Dr. Strangelove en Kyiv: perspectivas de la guerra imperialista en Ucrania

"El único contenido real, el significado y el sentido de la guerra presente es anexionar tierras y sojuzgar a otras naciones, arruinar a la nación competidora, saquear sus riquezas, desviar la atención de las masas trabajadoras de las crisis políticas internas (…) desunir y embaucar a los obreros con propaganda nacionalista y exterminar a su vanguardia para debilitar el movimiento revolucionario del proletariado."

Lenin

"En tiempos de guerra reaccionaria, una clase revolucionaria no puede dejar de desear la derrota de su gobierno, no puede menos de ver que los fracasos militares de este gobierno facilitan su derrocamiento."

Lenin

"La bomba atómica no intimida al pueblo chino."

Mao

A casi tres meses de iniciada la invasión rusa de Ucrania los acontecimientos se han desarrollado, como suele suceder en los inicios de grandes guerras, de forma sorprendente e inesperada. El curso imprevisto de lo acontecido sobre los campos de batalla ucranianos apunta sobre todo en la dirección de escalada y ampliación de la guerra a un conflicto inter-imperialista abierto y directo entre grandes potencias, incluyendo la posibilidad real de una guerra nuclear. Respecto a esto último seguramente nos encontremos en el momento más peligroso desde 1945, más incluso que durante las grandes crisis de la vieja Guerra Fría. Este hecho es una vez más la evidencia, tal vez en su forma más apremiante, de la incompatibilidad entre la permanencia del capitalismo y la supervivencia y el desarrollo de la civilización humana. La amenaza de la Bomba es sin duda la muestra palmaria de la abismal contradicción entre las fuerzas productivas que el capitalismo ha generado (en este caso, el desarrollo de la tecnología nuclear, con su aplicación militar) y las relaciones sociales sobre las que no puede dejar de sostenerse (a este respecto, la competencia inter-estatal con sus equilibrios y lógicas estratégicas de tipo westfaliano). Como decimos, esta contradicción hace ya tiempo que ha alcanzado tal magnitud que amenaza la misma existencia de la especie.

El acorralamiento de Rusia y el peligro de una gran guerra imperialista

Como señalábamos en nuestro posicionamiento de febrero, la invasión rusa era la expresión de un conflicto imperialista, donde los actores principales son grandes potencias, fundamentalmente Estados Unidos (con su apéndice europeo, conjunto que denominamos bloque atlantista) y Rusia, mientras que Ucrania sólo sirve como peón e infortunado tablero de esta partida más amplia. Como decíamos entonces, la responsabilidad principal de esta situación correspondía al bloque atlantista, después de varias décadas de expansión ininterrumpida de la OTAN hacia las fronteras rusas, contraviniendo todas las promesas (esa “ni una pulgada hacia el este” sobre la que se insistió a Gorbachov), avisos (empezando por los propios: George Kennan, notorio y longevo anti-comunista y padre de la “Doctrina de la Contención” contra la URSS tras la Segunda Guerra Mundial, advertía ya en 1997, en vísperas de la primera expansión de la OTAN entre los países del antiguo Pacto de Varsovia, del “error” que ello suponía y que sembraba las semillas de una “nueva guerra fría”) y quejas rusas (el propio Yeltsin, en uno de sus escasos momentos de sobriedad, hablaba ya en 1994 de la “paz fría” que se estaba instalando dada la actitud atlantista).

Y no sólo cabe hablar de la expansión del aparato militar de la OTAN hacia el este, sino que simultáneamente se ha operado abierta e intensamente en el interior de la misma Ucrania. Victoria Nuland, la discípula del anti-ruso Brzezinski, reconocía que Estados Unidos había gastado durante las décadas de 1990 y 2000 más de 5.000 millones de dólares en organizaciones ucranianas destinadas a la “promoción de la democracia”. Súmese a ello los 500 millones de euros que la Unión Europea (UE) reconocía haber invertido en este mismo tipo de grupos sólo en el periodo 2004-2009, durante el ensayo de la llamada revolución naranja. Y todo ello sin hablar de las generosas donaciones de las Stiftungen alemanas y sin contar la penetración del capital occidental, cuya más notoria manifestación fue la llegada del expuesto hijo del actual Presidente de los EE.UU. al escalón directivo de una de las principales empresas gasísticas ucranianas. Ya durante la presidencia Clinton, Ucrania se convirtió en el tercer receptor de “ayuda” estadounidense, sólo por detrás de Israel y Egipto. Como indicábamos en febrero, no hay forma de entender el llamado Euromaidán y su conclusión golpista con la toma armada del poder en Kyiv sin todo este apoyo y financiación.

Como se ve, EE.UU. ha estado practicando una estrategia de expansión conducente al arrinconamiento de Rusia con plena consciencia de sus consecuencias. Que estas consecuencias —la implicación de Rusia en una gran guerra sobre el espacio ex-soviético— eran algo buscado lo ha dejado claro, por si quedara alguna duda, la actitud atlantista tras la invasión: castigo económico de una escala sin precedentes en muchas décadas sobre un país de la entidad de Rusia y envío masivo de material militar a Ucrania, realizado de forma inmediata y automática, sin relación alguna con ningún tipo de presión diplomática o con alguna perspectiva de que estas medidas pudieran ser revertidas en un futuro si Rusia se aviniera a algún tipo de compromiso. El bloque atlantista ha buscado desde el primer momento desangrar a Rusia en una guerra prolongada, tratando de crear un gigantesco “Afganistán eslavo”.

En febrero decíamos que el bloque atlantista buscaba absorber áreas que el imperialismo ruso considera existenciales para su estatus como tal, para su condición de gran potencia. Efectivamente, no nos encontramos ante el Afganistán de 1980, zona periférica más allá del colchón de seguridad de Moscú en Asia Central. Allí el social-imperialismo jugaba una partida importante, pero no vital (no fue esa guerra la que dinamitó la URSS, sino que simplemente fue un añadido a sumar sobre la cuestión esencial: la voluntad de un sector muy importante de la burguesía burocrática de desmantelar el sistema soviético, que no dejaba de representar, eco de su ya lejano origen revolucionario, algunas cortapisas para la satisfacción de sus miopes ansias de rapiña). En Ucrania, por el contrario, sí que nos encontramos ante un problema existencial para la Rusia imperialista. No se trata sólo de las cuestiones culturales, históricas y mitológicas que el nacionalismo ruso, cemento ideológico fundamental del régimen, sitúa en Ucrania. Tampoco se trata en primera instancia de una cuestión de vínculos económicos y acceso a mercados. A pesar de lo indudablemente importantes que son estos motivos, lo que inmediatamente provoca la ansiedad en el Kremlin son cuestiones estratégicas de raíz geopolítica: con Ucrania militando en un bloque hostil como el atlantista, Rusia, simplemente, no puede siquiera aspirar a la autonomía imperialista, no digamos ya mantener el ritmo de la competición estratégica con el atlantismo.

Desde el punto de vista geográfico, prácticamente desde París se va abriendo y expandiendo gradualmente la gran llanura europea que, en el momento de alcanzar la estepa ucraniana es el paisaje básico de toda el área entre el Mar Negro y el Báltico y más al noreste, incluso hasta el Mar Blanco. En esta área no hay obstáculos naturales sustanciales, como serían brazos de mar o cordilleras importantes. Las fronteras de la Rusia europea hacia el oeste suman prácticamente 4.000 km, y ello sin contar Finlandia, que, una vez consume su ingreso a la OTAN (Sanna Marin, la progresista primera ministra finlandesa, se ha esforzado por romper el techo de cristal de la histórica neutralidad que, desde 1945, había mantenido su país), sumará otros 1.300 km a estas distancias. Estas extensas fronteras, sin obstáculos naturales que sirvan de apoyo defensivo y dificulten la logística enemiga, son, desde el punto de vista de la guerra convencional, simplemente indefendibles. Es por ello que la pesadilla del Kremlin es que esa frontera quede ocupada en su práctica totalidad por un bloque hostil que suma más de 800 millones de habitantes y cuenta con amplia superioridad militar, económica y también con una importante ventaja tecnológica. Sumemos a ello que el 80% de los aproximadamente 150 millones de habitantes de la Federación Rusa viven en ese corazón europeo de Rusia que va de San Petersburgo a Volgogrado, pasando por Moscú, muy al oeste de los Urales. La estrategia tradicional del imperio ruso de compensar la falta de barreras naturales mediante la construcción de un amplio colchón territorial alrededor de su núcleo (lo que se denomina profundidad estratégica), muy exitosa en el lejano oriente asiático, amenaza con ser completamente anulada por la OTAN en su mucho más vital —por estar en la inmediatez de su núcleo demográfico, industrial y político— frontera occidental. Ucrania, ya escenario de grandes campañas durante la Segunda Guerra Mundial es, en términos estratégicos, una auténtica autopista militar: no sólo una llanura sin elevaciones, sino que incluso apenas cabe hablar de masas boscosas o zonas pantanosas importantes, como sí hay más al norte, constituyendo el río Dniéper su único obstáculo natural de entidad. En definitiva, con la OTAN asentada en ella, Ucrania priva a Rusia de toda profundidad estratégica y constituye un auténtico puñal apuntando a su corazón. Si a ello añadimos la amenaza de expansión atlantista en el Cáucaso (en 2008 se abrió la puerta de la Alianza no sólo a Ucrania, sino también a Georgia —ya víctima de su propia revolución de color—, lo que generó una breve pero intensa guerra en agosto de ese año), supone la perspectiva de cerrar a Rusia el Mar Negro, convirtiendo así en un lago atlantista la única salida a mares cálidos con la que tradicionalmente ha contado Moscú.

Y esto sólo subrayando los habitualmente olvidados problemas geoestratégicos que Rusia afrontaría con Ucrania integrada en el bloque atlantista. No abundaremos en los más evidentes problemas que genera para la identidad nacional rusa —indesligable en su forma actual de la noción de imperio, de grandeza exterior— la perspectiva del gran pueblo eslavo hermano irreconciliablemente antagonista, pues no otra cosa es lo que garantiza el dominio de Ucrania por el nacionalismo banderista. Por supuesto, todo esto es igualmente inseparable de sumar 40 millones de habitantes y grandes recursos naturales, con el consiguiente mercado para su explotación, a un bloque hostil que ya es enormemente superior en prácticamente todos los apartados o también del mayor control que los Estados Unidos ejercerán sobre la provisión de energía y materias primas a los mercados de la UE.

La objeción de que el gran arsenal nuclear ruso es garantía suficiente contra estas amenazas simplemente demuestra una comprensión superficial de la lógica de la competición estratégica imperialista. Ser totalmente sobrepasado por los rivales en todos los campos salvo en el nuclear, donde existe paridad, significa que en cada disputa, crisis o área de conflicto en que haya fricción o enfrentamiento con esos rivales sólo se cuenta, por decirlo coloquialmente, con un único recurso: el órdago. Esto aumenta la ansiedad de la potencia en esa situación, a la vez que en igual medida reduce su credibilidad, su flexibilidad y su capacidad de maniobra. En esta situación, el enemigo siempre contará con más recursos y capacidades para manejar las crisis y sus escaladas, siendo mucho más capaz de obtener concesiones. La perspectiva es, entonces, ver tu imperio y áreas de influencia despedazados poco a poco o sucumbir igualmente a la aniquilación del fuego nuclear. De hecho, acorralar a una gran potencia imperialista en esta situación significa aumentar objetivamente las posibilidades de que, ante la ansiedad de una muerte lenta, tome, dada una crisis de suficiente gravedad, la segunda opción que, al menos, significaría también la destrucción del rival. El enconamiento y el fanatismo nacionalistas, que siempre acompañan la intensificación de la pugna imperialista, hacen que este escenario sea totalmente concebible. No en vano, ya Marx y Engels hablaron hace más de siglo y medio del “canibalismo de la reacción”. En cualquier caso, es por esta razón que el potencial de disuasión nuclear, aunque es, desde 1945, condición sine qua non para acceder al rango de gran potencia imperialista, no es suficiente por sí solo. Contar con poderosas fuerzas militares convencionales sigue siendo el elemento fundamental para determinar el estatus dentro del macabro ranking imperialista. Es por ello que la perspectiva de tener que cubrir esa frontera de más de 5.000 km, sin obstáculos naturales en los que apoyarse y sin profundidad estratégica ninguna, significaría para Rusia la perspectiva de una carrera armamentística que, en términos relativos al tamaño actual de su economía, haría que el peso del gasto militar que la URSS cargó durante la Guerra Fría se antojara liviano como una pluma…

Pero los problemas rusos no acaban aquí. En la línea de ese “canibalismo de la reacción”, los estrategas del imperialismo nunca han dejado de teorizar sobre la posibilidad real de ganar una guerra nuclear. Muy sumariamente y dejando ahora de lado las especulaciones sobre un conflicto nuclear limitado, se puede decir que en teoría el número de armas de ataque, más la capacidad estratégica de defensa anti-misil y una superior habilidad tecnológica, junto a unos cortos tiempos de vuelo hasta sus objetivos podrían dar lugar a lo que se denomina “espléndido primer golpe”: un primer ataque que causara en los sistemas estratégicos del rival una destrucción tal que su represalia nuclear, aunque todavía posible, fuera lo suficientemente mermada como para, más allá de importantes daños, no ver destruidas en un grado esencial las funciones básicas de los propios Estado y sociedad. Históricamente, la Destrucción Mutua Asegurada (es decir, la garantía de que en cualquier caso y a pesar de la posibilidad de sufrir un primer ataque demoledor, se cuenta con la capacidad de represalia suficiente para asegurar que igualmente el Estado y la sociedad enemigas dejen de ser funcionales) no ha sido siempre el estadio de relación entre las potencias nucleares. De hecho, la URSS sólo alcanzó definitivamente ese nivel de paridad con EE.UU. en la segunda mitad de la década de 1960. Es la situación que se ha mantenido desde entonces, pero hay claras evidencias de que EE.UU. pugna, junto a todo lo señalado hasta ahora (la expansión militar hacia el este y la injerencia y promoción del golpismo en la misma Ucrania y otros lugares del espacio ex-soviético), también por romper en su favor ese equilibrio. Precisamente, EE.UU. se ha retirado unilateralmente de la mayoría de los acuerdos de control nuclear establecidos durante la segunda mitad de la Guerra Fría. Particularmente relevante a este respecto es su retirada en 2019 del Tratado de Fuerzas Nucleares Intermedias, firmado en 1987, por lo que ahora EE.UU. es libre de desplegar este tipo de armamento en Europa, incluida la mitad oriental que no controlaba hace 30 años. Precisamente, este tipo de misiles intermedios, que son los que generaron la crisis de los euromisiles en la década de 1980, situados a corta distancia de los centros del adversario, son la clase de arma ideal para tratar de generar ese “espléndido primer golpe”. Sumemos el plan delineado por la administración del Nobel de la Paz Obama para invertir un billón (¡un trillion anglosajón!) de dólares en la modernización del arsenal nuclear estadounidense. Se trata de una cifra astronómica que los rusos, a pesar de su ventaja, costosamente ganada, en algunos campos, no pueden soñar con igualar y que significa la perspectiva de verse sobrepasados también en su último reducto estratégico.

Finalmente, el nacionalismo ruso es muy sensible a la idea de Smuta o “época de tumultos”. Desde este punto de vista, Rusia se ha visto sacudida periódicamente por periodos de caos interno que han puesto al país al borde de la descomposición y han marcado líneas divisorias en su historia. Esta amenaza, junto a la sempiterna inseguridad exterior, es lo que justifica en la concepción del nacionalismo ruso la necesidad de una Estado central de tintes autocráticos. La dinastía de los Romanov llegó al trono tras uno de estos periodos de caos a principios del siglo XVII. Para el nacionalismo ruso, 1917 abre otro de esos periodos tumultuosos (así interpretaron ese momento los antecesores ideológicos de los actuales dirigentes rusos: los blancos de la Guerra Civil de 1917-1921), así como la década de 1990. Éste último es particularmente importante para el actual nacionalismo ruso, pues supuso esa década de humillación en que el país fue ninguneado por EE.UU. (de ahí la susceptibilidad de este nacionalismo respecto a la cuestión de la grandeza y el respeto internacional). Al empezar esa década el cinturón occidental de seguridad moscovita estaba en el Elba alemán. Hoy sus tanques luchan al este del Dniéper. Es fácil imaginar la ansiedad que causa la perspectiva de una nueva Smuta, pero esta vez con la OTAN asentada en las fronteras inmediatas del núcleo europeo ruso. Este miedo es muy comprensible si tenemos en cuenta el carácter burgués y parasitario del actual Estado ruso, fundado literalmente sobre el robo mafioso, lo que no augura perspectivas de gran resiliencia si es sometido a importantes presiones. Por supuesto, el imperialismo atlantista hace poco por calmar esas ansiedades. Sus más belicistas plumíferos ya pasean públicamente mapas del futuro de Rusia que asemejan los delineados por el nazi-fascismo en 1941 para el troceo de la URSS: ¡una balcanización de escala euroasiática!

Por todas estas razones resulta razonable comprender que cuando el Kremlin habla de que esta lucha es existencial, no se trata de una exageración propagandística, sino que realmente allí se concibe de esa manera. En este sentido, el desarrollo de los eventos desde el 24 de febrero nos da perspectiva para ver el carácter desesperado de lo que era, literalmente, la apuesta rusa. Más adelante abundaremos algo en las causas del fracaso del planteamiento inicial ruso, pero lo importante ahora es subrayar cómo este revés ha mostrado la debilidad relativa del imperialismo ruso, algo que pocos observadores apuntaban antes del inicio de la invasión (paradójicamente, la mayor parte de las pocas voces que avisaban contra el exceso de confianza militar rusa provenían de la propia Rusia). Esta inesperada muestra de flaqueza ha activado los más sanguinarios instintos de los depredadores atlantistas, que olfatean caza mayor. Como decimos, era absolutamente claro que el plan atlantista era provocar a Rusia para meterse en esa trampa para osos que sería un “Afganistán eslavo”, con el objetivo de desangrar y debilitar al rival todo lo posible y disciplinar al flanco europeo del atlantismo que, de este modo, no sólo arrumbaría cualquier improbable veleidad de autonomía estratégica, sino que además tomaría especial responsabilidad en el marcaje del rival ruso debilitado, permitiendo a los estadounidenses acabar de girar hacia el Pacífico sin peligro de debilitar su hegemonía en Europa.

El plan, en cuanto a lo exitoso de la provocación y en lo que respecta a empujar a la UE a la confrontación con Rusia ha sido un monumental triunfo del atlantismo. La Europa de la paz apenas ha titubeado a la hora de sumarse al fervor bélico anti-ruso (que no ha dejado de sacar totalmente a la superficie las profundas y repugnantes vetas racistas, supremacistas y rusófobas del europeísmo, apenas ocultas bajo la careta liberal), en un ambiente que es probablemente lo más parecido que se ha visto a agosto de 1914 desde tan funesta fecha. Dentro de la UE, Alemania está sometida a una particularmente histérica campaña de propaganda para acallar cualquier duda surgida entre los representantes de la burguesía industrial exportadora, que ya hace cuentas sobre la pérdida de competitividad que supondrá renunciar al combustible barato ruso. El ecologismo está a la cabeza del fervor atlantista en el país germano, con los Verdes afeando la supuesta falta de firmeza de Scholz. Históricamente, la relación alemana con Rusia se mueve contradictoriamente entre la Ostpolitik y el Drang nach Osten, aunque es la segunda la que trágicamente ha tendido a imponerse, tal y como parece que lo está haciendo hoy también. El único país que ha mostrado cierta disidencia respecto a la línea belicista de la UE, Hungría, espera a ser represaliado (ya se ha anunciado la inminente congelación de fondos europeos debido a los problemas de derechos humanos en el país). Qué decir, finalmente, del Estado español, capitaneado por el Gobierno más progresista de la historia: el armamento español enviado ya ha sido fotografiado en manos del Regimiento Azov y, no contentos con eso, los Sánchez, Díaz y cía han decidido añadir un poco más de progresista infamia, consumando la traición definitiva al pueblo saharaui, a mayor gloria de la estabilidad en retaguardia, ahora que se exige que toda la atención esté centrada en el Ostfront. Y todo ello a pesar de que pocos analistas calculan otro resultado de las sanciones y del decoupling respecto de la economía rusa que favorecer una gran crisis económica en la UE  y una importante pérdida de la competitividad de su industria.

La única sorpresa de la disposición de Bruselas ha sido el intento de presentar este fervor bélico como un avance del europeísmo y un fortalecimiento de la UE. Si este engendro imperialista tenía vocación de jugar algún papel autónomo en el mundo (es decir, tener voz propia en la rapiña imperialista: nunca ha sido otra la perspectiva de una posible autonomía), evidentemente ésta ha quedado totalmente anulada, mostrando descarnadamente que nunca fue ni ha podido ser otra cosa que el brazo civil de la OTAN y la institucionalización de la hegemonía yanqui en Europa. No obstante, como ya hemos señalado en numerosas ocasiones, respecto a esta cuestión no cabe hablar de “pérdida de soberanía”. Ello sólo denota una comprensión economicista del imperialismo, que ignora la jerarquía que se establece entre las potencias imperialistas dentro de un mismo bloque, la génesis e inercias históricas en la articulación institucional de ese bloque, así como la propia decisión estratégica del sector decisivo de las distintas burguesías imperialistas dentro de dicho bloque. En este sentido, el juego del equilibrio entre potencias, con frecuentes erupciones bélicas, que había marcado la relación entre las potencias europeas hasta 1945, se sustituyó por el acuerdo anti-comunista entre ellas, bajo el paraguas estadounidense, para el enfrentamiento contra la URSS. No otra cosa está en el propio origen del proyecto europeo. La política de la UE hoy no es sino la conservadora inercia de su origen, implementada por tecnócratas mediocres carentes de toda imaginación. Por ello cabe considerar lo que la posición europea tiene de decisión genuina: el cálculo es, sin duda, que la lealtad al bloque atlantista y su unidad, a pesar de los costes inmediatos que implica su política en Ucrania, compensan las incertidumbres y crisis que generaría una ruptura del mismo, en un momento en que se transita aceleradamente hacia una intensificación de la competencia inter-imperialista global.

La cuestión, como decimos, es que, alcanzados estos objetivos, la muestra de debilidad rusa al no conseguir su plan inicial ha disparado las más desaforadas expectativas, no sólo respecto a desgastar al viejo rival ruso, sino a infligirle una derrota decisiva, cuando no se fantasea abiertamente con su destrucción y desmembración. Ello ha hecho escalar decisivamente la implicación atlantista respecto a lo que presumiblemente estaba planeado con anterioridad. Las duras sanciones económicas inmediatamente establecidas fueron seguidas en las semanas siguientes por lo que es la expulsión práctica de Rusia del sistema financiero y comercial global. Igualmente, el primer flujo de armas, ya masivo, se refería a un tipo de armamento adecuado para la lucha defensiva e incluso de guerrilla (misiles y lanzagranadas anti-tanques, así como sistemas anti-aéreos portátiles), tomándose con más prudencia los llamamientos a enviar material más pesado y complejo, adecuado para las operaciones ofensivas convencionales. Esta línea ya ha sido atravesada y tanques, blindados, artillería y sistemas anti-aéreos pesados están fluyendo regularmente hacia Ucrania. A los 8.000 millones de dólares en material militar que se estiman se han enviado a Ucrania en los dos primeros meses de guerra, Biden sumó el anuncio a finales de abril de un paquete de ayuda adicional de 33.000 millones de dólares más hasta septiembre (20.000 millones de los cuales se refieren directamente a armamento, sirviendo el resto de fondos para apuntalar financieramente el quebradizo Estado ucraniano), con posibilidad de nuevos paquetes a partir de esa fecha. Se trata de magnitudes que no se habían visto desde la guerra de Corea o incluso desde el Lend-Lease de la Segunda Guerra Mundial. La inteligencia estadounidense no oculta que está participando activamente del esfuerzo de guerra ucraniano, mientras aumentan los rumores sobre la participación de fuerzas especiales y oficiales de países OTAN en las operaciones sobre el terreno. Se está claramente en una guerra por interposición (proxy) cuyo objetivo declarado ya no es aumentar los costes rusos o fortalecer la posición de Ucrania en la mesa negociadora, sino, en palabras de Borrell (otro socialista español que ya puede colocarse, junto a Solana, en el panteón de los criminales de guerra atlantistas), “la derrota de Rusia en el campo de batalla”. Todavía más, el Secretario de Defensa estadounidense, Lloyd Austin, declaró que el objetivo es incluso mayor: no sólo la victoria ucraniana, sino garantizar que Rusia no pueda volver a realizar una acción como la actual. Es decir y sin tapujos, el objetivo declarado es usar Ucrania para eliminar a Rusia del rango de las grandes potencias.

La apuesta es enorme, así como los riesgos que, cada vez más, parecen aceptables para los halcones atlantistas. Ya no se trata sólo de la probable crisis económica en la UE, agravada por el efecto boomerang de las sanciones (precio asumible en Washington), sino que, mostrando que tal vez el atlantismo también está cayendo en su propia trampa, es el propio sistema financiero global institucionalizado (y, tal vez, la preeminencia del dólar en él) lo que se sacrifica en aras de doblegar a Rusia, que simplemente es demasiado grande como para ser tratada como Venezuela (a la que, por cierto, parece que se le vuelve a dar la bienvenida en la comunidad internacional). Incluso el propio sistema de alianzas que se estaba tejiendo en Asia-Pacífico de cara al enfrentamiento decisivo con China se pone en riesgo: India, por razones históricas y estratégicas, poco dispuesta a sumarse al bloqueo económico contra Rusia, ya ha sido advertida por Blinken que EE.UU. monitorizará su respeto por los derechos humanos, que Washington nota súbitamente en peligro en un país que hasta hace unos meses era “la mayor democracia del mundo”. Peor todavía, mientras los polacos sugieren que tal vez sería oportuno la entrada de una fuerza terrestre en Ucrania occidental para crear un santuario humanitario y, como en Siria, se establecen provocadoramente líneas rojas respecto al uso de determinados armamentos, el debate público en los media anglosajones lleva semanas insistiendo en la necesidad de que la OTAN establezca una “zona de exclusión aérea” sobre Ucrania. Esto —que las fuerzas de la OTAN se dediquen a la destrucción directa de la aviación rusa, así como de sus sistemas de defensa anti-aérea— significa llanamente el inicio de la Tercera Guerra Mundial.

Es por eso que decimos que nos encontramos en el momento más peligroso desde el final de la Segunda Guerra Mundial. Sectores importantes de la dirección del imperialismo atlantista están planteando abiertamente escalar hasta la confrontación militar abierta con Rusia (y realmente, mientras la perspectiva es la de una guerra ucraniana larga, quedan pocos escalones por subir desde donde está ahora mismo la implicación atlantista hasta dicho estadio de guerra abierta). Pero como hemos explicado ampliamente, mientras el atlantismo sube la apuesta y dedica crecientes recursos a esta guerra, el imperialismo ruso tiene buenas razones para considerar este conflicto como existencial, uno que simplemente no puede perder… Si se produjera la intervención directa de la OTAN, la superioridad militar convencional de esta alianza sobre Rusia es aplastante. No sería un paseo como la invasión de Irak y se producirían muchas bajas, pero muy probablemente el Ejército ruso sería derrotado. Dado el carácter imperialista y anti-popular del Estado ruso (y es un indicativo de este carácter su reluctancia a plantear una movilización, siquiera parcial, de sus reservistas, a pesar de las dificultades en el campo de batalla), la movilización nacional no podrá ser implementada de otro modo que a través de los cauces regulares del reclutamiento para la guerra convencional, lo que de ninguna manera garantiza evitar la derrota. El único instrumento seguro con que el imperialismo ruso cuenta para equilibrar la balanza es su arsenal nuclear (que, con seguridad, ya ha disuadido una intervención directa atlantista que, de otra manera, estaría ya en curso). Se empezaría probablemente con el uso de armas nucleares tácticas sobre el teatro de operaciones, pero simplemente no hay antecedentes ni experiencia de control de una escalada en esta situación. Llegados a este punto la posibilidad del uso de armas estratégicas contra los centros vitales en el interior de los respectivos países beligerantes sería muy elevada. En cualquier caso, si ante la eventualidad de una guerra perdida contra la OTAN por algo tan importante para el imperialismo ruso como es Ucrania, donde ya están muriendo sus soldados (no se trata de una isla en el lejano Caribe como en 1962), el Kremlin renunciara a usar sus armas nucleares, sería tanto como confesar que no las usaría en defensa de ningún otro de sus intereses imperialistas, lo que equivale a anular todo su valor de disuasión estratégica. No usarlas en este caso sería en la práctica el equivalente de deshacerse de todo su arsenal o entregárselo a sus rivales. Sería el, anhelado por los atlantistas, definitivo fin de Rusia como gran potencia, antesala de otros posibles fines… Ahora mismo hay un poderoso grupo de “caníbales” en Washington, para los que Ucrania no significa más que una oportunidad para acabar con un viejo rival, presionando por llegar a una situación en la que sus acorralados colegas antropófagos rusos tengan que tomar esa fatal decisión. Ésta no es más que la concreción actual de la criminal lógica de la competición estratégica imperialista, que no puede dejar de mantener las viejas dialécticas westfalianas de competición-equilibrio entre potencias, incluso tras haber cruzado el umbral nuclear, y que es ya totalmente insostenible incluso desde el punto de vista elemental de la preservación de la especie y de la civilización. No obstante, esta lógica se aparece escalofriantemente objetiva e inapelable una vez se está sentado a los mandos del Estado imperialista, evidenciando que nunca, desde que explotó el primer artefacto atómico, allá por el verano de 1945, se ha estado tan cerca como ahora de una guerra nuclear. Por supuesto, esa vieja lógica imperialista es también totalmente incompatible con el punto del vista del progreso histórico de la civilización, que es el del proletariado revolucionario y es una muestra más de lo inconciliable que son los antagonismos entre las clases principales de la sociedad: literalmente, cuestión de vida o muerte…

Marxismo y geopolítica

Antes de continuar, conviene puntualizar algunas cuestiones respecto al enfoque de esta parte de nuestro análisis concreto actual, dadas las insinuaciones críticas que se han podido oír respecto a lo inoportuno del tipo de análisis “geopolítico”. Ciertamente, la geopolítica, como uno más de los compartimentos analíticos que impone la disciplina burguesa de las llamadas “ciencias políticas”, plantea, como el resto de la ciencia (en el sentido más amplio del vocablo), una relación contradictoria y mediata con el marxismo. Dicho esto, lo que resulta inasumible y demuestra esa cortedad tan típica que atenaza al movimiento comunista dominado por el revisionismo, es la insinuación de que la esfera de las relaciones entre entidades políticas (fundamentalmente los Estados) y su manifestación en el espacio físico natural, por dar una definición elemental de geopolítica, no es una dimensión material de la realidad y que, por tanto, puede ser ignorada por los marxistas. O peor, hay esferas de la realidad que no serían marxistas, mientras que otras (presumiblemente la economía) sí. Lo reaccionario de tales afirmaciones, que apenas disimulan su negación del marxismo como concepción integral del mundo (nuevamente reducido a una “teoría crítica” más, tal vez, la “crítica de la economía política”), es evidente y suponen, una vez más, el intento de limitar el desarrollo del proletariado, empezando por su vanguardia, para impedir que pueda situarse a la altura de la clase antagonista que hoy maneja todos los resortes de la civilización.

Sin embargo, el enfoque geopolítico aporta algunas cuestiones interesantes que, convenientemente digeridas por los marxistas, son particularmente útiles para un análisis de situaciones como la actual. La geopolítica, por su propia naturaleza, aporta una perspectiva materialista elemental en el plano de las relaciones internacionales entre los Estados (muy útil en un ambiente dominado por el fuego cruzado de la propaganda de los imperialistas enfrentados, llena de elevadísimos motivos morales, “humanitarios” y “anti-fascistas”). De este modo, por un lado, llama nuestra atención respecto a la bruta materialidad del espacio y las constricciones u oportunidades que presenta para el desarrollo del Estado. Dado que este espacio tiene una íntima relación con la forma militar de relación entre estos Estados (facilita la defensa de los mismos o todo lo contrario), nos pone inmediatamente tras la pista de la propia esencia bruta del Estado como aparato de violencia (en este caso, orientada fundamentalmente al exterior). Ello, por otro lado, no menoscaba, todo lo contrario, la comprensión materialista histórica del Estado burgués. La burguesía, cuando llega al poder, no crea su propio Estado, sino que, como subraya Marx, “toma como botín” una estructura burocrático-militar dada, que es en sí misma producto de un previo desarrollo secular que se hunde en las brumas de la Edad Media, cuando no más allá. Esto quiere decir que necesariamente la burguesía toma una estructura con unas lógicas pre-existentes a la propia conquista burguesa de la misma, lógicas que conserva, aunque las transforme, elevándolas. Precisamente, el Estado se va perfeccionando como maquinaría militar-burocrática en el periodo previo a su conquista definitiva por la burguesía, durante las constantes guerras, ora religiosas, ora dinásticas, que marcan la Europa de los siglos XVI al XVIII. La guerra, columna básica del Estado, que la burguesía perfecciona hasta pretender convertirla en una técnica científica más, era el “deporte de los reyes” por excelencia. He ahí un cañamazo histórico de continuidad universal, que en su relación con la búsqueda burguesa de extracción de la mayor plusvalía en el menor tiempo posible debe ser entendido de forma mediata, dialéctica, no inmediata, mecánica.

De hecho, abundando en ello, la burguesía no se constituye en la clase dominante de nuestro mundo directamente desde sus atributos económicos como explotadora del trabajo asalariado, sino que, en concordancia con toda la estructura de la realidad, incluida la social, necesita de una mediación para transformar esa potencialidad material en agencia, en lucha de clase política. En el caso de la burguesía, esa mediación es, en su forma histórica madura, el movimiento nacional que conduce consecuentemente al Estado nacional. En su forma decadente tal mediación es el Estado imperialista que, con su recurrente lucha por nuevos repartos del mundo, pone en primer plano, cada vez que tal lucha se barrunta en el horizonte inmediato, esta lógica estratégica militar, capaz de imponer una sacrificada disciplina al ansia de beneficios inmediatos de tal o cual facción de la burguesía que forma parte de dicho Estado imperialista. En este sentido, el enfoque geopolítico nos pone sobre la pista de la lógica de la competición imperialista en la época de guerras (calientes o frías, directas o por interposición) entre las grandes potencias. No es casualidad que la geopolítica, como disciplina académica burguesa, naciera, con Kjéllen, Mackinder o Haushofer, en el momento en que el capitalismo está arribando a su fase imperialista, en el paso del siglo XIX al XX.

Al respecto del enfoque geopolítico cabe señalar dos desviaciones extremas. La primera es su asunción inmediata, sin más crítica o elaboración. El resultado es, por ejemplo, el ecléctico añadido junto a la lucha de clases, como categorías de entidad equivalente, de toda una serie de “dialécticas de Estados e imperios”, que apenas ocultan su aroma chovinista-imperialista, totalmente ajeno al marxismo. En segundo lugar, más cercano a la tradición economicista del revisionismo, como ya hemos adelantado, se encuentra su llana ignorancia y negación. Ya hemos señalado el déficit dialéctico que implica tal actitud, que cae de lleno en el economicismo imperialista, que vincula unívoca y mecánicamente, esto es, de forma abstracta, la política concreta de tal o cual potencia imperialista en un momento dado respecto de alguna de las características económicas generales del imperialismo, que habitualmente quedan reducidas a la exportación de capitales. De igual manera que el economicismo deriva mecánicamente la lucha de clase revolucionaria del proletariado respecto de la inmediata lucha económica por sus condiciones de existencia, la política del imperialismo es reducida a mero epifenómeno de una de las manifestaciones económicas del mismo. No parece que esta resabiada crítica economicista haya aportado en este momento más que una nueva repetición de verdades hueras, “conocidas desde hace ya mucho tiempo” entre la vanguardia, sobre la “lucha entre grupos financieros”, despojando de toda sustancia al análisis concreto de la situación concreta de la pugna entre potencias imperialistas.

Pero además de esta mutilación del análisis concreto de la situación concreta a favor de la repetición abstracta de verdades generales, hay otra cuestión de fondo que nos preocupa respecto al arrumbamiento de esta perspectiva de las relaciones geopolíticas entre Estados. Y es que, efectivamente, el proletariado revolucionario ya alcanzó históricamente el estado de asentar su poder estatal durante un periodo prolongado en el entorno agudamente hostil del sistema inter-estatal imperialista. La experiencia de la Unión Soviética no sólo es paradigmática, sino particularmente oportuna en este análisis. La presión de ese entorno imperialista se hizo notar sobre el poder revolucionario desde su misma cuna y no cejó incluso cuando los revisionistas eliminaron la dictadura del proletariado. Como hemos señalado en numerosas ocasiones, hubo una aguda contradicción objetiva entre las necesidades de desarrollo de la Revolución Proletaria Mundial (RPM) y los imperativos de conservación del Estado soviético. Esta contradicción atravesó toda la historia de la Internacional Comunista (1919-1943) y, en general y como también hemos señalado en numerosas ocasiones, podemos concluir que tendió a inclinarse cada vez más hacia el aspecto de conservación a toda costa del Estado soviético, llegando a identificar la misma RPM con la supervivencia de éste. Cualesquiera que fueran las históricas limitaciones ideológicas y subjetivas que facilitaron este desplazamiento —sobre las que también hemos abundado en otras ocasiones—, conviene no perder de vista que a estas limitaciones les franqueaba el paso la descomunal presión objetiva que el Estado soviético sufrió desde su nacimiento y hasta la desaparición misma de su postrera versión revisionista (y que incluye Brest-Litovsk; la intervención imperialista en la guerra civil; el cordon sanitaire; la mayor invasión militar de toda la historia en 1941, conducente a una guerra de exterminio, y el cerco y la constante amenaza de aniquilación nuclear durante la Guerra Fría). Obviar todo esto a la hora de realizar la necesaria crítica a la dirigencia soviética del periodo de Stalin sería olvidar que esa mortífera presión imperialista será una constante objetiva de cualquier empresa exitosa que consiga relanzar la RPM hasta el nivel ya históricamente alcanzado. El correcto manejo futuro de esta contradicción RPM-Estado socialista no se resolverá con doctrinarismo, sino que requerirá una vanguardia entrenada en el dominio (en primer lugar, necesariamente teórico) de la problemática del Estado en toda su amplitud, incluyendo sus relaciones exteriores (pues la nueva dialéctica vanguardia-Partido no puede sostenerse sino sobre la comprehensión de su predecesora masas-Estado). Precisamente, este dominio de la vanguardia será justamente la mejor garantía de que las inevitables presiones y amenazas (que aparecerían prácticamente como fenómenos físicos dados para una vanguardia inadvertida) que acecharán a los futuros Estados socialistas no se conviertan en servidumbre de la RPM, inopinadamente subordinada en aras de la Realpolitik de la supervivencia posible en cada momento. En este sentido, nos situamos en la tradición de Marx, quien en 1864, a pesar de haber descifrado ya los enigmas de la mercancía y el valor, no sermoneaba al proletariado con verdades generales, sino que le animaba a “introducirse en los misterios de la política internacional”.

La acción del imperialismo ruso

Otra de las falacias que propalan algunos sectores del revisionismo se refiere al carácter no imperialista de Rusia. De nuevo, se vuelve a caer en el economicismo imperialista al entender el imperialismo como una serie de características económicas aisladas, atribuibles sólo a algunas de las grandes potencias del sistema. Por supuesto, la afirmación de que Rusia no es una potencia imperialista obvia incluso elementos fundamentales de esas características económicas analíticas (ignora, entre otras cosas, el carácter monopolista de los sectores clave de la economía rusa y la creciente exportación rusa de capitales, especialmente desde el boom económico de los 2000 —muchos de los cuales, por cierto, habrían ido precisamente a Ucrania antes de 2014), pero, sobre todo, significa precisamente no comprender el carácter sistémico del imperialismo como fase integral del capitalismo en un momento histórico determinado, caracterizado por que la acumulación de capital se realiza a escala mundial. En el fondo se trata de una reedición de la vieja concepción kautskiana que entendía el imperialismo como una política (económica en este caso) determinada de ciertas potencias. Al contrario, desde el punto de vista sistémico del leninismo, no hay gran potencia capitalista que pueda ya escamotearse de la etiqueta de imperialista. Y, ciertamente, Rusia es una gran potencia bajo cualquier estándar de consideración. La más débil de las actuales, a gran distancia de Estados Unidos y China, pero con un poder que sobrepasa el marco regional (a pesar de las despreciativas declaraciones en ese sentido, realizadas con toda intención, de algunos dirigentes estadounidenses, como Obama): simplemente su tamaño físico, su disposición de materias primas, el tamaño de su economía (evidente cuando se esquivan los habituales criterios monetaristas y se mide por paridad adquisitiva real), su complejo militar-industrial, así como el poder, tanto convencional como estratégico, de sus fuerzas armadas. Ya no es la superpotencia global que todavía fue el social-imperialismo, pero acciones como su intervención en Siria o, más allá de su revés inicial, su capacidad de operar, sin recurrir a la movilización, de forma continua y durante meses cientos de miles de soldados en una guerra de alta intensidad en un país extranjero, aunque vecino, como Ucrania, muestran que el poder ruso sobrepasa su categorización como meramente regional.

Establecido su carácter estructural, atender a la acción política del Estado ruso y sus procedimientos no sólo es útil desde el punto de vista analítico concreto, sino también para confirmar su carácter imperialista y hacer una completa refutación de quienes niegan dicha naturaleza. Es de notar que, desde el punto de vista de la Línea de Reconstitución (LR), esta perspectiva, atenta a la actividad de las potencias implicadas, es particularmente interesante: la forma de esa actividad está dialécticamente relacionada con la naturaleza de quien la ejerce. Como hemos señalado en numerosas ocasiones, la determinación histórica de la acción política en las condiciones del capitalismo se configura a través de la dialéctica masas-Estado. Dentro de esa unidad contradictoria, una verdadera política democrática y, dado el caso que nos ocupa, anti-imperialista tiende a apoyarse más en el primer aspecto como centro de gravedad. Probablemente, el caso paradigmático de lucha anti-imperialista sería el combate del pueblo vietnamita por su liberación y unidad nacional. Efectivamente, una vez expulsado el colonialismo francés y liberado el norte de Vietnam, el acceso a la estatalidad formal en esa zona localizada del país siguió sin ser el motor de desarrollo de la lucha nacional vietnamita. El nuevo Estado liberado no pasó a dirigir el movimiento de acuerdo a las lógicas de su propia naturaleza, tal y como vendrían dadas por su inserción reconocida en el sistema inter-estatal: atención por el equilibrio de poder, relación de fuerzas convencionales y diplomacia entre Estados, etc. Lejos de ello, el centro de gravedad de la lucha nacional se desplazó hacia el movimiento de masas en el sur del país en lucha contra el régimen títere de la entonces Saigón. La República Democrática en el norte pasó a ser una base de apoyo fundamental de la lucha nacional, pero como conjunto orgánico coherente respecto a la lucha armada de masas en el sur, sin supeditar la lógica de esta lucha a la de su propia convivencia con el imperialismo en el plano estatal formal. Es decir, aunque la dirección vietnamita se asentaba en Hanoi, la razón ordenadora del movimiento nacional no pasó a ser el Estado del norte, sino el desarrollo político y militar del movimiento de masas en el sur. Elocuentemente, la sustitución en el papel antagonista del colonialismo francés por el imperialismo yanqui que, desde el punto de vista de las relaciones de poder entre Estados, debería haber inducido a una Realpolitik cauta y conservadora, dado el enorme incremento del poder de ese antagonista, condujo a todo lo contrario, a una intensificación de la lucha de masas y la actividad guerrillera en el sur, cuyo apoyo y sustento desde la República Democrática era orgánicamente innegociable. Tal es el fundamento político de la audacia del pueblo que propinó una de sus más humillantes derrotas al imperialismo.

Valga tal ejemplo paradigmático de genuina lucha anti-imperialista para comprender la monstruosa corrupción de este concepto por el revisionismo cuando se adjudica a políticas como la del actual Estado ruso. Muy al contrario, Rusia no ha dejado de ejercer el gran juego de la política de gran potencia, los equilibrios de poder convencional entre Estados, la diplomacia de gabinete y la consideración de los movimientos de masas como peones, sacrificables e incómodos, en ese gran juego. Como sabemos, el golpe de Estado del Maidán en febrero de 2014 y la constatación de que con él había llegado al poder el viejo nacionalismo banderista produjeron como respuesta lo que se conoció como la Primavera rusa: un movimiento de masas espontáneo que compartía muchas de las quejas que habían animado al Maidán en sus orígenes espontáneos (contra la corrupción, el empobrecimiento, etc.), pero con una orientación política nacional diferente. Este movimiento se extendió durante marzo y abril de 2014 por el sur y este de Ucrania y, en general, no era separatista en sus inicios, pero sí afirmaba la identidad multinacional de Ucrania y el papel de la lengua y cultura rusas en su conformación, lo que, en la esfera internacional, conllevaba una postura de cercanía/no hostilidad a Rusia. La actitud de Moscú, que había dejado caer a Yanukóvich (habitualmente tildado de “pro-ruso”, lo cual es inexacto, pues, como ya hemos dicho en otras ocasiones, más bien era un representante de la neutralidad del país, no hostil a Rusia, pero tampoco particularmente dócil a sus deseos), ante este movimiento fue oportunista y ampliamente instrumental. En el único lugar donde la acción de la Federación Rusa se movió en sintonía con un sector clave del movimiento de masas fue precisamente en el lugar donde, por razones históricas, dominaba más su veta separatista, en Crimea. Allí se presenció la única acción rusa rápida, audaz y que estaba en cierta consonancia con la dirección del movimiento de masas local, y ello debido fundamentalmente a motivaciones estratégicas respecto a la posición rusa en el Mar Negro.

A partir de ahí, la actitud del Kremlin hacia los movimientos en el sur, este y, particularmente, en el Donbás fue de evidente incomodidad. Contrariamente a la habitual acusación atlantista, lejos de promoverlos, Rusia, más preocupada por encontrar el entendimiento con las cancillerías occidentales, especialmente con Berlín y París, trató de abortar esos movimientos (acuerdos de Ginebra de abril de 2014) y permitió que durante mayo y junio fueran aplastados sobre el terreno en gran parte del país (destaca el acto de terror de la masacre de Odesa, aunque no fue ni mucho menos el único), con consecuencias que hoy se nos antojan como decisivas. Sólo cuando la derrota de su último reducto en el Donbás a manos del Ejército ucraniano y los Freikorps banderistas parecía inminente, Putin, empujado por la indiferencia europea a sus acercamientos y la presión doméstica del nacionalismo ruso, se decidió a enviar una ayuda importante, aunque eficaz sólo para evitar esa derrota. En todo momento la actitud del Kremlin tuvo su foco lejos del movimiento interno de la sociedad ucraniana, despreciándolo a favor de los juegos de equilibrio entre potencias imperialistas. De hecho, Putin, observando las aparentes contradicciones entre Washington y el flanco europeo del atlantismo durante la crisis del Maidán (resumido en el famoso “fuck the EU” de Nuland), trató de aprovechar toda la situación para introducir una cuña precisamente entre las dos riberas del Atlántico, pugnando por atraerse a la UE y separarla de Washington.

Toda esta estrategia, formalmente exitosa, se resume en los dos Acuerdos de Minsk, negociados con la mediación de Rusia, Francia y Alemania. Esta estrategia exigía la subordinación y disciplinamiento del movimiento en el Donbás. De este modo, se cortó inmediatamente toda veleidad social que pudiera deducirse de la vaga nostalgia de la hermandad de pueblos soviética que animaba una parte del movimiento, mientras que se condicionó todo su desarrollo al curso de este entendimiento con los departamentos diplomáticos de las potencias europeas. Ello queda ejemplificado en la actitud de Moscú hacia los referéndums de independencia en las ya autoproclamadas repúblicas de Donetsk y Lugansk en mayo de 2014, así como la formación poco después de la confederación de Nueva Rusia entre ambas repúblicas. Sin entrar en cómo la elección del nombre (Nueva Rusia era la denominación de la vieja Gobernatura administrativa zarista) nos habla mucho de la ideología dominante ya entonces, Moscú simplemente ignoró los deseos independentistas, mayoritarios tras experimentar la sangrienta ofensiva ucraniana, e hizo que a los pocos meses las referencias a Nueva Rusia desaparecieran debido a la incomodidad que producían respecto a la negociaciones en Minsk. A este disciplinamiento del movimiento en el Donbás también contribuyeron oportunos asesinatos (oficialmente adjudicados a la inteligencia ucraniana, pero algunos de ellos bajo sospecha) o la retirada de líderes carismáticos y más independientes, como Mozgovoy, Givi o Strelkov, que pasaron a ser sustituidos por figuras anodinas con vínculos más claros con la inteligencia rusa. Este disciplinamiento era necesario pues, finalmente, los Acuerdos de Minsk quedaban muy cortos respecto a donde había llegado el desarrollo político en el Donbás. Y es que estos tratados, tal y como fueron firmados en febrero de 2015 (lo que se conoce como Minsk II), implicaban que, a cambio de un mayor grado de autonomía e independientemente de la voluntad de estas regiones, el Donbás se mantendría dentro del Estado ucraniano. Ello era útil para el Kremlin ya que permitía mantener un elemento interno que equilibrara la balanza política en Ucrania, ayudando a preservar su estatus neutral y previniendo la deriva atlantista claramente promocionada desde Washington con su apoyo al nacionalismo banderista. Igualmente, parecía separar a EE.UU. de la UE, titubeante pero con una posición en principio diferenciada de la del hermano mayor estadounidense. Todo esto eran victorias de gabinete y ejemplifican que en todo momento el Kremlin manejó la situación desde el punto de vista de la posición del Estado ruso en el equilibrio de potencias, siendo la esfera de decisión clave la de las negociaciones en la cumbre entre Estados, subordinando absolutamente el movimiento y el deseo de las masas en Ucrania y el Donbás a este devenir. Los frutos de esta política netamente imperialista se demostrarán amargos… Esta supuesta victoria que eran los Acuerdos de Minsk, ya apenas una retribución que, desde el punto de vista de la competición imperialista, ni siquiera formalmente compensaba la decidida colocación de Ucrania bajo la órbita atlantista tras el golpe del Maidán, fue además incumplida en todo momento por Ucrania en su aplicación material. EE.UU., nunca partícipe de Minsk, alentó este incumplimiento, con la actitud de la UE oscilando entre la doblez y la impotencia. La guerra en el Donbás, de alta intensidad entre junio de 2014 y febrero de 2015 (con el parón intermedio propiciado por el primer acuerdo de Minsk en septiembre de 2014), nunca terminó sino que simplemente se congeló, mientras los instructores de la OTAN se convertían en parte del paisaje ucraniano.

Lo endeble de la Realpolitik de Moscú se ha mostrado en todas sus consecuencias con el agotamiento de la primera fase del conflicto el pasado febrero. Si algo ha demostrado el nuevo estadio de guerra a gran escala es que en estos últimos años, desde la firma de Minsk, el equilibrio militar se ha desplazado en detrimento de Rusia. Mientras Rusia, sin mucha consideración por los cotidianos bombardeos que la población del Donbás ha sufrido a manos de la artillería ucraniana durante estos siete años, reclamaba a sus colegas occidentales la implementación de Minsk ante los oídos sordos de todos, el Ejército ucraniano, que había sido fácilmente batido en 2014-15, se fortalecía cada año. Efectivamente, el Ejército ucraniano fue purgado por el régimen del Maidán de elementos dudosos para el nacionalismo, recibió una ingente inversión (en 2020 alcanzó prácticamente el 9% del PIB de un país en constante crisis económica y empobrecimiento) y avanzó cada vez más en lo que rigurosamente puede considerarse su integración de facto en la OTAN, como se evidencia respecto al adiestramiento, la táctica, el estilo y las estructuras de mando y la inteligencia. Sin duda, la consciencia de este progresivo fortalecimiento e integración ha sido lo que ha motivado la urgencia de la invasión rusa del pasado febrero. No obstante, de nuevo aquí se pone de manifiesto la desesperada cortedad de la política rusa. La acción ha sido una auténtica apuesta, que no buscaba tanto la victoria militar como el colapso político del gobierno ucraniano, que, a semejanza de Checoslovaquia en 1968, caería mediante la combinación de una acción de fuerzas especiales en la capital y la mera intimidación de ver la entrada de las columnas blindadas a través de la frontera. Otra vez el imperialismo ruso ha quedado muy por detrás de su antecesor social-imperialista. Si en 1968 el entorno del Pacto de Varsovia permitía una acción de este tipo, el contexto internacional del 2022 era el del predominio atlantista alrededor de un régimen en cuyo núcleo se hallaban fuerzas fanáticamente anti-rusas. El único elemento que podría haber desestabilizado el suelo del régimen del Maidán y haber hecho concebible este derrumbamiento era precisamente el de ese movimiento de masas de la primavera de 2014 que el Kremlin, con su política imperialista de cancillería, había permitido que fuera masacrado, aterrorizado y dispersado, mientras el banderismo se atrincheraba en el aparato del Estado ucraniano. Fracasada ahora la apuesta inicial, que se ha saldado además con un claro revés militar ruso en la zona norte de Ucrania, alrededor de Kyiv (debido en buena parte a un plan operacional erróneo, diseñado en función de premisas políticas e ideológicas falsas y reaccionarias), se abre la perspectiva de una guerra larga e incierta. Incluso la actual fase de guerra a gran escala evidencia lo catastrófico de la política imperialista rusa, pues ciudades y puntos fuertes que hubieran sido fácilmente ocupados en 2014 y 2015 y que incluso vieron la expulsión inicial de las autoridades oficiales ucranianas por las masas anti-Maidán, como es el caso de Mariúpol (conquistada por el Ejército ucraniano en mayo de 2014 y a la que sólo la firma de Minsk II en febrero de 2015 salvó de ser retomada por los independentistas apoyados por Rusia), han sido hoy escenario de importantes batallas que han consumido grandes recursos y alimentado los mitos y el irredentismo del nacionalismo ucraniano.

Cabe señalar aquí otro elemento que redunda en el carácter imperialista del Estado ruso y en cómo ello debilita sus pretensiones políticas. Se trata de la ideología del régimen, que no es otra que el nacionalismo ruso y que, a pesar de su actualización para incluir simbólicamente alguno de los hechos del siglo XX (esencialmente la Gran Guerra Patriótica), no puede ocultar su raída alma chovinista gran-rusa. Y es que detrás de la apuesta que representaba el plan inicial ruso de este febrero había también una concepción del mundo, precisamente la de este nacionalismo gran-ruso. La ilusoria pretensión de que el Estado ucraniano se derrumbaría con el mero golpear su puerta y que los pequeños rusos se avendrían a los designios del hermano mayor eslavo, partía de la concepción chovinista —implícita en los artículos de Putin y explícita en sus discursos previos a la invasión— de que Ucrania no es una nación y que su estatalidad no tiene raigambre, siendo poco más que un crimen bolchevique. En definitiva, el plan ruso se alimentaba del desprecio y la subestimación de la conciencia nacional ucraniana y del proceso de intensiva nacionalización que habían supuesto los treinta años de independencia pasados, incluyendo los últimos ocho años de represiva ucranización impulsada por el banderismo. Por supuesto, una política democrática alternativa a la simple oposición de un nacionalismo a otro, estaba fuera del alcance de Moscú, puesto que ello hubiera supuesto partir del hecho que ya supo reconocer el bolchevismo hace más de un siglo: Ucrania ya es una nación, de entidad igual a la rusa y tiene el mismo derecho a su autodeterminación. Sólo desde el reconocimiento incondicional de esta realidad eran enormes las posibilidades que se abrían de desarrollar un movimiento de masas internacional, acorde a la estructura multinacional de Ucrania y que se hubiera opuesto al exclusivismo racista banderista, pugnando por una organización democrática del Estado ucraniano (de la que con toda naturalidad se hubiera declinado el rechazo a ingresar en bloques militares imperialistas hostiles a Rusia). Las estadísticas y encuestas anteriores al Maidán (y más todavía las anteriores a la llamada revolución naranja de 2004, que ya empezó a normalizar los dogmas banderistas y a mediatizar toda la vida política del país en torno a la cuestión nacional) muestran abrumadoramente que la mayoría de los ucranianos usaban cotidianamente el idioma ruso, evidenciaban buena voluntad hacia Rusia y recelos hacia la integración en la OTAN, a la vez que, eso sí, defendían el mantenimiento de la independencia y soberanía de Ucrania. Los mimbres para ese movimiento democrático estaban pues por doquier y, hay que decir, hundían sus raíces en la política nacional soviética y en la memoria de la realidad histórica alcanzada de esa hermandad de pueblos (aunque fuera progresivamente deslucida por el revisionismo). Por supuesto, los tejemanejes imperialistas y la ceguera chovinista del régimen ruso, insensible a los padecimientos de la sociedad ucraniana (cuando no responsable de buena parte de los mismos) dilapidaron este potencial, denunciando arrogantemente el legado soviético y propalando las virtudes nacionalistas del mundo ruso. Ello estrechó la base social para este movimiento democrático en Ucrania, pues, en medio de la creciente embestida del banderismo, al que retroalimentaba, identificaba el reconocimiento del hecho multinacional de la Ucrania real con el nacionalismo ruso e incluso con la propia desmembración/desaparición del país. En cualquier caso, sirva para mostrar que, aunque maltratado y nunca desarrollado, existía realmente el fundamento para un movimiento que sustentara una verdadera política anti-imperialista, cuyo centro de gravedad descansara en las masas ucranianas y que realmente hubiera supuesto el apuntalamiento de elementos democráticos fundamentales para el propio país.

Por supuesto, no queremos acabar este punto sin insistir en que esta crítica de la política imperialista rusa debe ser entendida como complemento y culminación de su crítica estructural. El imperialismo ruso simplemente no puede concebir apoyarse en un movimiento de masas o permitir incluso que en determinado momento sobre este movimiento descanse el centro de gravedad de la política rusa. Ello cuestionaría inmediatamente su régimen y estructura interna. Sólo puede recurrir entonces a la diplomacia de gabinete y al ejército regular, lo que, como vemos, lo debilita aún más a la hora de enfrentarse a un imperialismo más fuerte. Cabe dejar claro también que nos hemos limitado a señalar los malogrados contornos posibles de este movimiento en el marco democrático anti-imperialista, limitado a la vieja dialéctica masas-Estado, por estar dirigida nuestra crítica hacia la ilusión, que propalan algunos sectores revisionistas, de un supuesto “anti-imperialismo ruso”. Por supuesto, el propio marco democrático, aunque menos asfixiante que las rígidas estructuras del imperialismo entre las que se mueve la política putiniana, sería de por sí un andamiaje estrecho en las condiciones objetivas de la sociedad ucraniana, que exigen de la vanguardia un punto de partida y un horizonte superior, como sólo puede ser la dialéctica históricamente superior de la Revolución Socialista. El tratamiento democrático de la cuestión nacional debería ser en Ucrania, como en el Estado español, parte de la línea política de la vanguardia en su pugna por la reconstitución del comunismo y el desarrollo de la revolución proletaria. Por ello conviene insistir en que la tragedia que hoy viven los antiguos pueblos hermanos soviéticos ucraniano y ruso es un aviso respecto a la catástrofe que acecha detrás de las arrogantes proclamas social-chovinistas que, como parte del ambiente general dominado por la reacción y el nacionalismo, se abren paso entre la vanguardia.

Multipolaridad, imperialismo y lecciones militares

Antes de continuar con el escenario ucraniano concreto, conviene detenernos un momento en un elemento asociado a la falacia que niega el carácter imperialista del Estado ruso. Se trata de las loas a la llamada “multipolaridad”, la ilusión de pensar que un sistema imperialista con varios centros de poder y decisión independientes sería de alguna manera más democrático, justo o equilibrado. De nuevo, esto representa una de las formas más monstruosas de embellecer la naturaleza del imperialismo. Y es que, en esencia, despojado de todo equilibrado ropaje democrático, la multipolaridad se resume al derecho mutuamente reconocido de varias rapaces a garantizarse su parte del pastel. Se trata de que, en varias regiones del globo, el idioma del ladrón y del matón oficial no sea el inglés, sino el ruso o el mandarín. Hay que haber olvidado cualquier noción elemental de marxismo e interiorizado tanto la derrota del proletariado al final del Ciclo de Octubre, asumiendo que no hay otro horizonte que jalear los esfuerzos de los imperialistas ascendentes o de los más débiles en este momento, como para atreverse a presentar este argumento entre comunistas.

El escaso recorrido “anti-imperialista” de esta pretensión se evidencia cuando se comprende que la unipolaridad, es decir, el dominio incontestado de todo el sistema internacional por una sola gran potencia imperialista, no se corresponde, ni siquiera empíricamente, con la estructura material del imperialismo. En lo económico parece corroborado por más de un siglo de experiencia que el desarrollo desigual y a saltos del capitalismo garantiza que el suelo del dominio unipolar nunca va a ser estable. En los hechos, la unipolaridad del incontestado hegemonismo yanqui corresponde a una breve etapa en términos históricos, de apenas una generación, que podemos periodizar entre 1989-91 y 2014 (fecha esta última en que, convencionalmente, podemos situar una transición que ya mostraba síntomas con anterioridad y que, todavía hoy, no está completamente cerrada). La realidad es que la mayor parte de la historia del imperialismo ha estado dominada por la pugna entre varias potencias. La bipolaridad marcó el periodo de la Guerra Fría, pero —y deberían tomar nota los voceros “anti-imperialistas” de esa bucólica multipolaridad— fue el periodo 1900-1945 precisamente el que, desde el punto de vista del número de grandes potencias presentes en el sistema internacional, estuvo marcado por la multipolaridad. Es decir, la mera evidencia empírica muestra que en el imperialismo, multipolaridad no puede asociarse con “democracia” o “equilibrio”, sino, muy al contrario, con la multiplicación de los focos de tensión, la aceleración de la competencia inter-imperialista, la intensificación de las demandas por nuevos repartos del pastel, el aumento de la militarización y la mayor probabilidad de grandes guerras entre potencias, con lo que ello supone, en nuestras circunstancias, de incremento del peligro de aniquilación nuclear.

La constatación de esta evidencia no supone idealizar la arbitrariedad y brutalidad del hegemonismo yanqui, sino simplemente oponerse a la mistificación anti-marxista de contraponer un periodo de desarrollo histórico concreto del imperialismo a otro, que no es sino la lógica consecuencia del anterior. El ascenso actual de la multipolaridad es la hijo legítima del avanzado estado de agotamiento del momento unipolar yanqui. De hecho, en lo político no es sino el resultado de la insatisfacción de las nuevas y viejas potencias ante el lugar que les corresponde en el declinante orden hegemónico yanqui. En el caso del ascendente nuevo poderío chino es obvio lo estrecho del corsé a él reservado. Es más elocuente el caso del viejo poder de Moscú, en términos históricos en indudable declive desde sus cimas relativas en el siglo XIX y, sobre todo, a mediados del siglo XX. Desde 1991 la política dominante del poder ruso no ha sido precisamente la oposición al empuje hegemonista yanqui, sino, muy al contrario, la colaboración, los intentos de conciliación y la búsqueda de reconocimiento. Ello se evidencia en dos momentos fundamentales, de hondas implicaciones geopolíticas: el primer troceo de Yugoslavia en la primera mitad de la década de 1990 y durante la llamada guerra contra el terror durante los 2000. La pretensión del Kremlin era clara: disposición a aceptar el hegemonismo yanqui siempre que, en contraprestación, éste le reconociera su esfera de influencia autónoma en el espacio de la antigua URSS. Es la negativa de Washington a conceder siquiera esto lo que, junto a la estabilización del poder ruso tras el estrepitoso hundimiento de los 1990, lleva al choque actual que podemos datar desde 2008 (Cumbre de Bucarest de la OTAN y guerra de Georgia). Ello subraya las dos características sobre las que estamos insistiendo: la posición estratégica ofensiva del imperialismo atlantista en su empuje por acorralar y anular a Rusia, pero también el carácter indudablemente rapaz, reaccionario e imperialista de esta última potencia, a la defensiva sólo por una cuestión de debilidad relativa respecto a sus rivales.

En este sentido, son inaceptables los argumentos pseudo-tacticistas, que usan la debilidad relativa de uno de los imperialismos como coartada para justificar su sumisión al mismo. No le corresponde al proletariado revolucionario luchar por la igualdad entre las rapaces imperialistas (del mismo modo que no le corresponde luchar por que cada movimiento nacional conquiste su propio Estado-nación antes de avanzar hacia la disolución de las naciones) como paso previo a la lucha por el derribo de todas ellas. No calcularon los bolcheviques la debilidad relativa del zarismo respecto al imperialismo germánico antes de propugnar consecuentemente el derrotismo revolucionario respecto a “su propio” gobierno. A este respecto, es particularmente saludable recordar a Lenin cuando se burlaba de las disquisiciones sobre qué rapaz inició el ataque o cuál está a la defensiva; sobre por dónde pasa el frente de batalla o sobre qué imperialista tiene más razón desde el punto abstracto de la igualdad burguesa al quejarse de lo “poco equitativo” que es el actual reparto del mundo respecto a sus apetitos y capacidades estomacales. Todo esto es deporte de filisteos que sólo tiene interés para el marxista desde el punto de vista del análisis concreto a la hora de evaluar los posibles cursos de desarrollo de la situación, pero que no puede desdibujar ni por un momento la revolucionaria repulsa y denuncia de todos los bandidos imperialistas en su pugna reaccionaria.

No queremos cerrar este epígrafe sin referirnos a una más de las necedades filisteas con las que nos ha obsequiado el catálogo del oportunismo. Se trata de la denuncia como “criminal” del “reparto de armas entre civiles” que se anunció había realizado el régimen de Kyiv con el inicio de la invasión. Cualquiera que sean las críticas que puedan y deban verterse sobre el reaccionario régimen nacionalista ucraniano, debería caer por su propio peso que un autodenominado comunista no debería sumarse a este tipo de griterío reaccionario y pseudo-paternalista sobre lo “criminal” de dar armas a los niños. La violencia y la guerra son asuntos de adultos, específicamente de las clases dominantes y de sus profesionales cuerpos especiales consagrados con el monopolio de la violencia, de los que la ciudadanía debe mantenerse al margen y a la que, en todo caso, sólo le cabe jugar el propiciatorio papel de víctima de tal violencia y tal guerra (permitiendo que otros organismos especializados puedan hacerse cargo de la atención a las víctimas). Evidentemente, Zelensky no está promoviendo ninguna clase de guerra popular, pero, como decimos, en cualquiera de las numerosas críticas que caben hacer hacia el régimen que representa no deben ponerse en cuestión elementos de principio del comunismo revolucionario, como son la necesidad del armamento de las masas y la violencia revolucionaria precisamente para, entre otras cosas, romper los aparatos especiales de violencia de la burguesía.

Ya que mencionamos la Guerra Popular, cabe apuntar un par de elementos interesantes a la vista de los acontecimientos bélicos en Ucrania. Como decimos, no hay lugar para considerar que Ucrania esté realizando ningún tipo de guerra popular, no ya sólo, por supuesto, desde el punto de vista de los requisitos de la estrategia universal del proletariado, sino tan sólo desde el significado laxo de las palabras como guerra del pueblo. La movilización ucraniana se enmarca dentro de los cauces burgueses convencionales de la guerra regular y es un procedimiento de la guerra total que fue particularmente habitual en ese periodo de multipolaridad de 1900-1945. Tampoco el esfuerzo de guerra de Ucrania —que, antes de la guerra, ya contaba con el segundo ejército de Europa en tamaño— y sus perspectivas pueden desligarse de la ayuda masiva que está recibiendo desde el imperialismo atlantista. Como ya decíamos, éste ha pasado de suministrar equipamiento útil para una estrategia defensiva e incluso irregular o insurgente (armamento anti-tanque y anti-aéreo portátil) a empezar a enviar masivamente lo necesario para una guerra de alta intensidad a gran escala tête à tête contra Rusia (blindados, artillería, etc.). No obstante, a falta de que puedan sustanciarse estos envíos occidentales y descontando la superioridad numérica en tropas que la movilización ha proporcionado a los ucranianos, el bando que hasta la fecha ha disfrutado de la superioridad armamentística y tecnológica sobre el terreno ha sido fundamentalmente Rusia. Más allá de los efectos desastrosos que en lo militar ha tenido el erróneo planteamiento inicial ruso sobre el que ya hemos hablado, los ucranianos han compensado esta superioridad rusa, además de con la inteligencia y el adiestramiento OTAN (probablemente superior al ruso en términos tácticos), con una inteligente estrategia defensiva que, además de los números de la movilización, ha descansado sobre el uso de tácticas irregulares y de tipo guerrilla para el acoso de las comunicaciones y la logística rusas, así como el empleo de las ciudades como pivotes y ejes de la resistencia. De nuevo, en un paisaje caracterizado por la ausencia de accidentes geográficos de entidad, que supuestamente serían imprescindibles para cualquier tipo de estrategia asimétrica (junglas, montañas, etc.), las zonas urbanas se han demostrado una vez más como entornos idóneos para equilibrar rivales con una notable brecha tecnológica o de potencia de fuego. Otra cuestión muy interesante que conviene apuntar es el creciente protagonismo de los drones sobre el campo de batalla, incluyendo el uso de aparatos no tripulados baratos y de origen comercial para uso civil. Más allá de los debates doctrinales burgueses sobre si este nuevo tipo de sistemas integrados marca el fin de “las grandes plataformas de la guerra industrial” (aviación, blindados, grandes buques, etc.), lo cierto es que indudablemente suponen una democratización sin precedentes del poder aéreo, llena de posibilidades desde el punto de vista de la llamada guerra asimétrica (como ya han mostrado, por ejemplo, los hutíes en Yemen), y que, de nuevo, vuelve a poner de manifiesto lo congruente de concepciones como la Guerra Popular respecto a las tendencias objetivas del desarrollo social. Insistimos en que nada de lo que está pasando en Ucrania en el terreno militar puede desligarse de la intervención atlantista y que es en todo momento una guerra convencional entre ejércitos burgueses, pero nos parece interesante, desde el punto de vista de la concepción de la Guerra Popular como estrategia universal del proletariado, llamar la atención sobre estos hechos, que emanan del mayor conflicto bélico que ha visto Europa desde 1945.

Nacionalismo y nazi-fascismo en Ucrania

La geopolítica de la competencia entre imperios es también fundamental para comprender el nacionalismo ucraniano en lo que literalmente significa una tierra de frontera. Como otros nacionalismos de pequeña nación (esto es, sin Estado), el nacionalismo ucraniano toma forma como impulso del idioma y la resignificación de tradiciones agrarias en el último cuarto del siglo XIX. Sin embargo, la base fundamental donde este esfuerzo toma tierra no va a ser en el área geográfica más amplia de la Ucrania bajo dominio zarista, sino en la más reducida parte bajo jurisdicción austro-húngara (anteriormente bajo control polaco) de Galitzia, con capital en la actual Lviv. Estos territorios nunca habían estado bajo el control del poder moscovita y sólo serán integrados con el resto de lo que hoy es Ucrania primero en 1939 y luego, permanentemente, tras la Segunda Guerra Mundial. De este modo, el nacionalismo ucraniano se desarrolla de manera heterogénea. En el imperio ruso lo hace de forma más tenue y tardía, quedando la cuestión nacional en parte difuminada tras la más acuciante cuestión agraria. Aquí, el nacionalismo ucraniano sólo empezará a tomar cuerpo con la revolución de 1905 y, por ese contexto histórico general del imperio ruso (primacía de la cuestión agraria, referencialidad del marxismo, ascenso del movimiento revolucionario, etc.), se trata en ese momento de un nacionalismo que adopta tintes socializantes, situado ideológicamente entre la derecha eserista y los socialistas nacionales tipo Pilsudski. Por contraste, en el mosaico imperial de los Habsburgo, atenazado por la cuestión nacional, toma mucha más fuerza, primero como reacción al tradicional dominio polaco de Galitzia, más tarde, alrededor de la guerra imperialista de 1914 y promocionado por las propias autoridades austríacas, como contrapeso del paneslavismo zarista. Ésta es, como ya señalábamos en el posicionamiento de febrero, la característica clave del nacionalismo ucraniano: la dependencia histórica de los rivales imperialistas del poder establecido en Moscú (independientemente del carácter de ese poder). Ello se muestra descarnadamente en la que va a ser su experiencia fundacional como Estado-nación (obviamos por ocioso y de escaso provecho científico el debate nacionalista sobre la célebre Rus de Kyiv medieval), durante el periodo de revolución y guerra civil de 1917-1921. Efectivamente, aquí se demostró que la llamada República Popular de Ucrania no era rival del internacionalismo bolchevique. En todas las diversas fluctuaciones que marcaron este convulso periodo, los nacionalistas sólo pudieron pretender afirmar su autoridad en Kyiv bajo el paraguas de los rivales imperialistas y externos de los bolcheviques: las Potencias Centrales primero y los invasores polacos posteriormente. Su suerte marcó la de los nacionalistas ucranianos, siempre avanzando o retirándose junto a estos ejércitos extranjeros.

Sin sitio en la nueva Ucrania soviética (ni tampoco en la Polonia nacionalista), los líderes nacionalistas en el exilio europeo operarán el cambio doctrinal fundamental que dará lugar a la forma ideológica definitiva que el nacionalismo ucraniano toma hasta hoy en día. En la atmósfera de los 1920, estos enemigos irreconciliables del poder soviético dieron con toda naturalidad el giro desde cualquier veleidad socialista hacia el pujante experimento fascista que, con todo el aire de la novedad, se abría paso en Italia. De este modo, inspirado por Dontsov, se funda en Viena en 1929 la Organización de Nacionalistas Ucranianos (OUN por las siglas habituales). A esta organización pertenecen siniestros nombres como Bandera o Shukhevych y será bajo su ascendente que el nacionalismo ucraniano aparece por segunda vez sobre el escenario histórico. Ocurrirá durante la Segunda Guerra Mundial y, como es constante, otra vez de la mano de un ejército invasor: nada menos esta vez que la Wehrmacht nazi, con la que el nacionalismo ucraniano colaborará entusiastamente (colaboración que hoy en día es reivindicada sin tapujos). Los nacionalistas ucranianos no sólo alistarán varias unidades de combate al servicio del nazi-fascismo alemán, la más conocida de las cuales es la 14ª División Waffen SS Galizien, sino que formarán su propia organización armada (el Ejército Insurgente Ucraniano o UPA), colaborando activamente en el Holocausto nazi y añadiendo su propia ración de genocidio, como, por ejemplo, la masacre de unos 150.000 polacos en Volynia. Algunas estimaciones de la propia literatura académica burguesa sitúan la cifra de víctimas mortales del nacionalismo ucraniano en este periodo, tanto por colaboración con el nazi-fascismo alemán como por responsabilidad directa, en el rango de los dos millones. De hecho, si sumamos los pogromos ya protagonizados por los nacionalistas ucranianos en 1917-1920, el balance al final de la Segunda Guerra Mundial es que la Ucrania occidental había resultado en una zona mucho más “puramente” ucraniana. Por esta razón el nacionalismo ucraniano no puede simplemente renegar de su colaboración con el nazi-fascismo alemán. Este periodo no sólo marcó profundamente su concepción racista de lo que debe ser la nación ucraniana, sino que, en términos históricos, el Holocausto significó un paso adelante efectivo en el proyecto de etno-Estado ucraniano, paso sobre el que se sostiene el propio desarrollo político del nacionalismo ucraniano. Y es que eliminada la significativa presencia de las comunidades judía y polaca que caracterizaba la Galitiza previa a 1941, el nacionalismo ucraniano pudo concentrarse en la unívoca hostilidad contra Rusia. El leit motiv pasa a ser exclusivamente ensanchar la brecha respecto a Rusia y extirpar la tradición malorrusa del bagaje nacional: Ucrania se construirá como inequívoca entidad anti-rusa.

Ello coincide con un giro del nacionalismo ucraniano respecto a su apoyo geopolítico imperial. Si hasta entonces el papel de padrino lo había ejercido fundamentalmente el imperialismo germánico, tras la Segunda Guerra Mundial pasará a representarlo el imperialismo yanqui. A diferencia de otros colaboracionistas, que no pudieron escapar a la justicia soviética, los supervivientes de la Galizien serán acogidos en el “mundo libre”, siendo el núcleo de la diáspora ucraniana en EE.UU. y Canadá. Este exilio ha llegado a formar un poderoso lobby de presión en esos países, no sólo influenciando la política del centro imperial, sino presionando por una re-escritura de la historia al gusto del nacionalismo ucraniano, ya evidente a nivel de divulgación de masas y que parece estar llamada a ser, cuando de la historia de esas tierras se trate, la narrativa dominante a este lado del nuevo telón de acero. Será el imperialismo yanqui el que apoye la sangrienta insurgencia que el UPA protagonizará en Galitizia una vez que el Ejército Rojo expulsó a los alemanes en 1944 y que durará hasta bien entrada la década de 1950. Desde aquí se llega sin solución de continuidad ni mayor evolución ideológica al periodo actual. En medio de la citada ayuda y financiación estadounidense, el nacionalismo ucraniano que reemerge abiertamente tras la disolución de la URSS en 1991 tiene, en su núcleo más irreductible, militante y decidido —en su vanguardia—, el mismo armazón banderista de aroma nazi-fascista. Su tradición ha sido cultivada en el exilio bajo la legitimidad de la vieja Guerra Fría y sus héroes son los que ha santificado el régimen del Maidán. La propia figura del genocida Bandera es sintomática de este proceso. Marginal en el imaginario de la Ucrania independiente hasta la revolución naranja, Yushenko, no sin escándalo, lo designará en 2010 héroe de Ucrania. Aunque ello será revertido por Yanukóvich, el suelo de legitimidad ya ha sido ganado. Tras 2014 Bandera no sólo recupera su título heroico, sino que la fecha de su natalicio pasa a ser fiesta de rango nacional en la nueva Ucrania. Igualmente, las nuevas leyes de “descomunización” aprobadas tras 2014 no sólo llevan a la prohibición del partido revisionista ucraniano, sino que declaran como ilegal “cuestionar la justicia de la causa de la OUN y el UPA”. Hechos como estos evidencian lo endeble de la propaganda atlantista de tipo cretinista parlamentario que busca minimizar la influencia del nazismo en Ucrania sobre la base del número de diputados de los partidos ucranianos abiertamente fascistas. Independientemente del número de asientos en la Rada, sus dogmas, tradiciones y pretensiones son el sentido común del régimen del Maidán.

Más elocuente es todavía el papel de estos grupos nazi-fascistas en la propia constitución del régimen del Maidán y su evolución política. La estatalidad ucraniana desde 1991 había sido profundamente débil. Al proceso de saqueo por la vieja burguesía burocrática ya liberada de todo tipo de trabas, similar al de otras repúblicas ex-soviéticas, se sumó esa heterogeneidad nacional y la propia geografía del país como encrucijada geopolítica. El resultado fue esa institucionalidad débil en lo que hoy se antoja como un impasse histórico: las diferentes facciones de la nueva clase dominante nunca pudieron llegar a un acuerdo sólido y duradero sobre las reglas de juego internas, ni sobre la posición internacional del país. De este modo, el elemento de mediación, de representación de la clase dominante a través de un aparato institucionalizado fundado sobre ese acuerdo —el elemento de capitalista colectivo, en definitiva—, nunca pudo desarrollarse consistentemente. En Ucrania desde 1991 los grandes capitalistas gobernaron (y pelearon entre ellos) directamente. De ahí el aspecto de crisis política estructural que ha caracterizado al Estado ucraniano. La permanencia de la crisis social y económica (Ucrania era, junto a Georgia, la única república ex-soviética que en 2010 todavía no había recuperado el PIB nominal de 1991) se conjugó para hacer que los estallidos, desde finales de los 1990, fueran cada vez más violentos y profundos. Como hemos señalado, nunca se desarrolló una alternativa política sostenida sobre la realidad multinacional del país, sino que ésta se expresaba inercialmente a través de la cada vez más desdibujada memoria soviética, instrumentalizada por algunos capitalistas en la lucha directa contra sus pares: esa memoria era nostalgia envilecida e impotente y no un programa propositivo para el país. A falta de otros referentes, el nacionalismo ucraniano se abrió paso naturalmente como el único proyecto consistente, con una larga tradición política, que incluía su narrativa histórica victimista que cargaba todas las causas de la desesperada situación del país en la herencia rusa, y con la UE completando el horizonte de una alternativa de integración geopolítica para esta tierra de frontera. Dado el escaso atractivo de Moscú y a pesar de la neutralidad proclamada constitucionalmente, este horizonte occidentalista, este abandonar un imperio para abrazar otro, ganó una amplia base sociológica entre los estratos medios de Kyiv y el oeste del país, mientras el primer aspecto, el de construcción nacional militantemente anti-rusa, proveía la vanguardia y los cuadros de choque del movimiento que desembocaría en el Maidán. En esa plaza de Kyiv, entre noviembre de 2013 y febrero de 2014, confluyó esa crisis política terminal del Estado, con su lucha directa entre grandes capitalistas, la profunda crisis social, la aspiración geopolítica occidentalista y el nacionalismo anti-ruso militante. Una protesta que inicialmente tenía un indudable sustrato de espontánea indignación popular fue encuadrada por lo único que, en el desesperado ecosistema político ucraniano, no era melancolía o descomposición.

Como sabemos, los grupos nazi-fascistas formaron la fuerza de choque del Maidán, batiéndose con el Bérkut y derramando su sangre, a la vez que proveyeron el espacio y, tal vez, los mismos tiradores, para la masacre del 20 de febrero de 2014. Nombres hoy internacionalmente célebres como Pravy Sektor o Azov se oyeron por primera vez esos días. Siguió la insurrección y la toma armada del poder, mientras el Estado ucraniano tocaba fondo. Los hechos de las semanas siguientes fueron fundamentales, pues ellos delinearon la constitución material del régimen del Maidán. Esta constitución se resume en un único artículo fundamental: guerra contra Rusia. En el gobierno provisional surgido de las llamas de la insurrección de febrero, los puestos fundamentales en el núcleo del aparato del Estado, los que correspondían a la médula de éste como grupo especial de hombres armados, fueron ocupados por los fascistas del Maidán. Parubiy, fundador y líder de Svoboda (antiguo Partido Social-Nacional), pasó de la jefatura del comité de autodefensa del Maidán a ostentar el cargo de cabeza del Consejo de Seguridad Nacional, encargado formalmente de proteger el orden constitucional interno y la soberanía exterior de Ucrania. Las medidas que tomó fueron decisivas. A la mencionada Primavera rusa no se le respondería con antidisturbios, como había sucedido con el Maidán, sino con blindados y bombardeos aéreos: a finales de abril de 2014 Parubiy decretó la Operación Anti-Terrorista (OAT) y el despliegue del Ejército para hacer frente a la resistencia en el Donbás. Pocos días después, el acto despiadado de terror en Odesa cortó de raíz cualquier posible extensión de esta primavera como movimiento de desobediencia civil. La militarización del conflicto y su escalada al estadio de guerra civil abierta quedaron firmemente establecidas. Es cierto que la reacción imperialista de Putin al golpe del Maidán, con la captura de Crimea, favoreció estos movimientos de los banderistas: como ya hemos sentado, el choque entre imperialismos se manifestaba sobre el terreno como lucha reaccionaria entre nacionalismos, con su consiguiente retroalimentación. Pero Parubiy no se detuvo ahí, sino que con energía se decidió a llevar el trabajo hasta el final, estableciendo, bajo el manto de la emergencia y la revolución nacionales, la purga de los aparatos del Estado. Se inició un proceso que se ha extendido a lo largo de estos últimos ocho años con gran éxito. La oficialidad del Ejército, los mandos de la policía y los cuadros del SBU (servicios de inteligencia) ucranianos fueron limpiados de todos aquellos sospechosos de hostilidad hacia el nacionalismo. Las numerosas expulsiones fueron reforzadas con una serie de oportunos suicidios. Toda esta actividad de purificación nacional dejó la máquina del Estado, ya históricamente muy débil, en cuadro. Ello cortó los numerosos lazos existentes con los aparatos de seguridad rusos y, a la vez, creó una oportunidad de oro para reajustar su composición y estructura.

Expresión de la maltrecha situación del Estado era el reconocimiento por parte del propio Ejército ucraniano de que, al inicio de la OAT, de una fuerza nominal de unos 80.000 efectivos, sólo era capaz de movilizar unos 6.000, con numeroso equipo oxidado e inutilizable. La respuesta del régimen del Maidán fue la formación de la Guardia Nacional, que institucionalizaba las numerosas milicias y grupos paramilitares banderistas, que se habían multiplicado por todo el país (especialmente en su mitad occidental) a medida que la revuelta del Maidán se enconaba. Estos grupos paramilitares, auténticos herederos de los Freikorps, representaban, a semejanza de sus antecesores históricos, una mezcolanza de reaccionario compromiso militante nacionalista y empresa militar privada. Esto último casaba muy bien con la tradición ucraniana de implicación política directa de los capitalistas, siendo que muchos de estos oligarcas se dedicaron a fundar y financiar sus propios batallones nacionalistas. Este floreciente paramilitarismo ha sido una de las características fundamentales del régimen del Maidán: alrededor de él se ha reconstruido el aparato del Estado, estableciéndose un régimen de terror en el que, mientras se ilegalizaban partidos, se clausuraban televisiones y se prohibían obras culturales rusas, nunca ha cesado el reguero de asesinatos y exilio entre los opositores. Además —y esto es fundamental— estos Freikorps permitieron librar la guerra civil en el Donbás que, con creciente credibilidad, podía presentarse cada vez más como una guerra contra Rusia, al calor de la cual todas las medidas de ucranización forzosa quedaban legitimadas. Como adelantábamos, esta guerra, tan premeditada como facilitada por la respuesta imperialista rusa, se convirtió en el verdadero vínculo constitucional del país. Alrededor de su lógica militar se estableció el nuevo sentido común del régimen, consagrando la hegemonía de la narrativa banderista, se delimitaron los horizontes de lo que era políticamente posible, se disciplinó la retaguardia y se dotó de cierto propósito a las energías del país que no eran succionadas por su parasitaria burguesía, tan voraz después del Maidán como antes del mismo. O quizá más, pues el Maidán supuso efectivamente la expulsión de una facción de esta clase, representada por Yanukóvich, cuyos despojos se convirtieron en objeto de reparto; rapiña que, en sí misma, fue otro elemento de la nueva constitución material del país. Sumemos, finalmente, la inserción de todo este proceso en esa faceta sobre la que ya hemos abundado, de agudización de la pugna inter-imperialista, con lo que ello tenía de nuevo impulso ofensivo atlantista, y tendremos un cuadro más completo de la situación.

Nada de lo que ha sucedido posteriormente ha alterado los fundamentos del régimen del Maidán, asentado en esos meses cruciales de la primavera y el verano de 2014. Sirva como ejemplo la celebrada elección de Zelensky como presidente del país en 2019. La elección de Zelensky, formalmente ajeno a la tradicional oligarquía que, desde la independencia, regía directamente los asuntos de Ucrania, y con un programa de conciliación y compromiso con el Donbás, expresaba un genuino hartazgo social respecto al devenir del país y su dominio por el régimen del Maidán. Sin embargo, muy al contrario, lo que ha acabado simbolizando Zelensky es lo profundo de las raíces de este régimen y la imposibilidad de su sustitución mediante un simple proceso parlamentario (precisamente por eso hablamos de régimen, para referirnos a la médula profunda, a donde nunca suele llegar, en ninguna parte, el oleaje superficial de los vaivenes parlamentarios). Por un lado, Zelensky sólo estaba formalmente al margen de esa corrupta burguesía parasitaria. En realidad el mentor de Zelensky no era sino Kolomoiski, uno de los capitalistas que más había medrado al calor del Maidán, habiendo ejercido como gobernador de Dnipro en 2014, donde había sido el mecenas y promotor del batallón homónimo (además de haber invertido en otros, como el propio Azov). Finalmente, por el otro lado, la parte del programa de Zelensky que más podía amenazar el régimen del Maidán, una paz de compromiso en el Donbás, fue rápidamente abortada. En honor a la verdad, cabe decir que Zelensky hizo al menos un simbólico ademán en esa dirección, que, fiel a su vis cómica, quedó registrado por las cámaras. Poco después de su elección, Zelensky se personó en la línea de frente del Donbás para plantear la posibilidad de hacer cumplir su programa electoral. La respuesta, a través de los representantes de Azov, fue clara: ello sería una traición inaceptable y significaría la marcha de las unidades militares banderistas sobre Kyiv para dar buena cuenta de los traidores. Zelensky olvidó rápidamente su compromiso electoral y pasó a asumir la habitual línea dura anti-rusa. Nada había cambiado y en 2019, al igual que en 2014, los Freikorps banderistas —algunos de los cuales, como el famoso Azov, habían alcanzado ya el rango de eficaces y bien equipadas unidades militares de estándar OTAN—, seguían siendo los garantes de esa guerra permanente contra Rusia, alrededor de la cual siniestra y exitosamente se viene construyendo la nación ucraniana.

Delineada esta breve semblanza política de la historia del nacionalismo ucraniano y su rol en la revuelta del Maidán, cabe pronunciarse sobre la caracterización de Ucrania como Estado fascista. En nuestra opinión, este debate tiene más utilidad académica que política. Desde el punto de vista marxista, la propia debilidad histórica del Estado ucraniano dificulta la consumación del rasgo clave de la forma fascista de dictadura burguesa: la concentración de todo el poder en una sola facción de la clase burguesa, lo que, a su vez, suele implicar cierto cierre institucional. No obstante, no cabe duda de que todo el desarrollo del Estado ucraniano desde 2014 va en la línea de una creciente fascistización, con cada vez más facciones de la burguesía expulsadas del juego institucional. Expresivo de esto eran los propios cargos de traición que el gobierno de Zelensky estaba impulsando, poco antes de la invasión, contra Poroshenko, el primer presidente electo del régimen del Maidán, una de las grandes fortunas del país y rival de Kolomoiski. Igualmente, todo lo señalado respecto al paramilitarismo, la hegemonía de la tradición banderista como pilar ideológico del régimen, la política de ucranización forzosa, así como el protagonismo de los elementos abiertamente nazi-fascistas en la médula del aparato del Estado, va en esa misma dirección fascistizante. La Ucrania del Maidán se asemejaba, ya antes de febrero de este año, a un enorme montón de ruinas dispuestas alrededor de un ejército (oficial y paramilitar), que succionaba las energías del país y era también generosamente alimentado por el imperialismo atlantista. No obstante, el propio carácter ruinoso del conjunto de la estructura social y política parecía dejar numerosas fisuras que el régimen no acertaba a cerrar. La última y masiva oleada de ilegalización de organizaciones políticas, realizada con posterioridad a la invasión rusa, muestra que, al menos antes de febrero de 2022, el cierre fascista aún no se había consumado plenamente. Desde entonces, asesinatos, desapariciones y linchamientos, con árboles y farolas cumpliendo el papel de improvisadas picotas, señalan que una nueva ola de terror se ha abatido sobre la sociedad ucraniana.

Concretando la posición internacionalista

Como hemos venido delineando y no puede ser de otra manera, la realidad de la guerra en Ucrania es tremendamente compleja y multilateral, trenzada dialécticamente a través de múltiples contradicciones. No obstante, esto no puede ser coartada para un relativismo de tipo academicista sobre la “imposibilidad de asir” esa realidad. A pesar de esa complejidad, toda realidad tiene un fundamento abarcante, una contradicción principal, un aspecto que ayudar a explicar más y mejor esa realidad como conjunto. Como hemos visto, no es mera propaganda rusa la decisiva influencia que ciertamente los elementos banderistas, de indudables y profundas conexiones nazi-fascistas, tienen en la Ucrania del Maidán. Igualmente, Rusia es y actúa como poder imperialista, con abierto desprecio del carácter nacional de Ucrania e insensible y despiadado respecto a los movimientos y anhelos de las masas ucranianas, habiendo recurrido a la invasión militar para asegurar su posición estratégica. Sin embargo, a pesar de todo ello, nada de lo que está sucediendo y la forma en cómo está sucediendo se explica principalmente por estos motivos. Rusia no ha invadido Ucrania por un desvelo anti-fascista, sino motivada por su competición estratégica con Estados Unidos. El nacionalismo ucraniano ciertamente ha sellado una alianza anti-rusa con la OTAN, pero no es el carácter fascista del banderismo lo que mueve a Moscú, sino precisamente esa alianza geopolítica. El Kremlin estaba dispuesto, a través de los Acuerdos de Minsk, a dejar que la mayor parte de Ucrania quedara a merced de los banderistas siempre que ello garantizara la neutralización del país. Igualmente, aunque la invasión rusa ha retroalimentado a los banderistas, otorgándoles una legitimidad inédita y fortaleciendo su proyecto exclusivista de construcción nacional (uno de cuyos padres fundadores será, paradójicamente, Putin), poco de ello tiene que ver con la soberanía e independencia de Ucrania. La resistencia ucraniana no tiene su fundamento en las masas del propio país, sino en el vínculo del régimen del Maidán con el imperialismo atlantista. Es el apoyo militar y financiero de este imperialismo el que permite realizar la guerra en la forma en la que los ucranianos la están efectivamente implementando y lo que provee las expectativas concretas que pueden albergar respecto a su desenlace. El lustre que tiene hoy la soberanía ucraniana queda reflejado cuando los propios funcionarios estadounidenses presumen provocadoramente respecto a cómo son ellos los que dan permiso para acciones ucranianas escalatorias (por ejemplo, los ataques en el interior del territorio de la Federación Rusa) o reconocen el carácter proxy de Ucrania. En definitiva, ni “lucha anti-fascista”, ni “resistencia nacional”, a pesar de que aspectos secundarios de la realidad puedan más o menos aproximarse a tales definiciones, recogen la razón de lo que hoy ocurre en Ucrania (lo que, por tanto, equivale a decir que son caracterizaciones políticamente falsas), sino que, como venimos insistiendo, la categoría que mejor define y más abarca el conjunto de factores que dan forma a la guerra que hoy holla el territorio ucraniano no es otra, a despecho de todas las mistificaciones, que la de guerra imperialista.

El reconocimiento de este hecho es el fundamento de cualquier posición de vanguardia y de cualquier ulterior desarrollo político de la misma. Sin subrayar este hecho, no hay internacionalismo proletario posible ni hay ningún horizonte estratégico universal para el desarrollo independiente de la RPM. Sin reconocer el carácter igualmente rapaz, reaccionario e imperialista de todos los contendientes en la pugna es imposible cimentar la confianza internacionalista entre los pueblos. Sin denunciar la maquinaria de guerra imperialista de Moscú se rompe cualquier vínculo posible con el proletariado y la vanguardia rusas, que sufren la opresión del régimen capitalista ruso y se quiebra la confianza con el pueblo ucraniano, sometido al fuego cruzado del terror de los misiles rusos y del terror banderista. Mientras que la invasión rusa retroalimenta a las bandas fascistas ucranianas, nada debilitaría más a éstas que el colapso de la maquinaria militar putinista a manos de la acción revolucionaria de las propias masas rusas. Por improbable que esto sea en el presente conflicto, para la vanguardia proletaria no puede haber un sendero de desarrollo histórico que se encuentre por debajo de ese horizonte. En el mismo sentido, insinuar que el banderismo puede estar dirigiendo una “guerra popular anti-imperialista”, con la OTAN contribuyendo a tan loable empresa, supone otra monstruosa ruptura de la confianza internacionalista entre pueblos y, además, en el caso de los destacamentos de vanguardia sitos en los países del bloque imperialista atlantista, supone el oprobioso reconocimiento de su propia mendacidad e impotencia, cuando no cosas peores.  Por supuesto, e igualmente, el horizonte del proletariado revolucionario apuntaría a la paralización de los planes de expansión imperialista del atlantismo y al derrocamiento del régimen del Maidán por parte de la acción revolucionaria de las mismas masas ucranianas.

Sentada esta base, que entronca con la Línea General de la RPM, el desarrollo consecuente del internacionalismo como Línea Política exige de la vanguardia una concreción que tenga en cuenta el marco específico en que opera cada uno de sus destacamentos. Efectivamente, como señalaba Lenin, la plasmación de la política internacionalista no puede ser indiferente respecto al tipo de país en el que nos encontremos (imperialista, opresor u oprimido) y, por tanto, no pueden ser los mismos los aspectos concretos que la vanguardia proletaria debe acentuar en cada caso. Eso mismo se aplica respecto a la situación de los destacamentos de vanguardia respecto a cada uno de los bloques imperialistas en pugna. Es al proletariado en el interior de cada uno de los bloques imperialistas al que le corresponde la responsabilidad principal en debilitar, detener y, en su caso, destruir “su propia” máquina de guerra imperialista. De este modo, sentada la hermandad del trabajo mancomunado y complementario respecto a los revolucionarios que habitan en el bloque imperialista “enemigo” —sin ningún atisbo de que nosotros podamos ser cómplices respecto al Estado reaccionario que les oprime y pisotea allí—, cabe desarrollar la línea política que, en el caso del Movimiento por la Reconstitución en el Estado español, debe acentuar la oposición consecuente a la máquina de guerra atlantista y su esfuerzo por extender y escalar la guerra imperialista en curso.

El momento es grave: existe la posibilidad real de esta extensión y escalada de la guerra hasta el choque directo y abierto entre potencias nucleares imperialistas. La vanguardia marxista-leninista enfrenta la contradicción entre el relativamente escaso grado de desarrollo del proceso de reconstitución del comunismo y la alta probabilidad de una serie de catástrofes a corto plazo. Éstas van desde la nada desdeñable probabilidad de esa guerra abierta hasta el seguro empobrecimiento y proletarización de un nuevo y amplio estrato de la aristocracia obrera y la pequeña burguesía continentales a resultas de la guerra económica ya en curso y la crisis capitalista, pasando por consecuencias de alcance global (por ejemplo, las relacionadas con el encarecimiento general de los productos alimenticios). La vanguardia marxista-leninista debe tener en cuenta su grado de desarrollo y su relación con la perspectiva que es el único horizonte a la altura de la experiencia histórica de la RPM: la transformación de la guerra imperialista en guerra civil revolucionaria. El horizonte del proletariado revolucionario no puede ser la demanda por la “retirada de bases” o cualquier otra reivindicativa petición a las autoridades, sino el derrotismo revolucionario: que la guerra imperialista se salde con la derrota de “nuestros” Estados y que ello pueda coadyuvar al desarrollo de la RPM. Por supuesto, no cabe ya la ilusión, históricamente agotada, de que la Revolución Proletaria pueda abrirse paso espontáneamente, como producto del derrumbe imperialista, sin atender al estado de desarrollo consciente de la clase proletaria y su vanguardia: ya no hay guerra civil revolucionaria que pueda ser concebida por un marxista como algo diferente de Guerra Popular dirigida por el Partido Comunista. Por eso, rechazando cualquier tipo de aventurerismo, la vanguardia marxista-leninista debe, en este caso, centrar su atención en el tipo de disposición que mejor puede favorecer su desarrollo y la irrenunciable preservación del horizonte de la RPM, en un contexto que seguramente se verá puntuado por catástrofes de todo tipo, así como por el endurecimiento general de las condiciones sociales y políticas, con el consiguiente y todavía mayor aumento de la vigilancia y la represión de los Estados imperialistas. En definitiva, la vanguardia marxista-leninista debe atender a los probables desplazamientos de fondo en la correlación entre clases para saber aplicar e impulsar el Plan de Reconstitución en las circunstancias que puedan abrirse a partir de ahora.

Finalmente, cabe volver a insistir sobre las perspectivas que abre la posibilidad de una guerra abierta entre poderes imperialistas con grandes arsenales nucleares. Por supuesto, no decimos que la guerra nuclear sea lo más probable —descontando que cualquier posibilidad de que ello pueda suceder ya es demasiada—, sino que nunca en el pasado había sido tanto su riesgo como ahora. Más allá de cualquier tensión y de toda la retórica, durante la vieja Guerra Fría se acabaron estableciendo ciertas reglas de juego y ambas superpotencias terminaron por respetar mutuamente ciertas esferas de influencia básicas. Ello era profundamente reaccionario, pero igualmente le daba cierta estabilidad y previsibilidad al sistema internacional. Hoy vivimos un incierto e inestable periodo de recomposición del tablero imperialista, marcado precisamente por la total ausencia de reglas de juego consensuadas entre los imperialistas y de reconocimiento de zonas de influencia al rival, particularmente por parte del imperialismo yanqui, que parece decidido a aprovechar su gran superioridad militar, heredada del periodo unipolar, para marcar desde ya los límites de crecimiento de sus rivales (cuando no directamente asfixiarlos), sea en Ucrania o en Taiwán. Como hemos señalado, con toda seguridad, los arsenales nucleares han evitado hasta este momento que los combates en Ucrania escalen hasta una guerra abierta entre Rusia y la OTAN. Sin embargo, la tensión no deja de crecer y cada vez se habla más (y, por lo tanto, se trivializa y normaliza) de la cercanía de la utilización efectiva del armamento atómico, con todas las siniestras incertidumbres que ello traería aparejado. El proletariado revolucionario, como decimos, debe ser consciente de la gravedad del momento, pero también debe afirmar que la amenaza nuclear no puede detener el curso de la historia. Precisamente, la posición proletaria al respecto fue establecida por Mao, cuando afirmó que “la bomba atómica no intimida al pueblo chino”. Ello no quiere decir, como demagógicamente afirmaron los revisionistas soviéticos en su momento, que Mao fuera un aventurero inconsciente de los efectos catastróficos de una guerra nuclear, sino precisamente que esa amenaza atómica no podía detener el progreso histórico, coartando el desarrollo de la lucha de clase revolucionaria del proletariado. Al contrario, someter esta lucha a esa amenaza significa precisamente condenar a la humanidad a vivir permanentemente bajo la espada de Damocles de la aniquilación nuclear. Es posible que el “canibalismo” imperialista no apriete el botón en esta crisis, como no lo apretó durante la pasada Guerra Fría. Pero cada crisis que pasa sin que el botón sea pulsado hace que, precisamente, los caníbales se vuelvan más temerarios y arrogantes, asegurando que, a cada nuevo estadio de la competición imperialista, la posibilidad de que la civilización humana pueda sobrevivir vaya disminuyendo. Por eso la amenaza de la Bomba no puede llevar a una conciliación con el imperialismo, sino, todo lo contrario, a redoblar el compromiso revolucionario por su derrocamiento, que es, cada vez más, una carrera histórica contrarreloj para evitar que la barbarie imperialista torne el planeta en un yermo páramo radiactivo.