento real, ni los presupuestos puntos débiles de los contendientes son tan endebles, ni sus aspectos fuertes muestran tal fortaleza. Por ejemplo, en 1914 ni la eficacia militar del imperialismo germánico fue tal que pudiese noquear a uno de sus rivales, Francia, en un primer golpe decisivo (el célebre Plan Schlieffen), ni el paquidérmico poder zarista fue tan ineficiente como para no poder realizar una movilización lo suficientemente rápida que estableció una plena guerra en dos frentes desde el mismo comienzo de las hostilidades. Igualmente, en 2022 el poder militar ruso no se ha demostrado tan aplastante como la gran mayoría de los observadores preveían antes del comienzo de la invasión, pero, a la vez, su economía se está mostrando bastante más resiliente respecto a lo que estos mismos observadores vaticinaban. En este sentido, son las economías y sociedades del flanco europeo del bloque atlantista las que generan más incertidumbre en cuanto a su disposición para pagar todas las consecuencias que exige la economía de guerra, a la vez que el hegemonismo yanqui no ha conseguido un cierre de filas diplomático que aísle a su rival ruso en el escenario internacional. La escena está servida para una guerra prolongada que abre la puerta a todo tipo de escaladas de consecuencias potencialmente apocalípticas. De hecho, ocasiones para ello no han faltado en los últimos meses.

Sobre los fundamentos del fracaso militar del imperialismo ruso

Como apuntamos, la primera sorpresa fue la incapacidad del poder militar ruso para imponerse de forma rápida y decisiva. Ello, en primer lugar, como señalábamos en mayo, se ha debido a las propias incoherencias y falsas premisas sobre las que se sostenía el plan ruso. La “operación militar especial” no tenía como objetivo derrotar militarmente al ejército ucraniano, ni ocupar de forma permanente el conjunto del país, sino que debía jugar el papel de una intimidación que forzara, si no la abdicación del régimen de Kyiv, sí al menos un desplazamiento político interno del mismo que diera la voz a fuerzas más proclives a la negociación. Basta observar las fuerzas que el Kremlin empeñó inicialmente (apenas 200.000 tropas), del todo insuficientes en relación con el tamaño y la demografía ucranianas, si lo que se buscaba era la conquista militar bruta. Igualmente, las declaraciones de Putin en los primeros días de la invasión llamando a los militares ucranianos, “con los que nos podemos entender”, a apartar al gobierno de Zelensky y tomar ellos mismos las riendas, muestran que tales eran las expectativas.

En realidad, parece que en el fondo Moscú no había abandonado todavía los marcos de los acuerdos de Minsk, en el sentido de que el objetivo último era una negociación que re-estableciera un statu quo aceptable para el imperialismo ruso. De este modo, dentro de toda su vaguedad y guiños a la narrativa nacional rusa, los objetivos proclamados de desmilitarización y desnazificación de Ucrania no eran del todo una mera proclama propagandística, sino que podían encajar con unos objetivos limitados (en relación a un proyecto de conquista y anexión) respecto a asegurar la ruptura de los numerosos vínculos entre las fuerzas militares y paramilitares ucranianas y la OTAN, así como a expulsar de sus posiciones en el Estado ucraniano a las fuerzas más encarnizadamente anti-rusas, como son las del nacionalismo banderista. Por más que esto supusiera una crisis internacional, en última instancia, la imposición de este fait accompli, podría, con el tiempo, inducir a los sectores más pragmáticos del imperialismo atlantista, particularmente a una parte de las burguesías francesa y alemana, a aceptar una negociación sobre la base de estos hechos consumados. Al fin y al cabo, era lo que el Kremlin había aceptado en Minsk tras el golpe del Maidán y la guerra de alta intensidad en el Donbás en 2014-15. Esta reciprocidad de los socios europeos, como Putin gustaba de llamarlos, era una de las falsas premisas que sostenía la perspectiva del Kremlin y a la que éste, a pesar de todo lo ocurrido desde 2015, se mantenía aferrado. Y es que uno de los presupuestos de la estrategia rusa entonces era suponer la existencia de una contradicción de calado entre Washington y Bruselas que pudiera ser explotada por la diplomacia rusa. Esta contradicción puede existir, pero, desde luego, en ningún momento ha ocupado la principalidad que el Kremlin se empeñaba en asumir. La realidad ya era clara con el mirar para otro lado europeo ante los reiterados incumplimientos por Kyiv de Minsk II y se ha acabado de despejar con las recientes y escandalosas declaraciones de la estadista Merkel, respecto a que los acuerdos de Minsk eran una mera estratagema para que el régimen del Maidán pudiera ganar tiempo para estabilizarse, reforzarse y rearmarse. Estas declaraciones no son sólo un jarro de agua fría para aquellos sectores que claman por una salida diplomática a la actual guerra (lo que incluye a la mayor parte del oportunismo y el revisionismo en el seno de la Unión Europea –UE), sino que muestran de nuevo cuál es la verdadera apuesta estratégica de la sección decisiva de la burguesía imperialista europea, incapaz de concebirse a sí misma fuera del marco atlantista. A falta de catástrofes que puedan sacudir a esta burguesía, no hay razones para pensar que, con mayores o menores titubeos, no vaya a continuar recitando la consigna atlantista de “derrotar a Rusia en el campo de batalla”. Igualmente, para desazón del oportunismo pro-ruso, empeñado en embellecer con colores “anti-imperialistas” a los representantes de la burguesía mafiosa y anti-comunista que se sientan en el Kremlin, muestra que la perspectiva rusa nunca ha sido otra que el acuerdo entre pares imperialistas y la estabilización de un orden imperialista aceptable para Rusia en Europa oriental. Si hoy la perspectiva de este acuerdo entre imperialistas se muestra virtualmente imposible es, desde luego, contra los deseos de Moscú. A pesar de toda la propaganda atlantista, si alguien ha practicado aquí una política de appeasement, no ha sido otro que, paradójicamente, el imperialismo ruso.

Precisamente, como también señalábamos en mayo, la incapacidad rusa para ir más allá del juego diplomático y de equilibrio militar entre grandes potencias , con abierta incomodidad y desprecio respecto a los movimientos internos de las sociedades que son víctimas de sus juegos y cálculos, es otro de los fundamentos de su fracaso. Como indicábamos, el chovinismo gran-ruso y su abierta negación de la realidad nacional ucraniana le impidieron vislumbrar la reacción nacionalista que su movimiento militar iba a provocar. Igualmente, ese desprecio es la base de la impasibilidad con la que el Kremlin observó el aplastamiento por el nacionalismo banderista desde 2014 de la otra Ucrania, de ésa que sí podía sostenerse y enraizarse en la realidad plurinacional del país. La propia podredumbre de los regímenes surgidos a la caída de la URSS podía hacer parecer razonable la posibilidad del arreglo en las altas esferas, desplazando unos sectores parasitarios a otros, en una continuación de ese juego permanente donde los movimientos de masas son meros peones con poca incidencia en la configuración final del Estado. La otra cara de esta estrecha perspectiva imperialista era que, del mismo modo que se había despreciado al movimiento de masas que podía representar una configuración del país más amistosa hacia Rusia, se subestimó la energía del movimiento de masas que encarnaba su más irreconciliable hostilidad. Parece claro que el Kremlin no supo calibrar la profundidad y el impacto de las medidas implementadas por el régimen del Maidán, selladas en sangre con la guerra civil en el Donbás que este mismo régimen había propiciado. Ya detallamos buena parte de esto en mayo, pero la consecuencia que se evidenció era que ya no existían esos interlocutores a los que Putin apelaba en los inicios de la invasión. No había nadie en alguno de los resortes claves del Estado ucraniano que pudiera representar esa actitud menos belicosa hacia Rusia . Al contrario, y con total independencia de los vaivenes parlamentarios, quien ahora se había imbricado con la médula del Estado era el más acérrimo e irredento banderismo, para el que la ampliación y escalada de la guerra no era sino su más fervoroso objetivo . Independientemente del resultado de esta ampliación de la guerra, el banderismo ya ha ganado. Si, a pesar de toda su represión y la imposición de los dogmas y la narrativa banderistas, la continuación a ultranza de la guerra en el Donbás era todavía un asunto de partido (Zelensky, como recordábamos, ganó las elecciones de 2019 con una propuesta de salida negociada al conflicto del Donbás), no lo es ya la actual guerra contra Rusia, que se ha convertido en un asunto de país. Esta guerra es el empujón definitivo a una construcción nacional ucraniana a medida del nacionalismo banderista: una Ucrania entendida en términos exclusivistas, racistas y anti-rusos. La revolución proletaria y el tratamiento democrático de la cuestión nacional por el internacionalismo bolchevique impidieron durante mucho tiempo que el desarrollo nacional ucraniano, una realidad ya a principios del siglo XX, siguiera estos derroteros exclusivistas de enfrentamiento entre pueblos. La erosión de los principios internacionalistas por el revisionismo, siempre apuntando contra el “cosmopolitismo” y buscando sus “vías nacionales al socialismo”, y el colofón de desenfrenado nacionalismo que ocupó el vacío ideológico y político dejado por el colapso del sistema soviético crearon las condiciones para que este nacionalismo se desarrollara hasta sus últimas consecuencias. El mundo ruso de calado civilizatorio, rodeado de hermanos pequeños eslavos, con el que se fantaseaba en el Kremlin, pródigo en sus denuncias del “crimen bolchevique”, encontró su contraparte a medida en la Ucrania irredenta, igualmente anti-bolchevique y que por fin podía encomendarse a sudestino cósmico de permanente lucha contra las hordas asiáticas moscovitas. Desde el momento en que éste encontró en el imperialismo yanqui un poderoso patrón para su narrativa y pretensiones, el conflicto imperialista era inevitable. Tan inevitable como el que el imperialismo ruso despreciara los movimientos internos de la sociedad ucraniana. La ideología nacionalista del Kremlin no era un factor táctico, un cálculo, como la errónea percepción de las contradicciones en el seno del bloque atlantista, sino que era una necesidad que emanaba de la estructura social y política capitalista del propio régimen ruso .

El propio carácter del Ejército ruso es también otro factor estructural que muestra las contradicciones que enfrenta el imperialismo ruso y la dificultad que el Kremlin, en las condiciones establecidas por la disolución de la URSS, ha encontrado para darles una forma política coherente. No obstante, en primer lugar, el fracaso ruso también obedece a una serie de factores tácticos. El más importante dimana de los propios defectos operacionales del plan ruso. Dado que el objetivo era la intimidación política, más que la victoria militar, las columnas rusas avanzaron velozmente en formación de marcha, ignorando las mínimas seguridades militares (protección de los flancos o guarnición de las vías de abastecimiento a retaguardia). Como decíamos en mayo, la idea era repetir un movimiento del tipo de 1968 en Checoslovaquia: una acción rápida de fuerzas especiales que paralizara el centro de decisiones ucraniano (el asalto al aeropuerto de Hostomel en las inmediaciones de Kyiv), junto a un avance relámpago de las columnas acorazadas desde la frontera, debían favorecer la parálisis y el colapso político del régimen ucraniano. No obstante, desde el momento en que éste no se produjo, las columnas rusas quedaron en la peor posición militar posible: extendidas por largas franjas de territorio hostil, con sus flancos al descubierto y sus suministros al alcance del hostigamiento enemigo. Los ucranianos hicieron buen uso del enorme envío de material anti-tanque de la OTAN y de la superioridad numérica que les proporcionaba su inmediata movilización. Usando tácticas similares a la guerrilla, la numerosa infantería ligera ucraniana, bien provista de lanza-misiles portátiles, dejó un reguero de blindados rusos destruidos por las carreteras del norte del país. Aquí se produjeron las bajas más numerosas entre los rusos, que finalmente se vieron forzados a retirarse de todo ese sector del frente.

Sin embargo, como apuntamos, hay factores estructurales que determinan la elección y ejecución de este defectuoso plan. Efectivamente, el Ejército soviético de la Guerra Fría era una fuerza concebida para librar una gran guerra de alta intensidad contra la OTAN en Europa central. Esta guerra se prefiguraba como una Segunda Guerra Mundial tecnológicamente evolucionada. En este contexto, el despliegue inmediato de una gran masa de maniobra era un factor esencial. Por ello, además del gran tamaño de sus fuerzas permanentes, la URSS mantenía un importante número de unidades “en cuadro”: divisiones con todo su material, pero pocas tropas, que debían ser completadas con los recursos humanos que proporcionara la movilización, lo que implicaba toda una gran infraestructura (centros de reclutamiento, de entrenamiento y acantonamiento, así como sus almacenes de suministro) que la URSS mantenía preparada en todo momento. Con el colapso de la URSS y la catástrofe de los 1990 toda esta infraestructura también se derrumbó. No obstante, el nuevo régimen ruso nunca supo re-estructurar coherentemente sus fuerzas armadas . No era sólo la falta de recursos producida por el shock neoliberal de los 1990 y todo su horripilante pillaje, sino que ello expresaba, como decimos, la incapacidad política de la nueva clase dominante para dar respuesta a las contradicciones que la nueva situación de Rusia en el mundo les presentaba . Oficialmente la Guerra Fría había acabado, pero la OTAN no parecía concebirla, como hubiera gustado a la nueva burguesía mafiosa rusa, como una “victoria de la libertad sobre el comunismo, en la que todos éramos ganadores”, sino como una derrota sin paliativos del poder de Moscú. Por debajo de todas las declaraciones oficiales sobre la “nueva era de paz”, la realidad es que la OTAN inmediatamente se desentendió de todas sus promesas y empezó a avanzar implacablemente hacia el este, mientras eliminaba cualquier rastro de no alineamiento en Europa (destrucción de Yugoslavia) y mantenía a Rusia fuera de la Alianza atlántica, a pesar de las pretensiones del país eslavo. Los dirigentes rusos se seguían viendo como una gran potencia y tenían pretensiones acordes, pero eran abiertamente despreciados por sus socios occidentales. A pesar de todos los “anti-imperialistas” pro-rusos, Rusia estaba dispuesta a aceptar de buena gana el hegemonismo yanqui, como muestra su vergonzosa anuencia en el desmantelamiento de Yugoslavia o su colaboracionismo con la guerra contra el terror, pero esperaba como contrapartida el reconocimiento del espacio de la ex-URSS como su área de influencia, esto es, su propio patio trasero imperialista. No obstante, todos sus deseos de integración como pares en la comunidad internacional eran correspondidos con la abierta ignorancia de sus demandas, quejas y preocupaciones, mientras la OTAN ocupaba progresivamente el vacío geopolítico dejado. Esta contradicción entre las aspiraciones de la nueva burguesía rusa y la falta de correspondencia con los hechos de la realidad nunca pudo ser resuelta por esta burguesía.

En este sentido, esa contradicción se reflejó vivamente en el Ejército. Los recortes presupuestarios fruto del saqueo y colapso económico son sólo el telón de fondo de un problema de raíces sociales y políticas. Si todos eran miembros reconocidos de esa comunidad internacional imperialista en una nueva era de paz (es decir, donde la sangre sólo se derramaba fuera del jardín francés imperialista) y colusión entre potencias, entonces las fuerzas armadas rusas se podían reconvertir en una fuerza mucho más pequeña y profesionalizada, estructurada como fuerza expedicionaria para acciones de policía en ese patio trasero (el “extranjero cercano” de la doctrina rusa). Ésta era la línea dominante en las metrópolis occidentales en un momento de colusión imperialista en que se ponía en primer plano un incontestado nuevo reparto del mundo y, consiguientemente, la contradicción principal era la establecida entre el imperialismo y los países oprimidos. No obstante, a pesar de ser partícipe de esa tendencia, el poder yanqui nunca dejó de aumentar su presupuesto militar y de desarrollar nuevas tecnologías pensadas para la guerra a gran escala contra otras potencias. El saqueo de los países oprimidos era sólo una de las patas de los planes hegemonistas yanquis: la otra era evitar el surgimiento de otro gran poder que pudiera rivalizar con Washington. A pesar de todos los discursos y declaraciones, ésa era la evidente sombra que acechaba tras la expansión de la OTAN en Europa oriental. Si esto, la amenaza de una gran guerra convencional en Europa, era la perspectiva, entonces esa pequeña fuerza profesional de tipo colonial no era suficiente. Entonces la masa y la estructura de movilización eran imprescindibles. La clase dominante rusa aspiraba a lo primero, pero la realidad geopolítica prefiguraba lo segundo. Se intentó enfrentar el dilema gastando buena parte de los mermados recursos en el mantenimiento y modernización del arsenal nuclear, mientras el Ejército se reducía y profesionalizaba, aunque nunca dejó de ser en buena medida un ejército de conscriptos. Esto no resolvió el problema. Como apuntábamos en mayo, la paridad nuclear por sí sola, a falta de fuerzas convencionales equiparables, no alcanza las exigencias de la competición inter-imperialista. El órdago sólo es eficaz si es creíble. Puede servir para disuadir un ataque directo al corazón, pero no evita su cerco y la pérdida del patio trasero. Elocuentemente y continuando su estela histórica, la OTAN ha ido cruzando impunemente todas las líneas rojas que Moscú había trazado desde febrero en cuanto a la implicación atlantista y su ayuda al régimen ucraniano. Por supuesto, ello aumenta la posibilidad de que la OTAN sea víctima de su propio éxito y confunda una futura línea roja rusa firme con otro farol. Cuanto más escaseen los éxitos militares rusos, más posible será este escenario potencialmente apocalíptico.

Por otro lado, el Ejército soviético, aun con la usurpación revisionista, era un eco de la gigantesca movilización de la Gran Guerra Patriótica. El nuevo Ejército ruso era expresión del saqueo de los 1990. La propia idea de movilización resultaba problemática desde la perspectiva del equilibrio de un régimen cuyo mismo fundamento era la estabilización e institucionalización de ese saqueo. Eso era un nuevo motivo para optar por esa línea de fuerza profesional, tecnificada pero más reducida. No obstante, el nuevo régimen ruso, a diferencia de la antigua URSS, era también incapaz de mantener el pulso de una competición tecnológica integral. A pesar de lo que marcaba la moda imperialista del momento, nunca se pudo prescindir del todo de la masa, del número, para mantener cierto equilibrio estratégico. El Ejército ruso de 2022 era la expresión de todas estas contradicciones , plasmadas en múltiples virajes doctrinales y remodelaciones inconsecuentes durante las décadas de 1990 y 2000, así como de su propia experiencia en las guerras del Cáucaso (Chechenia y Georgia). Más pequeño, pero no completamente profesional. Necesitado de reclutas, pero temeroso de una masa que su régimen social exigía que se mantuviera en el adormecimiento y la pasividad. Orientado al trabajo policial en el patio trasero , pero sin poder evitar a una OTAN cada vez más a próxima sus fronteras. De ahí que habláramos de que el plan ruso para Ucrania era una desesperada apuesta. No era una elección entre otras posibles, concebida en función de un análisis de la realidad y acorde con los objetivos perseguidos. Al contrario , era un plan que emanaba de la propia estructura de poder rusa y tenía como primera inquietud la conservación de esta estructura. Mantener esa contradicción que era el mismo statu quo, pero no exacerbarla. La misma fragilidad de esta estructura de poder, exigía evitar a toda cosa la perspectiva de una gran guerra convencional y sus inquietantes incertidumbres. A pesar de ir a la guerra para evitar el asentamiento en Ucrania de la más poderosa alianza militar del planeta, la OTAN, cuyos tentáculos ya estaban firmemente presentes en el país, se concibió una operación de policía, más política que militar, para el cambio de un régimen que el mismo plan exigía que estuviera aislado respecto a esos provocadores tentáculos. La premisa conceptual de la “operación especial” era una contradicción con los motivos que la hacían necesaria : el régimen ucraniano era indesligable de la presencia e implicación de la OTAN.

Para desgracia del Kremlin, la realidad no se avino a amoldarse a sus conservadoras necesidades. Su política de gabinete permitió la represiva desarticulación política de la base social ucraniana no hostil a Rusia y dio tiempo al régimen de Kyiv para estabilizarse y rearmarse. Finalmente, su tardía invasión militar, llena de inevitables titubeos, generó una previsible reacción nacionalista que legitimó como nunca los fundamentos banderistas del régimen del Maidán, mientras la cuantía y cualidad de la ayuda militar atlantista aumentó dramática y sostenidamente. Encerrado en sus propios dilemas, con sus contradicciones a flor de piel y enfrascado en una gran guerra convencional que no deseaba, el régimen capitalista ruso dilapidó el núcleo profesional de su ejército y postergó todo lo posible una movilización propia (aún a costa de la pérdida de importantes posiciones militares en Ucrania) que al final se demostró inevitable. Los interrogantes que esta situación abre respecto a la continuidad del régimen ruso, o incluso a la propia integridad de la Federación Rusa, son inevitables y son la base de los cálculos que sustentan la estrategia proxy del militarismo atlantista.

El desarrollo de la guerra en los últimos meses: abundando en sus lecciones

La guerra ha seguido un curso acorde con estos fundamentos. Repelido el intento inicial ruso de cambio de régimen, el centro de la guerra se trasladó de nuevo al Donbás. El hecho de que la guerra esté asolando fundamentalmente las regiones más tradicionalmente rusófilas de Ucrania no deja de ser tristemente elocuente respecto a la tragedia a que ha conducido a Rusia la estrechez imperialista de sus dirigentes. En cualquier caso, a pesar de las pérdidas, y en la típica mentalidad de guerra colonial, el Ejército ruso confió en que su superioridad armamentística compensaría la inferioridad numérica respecto a los ucranianos, ya movilizados. Las pérdidas y escasez de tropas rusas trataron de ser compensadas con toda una serie de expedientes: voluntarios, mercenarios (el famoso Wagner), estratagemas legales para alargar periodos de servicio, etc. Desde entonces, los avances rusos se han basado en la preparación artillera masiva. De este modo, los rusos consiguieron tomar a principios de verano los principales núcleos urbanos del óblast de Lugansk 1 que permanecían en manos ucranianas, Severodonetsk y Lysychansk. Pero hasta ahí llegó el fuelle ruso. Durante el verano el frente se estabilizó y, a finales de la estación, los ucranianos, con los números de la movilización y el suministro atlantista, lanzaron su contraofensiva. Mientras que en Jersón ésta avanzó lentamente y con numerosas pérdidas, en el otro extremo del frente, en Járkov, el éxito fue fulminante, provocando una desbandada que obligó a los rusos a abandonar la práctica totalidad del territorio que ocupaban en ese óblast, permitiendo a los ucranianos amenazar de nuevo Lugansk. Al final, los rusos, ante el peligro de verse embolsados contra el Dniéper, también abandonaron, aunque aquí de forma ordenada, Jersón, en lo que resultó un revés político de primer orden para el Kremlin. Efectivamente, Jersón no sólo era la única capital de óblast que los rusos habían conseguido capturar desde febrero, sino que, desde el punto de vista de su propia legalidad, era pleno territorio de la Federación Rusa, tras los referéndums de anexión celebrados a finales de septiembre en el Donbás y los otros óblast mayoritariamente en manos rusas. Los susurros entre dientes rusos acerca de las armas nucleares no disuadieron a la OTAN de seguir apoyando los embates ucranianos, incluso contra territorio “oficialmente” ruso.

En mayo ya señalábamos algunas interesantes lecciones militares que podían entresacarse de la guerra en Ucrania desde la perspectiva estratégica de la Guerra Popular. Como ya decíamos entonces, ninguno de los contendientes en esta pugna imperialista puede concebir siquiera el planteamiento de la lucha como Guerra Popular (que no es sólo una “técnica” militar, sino que presupone una concepción del mundo, una línea política y un sujeto social específicos), pero sí era posible entresacar algunas enseñanzas en la estela de la pertinencia universal de esta estrategia. Hablábamos entonces de la democratización del poder aéreo que supone la irrupción del dron en el campo de batalla, de la idoneidad de las áreas urbanas como escenarios equilibradores entre rivales con unas capacidades tecnológicas y armamentísticas muy dispares y señalábamos cómo buena parte del éxito defensivo ucraniano en esa primera etapa de la guerra tenía que ver con el uso de tácticas de infantería ligera que, en buena medida, encajaban con el esquema guerrillero. Se puede seguir abundando en esta última cuestión, en la importancia fundamental de la verdadera arma definitiva : el infante y su fusil. Esto, que ya fue sentado por Engels hace siglo y medio, ha vuelto a ser ratificado en los campos de batalla ucranianos. A pesar de toda la importancia que tiene la ayuda militar atlantista, el elemento que ha marcado la diferencia en el frente ha sido la superioridad numérica de la infantería ucraniana. La movilización rusa anunciada en septiembre es la prueba de que su superioridad tecnológica y numérica en sistemas de fuego de largo alcance no ha podido compensar esta inferioridad básica en el número de tropas.

Inevitablemente, la forma burguesa de concebir la guerra tiende a caer en el fetichismo tecnológico, pues, al fin y al cabo, no deja de ser la expresión de un régimen social organizado en torno a la primacía del trabajo muerto. Buena parte de la propaganda atlantista se centra en la autoproclamada superioridad técnica del armamento occidental sobre el ruso. Esto, además de marketing para el complejo militar-industrial yanqui, expresa la tendencia de una concepción del mundo profunda. En estos meses se nos ha aleccionado sobre toda una serie de armas milagrosas que decidirían la suerte en los campos de batalla. La rapidez con la que cada una de estas armas ha ido cediendo el testigo de “decisiva” a la siguiente es la mejor prueba del escaso recorrido de tal concepción. Los Javelin dejaron el protagonismo a los Switchblade, que lo pasaron a los HIMARS, que hoy han cedido el paso a los Patriot. Sin embargo, la clave que ha paralizado el ataque ruso y ha permitido a los ucranianos pasar a la contraofensiva ha sido, como decimos, la incapacidad rusa para ocupar la línea del frente con una densidad de tropas similar a la de los ucranianos. La suerte de las ofensivas ucranianas es una buena muestra de ello. A pesar de ser la zona donde los HIMARS se estaban utilizando con mayor intensidad, la concentración de tropas rusas en el área de Jersón hizo que el ataque ucraniano allí avanzara muy lentamente y con gran costo o, simplemente, se paralizara. No obstante, esa misma concentración en ese sector del frente obligaba a los rusos a dejar más descubiertas otras partes, como la zona de Járkov, que es donde precisamente se ha producido el mayor éxito militar ucraniano hasta la fecha. A pesar de toda la propaganda atlantista, el elemento clave para explicar el éxito ucraniano ha sido la masa de su infantería respaldada por los relativamente viejos, pero numerosos, sistemas de artillería y defensa anti-aérea que el país poseía de la época soviética.

Por supuesto, con ello no queremos restar importancia al enorme apoyo logístico y militar atlantista. Estamos en una guerra burguesa inter-imperialista. La sangre de los soldados tiene, como el valor de cambio mismo, una relevancia fundamentalmente abstracta-cuantitativa. No importa tanto su aspecto cualitativo, como es la consciencia del soldado rojo, que establece la forma y los fines del combate en la Guerra Popular. Aquí, por el contrario, es la competición entre sus masas la que determina la lucha. No obstante, al igual que en el campo de la competencia económica industrial, el desarrollo tecnológico tiene un gran impacto al aumentar la eficiencia-productividad con la que se puede dañar al adversario: infligir más desgaste al enemigo que el sufrido por uno mismo con la vista puesta en su agotamiento es la lógica de la guerra industrial desde 1914 (o, incluso, desde la Guerra Civil Americana). Por otra parte, y al igual también que en el terreno económico, la división social del trabajo juega un papel clave en la organización interna de la máquina militar burguesa. Es lo que se refleja, en términos de enfrentamiento convencional, comoguerra de armas combinadas: no existe ningún arma milagrosa aislada, sino que su eficacia sólo es tal en combinación con otros sistemas de armamento y ramas de las fuerzas armadas, con los cuales se establece una relación y jerarquía en función de la doctrina, capacidades económicas, objetivos políticos, etc., del Estado de que se trate. De este modo, los envíos atlantistas han afilado la capacidad táctica ucraniana, equilibrando hasta cierto punto la superioridad de las armas rusas y complementando las propias existencias de armamento de origen soviético con las que contaba Ucrania, permitiendo que sea su masa de infantería la que marque la diferencia. Esto, por supuesto, se ha realizado a costa de una tremenda carnicería. Esa en su momento celebrada mujer en el poder que es la presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, mientras reiteraba el respaldo belicista de la UE al régimen del Maidán, no pudo evitar pronunciar la cifra de 100.000 soldados ucranianos muertos en lo que va de guerra. Observadores más o menos independientes manejan cifras parecidas, lo que implica sumar varios cientos de miles más para hacer el total de bajas (que incluye no sólo muertos, sino también desaparecidos, prisioneros o heridos, que suelen ser la mayoría) sufridas por Ucrania, y eso sin contar las víctimas civiles. Por parte rusa, esos mismos observadores calculan algo menos de 20.000 muertos. No obstante, ni siquiera la guerra capitalista industrial es reducible a términos puramente economicistas. La situación y voluntad políticas de los contendientes es fundamental. Y aquí, como buena guerra por interposición, la voluntad fundamental es la de los patrones imperialistas del régimen de Kyiv. El valor de su ayuda se expresa sobre todo en apuntalar la capacidad ucraniana para sostener tal terrible desgaste. Descontando los voluntarios atlantistas sobre el terreno (a principios de verano, EE.UU. reconocía una treintena de bajas en combate en Ucrania entre nacionales propios, incluyendo cuatro muertos y desaparecidos), el imperialismo atlantista ha externalizado eficazmente en la subcontrata ucraniana los costes de sangre que su estrategia contra Rusia exige. En cualquier caso, el que, a pesar de su constantemente autoproclamada superioridad técnica, las nuevas medidas que se están planteando en todos los ejércitos OTAN apunten a una mayor expansión cuantitativa de su tamaño es otra confirmación de la lección que estamos apuntando.

Una larga guerra de desgaste

La guerra, en el momento de escribir estas líneas, vuelve a estar marcada por la estabilización del frente tras la exitosa contraofensiva ucraniana y sin que cesen los combates en el Donbás. Poco a poco, Rusia va abandonando su concepción inicial de la guerra para asumir que está enfrascada en una larga guerra de desgaste por interposición contra la OTAN. El Kremlin afirma que la movilización ya ha reclutado más de 300.000 hombres, aunque la mayoría todavía se encuentran en fase de entrenamiento y preparación. Igualmente, la lógica del plan inicial de derribo político rápido del régimen de Kyiv implicaba cierta restricción en los ataques estratégicos contra las infraestructuras claves del Estado ucraniano. Eso también ha cambiado y durante el otoño los rusos han lanzado varias salvas masivas de misiles que han noqueado buena parte de la red eléctrica ucraniana. El objetivo inicial de cambio de régimen ya ha fracasado. En las actuales condiciones, lo más parecido a una victoria que el imperialismo ruso puede obtener es una partición y desmembramiento de Ucrania que debilite decisivamente su carácter como Estado punta de lanza de la OTAN. Ello implica la importancia decisiva que tiene cortar el acceso de este Estado al mar: en este contexto el puerto de Odesa tiene tanta o más importancia estratégica que la capital ucraniana. Sin embargo, la retirada rusa de Jersón indica que tampoco este objetivo es considerado alcanzable en el corto plazo, si es que se lo piensa factible en absoluto. Parece que la perspectiva rusa es aceptar plenamente la lógica de la guerra de desgaste, renunciando por el momento a espectaculares y rápidos avances, que también son muy costosos, y confiar en que el desgaste acumulado acabe por debilitar antes la voluntad política del atlantismo o fuerce un, improbable en las actuales circunstancias, colapso del Estado ucraniano.

Y es que este colapso es improbable precisamente por el apoyo atlantista al régimen de Kyiv, que no se reduce a material militar por valor de decenas de miles de millones de dólares, sino, lo que es fundamental, a sumas incluso mayores para el sostenimiento financiero de la misma estructura estatal ucraniana. El régimen del Maidán, con su irreductible núcleo banderista, ya ha demostrado ser capaz de movilizar a su sociedad y estar dispuesto a asumir enormes sacrificios por su parte. Ya hemos mencionado la dantesca cifra de bajas militares o su disposición a encajar la destrucción de sus infraestructuras, y ello sin tener en cuenta los más de 7 millones de refugiados que han abandonado el país (casi 3 de esos millones lo han hecho, por cierto, en dirección a Rusia, lo que, a pesar de los apologistas atlantistas, nos habla del origen interno como guerra civil de este conflicto, por más que su desarrollo y escalada hayan puesto en primer lugar su carácter de pugna inter-imperialista). Sin embargo, para los banderistas este sacrificio se hace de buena gana en el altar de la construcción nacional anti-rusa que, con sus consiguientes implicaciones geopolíticas, es su objetivo último y supremo. En este sentido, como decíamos e independientemente de la forma concreta en que se resuelva la guerra, el banderismo ya ha ganado. La guerra es el espaldarazo definitivo, tanto a nivel interno como externo, a su proyecto exclusivista de construcción nacional. Que la Ucrania que resulte pueda estar amputada respecto a sus fronteras de 1991 es secundario a este respecto. Ello, en todo caso, sólo alimentará el militarismo irredentista para futuras guerras anti-rusas cuando las condiciones volvieran otra vez a ser propicias.

En cuanto al imperialismo atlantista con centro en Washington, el curso de la guerra hasta el momento también puede considerarse un éxito. Con independencia del trazado de la línea de frente, sus objetivos de empantanar al rival ruso en una guerra de desgaste prolongada, así como de romper los lazos entre la UE y Rusia que pudieran servir de base para las improbables veleidades de autonomía imperialista europea, se han cumplido plenamente . A pesar de las enormes sumas enviadas a Ucrania (casi 100.000 millones de dólares en material o soporte financiero oficialmente reconocidos por EE.UU. y la UE, sin contar los nuevos paquetes por decenas de miles de millones de dólares aprobados en las últimas semanas), este precio parece comparativamente barato ante el resultado de haber atrapado a un rival estratégico en una gran guerra de desgaste. Y es que aunque no se produjera la caída del régimen ruso o el desmembramiento de la Federación Rusa, con el que sueñan en voz alta los halcones atlantistas, el actual escenario ya es todo un éxito para ellos. Son por ello perfectamente congruentes las declaraciones de los representantes del imperialismo yanqui respecto a continuar su apoyo a una victoria militar ucraniana en el campo de batalla as long as it takes. El apoyo a la guerra es prácticamente unánime entre el establishment estadounidense, por lo que, en las actuales circunstancias e independientemente de posibles cambios en la administración, no se vislumbra ningún giro político hacia una línea de salida negociada a la guerra. Y es que, además de los beneficios geopolíticos para el hegemonismo yanqui, éste también está sacando importantes réditos económicos, al escalar posiciones como suministrador de materias primas energéticas a la UE o como intermediario clave en tales suministros. Y ello por no hablar de las consecuencias procedentes de la autoinducida desindustrialización europea, que muchos barajan como resultado lógico de la pérdida de su productividad industrial, producto a su vez de las sanciones arrogantemente impuestas por la propia UE, y que podrían dar lugar a un trasvase de capital productivo desde este lado del Atlántico hacia su ribera norteamericana. De hecho, si la estrategia del imperialismo atlantista, que desde el punto de vista de Washington es un win-win, tiene algún punto débil, éste se encuentra en las incertidumbres que suscita la capacidad de resistencia de las sociedades de la UE ante el impacto en su seno de la guerra económica contra Rusia emprendida por la misma Bruselas. Aquí entran en juego factores muy complejos, cuyo desenvolvimiento es difícil de predecir, pero la realidad social europea actual lo que indica es que la falta de entusiasmo por la lucha por la libertad ucraniana se complementa con una igualmente reseñable falta de oposición a la participación imperialista en la misma. Esta pasividad social es uno de los activos con los que cuentan los dirigentes de la UE y, a falta de una verdadera inestabilidad social, la línea belicista seguirá imponiéndose. Las escandalosas declaraciones de Merkel antes reseñadas o la vergonzosa sanción por el Bundestag de la narrativa nacionalista ucraniana sobre el llamado Holodomor muestran que la línea anti-rusa se está estableciendo como el corazón de la política de Estado en la UE. En consecuencia, y como ya apuntábamos, el centro de gravedad político del engendro imperialista europeo se viene trasladando desde esa Bruselas a medio camino entre París y Berlín, hacia Varsovia, hoy el más decidido promotor de la carrera de armamentos en Europa y que fantasea con hacer por fin realidad el viejo sueño neo-imperial del intermarium pilsudskiano.

Como señalábamos, la realidad de la guerra no ha validado los que se presuponían los puntos fuertes de los contendientes. Si la esperada victoria rápida de Rusia podía suponer una reversión de la desfavorable situación estratégica que la OTAN está construyendo alrededor de sus fronteras, su incapacidad para imponerse a los ucranianos ha agravado dicha situación. Ya no es sólo la pérdida de prestigio y disuasión que el fracaso militar implica para una gran potencia, o la salida definitiva de la esfera de influencia rusa por el Estado ucraniano (íntegro o amputado) que resultará de la guerra, si el apocalipsis nuclear no borra la civilización antes, sino que la misma posición geopolítica general de Rusia ha retrocedido, no ya respecto a la URSS, sino incluso en relación al viejo imperio ruso de los tiempos de Pedro el Grande. De esta manera, la entrada de Suecia y Finlandia en la OTAN (aun a costa de los derechos humanos de los exiliados kurdos), no sólo aumenta la presión sobre las fronteras rusas añadiendo más de mil nuevos kilómetros de frontera con la OTAN y amenazando las estratégicas bases en la Península de Kola (hogar de una parte muy importante del arsenal nuclear ruso), sino que transformarán definitivamente el Báltico en un lago atlantista, precarizando la situación del enclave de Kaliningrado y anulando uno de los elementos de la disuasión convencional rusa, como era la amenaza sobre unos Estados bálticos difíciles de suministrar en el caso de un rápido bloqueo del corredor de Suwalki. Igualmente, al calor de este debilitamiento estratégico ruso se han reactivado, sin duda con el aliento atlantista, muchos de los puntos de presión en la periferia rusa, como el Asia Central (combates en la frontera entre Tayikistán y Kirguistán), el Cáucaso (los azeríes han intensificado las demandas y provocaciones en Nagorno Karabaj) o entre países más próximos a Moscú (las tensiones, apuntando contra Serbia, también han aumentado en Kosovo).

Por el contrario, el presupuesto punto débil ruso, su economía, ha sorteado bastante bien hasta la fecha los intentos atlantistas de estrangulamiento . Salvo algunos sectores, como el de la automoción, la producción rusa ha conseguido en general sostener las cifras de 2021, del mismo modo que el rublo ha logrado esquivar el desplome que muchos vaticinaban. Aunque el futuro desenvolvimiento de la economía rusa es incierto, no lo es menos, como señalábamos arriba, el de las economías del flanco europeo del atlantismo. Igualmente, el habitual aislamiento diplomático de los Estados puestos en la diana del hegemonismo yanqui no se ha conseguido en esta ocasión. Aunque pocos países mostraron su respaldo a la invasión rusa, tampoco muchos, fuera de lo que en Moscú se denomina “Occidente colectivo” (básicamente el bloque euroatlántico, Japón y Australia), han seguido la política de sanciones y aislamiento promovida por Washington y Bruselas. Al contrario, el arbitrario robo de los activos rusos en el extranjero ha impulsado como nunca antes que cada vez más países consideren alternativas al dólar como divisa en el mercado internacional. Del mismo modo, Rusia no parece estar teniendo demasiados problemas en encontrar alternativas al mercado europeo para sus materias primas energéticas. Aparte de China, cuyos lazos en este sentido ya se venían reforzando desde la ola de sanciones de 2014, es particularmente importante el papel jugado por la India. Por poner dos ejemplos, durante 2022 las importaciones de petróleo ruso por este país se multiplicaron por diez y las de carbón por cuatro. El rol de la India, país con potencial como para aspirar a entrar por derecho propio en el ranking de las grandes potencias imperialistas, es fundamental. Sin su participación, la conformación de un bloque anti-ruso decisivo es imposible y, al contrario, su neutralidad, benevolente para con Rusia, muestra al atlantismo no ya como director hegemónico del concierto internacional, sino sólo como, aun a pesar de ser el más poderoso, otro bloque más. Y es que aunque la India considera a China como su rival principal, la relación con Rusia, país con el que mantiene fuertes vínculos desde la época soviética y la descolonización, es fundamental, precisamente como equilibrador de la potencia China. Prescindir de Rusia en este juego subordinaría a la India total y unilateralmente al bloque anti-chino que Washington está edificando en Asia. El mantenimiento del poder ruso, por el contrario, sirve a las preocupaciones frente a China de Nueva Delhi, a la vez que también asegura su autonomía y capacidad de maniobra en la configuración de la relaciones de fuerza en Asia . Turquía es otro ejemplo de una potencia media que está aprovechando la guerra de Ucrania para impulsar sus propios intereses , no necesaria y totalmente alineados con la disciplina atlantista. Aunque miembro de la OTAN y sin dudar en aprovechar la debilidad rusa para animar a su aliado azerí en el Cáucaso o aumentar su presión en el norte de Siria, a la vez se ha desmarcado sonoramente de la línea atlantista de “victoria militar sobre Rusia”, sin respaldar las sanciones y animando las negociaciones ruso-ucranianas en el inicio de la invasión (frustradas por la presión anglo-estadounidense), así como mediando en el acuerdo para la exportación de grano ruso y ucraniano a través del Mar Negro. Igualmente, su comercio con Rusia se ha incrementado enormemente, aprovechando las ofertas rusas en gas natural para controlar su propia espiral inflacionaria, que venía de antes de la guerra. Final y significativamente, Arabia Saudí ha resistido las presiones de Washington, acordando en el marco de la OPEP una reducción de su producción de crudo de dos millones de barriles diarios (lo que supone más del 2% de la producción mundial), ayudando a mantener al alza los precios del petróleo, favoreciendo no sólo sus propias finanzas, sino también las del Estado ruso.

En definitiva, ninguno de los contendientes ha validado sus presuntos puntos fuertes, sirviendo el escenario para una guerra prolongada. Este contexto es extremadamente peligroso y crea las condiciones para que cualquiera de las partes protagonice movimientos arriesgados que intenten desatascar la situación de equilibrio en el frente. De hecho, la espiral escalatoria desde febrero no ha cesado. Tras el salto que supuso la invasión rusa, la iniciativa en la escalada ha estado en manos del imperialismo atlantista. No sólo es la reseñada intensificación en el envío de materiales militares cada vez más potentes, desoyendo todas las advertencias rusas, sino también el papel decisivo de su inteligencia en las operaciones sobre el terreno. Este último factor es tan importante, si no más, como ese envío de materiales y sólo la contención rusa ha evitado que sea considerado un casus belli para el enfrentamiento directo entre Rusia y la OTAN. Ya desde antes de febrero la inteligencia atlantista se ha demostrado fundamental, poniendo en conocimiento del Estado ucraniano los planes rusos de invasión, aun antes de producirse ésta, descubriendo los movimientos y concentraciones de tropas rusas, señalando sus puestos de mando (lo que ha costado la vida a varios generales rusos) y centros logísticos, así como proporcionando la información que llevó a la detección y hundimiento del crucero Moskva. Igualmente, ha proporcionado una ayuda decisiva para los ataques de las últimas semanas contra bases situadas a cientos de kilómetros en el interior de la Federación Rusa. Estos ataques, realizados con viejos drones soviéticos de la década de 1970 modificados, muestran el enorme peligro que entraña la situación actual. Y es que alguno de los objetivos atacados forma parte de la estructura de disuasión nuclear rusa (una de las bases repetidamente alcanzadas acoge a los bombarderos con capacidad de carga atómica TU-95 y TU-160), lo que, desde el punto de vista de la doctrina rusa, podría ser considerado como un ataque contra sus sistemas nucleares que justificaría una represalia en ese mismo plano atómico. Estos ataques se han presentado por los voceros atlantistas como respuesta al bombardeo ruso de la infraestructura eléctrica ucraniana. Pero, paradójicamente, estos últimos bombardeos también han sido descritos por los publicistas pro-rusos como una respuesta a los ataques contra objetivos clave rusos, como el realizado contra el puente de Crimea a principios de octubre.

Todo ello muestra lo fácilmente que las potencias imperialistas pueden verse enredadas en la absorbente lógica de una espiral escalatoria de acción-reacción, que escape a todo control o restricción exterior a la misma. Desgraciadamente, la realidad de estos meses, precisamente, ha sido pródiga en este tipo de detonantes potencialmente explosivos. Por ejemplo, durante el verano, Lituania cortó durante varias semanas el acceso terrestre a Kaliningrado; también en el verano se produjo un incidente entre cazas rusos y aviones de vigilancia de la OTAN en el Mar Negro; en noviembre dos civiles polacos murieron al impactar un misil en su granja en territorio de ese país de la OTAN. Aunque no tardó en aclararse que se trataba de un misil anti-aéreo ucraniano desviado, los agitadores atlantistas no dudaron en acusar a Rusia y clamaron inmediatamente por la activación del artículo 5 del Tratado Atlántico. Pero, con seguridad, el incidente más importante ha sido la voladura de los gaseoductos Nord Stream en el Báltico. Sigue sin confirmarse su autoría, pero la falta de empeño de la UE y la OTAN en su investigación, así como el obvio interés de Washington en seccionar el importante vínculo económico entre Rusia y Alemania que representaban (así como las abiertas amenazas estadounidenses de que esa arteria energética se seccionaría “de una forma u otra” en caso de ataque ruso a Ucrania), parecen indicar claramente cuál de los imperialistas se encuentra detrás de las explosiones. En definitiva, la actual situación es extremadamente peligrosa porque abona el terreno para todo tipo de incidentes que pueden desatar una escalada que lleve directamente al enfrentamiento abierto entre potencias nucleares. Es en este umbral donde nos han situado los caníbales imperialistas.

Este contexto es propiciado, como decimos, por la perspectiva de una larga guerra de desgaste. En esta guerra, las mejores cartas están en la mano de los imperialistas atlantistas, que cuentan con muchos más recursos económicos y capacidades militares, además de haber conseguido externalizar en el Estado ucraniano los costes de sangre del actual enfrentamiento. Las perspectivas del imperialismo ruso descansan en buena medida en factores que, en gran parte, escapan a su control directo, como el que la fatiga de guerra económica se haga notar en las sociedades atlantistas de forma previa o más severa que en la suya propia, o que, de cualquier manera, la voluntad política del imperialismo atlantista en cuanto a su implicación en Ucrania se debilite. Seguramente, una de las esperanzas rusas consista en que algún otro escenario dentro del marco actual de intensificación de la competencia inter-imperialista se inflame lo suficiente como para desviar una buena parte de los recursos y atención del imperialismo yanqui, haciéndolo más permeable a una negociación respecto a Ucrania. Este escenario, por supuesto, se encontraría en el área del Pacífico.

El centro del escenario: la rivalidad imperialista entre Estados Unidos y China

Y es que los representantes del imperialismo yanqui no dudan en proclamar abierta y repetidamente que la guerra en Ucrania no es sino un mero capítulo dentro de la gran pugna inter-imperialista central de nuestros días, que no es otra que su rivalidad contra China . Efectivamente, el social-imperialismo chino representa un desafío a la hegemonía yanqui de una magnitud sin precedentes. Si la economía soviética durante la vieja Guerra Fría nunca representó, incluso en su mejor momento, poco más de la mitad del tamaño de la estadounidense, en el caso de la economía china ésta ya ha alcanzado prácticamente un volumen equivalente. Si bien es verdad que Estados Unidos todavía tiene todavía una importante ventaja en áreas cualitativamente claves, de uso intensivo de capital y aplicaciones estratégicas, como el de la microelectrónica, no son menos ciertas las expectativas de que los chinos sean capaces de impulsar eficaz y competitivamente estos sectores. Sin embargo, la otra diferencia con la pasada Guerra Fría, donde la URSS consiguió mantener una relativa paridad militar hasta el mismo final, es que en este campo China se encuentra aún, a pesar de los enormes incrementos presupuestarios de la última década, muy por detrás de Estados Unidos. Precisamente, el que el desarrollo de la economía china continúe proveyendo la base para que el país asiático mantenga la carrera de armamentos y consiga ir equilibrando la superioridad militar yanqui estimula que Washington busque una provocación para zanjar en las actuales condiciones su disputa con China. El terreno donde más fácilmente se puede inducir esta provocación es, obviamente, Taiwán.

Taiwán tiene una importancia crucial en la actual rivalidad sino-estadounidense . Efectivamente, Taiwán es un centro mundial puntero en la producción de microprocesadores, un símbolo para el nacionalismo chino, remanente de ese siglo de humillación nacional al que la fundación de la República Popular puso fin, y tiene una importancia estratégica clave como centro de la primera cadena de islas que, desde Japón a Indonesia y el Mar de China Meridional, juega un papel crucial en la política yanqui de acorralamiento y estrangulación de China. Precisamente, algunas de las últimas medidas de la guerra económica contra China, promovida por Trump e intensificada por Biden, apuntan a golpear la capacidad china de mantener el pulso en la competición por el diseño y producción de este tipo de componentes electrónicos de alta tecnología. Además, a diferencia de la antigua URSS o los propios Estados Unidos, China es muy dependiente del comercio internacional para su suministro de materias primas y energía. Estos suministros en su gran mayoría se transportan por vía marítima desde el Golfo Pérsico y África. De ahí que sea fundamental el control de los pasos y estrechos marítimos, como el de Malaca u Ormuz, así como esas cadenas de islas que, en las actuales circunstancias, otorgan a Estados Unidos el poder, no sólo de denegar la salida al océano abierto y la proyección de las fuerzas chinas, sino también de cortar ese suministro de materias primas absolutamente vital para la economía china. En este sentido, durante 2022 Estados Unidos ha dado pasos decisivos para desentenderse de la política de “una sola China”, que ellos mismos firmaron en la década de 1970, cuando se consideraba que la prioridad geopolítica era aislar al bloque soviético, y que todavía está formalmente en vigor. De este modo, las declaraciones de la administración estadounidense van en la línea de reafirmar el compromiso yanqui con el sostenimiento militar de la “democracia taiwanesa” (al igual que otros baluartes del mundo libre, construida sobre las fosas comunes de decenas de miles de comunistas y revolucionarios), en el marco del cual se situó la provocadora visita oficial de Nancy Pelosi a la isla a principios del pasado agosto. Era la primera vez que un representante del Estado yanqui se personaba en visita oficial en Taiwán en un cuarto de siglo. Pero esta vez, a diferencia de la pasada ocasión, no se trataba de un miembro del Congreso que presentaba su viaje como una iniciativa personal, sino que se trataba de la visita del tercer cargo en el escalón de la jerarquía política estadounidense (la Presidenta de la Cámara de Representantes) y figura clave del belicismo dentro de la actual administración demócrata. No obstante, si en aquel momento las protestas chinas se zanjaron con un humillante despliegue del poder militar yanqui por el Estrecho de Taiwán, incluyendo varios portaviones de su Séptima Flota, en esta ocasión los chinos demostraron el desplazamiento del equilibrio de fuerzas que se ha producido en la última generación, siendo ellos los que en las semanas posteriores a la visita realizaron una serie de ejercicios militares en torno a la isla.

En cualquier caso, la visita de Pelosi demuestra la voluntad del imperialismo yanqui de tensionar la situación geopolítica en Asia oriental e ir a la guerra para atajar la emergencia del rival chino. Los viejos debates geopolíticos de las pasadas décadas en el seno del establishment imperial yanqui sobre las “prioridades estratégicas”, en torno al dilema de si se debía llegar a algún tipo de acuerdo con Rusia para concentrarse en China y evitar una entente sino-rusa parecen haberse resuelto de manera maximalista: enfrentarse a ambas potencias simultáneamente. Y es que la unidad de este establishment en cuanto a la necesidad y oportunidad de ir a un enfrentamiento militar contra China es incluso más férrea y monolítica que respecto a la actual posición anti-rusa, en torno a la cual sí pueden llegar a escucharse algunos disensos minoritarios. La cuestión no es si habrá una guerra contra China, sino cuándo será ésta. Y parece que la percepción del imperialismo yanqui es que cuanto antes llegue esta guerra, mejor para sus intereses. La intensa preparación propagandística respecto a la inevitabilidad de esta guerra, que puede seguirse en la prensa occidental, así como la orientación de la OTAN también hacia Asia y el Pacífico, ya certificada en la última cumbre de Madrid y suscrita con la habitual docilidad por los imperialistas europeos, parecen indicar que este escenario es hacia el que nos dirigimos a pasos acelerados.

Laperspectiva proletaria revolucionaria

En esta situación, marcada por la centralidad de la contradicción inter-imperialista y la posibilidad real de una guerra mundial imperialista abierta, la vanguardia marxista-leninista ha enarbolado la consigna del derrotismo revolucionario . Esta consigna no ha emergido espontáneamente del estado de cosas en el seno de la vanguardia. Es necesaria la comprensión y la lucha consciente de la vanguardia marxista-leninista para resituar la genuina posición revolucionaria, enterrada por décadas de dominio revisionista. Buena parte de este revisionismo se amamantó en el contexto de la pasada Guerra Fría y tendía y tiende a situar al proletariado a remolque de alguno de los imperialistas en pugna. Dado el bagaje cultural de este sector mayoritario de la vanguardia hay una tendencia a transigir con el simbolismo que la actual propaganda rusa retiene del viejo social-imperialismo, particularmente en lo referido a la Gran Guerra Patriótica. Esto, además, se retroalimenta con la propaganda atlantista, muchos de cuyos seguidores se mantienen también en ese viejo paradigma, transfigurando el actual conflicto con la guerra caliente que ansiaban y no pudieron librar contra la URSS. El hecho de que sus proxys ucranianos banderistas se sustenten igualmente en esa narrativa anti-soviética, refuerza la tendencia espontánea de un sector de la vanguardia a dejarse a atrapar en este falso dilema propagandístico. El análisis científico de la actual situación concreta, que, como señalábamos en mayo, no deja lugar a dudas sobre lo falaz y reaccionario de estas narrativas enfrentadas que se retroalimentan, también exige por parte de la vanguardia una profundización en el Balance del Ciclo de Octubre para contrarrestar la interesada interpretación nacionalista que ambas partes realizan sobre aspectos cruciales de la experiencia revolucionaria proletaria durante esa coyuntura crítica del Ciclo de Octubre que fue la respuesta del movimiento comunista al ascenso del fascismo y al segundo gran conflicto inter-imperialista abierto del siglo XX, así como el fundamental tratamiento de la cuestión nacional en las condiciones históricas concretas que enfrentó la dictadura del proletariado en la Unión Soviética.

En este sentido, la defensa del derrotismo revolucionario es también la defensa de la Línea General de la Revolución Proletaria Mundial (RPM) en las condiciones de enfrentamiento inter-imperialista. Prestar atención al análisis concreto y al aprendizaje del correcto desenvolvimiento de la vanguardia en las distintas coyunturas de la lucha de clases es fundamental, pero no abarca en toda su profundidad las implicaciones de esta consigna. No se trata principalmente de una cuestión táctica, sino de una defensa de los principios revolucionarios sancionados por la experiencia histórica de la RPM. Se trata, en medio de la ola nacionalista que asola la vanguardia como expresión del dominio de la reacción en toda la línea, de la defensa del internacionalismo proletario y la división internacionalista del trabajo a la hora de forjar la unidad de la lucha de clase revolucionaria contra los distintos bandidos imperialistas, lo que es, nada menos, que uno de los grandes pilares históricos de la Internacional Comunista. Se trata de combatir las ilusiones oportunistas sobre la posibilidad de un imperialismo “democrático y equilibrado” que se dibujan tras las loas a la multipolaridad, de afianzar la conciencia de la inevitabilidad de la guerra imperialista y su lucha por la hegemonía y nuevos repartos del mundo y la necesidad de la violencia revolucionaria como única vía para sacar a la humanidad del atolladero imperialista. En este sentido, las viejas consignas revisionistas sobre la simple salida de la OTAN esquivan la crítica estructural del imperialismo y dan cobertura a su reforma nacionalista, a sustituir la lucha sistemática y de raíz contra el mismo por una realineación de bloques, más acorde con los intereses desplazados de la fracción burguesa de turno. Igualmente, algunos oportunistas desbocados plantean otra vez como novísima cartografía política la salida pacífica y diplomática (esto es, el acuerdo entre los ladrones imperialistas) a la guerra imperialista, presentando como nuevo descubrimiento del Mediterráneo las viejas posiciones social-pacifistas de la derecha zimmerwaldiana. A este respecto, la consigna del derrotismo revolucionario se vincula necesariamente con la defensa de la destrucción de la máquina burocrático-militar del Estado burgués , lo que, en las actuales condiciones de desarrollo histórico de la RPM, implica a su vez la defensa de la estrategia de Guerra Popular. También sirve a esta defensa el análisis de la actual guerra en curso desde esta perspectiva, que reafirma la idoneidad de la Guerra Popular y demuestra que se halla en congruencia con las tendencias del desarrollo social y tecnológico, incluso aunque se manifiesten a través de la guerra imperialista. En este caso, se pone en primer plano esa tarea científica de demostrar la pertinencia de la revolución proletaria a la luz del desarrollo alcanzado por la civilización en todos sus campos, social, científico, militar, etc. En definitiva, la defensa del derrotismo revolucionario tiene implicaciones en todos los campos principales que signan las tareas estratégicas de reconstitución ideológica del comunismo y abre un terreno fértil para la implementación de la lucha de dos líneas en el seno de la vanguardia teórica del proletariado. Como el conjunto de las tareas de la reconstitución su proyección es histórica. Del mismo modo que la defensa de la Guerra Popular no significa su, tan aventurera como imposible, realización inmediata, la defensa del derrotismo revolucionario no implica la transformación inmediata de la guerra imperialista en guerra civil revolucionaria, sino la creación de las condiciones para hacerla mediatamente posible, para que la verdadera perspectiva revolucionaria se abra paso entre la vanguardia como premisa para su fusión con las grandes masas de la clase.

Respecto a estas masas, la vanguardia marxista-leninista puede y debe continuar realizando un trabajo agitativo de denuncia y deslegitimación principalmente de “su” bloque imperialista, como complemento del trabajo principal en el seno de la vanguardia . Esto, además de coadyuvar a las débiles manifestaciones actuales de oposición política a la guerra imperialista, tiene también utilidad a largo plazo en ese sentido de empezar a familiarizar a las masas con los conceptos y la perspectiva revolucionarias que caracterizan genuinamente al comunismo. La hegemonía del revisionismo y el oportunismo en el seno de la vanguardia ha vuelto a crear las condiciones para que sean las respuestas reaccionarias, nacionalistas y exclusivistas a la crisis imperialista las que estén mejor posicionadas para referenciarse ante el descontento y hartazgo de las masas. En este sentido, y en relación con las exigencias de agitación y comprensión de la realidad concreta de pugna imperialista abierta, con ese consiguiente fomento del nacionalismo, el militarismo y el fascismo, la vanguardia marxista-leninista debe prestar atención a las necesidades de seguridad y autoprotección que este contexto trae aparejadas en cuanto a una incluso mayor intensificación de la vigilancia y la represión por parte de los Estados imperialistas.




Notas: