El día 24 de febrero de 2022 se inició la invasión rusa a gran escala de Ucrania. Una vez más en la historia una pugna de poder entre imperios se pagará con la sangre de los proletarios y pueblos. En este momento, como bien sabemos, el proletariado revolucionario sigue careciendo de capacidad de intervención en el escenario de la gran lucha de clases, y no digamos ya en la manifestación geopolítica de este escenario. Sin embargo, para alcanzar algún día esta agencia es fundamental comprender la situación y mantener una postura clara frente a todos los interesados en distorsionarla. En futuros análisis profundizaremos en el contexto y en la maraña de factores que han llevado a esta situación, pero valga este posicionamiento para señalar una serie de puntos fundamentales.
Empezando por lo ya indicado: presenciamos fundamentalmente una pugna inter-imperialista donde los pueblos sólo tienen protagonismo como proveedores de carne de cañón y padecimiento, siendo Ucrania un mero peón de una partida más amplia. Nada de lo que sucede hoy puede desligarse de lo acontecido en 2014 en torno a la plaza del Maidán de Kyiv. Nada de esta historia puede entenderse sin referencias a personajes siniestros como Victoria Nuland o a acontecimientos no menos siniestros como los, todavía no esclarecidos (aunque claros en sus beneficiarios), tiroteos de febrero de 2014 en dicha plaza. Estos oscuros eventos rompieron el acuerdo de compromiso al que se acababa de llegar entre las diferentes facciones de la burguesía ucraniana para encauzar la crisis política y llevaron a la toma armada del poder y a la expulsión del campo de juego político de cualquier facción de esta burguesía no alineada con una política exterior e interior anti-rusa. Ello significó romper el statu quo, tanto interno (campo de juego, todo lo corrupto que se quiera, ora para las facciones rusófilas, ora para las pro-occidentales) como externo (correlativamente a ello, estatuto neutral del país respecto a las grandes potencias), que había regido Ucrania desde 1991. La ruptura de este orden, que había durado por toda una generación, no puede explicarse sin el respaldo político y financiero del bloque imperialista euro-atlántico. De esta ruptura inicial del statu quo y de las reglas de juego sobre el que se sostenía (es decir, del cambio de régimen en Ucrania) proviene en lo inmediato la sucesión de acontecimientos que nos han llevado al momento actual.
Desde el punto de vista de la geopolítica imperialista de gran potencia hay un claro beneficiario de esta situación: el imperialismo atlantista con capital en Washington. El Pivot to Asia estadounidense para enfrentar el ascenso de China podrá hacerse con una Unión Europea (UE) disciplinada por una nueva guerra fría contra Rusia. El eje de la política exterior de la Unión Europea pasará a estar más en Varsovia que en París. Precisamente, si algo pone de relieve esta crisis y esta guerra es (una vez más) lo quimérico de la idea de una UE como potencia imperialista autónoma respecto a Washington. La posibilidad de que la UE, sin grandes activos estratégicos implicados en el Asia-Pacífico, pudiera plantearse el escenario de creciente rivalidad sino-estadounidense como una oportunidad para avanzar en su propia autonomía imperialista queda zanjada antes siquiera de plantearse seriamente. Las relaciones entre la UE y Rusia pasarán a contarse en términos estratégico-militares, con una nueva carrera de armamentos que ya se anuncia y justifica estos días. No por casualidad, se trata de los términos que mejor garantizan la influencia de la todavía única superpotencia militar con proyección global: Estados Unidos. La OTAN, hace no tanto en muerte cerebral según Macron, alza rejuvenecida su vuelo sobre el continente europeo. Es el resultado necesario, la calculada profecía autocumplida, de tres décadas de ininterrumpido avance atlantista hacia el este, rompiendo todos los compromisos, desoyendo todas las quejas y advertencias rusas y amenazando con absorber las áreas que el imperialismo ruso considera geopolíticamente existenciales para su estatus como gran potencia.
Una pequeña nota para señalar el papel del imperialismo español en este asunto como parte activa del bloque imperialista atlantista. Si algo ha demostrado la crisis pre-bélica, hasta que la escalada a guerra abierta ha impuesto una disciplina de bloque, es que cierta voz no monocorde era posible, como han escenificado gobiernos tan reaccionarios como el croata o el húngaro, pero que representaban potencias menos poderosas que el Estado español. Contra las ilusiones soberanistas de los socialchovinistas ibéricos, si esta entonación diferente no se ha dado, incluso con el Gobierno más progresista de la historia, no es porque haya habido alguna mano oculta, enfundada en un guante con barras y estrellas, apuntando en la sombra a “nuestros” progresistas dirigentes, sino porque éstos participan activa y soberanamente del orden imperialista propiciado por Estados Unidos, en cuyo seno se han amamantado y del que, aun en la posición secundaria acorde a su poder, se benefician. No hay forma de romper el eslabón de la cadena imperialista que representa el Estado español desde la prédica demagógico-victimista de la supuesta soberanía perdida. No, la soberanía imperialista es esto: participación, en la medida del propio poder, de la cuota de beneficio que da la pertenencia en calidad de metrópoli a determinado bloque. Por supuesto, para cobrar esa renta hay que jugar el soberano papel de matón de pueblos, como el Estado español hace gustosamente, enviando a sus mercenarios allende de sus fronteras, al Mar Negro o al Báltico hoy, como ayer lo hacía al Hindú-Kush o a los Balcanes… o anteayer al Rif…
Por supuesto, no se vaya a creer que el otro imperialismo en pugna, el ruso, es inocente en todo este juego. La agresión hoy sobre Ucrania está siendo perpetrada por él, incapaz de sacar adelante sus intereses de otra forma que no sea el descarnado ataque militar, precisamente por la escasa atracción que sobre los pueblos de su entorno ejerce, ya desembozado, su pútrido rostro zarista-imperialista. Rusia ha sido llevada a esta situación por la expansión del bloque imperialista atlantista, pero a esta presión no ha respondido con una política anti-imperialista que pudiera proporcionar una alternativa emancipadora a los pueblos vecinos, sino, en concordancia con su propia naturaleza, como el matón imperialista decidido a proteger su esfera de influencia con la violencia militar y la opresión que sean necesarias. Si el pueblo ucraniano ha sido y es víctima de los golpistas banderistas respaldados por el imperialismo atlantista, hoy se pone en primer plano que también es víctima de la agresión del imperialismo ruso. La vanguardia proletaria no puede contemporizar ni un solo instante con este hecho.
En lo concreto es interesante señalar el cambio de estrategia del imperialismo ruso. Dada la absoluta falta de voluntad política del régimen nacionalista ucraniano por aplicar los acuerdos de Minsk (producto de su derrota militar en la guerra de alta intensidad de 2014-15), el Kremlin ha pasado página a esta vía (que representaba una especie de vuelta al statu quo ante de una Ucrania neutral, aunque con un reforzamiento de la influencia rusófila y con Crimea irremisiblemente perdida para los ucranianos) y ha optado por la intervención militar masiva. El ataque, realizado en torno al gran arco que va de Bielorrusia a Crimea, pasando por la frontera este de Ucrania, está ideado para flanquear a lo más preparado del ejército ucraniano, atrincherado en torno al Donbás, y asegurar una victoria rápida con la conquista de Kyiv. A falta de ver el desarrollo de los acontecimientos, parece que el objetivo sería un cambio de régimen en Ucrania, que, mucho más dependiente de Moscú, garantice la no integración de Ucrania en las estructuras del imperialismo euro-atlántico. En definitiva, la apuesta de Putin es que el resultado final del proceso que abrió la revolución de color del Maidán sea que Ucrania pase de Estado colchón neutral a parte indudable de la esfera de influencia del imperialismo ruso. Aviso a navegantes para todo el espacio ex-soviético y muestra de que el poder militar convencional, más allá de todas las prédicas pseudoliberales sobre la “interdependencia del comercio como garante de la paz”, el fin de la “vieja diplomacia” o de las “esferas de influencia”, sigue siendo la ultima ratio en la relación entre Estados burgueses. Precisamente, el ascenso de la multipolaridad no representa sino la intensificación de la competencia imperialista por áreas de influencia y el impulso de la carrera armamentística, aumentando la probabilidad de una gran guerra imperialista. No cabe pues la idea de una competición imperialista civilizada, sin guerra y sin sufrimiento para los pueblos, como pregonan los voceros de esa multipolaridad, donde Rusia o China se plantearían como la balanza racional a la indudable arbitrariedad del hegemonismo yanqui. Los misiles que explotan en Kyiv, no menos ruidosos que los que explotaron en Belgrado o en Bagdad, muestran que este contrapeso no es más racional ni tiene otros límites que los del propio poder imperialista que lo sustenta.
Evidentemente, la agresión del imperialismo ruso no puede ni va a ser respondida con una lucha de liberación nacional. El origen señalado del conflicto, la propia composición multinacional del Estado ucraniano y el hecho, reiterado históricamente, de que el nacionalismo ucraniano nunca haya podido abrirse paso sin el apoyo de los imperialismos enemigos de Rusia, imposibilitan, más allá incluso de los notorios credenciales ultrarreaccionarios de este nacionalismo, la transformación de la defensa ucraniana en esa lucha de liberación. La ausencia de un proletariado revolucionario con capacidad de acción también debilita sobremanera el planteamiento de una política democrática en la cuestión nacional, política que es premisa de cualquier desarrollo en este sentido. Elocuente muestra de esta imposibilidad es el hecho de que, sobre el terreno, la pugna inter-imperialista no aparece sino como reaccionario conflicto chovinista entre nacionalismos.
Poco se puede añadir respecto a los nacionalistas banderistas, que cargan con pecados irredimibles como haber vestido el negro de las SS y que, recalcitrantemente, todavía son capaces de reivindicar hoy con la liberal complicidad del atlantismo. No se trata de que Ucrania sea una país fascista, aunque indudablemente desde 2014 es un país menos libre y democrático (en el sentido, que señalábamos, de la reducción del campo de juego y del número de facciones burguesas a las que se permite participar en el mismo), sino que esta ideología chovinista era el credo del régimen del Maidán: nadie que no lo profesara podía pretender ostentar el gobierno del nuevo Estado, pródigo en su represión de opositores y rusófilos. Pero una política de ucranización sobre un país que, antes de que la discordia nacional mediatizara toda su vida política (algo que ya venía de la revolución naranja de 2004), mostraba en sus censos que algo más del 80% de su población usaba el idioma ruso como primera lengua cotidiana, sólo podía implementarse y prosperar de una única manera: en un estado de guerra permanente contra Rusia. Así se ha planteado desde 2014, mientras los disparos no han cesado de sonar en el Donbás. Objetivamente, las pretensiones geopolíticas del imperialismo atlantista confluían armoniosamente con los intereses del nacionalismo ucraniano, que ha vuelto a hacer honor a su tradición colaboracionista, y no eran otros que convertir a Ucrania en la primera trinchera de una guerra, más o menos fría, contra Rusia. No hay forma posible de liderar desde aquí una lucha democrático-nacional. El combate del nacionalismo ucraniano, ya sea sobre el terreno, ya sea en el exilio, seguirá alimentando el reforzamiento de la competencia de bloques militares imperialistas, irreconciliable con cualquier aspiración a la solidaridad internacionalista entre pueblos.
No obstante, con el discurso del pasado 21 de febrero, Putin dejó claro que ante este chovinismo exclusivista, enfrente sólo hay otro chovinismo igualmente repugnante. Ese día Putin adelantó por la derecha a los banderistas en la competición chovinista por ver quién abjura y mancilla más y mejor el legado democrático e internacionalista que un día encontró su centro de referencia en estas tierras eslavas. Putin culpó de la situación actual nada menos que a la política democrática en la cuestión nacional de los bolcheviques, mostrándose literalmente dispuesto a enseñar a los banderistas cómo se hace de verdad una política de “descomunización” y, en consecuencia, cuestionando la legitimidad histórica del Estado ucraniano. Para vergüenza de los que en alguna ocasión han calificado a Putin como “soviético”, éste mostró descarnadamente lo que ya era evidente: que las fuentes del actual Estado ruso no beben de ninguna tradición soviética, sino, muy al contrario, de la imperial-zarista; que Putin no es ningún comisario popular, sino un centurionegrista gran-ruso presto al azuzamiento nacional. No es de extrañar que los pueblos vecinos no sientan ninguna atracción hacia la actual Casa Rusia, ni ha lugar tampoco a dejarse embaucar por la demagógica utilización de la fraseología “desnazificadora” de la Gran Guerra Patria (retórica y estética que es el único elemento que la Rusia actual recoge, como parte del cóctel del refundado nacionalismo ruso, de la antigua Unión Soviética). No va a ser este imperialismo el que libere al pueblo ucraniano de la importante influencia que hoy tienen los elementos banderistas y más o menos fascistas en este país, sino que, como sucede siempre en las pugnas entre nacionalismos, los retroalimentará y justificará más. En suma, este ataque es un golpe terrible para la unidad y confianza internacionalista entre los pueblos ruso y ucraniano.
A este respecto, como es bien sabido, la Línea de Reconstitución es defensora incansable de la línea leninista respecto a la cuestión nacional. Por supuesto, la posición marxista, magistralmente representada por Lenin, de tratamiento democrático de la cuestión nacional, con la importancia fundamental que en ella tiene la noción del derecho a la autodeterminación de las naciones, no sólo no es la responsable de la situación actual, sino que, al contrario, reconstruyó una confianza internacionalista, seriamente dañada por la política de azuzamiento nacional y rusificación que los antecesores de Putin implementaban antes de 1917. Ello permitió que la convivencia entre muchos de los pueblos oprimidos por el antiguo imperio ruso fuera posible aún por unas décadas más. A propósito, algunos de los más destacados socialchovinistas patrios no tardaron en ufanarse con las palabras de Putin, que parecía confirmar su particular balance de que “la autodeterminación fue la causante de la desintegración de la URSS”. Sirva la lección histórica de que sólo tres días después de esta denuncia putiniana del legado democrático bolchevique estallaba la guerra a gran escala entre dos antiguos pueblos soviéticos: está claro adónde llevan los caminos que cada cual proponemos a la clase obrera. Más aun, nos enorgullece que a ambos lados de la trinchera inter-imperialista se dispare igualmente contra esta tradición leninista, lo que muestra a las claras, una vez más en la historia, cuál es la única alternativa histórica a la barbarie imperialista. Irónica e involuntariamente, los nacionalistas y los imperialistas, en su pugna reaccionaria, han dado por un momento una referencialidad al comunismo de la que, desgraciadamente, éste no puede proveerse hoy por sí mismo. Trabajar por la reconstitución del comunismo sigue siendo la única manera en que esta referencialidad pueda abrirse paso de forma genuina y alumbrar para los pueblos la salida internacionalista a la barbarie del imperialismo y sus inevitables guerras.
¡Abajo el imperialismo y sus guerras!
¡Viva el internacionalismo proletario!
¡Por la reconstitución ideológica y política del comunismo!