Después de la revolución proletaria en Rusia y de sus victorias a escala internacional, inesperadas para la burguesía y los filisteos, el mundo entero se ha transformado y la burguesía es también otra en todas partes.
Lenin
A nadie se le escapa que el escoramiento hacia la derecha del panorama político en el Estado español se ha visto correspondido en el movimiento comunista con la difusión febril de un socialchovinismo sin complejos. Pero pocos se atreven a extraer las consecuencias últimas de un problema que se ha planteado ya numerosas veces en la historia de nuestra clase. El lector de Línea Proletaria sabrá que, en los últimos años, la Línea de Reconstitución (LR) ha encontrado útil la categoría de socialfascismo para explicitar el hilo blanco que lleva del oportunismo (y del oportunismo obrero en particular, pero no únicamente) al desarrollo de un movimiento fascista de masas. Hoy, el oportunismo sin complejos fantasea con concertinas, con seducir a las fuerzas armadas, con la patria obrera y con dar candela en nombre del comunismo a los que ─como nosotros─ ofenden la bandera nacional (rojigualda o tricolor, que lo mismo es a estas alturas). Ya sus abuelos alemanes se enfundaron en la casaca del húsar prusiano para mandar a los proletarios a matarse en nombre de la patria, y, cuando se levantó Espartaco, hicieron lo ídem para mandar a los patriotas a matarlo en nombre del socialismo. Sus padres, los Khruschev, los Brézhnev y compañía, también repartieron socialismo en Hungría, en Checoslovaquia, en Afganistán (del mismo modo que los hijos legítimos de estos, el ultraconservador Putin y la ultraconservadora Rusia, reparten descomunización en Ucrania). Y todos recibieron, entonces, el mismo calificativo por parte del comunismo revolucionario: socialfascistas.
No por casualidad, este término se sitúa con fuerza en primer plano en el contexto de dos de los tres grandes virajes que ha conocido el movimiento obrero contemporáneo: el surgimiento histórico del Partido Comunista en el arranque del Ciclo de Octubre (1917-1989) y la restauración del capitalismo en la URSS en la década de 1950, su transformación en “social-imperialista hacia fuera y socialfascista hacia dentro”, a decir de Mao (siendo el tercer gran giro la simbólica caída del Muro, a finales de los 80). En dichas coyunturas, empero, el concepto de socialfascismo tuvo una proyección principalmente política, quedando a menudo en el aire el entronque de esta categoría en el cuerpo doctrinal marxista-leninista. Y mientras de palabra nadie cuestiona la centralidad que la dictadura del proletariado o el Partido Comunista tienen en esta corriente del pensamiento revolucionario, la noción de socialfascismo sí ha sido y es más problemática entre los que se dicen marxistas-leninistas. También entre los enemigos declarados del proletariado, cuya actitud hacia el tema suele alternar entre la confusión y la simpleza. Mucho antes de su suicidio político, Pablo Iglesias el joven impugnaba la Comintern de los locos años veinte, con su doctrina de clase contra clase más su uso del calificativo socialfascista contra la socialdemocracia, y ensalzaba la sensata Comintern del Frente Popular, razonable y abierta en materia de táctica política. El consejo prudente mata más que la espada. Los revolucionarios deberían guardarse de contraponer infantilmente dos capítulos de la historia de nuestra clase. También de desechar y adoptar conceptos en función del estrecho margen del cálculo político, que es el barómetro de los juicios de Iglesias sobre la Internacional Comunista (aunque el carácter ideológico-burgués de este tipo de razonamientos queda claro al considerar que la línea del Frente Popular no fue precisamente exitosa ni siquiera desde el punto de vista del éxito político inmediato, como quedó claro en su experiencia por estas tierras). Sea como sea, la idea de socialfascismo ocupa un lugar extraño a ojos de la mayoría que, amigable o desfavorablemente, hablan sobre el marxismo. Se asocia intuitivamente con el chovinismo y el nacionalismo rojipardo, con el colaboracionismo de clase, con los lugartenientes obreros de la burguesía imperialista y también con la ciega intransigencia comunista hacia los socialdemócratas (por lo visto, éstos no exterminaron suficientes proletarios de vanguardia como para justificar que la Comintern los considerase enemigos de clase). Por cuanto la intuición se compone de una mezcla de criterios empíricos, políticos, sentimentales y de otra índole, no puede sustituir la delimitación teórica y científica precisa, que es lo que otorga carta de naturaleza universal a una idea determinada.
El plano de análisis que mejor nos sitúa para abordar esta tarea es el de la historia. Cerrado el Ciclo de revoluciones proletarias del siglo XX, los comunistas nos hallamos en la posición propicia para dilucidar los presupuestos, la lógica y el sentido de aquel concepto, así como el lugar que debe ocupar en la teoría de vanguardia que resume los requisitos de la revolución en la actualidad. Empecemos por algunos resultados ya bien asentados en el trabajo que la LR viene realizando en este sentido. El Partido Comunista se caracteriza por destacar el factor consciente como el determinante en la construcción del comunismo, disponiendo medios y herramientas en función del fin último de la sociedad sin clases ─de ahí que para su (re)constitución sea imprescindible la forja de cuadros de vanguardia educados en una concepción integral del mundo y en la lucha contra el esquematismo y el determinismo en general, y el economicismo en particular. La LR ha señalado esta cuestión, que sustancia el leninismo, como la clave de bóveda del inicio del nuevo Ciclo de la Revolución Proletaria Mundial (RPM), y ello la ha conducido a centrarse, teóricamente, en la cuestión de las limitaciones históricas que han llevado a la crisis de dicho sujeto (Balance del Ciclo de Octubre). Este aspecto, interno, es el principal. Pero de aquí podemos tirar una derivada hacia el aspecto externo, que no es otro que el reflejo en la burguesía del surgimiento del Partido Comunista, la transformación de la lucha de clase de la burguesía contra el proletariado comunista, lo que también da un nuevo contenido al viejo oportunismo obrero ─del cual Lenin ya dijera que su forma superior es, precisamente, el socialchovinismo. En ese cruce es donde mejor podremos comprender el contenido profundo del concepto de socialfascismo y sus implicaciones.
El punto de vista de la estrategia puede ser útil como primera aproximación a este fenómeno histórico. La estrategia nos obliga a considerar todos los aspectos del problema (base elemental del análisis de clase marxista) y, además, enfatiza su relación con la intención final del actor en cuestión, del sujeto, con el orden, la disposición y jerarquía de dichos elementos para conquistar el fin proyectado (táctica-Plan). Y, aunque el marxismo ha definido el oportunismo como la renuncia a los objetivos a largo plazo en beneficio del éxito momentáneo (Engels), esta calificación hace mucho que dejó de ser exacta en términos históricos (que no necesariamente políticos). Es cierto que el reduccionismo dogmático y antimarxista que restringe la clase obrera a su dimensión de capital variable (economicismo, sindicalismo) cierra la posibilidad de aquella perspectiva totalizadora, alimentándose políticamente de la reproducción ad aeternum del movimiento de resistencia y abjurando, en las palabras o en los hechos, de cualquier objetivo final, como ya dejó escrito el oportunista honesto Bernstein. Pero quedarse en esto es, hoy, insuficiente.
La calificación engelsiana se enuncia en un momento en que el partido obrero es el partido de masas socialdemócrata. En ese contexto, el oportunismo era y no podía ser más que la absolutización de los mecanismos de aquella primeriza configuración política del proletariado: el sindicato como eje de la organización obrera (sobre la cual se montaban los partidos socialdemócratas nacionales) y la lucha por reformas y por los derechos políticos como el motor de la constitución de la identidad obrera, de su conciencia de sí misma en oposición a la clase burguesa, todo ello incrustado en el marco nacional correspondiente. El líder táctico, que maniobra sobre el movimiento dado en la calle o en el parlamento, era el modelo de cuadro propio del partido de masas. Precisamente, lo que distinguirá a la izquierda, a la socialdemocracia revolucionaria, será su énfasis en el objetivo final de la clase obrera y en su dimensión necesariamente internacional e internacionalista, como establecía aquel programa de la revolución que era el Manifiesto del Partido Comunista.1
Pero esto quiebra en 1914. Los partidos socialdemócratas firman la Unión Sagrada con el imperialismo y se suman eufóricos a la dialéctica de Estados e imperios. Ponen su gigantesca máquina de sindicatos, propaganda e instituciones al servicio de la causa nacional y siembran la discordia entre los obreros de los pueblos de Europa. Desatan el terror blanco sobre la izquierda internacionalista, terrorismo con el que las masas socialdemócratas organizadas transigen, cuando no lo apoyan directamente. La otrora convivencia en el seno del movimiento obrero se convierte en su contrario, en la represión armada del ala internacionalista, llevada a cabo con siniestra disciplina por el ala oportunista en íntima colaboración con el Estado mayor imperialista y la policía. Combinando como un zorro la zanahoria de las reformas sociales con el palo militar, el oportunismo ha madurado hasta llegar a ser un auténtico estratega de la contrarrevolución, galón merecidamente ganado por los héroes del SPD que se sacrificaron para proclamar la república alemana, la jornada de 8 horas… y para organizar la carnicería en Berlín y Múnich, instruyendo a los Freikorps y a los Cascos de Acero en cómo se hacen estas cosas y educando a las masas obreras en la defensa fanática de su Estado imperialista.
Este nuevo modelo de cuadro burgués, que se mueve con igual facilidad en los organismos de masas como en los departamentos del Estado, es el correlato imperialista del dirigente revolucionario comunista, del estratega leninista de la revolución,2 fenómeno parejo a la escisión del socialismo en dos alas, en dos partidos. Para la burguesía, encarar estratégicamente la guerra de clases significa combinar, coordinar, distribuir y jerarquizar todos los recursos disponibles, desde la inteligencia, el desarrollo militar y las tácticas de contrainsurgencia hasta las reformas políticas y sociales, la inversión en la educación de las masas (en los tótems ideológicos burgueses) y el sacrificio de los intereses momentáneos o particulares de tal o cual capa de la burguesía en pro del sentido de Estado ─cierre de filas que se expresa, naturalmente, como chovinismo. En cierto modo, e igual que la primera experiencia revolucionaria madura del proletariado hace brotar el molde político para todo el proceso de revolución hasta el comunismo (el Partido Comunista), la primera gran guerra anticomunista de la burguesía imperialista ─mancomunadamente con la socialdemocracia─ aporta las claves políticas de esa reacción en toda la línea que es el imperialismo.
Detengámonos brevemente en esto. Como la contradicción entre fuerzas productivas y apropiación privada entraña la tendencia al comunismo pero también la tendencia a la reestructuración del capital, la supervivencia de la burguesía como clase depende de detener por todos los medios la descomposición de su mundo, hundiendo su dominación en una mayor profundidad social, de masas ─profundización cuyas procelosas condiciones económicas son la subsunción material de todas las esferas sociales bajo los ciclos de acumulación del capital, el reparto del globo, de todo el globo, y la constitución del proletariado como clase; esto es, las mismas condiciones objetivas que están en la base del surgimiento del Partido Comunista.3 La dinamización subjetiva de dichas condiciones pasa, como decimos, por la formación de cuadros burgueses capaces, en conjunto, de manejarse con destreza en todos los campos del saber y el hacer, constituyendo el equivalente burgués del intelectual colectivo proletario, que proporciona operatividad al Estado imperialista y permite combinar, de forma sistemática y con gran sinergia, todas las formas y tácticas de lucha contrarrevolucionaria o simplemente contrainsurgente.
Y esta cuestión es clave porque la enseñanza central de la revolución moderna, a decir de Lenin, es que “sólo cuando ‘los de abajo’ no quieren y ‘los de arriba’ no pueden seguir viviendo a la antigua, sólo entonces puede triunfar la revolución.”4 La crisis del modo de producción capitalista engendra revolución si y sólo si los proletarios no quieren seguir viviendo a la antigua, si disponen de su forma superior de unión clasista,5 del Partido Comunista, si han conseguido articular el factor subjetivo de la revolución. De otra manera, la crisis del capital se salda con su reestructuración, que históricamente se sustancia en la antedicha penetración ideológica y política del imperialismo en lo profundo de la sociedad contemporánea, sociedad de masas por definición y que se convierte, en su totalidad, en el teatro de operaciones estratégico del enemigo de clase.
Desde el punto de vista de la burguesía, este proceso trastoca hondamente los fundamentos ideológicos de su dominación. El peso creciente del movimiento espontáneo y reformista de la clase obrera en el propio proceso de acumulación del capital cuestiona la base individualista-liberal sobre la que la burguesía había fundamentado, en términos generales, su visión del mundo. El reconocimiento del sindicato como representante corporativo de la clase obrera es, implícitamente, el reconocimiento de que también la apropiación del producto social es eso, un asunto social.6 La polilla negra del imperialismo emerge de este capullo remozada por la subversión reaccionaria del programa comunista de socialización de la propiedad, convenientemente reglada y desmigajada a base de cuotas, y desde luego no como premisa de ese desarrollo integral del individuo que decía Marx, sino como garantía del orden entre los diversos ramos de la producción, por un lado, y de todas las esferas sociales, por el otro.7 El Estado se convierte en un comité de gestión de los asuntos de la burguesía en un grado que Engels no podía prever cuando dejó escrita aquella afirmación. Si su aparato burocrático era un ya amenazante prurito en los pliegues sudados de la carne de la vieja burguesía liberal, ahora se ha convertido en una costra supurante que envuelve todo su pellejo. El Estado, otrora limitado a despejar los obstáculos de la libre acumulación capitalista y aparentemente situado por encima de la suma de individuos iguales que siempre fue la sociedad civil para el credo liberal, va tomando un creciente cariz de organismo vivo, en el que cada elemento de la sociedad tiene su papel y función corporativa: un auténtico sistema de eslabones que va desde la dirección ejecutivo-administrativa de la cosa pública y su aparato militar hasta los organismos más abiertos y espontáneos; desde el núcleo duro del Estado hasta el sindicato, hasta el partido, hasta la prensa, hasta la asociación de vecinos, hasta el chivato del balcón y la policía sin placa.
Hasta aquí nos hemos circunscrito al vértice superior de este sistema, el intelectual colectivo burgués (que abarca el aparato burocrático y ejecutivo estatal, el Parlamento, los organismos de inteligencia y seguridad, los lobbies, la academia etc.), y las correas de transmisión que incrustan su dirección en el conjunto de la sociedad. Pero “correa de transmisión” no significa otra cosa que la línea de masas contemplada bajo el ángulo organizativo: de lo que se trata es del contenido político que encarna, y en el cual se despliega el juego político burgués sin poner en cuestión el nervio duro, económico y ejecutivo, de su sistema de dominio. Justamente porque el imperialismo neutraliza la espontaneidad desde sus mismos presupuestos, ésta es conservada como la lógica política elemental de la última sociedad de clases (expresión de la anarquía de la producción), por muy incorporada que esté en los mecanismos de control, disciplina y dirección de su necesaria contraparte, el Estado. En este juego de fuerzas, los partidos burgueses ya sólo se distinguen por el grado al que aspiran llevar dicha incorporación como última barrera frente a la descomposición social o frente a la superación revolucionaria del sistema.8
Por otro lado, si esta relación entre movimiento espontáneo y Estado imperialista es interna en el plano histórico-general (que hemos analizado hasta aquí), en el plano político inmediato ambos elementos aparecen como externos, uno frente al otro. Esta particularidad engendra innumerables ilusiones espontaneístas en la vanguardia teórica, educada por décadas en el empirismo político y en la presbicia oportunista. Pero apariencia no significa ficción; no significa irrealidad. Tiene un momento de verdad, porque es por este hueco de relativa exterioridad política por donde la espontaneidad penetra, disruptivamente, en la vida oficial, y la obliga a reconfigurarse permanentemente en aras de garantizar de nuevo la pacífica acumulación del capital. Que el capital sea la revolución continua de todas las condiciones de la producción hace que esa disrupción sea sistemática e inevitable, como sistemática e inevitable es la obligación de la burguesía de hallar nuevos checkpoints de equilibrio político para condiciones incesantemente cambiantes. Ése es el contenido objetivo de la reforma bajo la dictadura de la burguesía y en ausencia del sujeto revolucionario ─ausencia que sólo hoy, al cierre del Ciclo de Octubre, nos permite contemplar aquel contenido en su forma más “pura”, ya no como subproducto de la revolución proletaria. Por eso la política burguesa contemporánea es, necesariamente, política de masas, y en primera instancia dirigida al sector de las masas que se destaca en esa disrupción desde sus reivindicaciones inmediatas: la vanguardia práctica.
Como sabrá el lector, la conquista de la vanguardia práctica es la cuestión central de la reconstitución política del comunismo, esto es, de la reconstitución del Partido Comunista, del movimiento revolucionario organizado. Y bendito el olfato proletario de la Comintern, pues cuando calza a los perros sanguinarios del SPD el sambenito de socialfascistas lo hace en el contexto de esa batalla estratégica por la recomposición revolucionaria del proletariado alemán tras la guerra.9 Y ésa es la clave del asunto: la vanguardia práctica. La crisis política del sistema parlamentario-liberal, carcomido desde abajo por unos movimientos espontáneos que son la expresión viviente de la anarquía de la producción, tiene varias salidas posibles. Señalaremos, a efectos del presente análisis, las dos extremas: la revolución proletaria como solución real de los problemas de las masas, que pasa inevitablemente por la (re)constitución del Partido Comunista; o la posibilidad, en última instancia y entre otras, de recomposición del orden burgués sobre la base de un movimiento reaccionario de masas organizado, fascista, en el que esa vanguardia práctica ─la llave del movimiento espontáneo─ se incorpora no a las correas de transmisión de la revolución, sino a las de la contrarrevolución. Esta fusión orgánica tiende a suprimir, a su vez, las coordenadas liberales de la dominación política tradicional de la burguesía, pero no en la dirección del Estado-comuna proletario, sino en la del Estado corporativo, que implica el achicamiento de la democracia para la propia clase dominante y la expulsión del juego político de sectores de la burguesía que otrora participaban plenamente de él (una de las características que la LR viene señalando como fundamental del fascismo). Ésta es la lógica estructural del asunto, sus condiciones de posibilidad. Que esta posibilidad devenga una realidad efectiva, y en qué grado, es una cuestión que pertenece al desarrollo histórico real; es en ese plano, en el análisis concreto de la situación concreta, donde debe ser examinada y determinada (línea política).
En efecto, hablamos de una lógica: el corporativismo anida en lo más profundo de la lógica política del Estado imperialista, y el fascismo es, considerado bajo este ángulo, su desarrollo extremo, la consumación del encuadramiento de masas como pilar organizativo del Estado. No se trata de una ley apodíctica; no se trata de la consumación determinista, inexorable y finalista de unas premisas. De hecho, y como ya hemos dicho, la propia naturaleza revolucionaria del modo burgués de producción hace que cualquier forma de Estado, cualquier equilibrio político al que se haya llegado en tal o cual momento, sea de por sí algo precario (equilibrio sugiere una idea de suma cero de fuerzas contradictorias, no una estabilidad muerta, desinflada). El monopolio del poder político por una única facción de la burguesía es una forma excepcional, no la normal para una sociedad basada en la producción de mercancías y en la competencia.
Por eso, en lo concreto, y previniéndonos tanto del abuso de esta categoría como de su deturpación sociológico-cientificista, corporativismo expresa una determinada correlación de fuerzas, un determinado estado de la lucha de clases, cuyo termómetro natural es la vanguardia práctica. Es la naturaleza política de sus ideas, usos y tradiciones, esto es, de su conciencia, lo que determina su receptividad a una posible resolución autoritaria o fascista de la crisis del Estado, más allá de cábalas sobre frías tendencias objetivas, estructurales y deterministas que poco tienen que ver con el análisis marxista ─y que suelen estar detrás de las asimilaciones simplonas de democracia burguesa imperialista y fascismo, estrictamente reducido a represión, o a dictadura terrorista abierta de la burguesía, según la limitada fórmula del VII Congreso de la Comintern. Y sí, en el Ciclo de Octubre la amenaza de la revolución proletaria fue el factor que precipitó la adopción de la forma de dominación fascista por la burguesía. Pero, precisamente, la ausencia de la revolución como referente ideológico, político, cultural y moral de las masas sienta un medio ambiente más que favorable para que, en situaciones de crisis social, hoy más o menos permanente, la tendencia objetiva al corporativismo se implante naturalmente como la lógica política por defecto en todos los niveles de la sociedad, incluida, por supuesto, la vanguardia práctica de la clase. Y en esta última es donde cobra sentido la tesis del socialfascismo.
La tesis del socialfascismo es la generalización de la tesis leninista de que el desarrollo espontáneo del movimiento obrero marcha a su subordinación a la ideología burguesa,10 pero vista desde el lado del papel contrarrevolucionario del oportunismo cuando el proletariado ha conquistado históricamente su forma superior de unión clasista y escindido el movimiento obrero. En la línea de aquella concepción del Estado como cadena de eslabones, en la que cada bribón tiene su lugar bajo el sol negro del imperialismo, es el partido obrero burgués quien históricamente encarna la reforma, quien espontáneamente dirige el movimiento de resistencia de la clase (que engloba todas sus expresiones parciales, no sólo la económica y sindical) y quien tiene una responsabilidad inmediata en la conformación de la cultura, tradiciones y certezas que definen a los líderes de dicho movimiento, a su vanguardia práctica. Por eso, y si el Partido Comunista se distingue del partido obrero reformista por la ideología,11 el estado de dicha capa expresa no sólo el grado de madurez social de la revolución proletaria, sino también el de la contrarrevolución, el de las condiciones ideológicas y políticas para la constitución de un movimiento reaccionario de masas. Habiendo muerto el progreso universal que otrora preconizó la burguesía revolucionaria, la apología febril de la mejora particular que celebra el imperialismo no puede tener más recorrido que alimentar la conciencia sectorial, egoísta, corporativa, gregaria, estrecha, mediocre, autosatisfecha, acomodaticia y mezquina de la masa, el cretinismo, el oportunismo, la ignorancia, el arribismo, la sumisión, el servilismo; cultura situada a un tiro (de piedra) de la reestructuración fascista del movimiento de masas, con o contra los propios reformistas que la alimentaron.12 El derecho y la igualdad ante la ley se muestran incapaces de ofrecer más democracia, de ofrecer soluciones a los problemas de las masas, y deben ser transgredidos si se trata de asegurar el estado de cosas dominantes. Y es que ya no hay lugar para las prevenciones liberales de un Sieyès, que recomendaba mantener los intereses particulares fuera de la política para que la Ré-publique no degenerase en Ré-totale. Hoy, el carácter espontáneamente reformista del Estado imperialista se alimenta en general de las mismas condiciones subjetivas que su transmutación autoritaria, fascista.
Y esto es así para toda la transición del capitalismo al comunismo; la tesis del socialfascismo significa que “la pervivencia del tipo de organización reformista expresa que el proceso de elevación consciente de las masas hacia la posición de la vanguardia comunista es necesariamente gradual”,13 pero enfocado desde el punto de vista de la reacción, desde el punto de vista de los escalones que recorre el movimiento obrero burgués para preservar sus privilegios y oponerse a la transformación revolucionaria de la clase. Ésta incluye, naturalmente, también al Estado de la dictadura del proletariado, como sugería perspicazmente Mao al referirse a la URSS revisionista como socialfascista y señalar que la República Popular China corría exactamente el mismo riesgo, riesgo trágicamente hecho realidad tras 1976. En efecto, la Gran Revolución Cultural Proletaria, el punto más elevado de la lucha de clases revolucionaria del Ciclo, fue también el punto de mayor madurez de la contrarrevolución: desde el punto de vista de la ideología que promocionaba la derecha del PCC (el productivismo, los incentivos materiales, el chovinismo, el feminismo, etc., todo ello de color rojo) y desde el punto de vista de la articulación política de su labor contrarrevolucionaria. Levantar la bandera roja contra la bandera roja era levantar a los Guardias Rojos contra los Guardias Rojos, mandar a los obreros de choque de la contrarrevolución contra los obreros de choque de la revolución; es decir, enfrentar a los sectores que objetivamente se situaban en la vanguardia práctica tal y como ésta existía bajo las condiciones del socialismo y que representaban, respectivamente, la conciencia reformista y la conciencia revolucionaria de la clase. Ésa es precisamente la forma que asume la revolución proletaria madura: la guerra civil entre las masas revolucionarias organizadas y las masas contrarrevolucionarias organizadas, entre la forma superior de organización del proletariado (el Partido Comunista) y la forma superior de organización de la burguesía (el Estado más sus correas de transmisión). Y no es en absoluto casual que la última línea de defensa de ésta sea el partido obrero reformista, el estratega de la contrarrevolución, pues es quien mejor puede pilotar su enraizamiento social en la última y más profunda guerra de clases de la historia explotando la conciencia espontánea, reformista, del proletariado14 (lo que también es un índice, negativo, de la potencialidad de esta clase, dado el lugar objetivo que ocupa en las relaciones sociales capitalistas y que la burguesía no puede ignorar para articular las condiciones políticas de su dominio).
La tesis del socialfascismo exige, pues, analizar la correlación entre reacción y revolución en un momento dado, y también las luchas de clases entre las fracciones de la propia burguesía, especialmente cuando, como es el caso, la revolución se halla ausente del escenario social. En ese sentido, nada más lejos que el tópico Spain is different: el Estado español es un Estado imperialista, donde la revolución comunista y la dictadura del proletariado están a la orden del día, y donde el hegemón del movimiento obrero burgués, el PSOE, está sobradamente acreditado como mano izquierda de la dictadura burguesa y como su punta de lanza ultrarreaccionaria. Ya desde su estreno como partido de gobierno tras la Transición, el socialismo español se ha destacado como eficiente gestor antiobrero, ha desempeñado una auténtica guerra terrorista contra el movimiento nacional vasco, azuzando la discordia entre los pueblos, y se ha sumado entusiastamente a las aventuras militares de su bloque imperialista en la antigua Yugoslavia, en Libia, en Ucrania, etc., amén de otras lindezas que harían interminable la lista. De sus filas han salido los González y los Zapateros, los Solanas y las Chacones, los Borrells, las Calvos y demás fanáticos. Sobre su siniestra naturaleza y el destino que le tiene que reservar el proletariado no pueden caber dudas.
Ahora bien, cuando la fracción del capital financiero representada por Aznar y los halcones del PP rompió unilateralmente con parte de los viejos consensos de 1975-1982 (con la intervención en Irak, el giro atlantista a expensas de Europa y el gobierno a base de decretazos) y espoleó cierta tendencia fascistizante ─no tanto por su retórica nostálgica e irredentista como porque suponía la marginación de un sector de la propia clase dominante, incluida la aristocracia obrera─, el PSOE y todo lo que estaba a su izquierda se volcaron en las movilizaciones contra la guerra. Y no lo hicieron, claro está, por convicciones antibelicistas (UGT convocó un terrorífico paro de dos horas), sino porque estaban en juego los intereses estratégicos del europeísta Estado español y el derecho de los sectores representados por socialistas e izquierdounidos a su trozo de pastel imperialista. Entonces, demostraron cabalmente su capacidad para reconducir en su propio beneficio las movilizaciones de la época (contra la guerra, por el caso Prestige, por las mentiras sobre el 11-M…), sin que, por supuesto, cupiese hablar de manipulación o de desvío de su curso natural: las consignas del movimiento contra la guerra no eran otras que las del pacifismo y su máximo recorrido era el voto de castigo contra el PP. Pero en un contexto en el que la contradicción dominante en el mundo era entre los países imperialistas y los pueblos oprimidos, y con el Estado español atravesando una época de estabilidad económica, el primer gobierno de Zapatero se presentó como la restauración de los viejos consensos, de las viejas normas de juego, como adalid de las esencias de la democracia liberal frente al partidismo mezquino de Aznar. La crisis política de 2002-2004 no se saldó con la profundización de la senda fascistizante iniciada por el aznarismo, sino con su interrupción y el encauzamiento del malestar social a través de una mayor apertura democrática para la aristocracia obrera, las burguesías de las naciones oprimidas y los sectores de la burguesía española marginados por el PP ─resultado que se reflejó en la vanguardia bajo la forma de un insufrible y demagógico republicanismo resucitado, auspiciado por el propio Zapatero y cuya marea alta duró más de un decenio.
Estas condiciones empezaron a cambiar al llegar la segunda década del siglo, tras el crack de 2008 y con la guerra de Siria, cuando terminan las vacas gordas y la unilateralidad imperialista de EE. UU. comienza a ser puesta en entredicho por el imperialismo ruso y chino. En el Estado español se expresó como eso que hemos llamado Crisis de la Restauración 2.0, cuyos primeros compases estuvieron marcados por el 15-M y la explosión de la cuestión nacional en Catalunya ─expresión del desencuadramiento de la aristocracia obrera y de varios estratos de la burguesía catalana, respectivamente. Como la LR señaló en su momento, el auge de Podemos vino a demostrar la total bancarrota de los esquemas del revisionismo y la absoluta superfluidad de la identidad roja para cabalgar el movimiento espontáneo y apoltronarse en el Congreso a legislar reformitas.
El ciclo del 15-M, en cuanto movilización de izquierda, indefectiblemente dominada por la aristocracia obrera despechada, sí, pero también encarnación de la más profunda crisis social desde la Transición, coadyuvó al desarrollo de la revolución en el Estado español en la esfera en que aquélla se desenvuelve en la actualidad: desencadenó la crisis abierta del revisionismo y catalizó la proliferación de círculos de propagandistas adscritos a la LR, base sobre la cual ésta pudo saltar de corriente de opinión a movimiento político por derecho propio. Pero, a nivel social general, el 15-M y Podemos no aspiraban ni podían aspirar a otra cosa que a la restauración de las viejas posiciones perdidas por la aristocracia obrera, la resolución de la crisis no hacia adelante, sino hacia atrás. Consecuentemente, el Estado español era su marco natural y lógico de acción, las venerables instituciones democráticas eran la cota más alta a la que aspirar (aquel angosto cielo, o cielito, que había que tomar por asalto) y la usurpación del lugar del PSOE era la hoja de ruta lógica y coherente, por no hablar de su descarada vocación de que el Estado español trepase puestos en la cadena imperialista europea.
Pero el antiguo pacto social yacía roto en pedazos. No era el Rubicón, sino el Estigia el río que estaba cruzando la socialdemocracia rediviva. Al contrario de la restauratio zapatera, la refundación de la alianza de la aristocracia obrera con la burguesía imperialista no se podía realizar con un vulgar encantamiento parlamentario. Las potencias demoníacas conjuradas corrían a su libre albedrío, sin que el aprendiz de brujo se molestase demasiado por intentar domeñarlas: ya hemos comentado en otra ocasión15 la liberal despreocupación de Podemos por cimentarse como partido de masas, sacrificando los vínculos con el movimiento espontáneo en el altar de España y las instituciones. Esta torpeza del enemigo ─que el proletariado debe tener muy presente aunque no pueda permitirse el lujo de contar siempre con ella─ condicionó la forma en que se resolvió el primer acto de la Crisis de la Restauración 2.0: recuperación del PSOE como hegemón del partido obrero burgués y partido de Estado (que ha conseguido arrastrar a Podemos, IU-PCE y buena parte del revisionismo) e inanición del 15-M y del movimiento nacional catalán ante el desplante de sus dirigentes reformistas y nacionalistas, certificando su bancarrota como referentes del reformismo y de la liberación nacional, democrático-burguesa, respectivamente.
Y de aquellas lluvias, estos lodos. Para cuando triunfa la moción de censura contra Rajoy, y sobre todo para cuando Unidas Podemos (UP) entra en el gobierno del PSOE, el movimiento espontáneo de izquierdas se halla prácticamente desecado y lo único que sostiene al gobierno más progresista de la historia es el estado de alarma permanente: primero la alerta antifascista, luego la alerta covid y, últimamente, el borrelliano cierre de filas en torno al bloque imperialista euroatlántico (con todo lo que esto ha sumado para el fortalecimiento del aparato represivo del Estado). Las recientes elecciones generales nos han traído otra ración de chantaje emocional, unidad contra el fascismo y manidos tópicos reaccionarios sobre las “dos Españas”. Todo ello no sólo indica el descrédito y la falta de un programa ilusionante, e incluso creíble, del campo “socialcomunista”, como no se cansan de repetir todos los comentaristas políticos. Expresa, sobre todo, su incapacidad objetiva para hallar las condiciones, consensos y reglas de juego que establezcan un nuevo punto de equilibrio político para el Estado español. No es un problema de falta de voluntad, sino que se trata de la crisis de las bases económicas del Estado de bienestar, fundamentado en el desarrollo tecnológico sostenido por una fuerte intervención pública y el aumento más o menos continuado de la fuerza productiva del trabajo, así como de su tasa de explotación. Este modelo, que con sus altibajos corresponde gruesamente a todo un ciclo, podía compaginar el crecimiento económico y la competitividad internacional con el aumento de los salarios reales, la implicación afirmativa del Estado monopolista-imperialista en la reproducción de la fuerza de trabajo y el mantenimiento de un sector público amplio ─estatal, autonómico, provincial y municipal─ que redistribuía parte del plusvalor producido (seguridad social, sanidad, políticas sociales, un nutrido cuerpo de funcionarios, subvenciones para los sindicatos y su aparato, etc.). Pero todo dependía de no detener ese movimiento. Este delicado ritmo quebró a finales de la primera década del siglo y, por lo menos en los países del occidente imperialista, no está a la vista que se pueda recomponer sin el sacrificio del excedente material y humano.
Recapitulando: la aristocracia obrera ha perdido parte de sus privilegios tradicionales como clase dominante reaccionaria, y el fracasado asalto a los cielos del 15-M y Podemos ha dado la puntilla a las viejas certezas socio-liberales que permitieron la recuperación de su posición en 2004-2008. No en vano, personajes como Losantos han señalado al bolivariano Zapatero como padre político de Iglesias, y bajo ese punto de vista tienen toda la razón. Es un arco que va desde la Ley Integral de Violencia de Género a la reaccionaria huelga de mujeres del 8-M de 2018 y la ley del sólo sí es sí, desde el encaje federalizante del Estatuto de Miravit y de la nación de naciones hasta la tibia actitud de Podemos y cía ante la opresión nacional de Catalunya (más pendientes del mercadeo que de la democracia), desde la alianza de civilizaciones y el multilateralismo de Moratinos hasta el compromiso europeísta del tándem PSOE-UP, desde la Ley de Memoria Histórica hasta el último programa republicano “rojo” del revisionismo, etc.
Todas estas claves reformistas han sido definitorias no tanto de un estilo de hacer política, sino del programa con el que la aristocracia obrera y el sector pactista de la burguesía resolvieron la crisis provocada por la segunda legislatura de Aznar, pero que está fracasando sin paliativos para soldar las juntas que reventaron con la Crisis de la Restauración 2.0. La figura de Yolanda Díaz expresa como ninguna la volatilidad y precariedad actual de las bases objetivas del partido reformista. Por un lado, reválida de todo lo esencial de la reforma laboral del PP, esto es, de la reforma que sancionaba el achicamiento de la cuantía de participación estructural de la aristocracia obrera en el reparto del plusvalor.16 Por el otro, un cuantioso soborno compensatorio de 17 millones para las centrales sindicales en los Presupuestos Generales del Estado de 2022 (un incremento de casi el 100% desde que la ministra comunista tomara posesión de la cartera de Trabajo)… pero que, como todo soborno de esta índole, es puntual y debe ser revalidado a cada año, sin restaurar la posición de los sindicatos en el Estado ni protegerla frente a los bamboleos políticos y electorales. Irene Montero, por su parte, es quien mejor personifica la crisis de sus bases subjetivas. La llamada guerra civil del feminismo y, sobre todo, el escándalo de la ley del sólo sí es sí constituyen el indicador natural de hasta qué punto el feminismo ─hace no mucho uno de esos pilares de consenso─ se ha hecho incapaz de generar acuerdo incluso al interior del campo reformista. Por supuesto, mucho menos ha podido el partido obrero burgués congraciarse con el sector social encarnado en VOX y el PP, cuyo combate contra el Estado sanchista es elocuente acerca de hasta qué punto se ha descompuesto la unidad de las distintas fracciones de la burguesía para seguir dominando de forma conjunta o turnista. Y a la vista está que el partido de los descontentos no se encuentra hoy en el lado izquierdo del espectro político burgués. El progresismo se atrinchera firme en sus viejas posiciones; la reacción toma la acción y la iniciativa. Los subversivos y sediciosos defienden celosamente la legalidad vigente; los inmovilistas claman por su subversión. El partido de la rebelión vota contra la rebelión; el partido del orden, contra sí mismo. La España dinámica se queda en casa; la España atrasada la adelanta por su derecha. La integridad política la representa una chaquetera; el clientelismo, un fanático de sus principios inexorables. Los secesionistas trabajan con diligencia por la unidad de España; los españolistas, por su disolución. Los rojos miran al pasado; los blancos, al futuro. El sentido de Estado es el interés de partido; la política, tecnocracia. El partido conservador es el PSOE; el partido revolucionario, la Guardia Civil.
En este revoltijo la burguesía es incapaz de entenderse a sí misma y clama por una certeza. Y de la misma manera que tras las vacas gordas vinieron las vacas flacas, tras las vacas flacas llegaron las vaquillas. La actual plaga socialchovinista ─en absoluto reducible a una serie de organizaciones o de individuos─ es el reflejo, en la vanguardia de la clase, de la crisis del programa liberal-reformista tradicional, compartido en lo fundamental por el revisionismo, y el intento de una fracción de la aristocracia obrera por pergeñar un programa oportunista de nuevo cuño, libre de los compromisos y los complejos que hasta ahora ordenaron la forma que tenía esta clase de entender su proyecto político reaccionario de dominación compartida con el gran capital. Ése es todo el contenido de las batallitas entre la izquierda indefinida y los inquisidores políticamente incorrectos de la posmodernidad progre: si ha de conservarse la vieja táctica de la aristocracia obrera o buscar una nueva bajo las faldas del oportunismo maduro, con todas las posiciones intermedias y engendros mestizos que quepan entre ambas. Nadie es inocente en este juego: la fuerza con la que ha irrumpido el socialchovinismo es directamente proporcional a la tenacidad con la que los falsos comunistas se han empeñado en vender el comunismo a los consensos sindicalistas, republicanos, feministas y demás durante décadas, obstaculizando la recuperación del marxismo revolucionario como concepción del mundo y como referente ideológico para la propia vanguardia. No son más que dos eslabones sucesivos de la misma cadena arribista, de la misma clase mezquina y resentida por la pérdida de sus polvorientos privilegios de clase dominante.
El socialchovinismo aparece así como la crítica oportunista del oportunismo, en un momento en que la crisis del anterior programa reformista abre la puerta a una mayor reverberación de su crítica revolucionaria: mientras el marxismo revolucionario enarbola la aplicación consecuente del derecho de autodeterminación contra el mercadeo del nacionalismo de pequeña nación, el socialchovinismo clama por la unidad de España; mientras el marxismo revolucionario señala el imperativo de destruir el Estado imperialista, el socialchovinismo exige su mejor fortalecimiento ejecutivo-policial y su salida de las estructuras euroatlánticas para desempeñar su política exterior carroñera de forma soberana y sin supuestas ataduras; mientras el marxismo revolucionario dispara contra la izquierda plural por el carácter reaccionario de la construcción de movimiento como suma de frentes parciales, el socialchovinismo lo hace por exclusivismo obrerista; mientras el marxismo revolucionario dispara contra el feminismo por su carácter contrarrevolucionario y corporativo, el socialchovinismo lo critica por su incapacidad para servir a su proyecto político, esto es, por no ser suficientemente corporativo (de ahí que al corporativismo feminista contraponga el igualmente reaccionario e identitario corporativismo sindical, obrerista); mientras el grito de guerra del marxismo revolucionario es ¡proletarios de todos los países, uníos!, el socialchovinismo solloza por las fronteras y se masturba de forma morbosa con tonterías sobre la hispanosfera y el capitalismo anglogermánico, con la nación obrera española, con un país para la clase obrera, etc. etc.
Este corrimiento ideológico dentro de la vanguardia teórica lleva aparejada la posibilidad de que el grueso de la población, y especialmente esa determinante vanguardia práctica, termine identificando el comunismo con el socialchovinismo y la retórica escuadrista, para-policial, en que hoy retoza una parte nada desdeñable de la vanguardia teórica. Esta última cuestión no sólo determina el rédito político que pueda obtener esta corriente a corto plazo, especialmente cuando el panorama político español ha virado ostensiblemente hacia la derecha y cuando no son pocos los cuadros burgueses que les ponen ojitos a la izquierda sin complejos (como ayer se los ponían a la izquierda plural). También plantea un problema estratégico para la reconstitución del comunismo, en la medida en que avive las desconfianzas nacionales en nombre del socialismo y reparta entre las masas su potaje ideológico indigesto, desacreditando (más) el marxismo y dificultando la lucha por la recuperación de su referencialidad. No sólo en la vanguardia teórica; también en la vanguardia práctica, haciéndola más receptiva a la demagogia chovinista y autoritaria como vía de resolución de la crisis, lo cual ya nos situaría en el portalón de un posible movimiento fascista de masas. Esto puede obligar a un ajuste táctico considerable del Plan de Reconstitución, en la medida en que el comunismo se encontraría en una contradicción entre el escaso grado de desarrollo de su reconstitución (hoy ideológica, centrada en la vanguardia teórica de la clase) y el desarrollo de un movimiento reaccionario, fascista, de masas (el combate contra el cual requiere de mecanismos que, por su naturaleza, se ubican más bien en el conjunto de tareas correspondientes a la reconstitución política, a la reconstitución del Partido Comunista)
Si el anterior capítulo de la Crisis de la Restauración 2.0 fue el canto de cisne de los viejos dogmas, en el presente arco se juega la articulación de los nuevos. Respecto a la vanguardia de la clase obrera, cabe prever que el desarrollo de la corriente socialchovinista o bien la alejará de toda problemática relacionada con el comunismo y la construcción partidaria, o bien seguirá digiriendo al revisionismo “clásico” y canalizando la crisis de éste en la dirección de construir una nueva plataforma política revisionista más o menos operativa y oportunistamente madura. Pueden darse ambas posibilidades. En ese sentido, el socialchovinismo parte con ventaja, tanto porque rema a favor de la corriente política del Estado español como porque sus histéricos representantes se están tomando muy en serio la tarea de conquistar la opinión pública y de tejer una mínima sintonía ideológica con su auditorio, explotando precisamente la bancarrota del ciclo reformista anterior y el hartazgo de buena parte de la vanguardia con sus clichés y fetiches. Por el otro lado, ya estamos viendo que los heraldos póstumos de estos últimos responden al desarrollo del socialchovinismo en la vanguardia intentando dar marcha atrás en la historia e insistiendo en el viejo programa reformista plural y en el viejo “comunismo” multicolor (la “suma de luchas”), a pesar de que éste haya fracasado, a pesar de que su fracaso haya sido la causa inmediata de la fiebre española y a pesar de que dicha apuesta los conduzca a una mayor irrelevancia política a medida que se vaya profundizando la crisis del Estado. El marxismo revolucionario no tiene vela en este entierro, y al proletariado sólo le corresponde la denuncia de unos y otros y del vínculo interno que los une, que es lo que sustancia la tesis del socialfascismo en las circunstancias actuales de la lucha de clases en el Estado español y, en particular, en el campo de la vanguardia teórica. Sólo la aplicación consecuente del Plan de Reconstitución permitirá que la crisis del revisionismo se traduzca en desarrollo de la revolución, que hoy exige la construcción de un referente de vanguardia y, en particular, la defensa del internacionalismo proletario y la lucha incondicional contra el socialchovinismo. Esas son las bases irrenunciables de la línea política revolucionaria en la actualidad.
Sólo podemos seguir hacia adelante. Si Esaú, el desheredado, se ha de levantar y partir el yugo sobre su cerviz, lo hará sabiendo que
no hay a nuestra espalda otros defensores o un muro más sólido que libre a los hombres de la muerte.
Comité por la Reconstitución
Agosto de 2023
1“Los comunistas sólo se distinguen de los demás partidos proletarios en que, por una parte, en las diferentes luchas nacionales de los proletarios, destacan y hacen valer los intereses comunes a todo el proletariado, independientemente de la nacionalidad; y, por otra parte, en que, en las diferentes fases de desarrollo por que pasa la lucha entre el proletariado y la burguesía, representan siempre los intereses del movimiento en su conjunto. […] Prácticamente, los comunistas son, pues, el sector más resuelto de los partidos obreros de todos los países, el sector que siempre impulsa adelante a los demás; teóricamente, tienen sobre el resto del proletariado la ventaja de su clara visión de las condiciones, de la marcha y de los resultados generales del movimiento proletario.” Manifiesto del Partido Comunista; en MARX, K.; ENGELS, F. Obras Escogidas, tomo I. Akal. Madrid, 1975, pp. 34-35.
2“Lenin es el primer gran dirigente revolucionario que adopta la posición del estratega en la dirección política de la lucha de clases proletaria […] A diferencia del líder de barricada, que sólo puede dirigir una acción militar, que se identifica con ella y que hace depender todo el curso de la lucha de esa sola acción, reduciendo con ello toda la capacidad, intensidad y profundidad del movimiento político al margen que puedan otorgar unas pocas maniobras tácticas, Lenin, por el contrario, aplica a la dirección del movimiento una perspectiva estratégica, es decir, el método de combinar acciones tácticas en función del objetivo estratégico, subordinando siempre aquéllas a éste y utilizando absolutamente todos los medios posibles, políticos y militares, en relación con cada fase del movimiento.” La Nueva Orientación en el camino de la reconstitución del Partido Comunista; en LA FORJA, n.º 31, marzo de 2005, p. 37 (las negritas son del original ─N. de la R.).
3Es interesante el hecho de que la ciencia de la geopolítica surja en esta misma época, a finales del siglo XIX y principios del XX, y es lo más próximo a lo que podríamos denominar subjetividad del imperialismo. En la medida en que la acumulación del capital se realiza a nivel mundial y en la medida en que se desvanece cualquier afuera geográfico precapitalista o sólo formalmente subsumido por el capital; en esa medida, decimos, la doctrina geoestratégica de cada Estado imperialista expresa su autoconciencia de las condiciones (geo)políticas de la reproducción de su posición en el proceso de acumulación de capital, así como las de su ascenso en la cadena imperialista. Basta considerar las teorías de Mackinder, Ratzel/Haushofer y Spykman/Mahan, que se corresponden, nítida y respectivamente, con la posición y expectativas de los imperialismos británico, alemán y estadounidense a lo largo del siglo pasado, del mismo modo que el ascenso de China define hoy su doctrina de los Mares Lejanos. Pero este tema, aunque sugerente, no es objeto del presente trabajo.
4La enfermedad infantil del izquierdismo en el comunismo; en LENIN, V. I. Obras Escogidas, tomo XI. Editorial Progreso. Moscú, 1976, p. 66.
5Ibídem, p. 31.
6“Estos individuos [los magnates como Krupp, Stumm, Thyssen, etc.] tendían a oponerse, con diversos grados de intensidad, a la sindicalización y a la idea de la negociación colectiva. Pero durante la guerra habían suavizado su antagonismo debido a la creciente intervención pública en las relaciones laborales, y el 15 de noviembre de 1918, el empresariado y los sindicatos, representados respectivamente por Hugo Stinnes y Carl Legien, firmaron un pacto que establecía un nuevo marco de negociación colectiva que incluía la aceptación de la jornada de ocho horas. Ambas partes tenían interés en ahuyentar el peligro de una socialización generalizada por parte de la extrema izquierda, y el acuerdo preservaba la estructura empresarial existente, dando al mismo tiempo a los sindicatos una representación igualitaria en una red nacional de comités de negociación conjunta. El empresariado, lo mismo que otros sectores del régimen guillermino, aceptó la República porque le pareció el medio más factible de impedir algo peor.” EVANS, R. La llegada del Tercer Reich. Ediciones Península. Barcelona, 2018, p. 149. A este respecto, vid. El sindicalismo que viene; en LA FORJA, n.º 35, 2006, pp. 50-63.
7Ellas quieren la libertad y el comunismo, en LÍNEA PROLETARIA, n.º 6, diciembre de 2021, p. 39.
8“Que el imperialismo es el capitalismo parasitario o en descomposición se manifiesta, ante todo, en la tendencia a la descomposición que distingue a todo monopolio en el régimen de la propiedad privada sobre los medios de producción. La diferencia entre la burguesía imperialista republicano-democrática y monárquico-reaccionaria se borra, precisamente, porque una y otra se pudren vivas.” LENIN: O. E., tomo VI, p. 127 (las negritas son nuestras ─N. de la R.).
9Un botón de muestra de que, para el KPD de finales de los 1920, la vanguardia práctica no se concentraba ni siquiera en los sindicatos: “Más amenazadores incluso [que las pandillas de delincuentes] eran los intentos, que solían tener éxito, de los comunistas de movilizar a los parados para sus propios fines políticos. El comunista era el partido por excelencia de los desempleados. Agitadores comunistas reclutaban a los jóvenes semidelincuentes de las ‘bandas salvajes’; organizaban huelgas de alquileres en los barrios obreros donde la gente apenas podía pagar la renta; declaraban algunos distritos ‘zona roja’, como el barrio proletario berlinés de Wedding, lo que inspiraba temor a los no comunistas que se atrevían a aventurarse por allí, y a los que pegaban a veces o amenazaban con armas de fuego si sabían que estaban relacionados con los camisas pardas; señalaban ciertos bares y tabernas como propios; hacían proselitismo entre los niños de las escuelas de la clase obrera, politizaban las asociaciones de padres y alarmaban a los maestros de clase media, e incluso a los de ideología izquierdista. Para los comunistas la lucha de clases fue pasando del lugar de trabajo a la calle y al barrio a medida que iba aumentado el número de los que se quedaban sin trabajo. Defender un bastión proletario, por métodos violentos si era necesario, se convirtió en una alta prioridad de la organización paramilitar comunista, la Liga de Combatientes del Frente Rojo.” EVANS: Op. cit., pp. 276-277.
10¿Qué hacer? Problemas candentes de nuestro movimiento; en LENIN: O. E., t. II, p. 37.
11Tesis de Reconstitución; en LA FORJA, n.º 10, abril de 1996, p. 8.
12A principios de 1933, “la marginación y la represión política de los socialdemócratas fueron haciéndose enseguida evidentes, y los sindicatos, bajo la dirección de Theodor Leipart, empezaron a intentar preservar su existencia distanciándose de ellos y buscando un acomodo con el nuevo régimen. El 21 de marzo la dirección negó cualquier intención de tener un papel en la política y declaró que estaba dispuesta a desempeñar la función social de los sindicatos ‘cualquiera que sea el régimen’ que estuviese en el poder […] El 28 de abril concluyeron un acuerdo con los sindicatos liberales y cristianos por el que se comprometían a dar el primer paso para la unificación completa de todos los sindicatos en una organización nacional única.” EVANS: Op. cit., pp. 396-397.
13Tesis de Reconstitución, p. 7.
14Este problema lo supieron ver claramente, aunque desde coordenadas liberales, algunos de los más sagaces estudiosos de la Revolución Cultural: “[Mao] comparte con los liberales occidentales al menos una convicción: que, mientras la diferencia entre el socialismo paternalista y el fascismo es una diferencia real, la línea divisoria entre ellos se traspasa fácilmente. El Kuomintang la cruzó; Mao cree que la Unión Soviética la ha cruzado; y teme que su propio partido esté sólo a unos pasos de ella […] Tanto para Mao como para sus adversarios liberales de China, el enemigo es el mismo: la burocracia; pero difieren por completo sobre los medios con los que hay que combatirla. Los liberales creen, esencialmente, en el mejoramiento gradual de la élite. Mao cree en la destrucción de sus fundamentos. Se enfrenta con uno de los problemas esenciales de la política: la tendencia de una revolución igualitaria a producir su propio establishment privilegiado. Pero no espera echar por tierra esa posibilidad, como se cree ampliamente en Occidente, con el simple y continuado recurso a la quebrantadora protesta de masas.” CAVENDISH, P.; GRAY, J. La Revolución Cultural y la crisis china. Ariel. Barcelona, 1970, pp. 103-104.
15Editorial: Ni nueva normalidad, ni vieja normalidad: ¡Revolución o barbarie!; en LÍNEA PROLETARIA, n.º 5, diciembre de 2020, pp. 12-13.
16Las dificultades puestas a la contratación temporal, por su parte, ya han sido exitosamente bordeadas por las leyes naturales de la competencia: los patrones, grandes y pequeños, aprendieron enseguida a emplear el período de prueba como un eficiente sustituto del contrato temporal. Los despidos antes del término del período de prueba (que no requieren ni preaviso, ni causa motivada, ni indemnización) se dispararon en un 620% el año pasado: si en 2021 fueron 75.000 los asalariados que no superaron dicho período, el cierre de 2022 registró un total de 540.000.